Primero. Ante un metro de pared

El ojo busca “eso” que está oculto allí donde mira. Ciego, busca en lo que ve una forma hecha en su memoria, unas líneas y un pasado preciso.

El juego de niños, con sombras, con nubes, adivinando una forma, educa al ojo para borrar el caos, para lograr la lógica, buscar “eso” para poder “ver” en un sitio en el que tal vez no haya nada.

Descubrir una forma en lo que cae al suelo, en la basura barrida, en un manojo de pelos cortados, en unos cristales rotos, en la hierba, en la palma de una mano, en una pared. Buscar. Buscar incansablemente una imagen que coincida con otra. Hacer un macheo de lo que está ante el ojo con lo que está dentro en la cabeza, reconstruir y armar, dar un valor a “eso” ahí delante, a una pequeña fracción de nada para así “ver”.

Entonces, en un metro de pared, buscar. En un metro de pared destrozada, ahí mirar, descubrir. Mirar por años, día tras día, pacientemente, a la búsqueda de imágenes en ese caos de rasgaduras en los ladrillos, de grietas, de pinturas descoloridas, de polvo, de destrucción, tratando de hacer coincidir lo que se ve con algún dibujo en la memoria, dar explicación a un espacio que no nació ni del orden ni de la lógica.

Así aparecen las imágenes, se esparcen ante la mirada y se proyectan hacia adentro, en ese almacén que traerá una forma que compagine, que machee, que dé una respuesta al desorden.

Ante los ojos un metro de pared se extiende.

¿Y para qué hacer coincidir? ¿Por qué esa obsesión de hacer que el caos de una pared destrozada sea posible a través del orden? ¿Para qué servirá convertir esa línea torcida en un ave que sobrevuela la noche, una línea discontinua que termina en un rostro oscuro, una figura humana adolorida en una cima, unos peces, un cielo con sol, un extraño ser subiendo una cuesta, un ratón, o, finalmente, un rostro abrumado que retuerce su boca mientras otros rostros lo aterran?

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¿A qué esta lucha de una lógica de imágenes sobre un caos?

Esa última imagen, ese rostro en crisis entre otros, sería la imagen final, resumen de esa ansia por hacer coincidir un mundo caótico con uno lógico. Ese sería aquel que quiere “ver” en ese caos que se abre ante él y que busca referencias, una historia, un sitio que defina comodidad, un asidero ante “el desastre”, que “lo arruina todo, dejando todo como estaba”.[1]

Pero, ¿se está siendo demasiado serio con un mero juego de miradas en busca de una imagen que sea capaz de explicar una mancha o un hueco, una zanja en el cemento o en un mero ladrillo sin explicación ni lógica? Toda imagen tiene que ser otra ya existente, viva, explicada, sostenida.

Todo en la cabeza. Las figuras de afuera ya no están ahí. Toda línea es armada, convertida en una curva “razonable”, porque nada lejos del ojo puede ser.

Así, con algo que no está, se construye una imagen arbitraria que sin querer llega al lugar donde se contiene todo para existir.

Esa figura no estuvo, no está, no estará. Pero se equipara a otras formas para tallar con la vista, con el recuerdo, buscando en un catálogo de imágenes en el que se persigue más hacer coincidir que ese solo mirar primero, perdido ya definitivamente.

Se pierde uno en la imagen. Se pierde en colores, líneas y curvas. Y termina en esa Caja llevada al hombro, que contiene todo. Se mira y se es mirado en vano. Sólo se ve lo que se carga, y al final parece no haber nada más que vacío en ese almacén.

¿Qué se levanta ante un ojo? ¿Qué se puede construir sabiéndose tantas miradas? ¿Cómo hacerse de una novedad ante ese contorno que se borra al menor contacto de pupila?

No puede. No se puede. Ya no hay posibilidad. Demasiado peso. No hay posibilidad de ser sólo un “eso” sin equivalencia.

Aquí, donde se ha construido un lugar para proyectar “eso”, queda la idea de su soledad y su muerte, y se naufraga en el intento. Aquí habrá algún metro de pared que rodee un espacio vacío, ya sin sonido, sin gestos ni movimientos, un metro, un cuadrado cerrado. Y sólo así, en la ausencia que busca “eso”, una forma precisa, perfecta, en el vacío de imagen, se estará rodeado de lo inhabitado, donde se deja de ser “algo”.

Los intentos de crear “formas sabidas” en una pared, ese buscar una imagen en las nubes o en las sombras, es el fracaso, la soledad y la muerte construyendo una relación que no ha clamado ser instituida. Ese querer “ver eso” es la angustia del libro Compañía, de Samuel Beckett, que aun a sabiendas de que nunca será, se pide y se insiste que exista, para que se haga lugar “la creación”, esa “palabra mágica tanto de la religión como del arte, la palabra que redime todos los males”.[2]

Segundo. Ante un edificio

Aquí no hay juegos con imagen, no hay parte que quepa en una foto. Aquí se pierde el objetivo y el ojo en el todo. No hay detalle. Se rompe cualquier posible construcción de algún rasgo ante la demasía. No se puede “ver” un “eso”. No hay juego de niños.

¿Cómo sería posible para una finita mirada buscar en la enormidad la “creación” de una imagen? Al parecer ante “el desastre” el juego de niños, con sus sombras y sus nubes, se desplaza a un rincón. Su lugar lo ocupa lo general, la demasía, el cumulo que irrumpe para dejar en silencio lo particular y que las imágenes se presenten como soledad y muerte, así todo ojo se torna patético y trágico.

En este enorme sitio de mirada perdida, que a diferencia de una pared hace de muestrario de historia, de lo social, de rasgo humano, el hecho de armar un juego de imágenes con su sistema de símbolos, es una trampa para que el ojo se pierda y se convierta él mismo en una especie de diminuta pared observada, tan frágil como la inocencia primera que arma líneas en lo irreal.

En esta acumulación de paredes, techos y suelos, se presenta el caos total que sólo se preveía en una pared de manera parcial; ahora estamos frente a lo infinito de la destrucción. Los grandes espacios caídos, las paredes colapsadas, una historia oculta detrás de todo este vacío donde se posa el ojo nos parece, mientras se avanza, que cada ojo ha sido arrancado de su lugar para quedar imposibilitado de vista y caer.

Por esto, poner un nombre a un gesto, a una imagen, a una “obra”, ese encierro, se antoja crimen. Se tendría que borrar todo, quedar sueltos, atravesar “esto” a sabiendas de la orfandad, de que a pesar de que ser ojo aún clavado en uno, ya ha sido arrancado del suelo, con la paciencia de un caos en una línea nueva, en una curva nueva, con un contorno diferente y otro color.

Aquí, ante este edificio, la creación se detiene y borra cada nombre, un campo visual baldío donde el acto de crear dejó de ser “la palabra mágica”. Aquí, ante este edificio y en cada espacio de la memoria, se anda imposibilitado de ver-construir imágenes en un metro de pared, de buscar imágenes y jugar a ser artista, porque se tiene la certeza de que esa mirada, esa búsqueda, ese escape a ser otro, ya no “redime todos los males”.


* Este texto pertenece al cuaderno La caja, Bokeh, Leiden, 2020.

Notas:

[1] Maurice Blanchot: La escritura del desastre.

[2] Georges Didi-Huberman: Arde la imagen.

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