Mural Desiderio Hernández Xochitiotzin

Cielos de la Tierra es una narración que realiza un cruce entre realidad histórica y ficción literaria, entre novela histórica y novela fantástica, entre utopía histórica, distopía y utopía textual. Está conformada por tres historias reunidas en “cestos”. Una, funciona como un palimpsesto que reúne la autobiografía traducida y anotada del manuscrito de Hernado de Rivas, uno de los primeros indígenas educados por los franciscanos en el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco; otra, es la explicación y la justificación de Estela Ruiz, mexicana de cuarenta años que se ubica en la década de los noventa, para paleografiar, traducir y anotar el manuscrito del siglo XVI que le regalaron; y la tercera, la historia de Learo, una arqueóloga que vive en una sociedad que se afana en olvidar lo relacionado al tiempo histórico después de la devastación terrestre. Boullosa amalgama en el manuscrito de don Hernando no sólo fragmentos textuales que muestran a los autores leídos por el indígena, sino también las expectativas de las traductoras que, desde diversos tiempos, se ocupan de él.

En este texto discurriré sólo sobre la propuesta que hace como novela histórica y dejaré la relativa a la metaficción para una futura versión extensa.

La llamada nueva novela histórica se caracteriza comúnmente por la deconstrucción de los héroes o en algunos casos de los villanos de acuerdo a una versión oficial de la historia de México, como por ejemplo Iturbide en La corte de los ilusos o Santa Ana en El seductor de la patria. Sin embargo, la novela que me ocupa ni toma a un personaje heroico ni a un acontecimiento que se haya estimado como central en la historia de México. Cuando hablamos del Virreinato de la Nueva España inmediatamente pensamos en su inicio y término: la Conquista y el inicio del movimiento independentista, o se mueve en nosotros el recuerdo que Vicente Riva Palacio creó sobre la Inquisición desde su postura liberal en el siglo XIX. Carmen Boullosa no recurre a ninguno de esos acontecimientos sino al primer momento de conformación de la Nueva España, cuando se están estableciendo las bases para forjar un orden político-social hacia los dos últimos tercios del siglo XVI. Tampoco Boullosa toma a un personaje de trascendencia histórica política, como podría ser Fernando de Alva Ixtlixóxhitl,[1] sino a un indígena traductor que se caracterizó por su estupendo dominio del latín, como lo asienta el fraile Juan Bautista en el prólogo de su Sermonario que dice: “Heme ayudado en esta obra de algunos naturales muy ladinos[2] y hábiles, especialmente de un Hernando de Ribas (de los primeros hijos del Colegio Real de Santa Cruz”.[3]

Así pues, don Hernando no es el testigo de las batallas de la Conquista sino uno de los involucrados en algunos acontecimientos sociopolítico-culturales iniciales de la Nueva España.

Al preguntar el para qué inspirarse en Hernando de Ribas y si es, como afirma Christopher Domínguez, una continuación de la mitificación del pasado indígena que ha manipulado el criollismo, habría que empezar por considerar que Hernando no fue el indígena prehispánico testigo ni víctima directa de la Conquista; sino aquel que creció en un mundo que apenas estaba en el proceso de definición político-económico y social. El personaje de la novela insiste en autodefinirse y lo que encuentra para ello es la no pertenencia:

Mi fiesta de mi nacimiento no fue para mí. Mi padre no fue mío […] Mi Tezcoco no era mío, porque yo era tlatelolca. Tlatelolco, mi tierra, no me perteneció. Pasé a formar parte de los alumnos del Colegio con un nombre que no era el mío; otro que no era yo había sido elegido para ocupar el lugar, y yo ocupaba el lugar de uno que no tenía que ver conmigo. Mi mamá fue quitada de toda mi compañía sin saber que la que ellos creían mi madre no era la mía. Mi primer pecado memorable entre los franciscanos no fue cometido por mi cuerpo, aunque un gesto aparentara que yo merecía el castigo. Mi primera penitencia corpórea no fue sino un acto de arrogancia y fatuidad. ¡Qué sucesión de no míos, de míos ajenos, le fueron asignados en sus primeros años a mi torpe vida. (p. 268)

A Hernando le toca padecer las indefiniciones y acomodamientos sociales que repercuten en su identidad. El que escribe este texto con cariz de subversivo es el Hernando viejo y desilusionado que quiere expresar sentimientos, molestias y dar testimonio de lo que él sabía de don Carlos Ometochtzin y de la caída en desgracia del Colegio de Santa Cruz.

Históricamente, el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco comenzó como un proyecto que respondió al intento de encarnar parte de la utopía franciscana. Como se recordará, la primera orden en llegar a tierras continentales fue esta, la franciscana. Primero se adelantaron tres franciscos flamencos –Pedro de Gante, Juan de Tecto y Juan a Aora─ que llegaron el 13 de agosto de 1523 y luego los famosos “doce” en 1524. Estos doce religiosos estaban convencidos que se les abría la posibilidad de construir una iglesia prístina, es decir, una que regresara a las intenciones de pobreza y perfección que debió tener el primer cristianismo. Esto, que se habían esforzado por lograr sin resultados en Europa desde el Medievo, se tornaba viable en esta nueva tierra de misión. Así, en sus escritos comenzaron a identificar una Iglesia indiana con la Iglesia primitiva. Toribio de Benavente describió a los indios como pobres, mansos y humildes, cualidades que los predisponía a ser no sólo buenos cristianos sino varones perfectos. Al respecto, el historiador Antonio Rubial explica: “Con base en el libro del Éxodo y teniendo en mente la Ciudad de Dios de san Agustín, Motolinía identificaba a los indios mexicanos con un nuevo Israel, sometido a la idolatría en Egipto, diezmado por las plagas de la conquista, la epidemia y los trabajos forzados.”[4]

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Como había que preservar esta comunidad de la corrupción europea, decidieron no enseñar español a los indígenas. Prefirieron darse a la tarea de aprender las lenguas autóctonas para después enseñarles latín, idioma para las cosas relacionadas con Dios. La utopía franciscana empezó a fraguar en un topos. Comenzó a generarse la idea de crear una iglesia superior y preparar a los hijos de nobles indígenas para que se convirtieran en los futuros sacerdotes. La emoción y el aporte económico del virrey Antonio de Mendoza así como el entusiasmo de fray Juan de Zumárraga, primer Inquisidor Apostólico, permitieron fundar el Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco el 6 de enero de 1536. Allí formaron a los primeros traductores que ayudaron, a su vez, a los frailes a escribir sus libros. Hernando de Ribas –escrito así en documentos históricos─ ayudó, según asienta Robert Picard, a fray Alonso de Molina a escribir en náhuatl su Arte y vocabulario y a fray Juan de Gaona en la redacción de sus diálogos sobre la paz del alma[5] y, de acuerdo a lo compilado por García Icazbalceta, a fray Juan Bautista, su Sermonario.

Por supuesto, si estamos hablando de una época en que la religión se vuelve razón de Estado y es el factor que jerarquiza y ordena la sociedad española, permitir que llegaran al sacerdocio los indios inquietaba a varios grupos y personajes históricos, como Domingo de Betanzos. En 1539 se creó una acusación que permitía mostrar que los indígenas eran viciosos e incapaces de perfecciones. Así, prendieron a un noble indígena, don Carlos Chichimecatecuhtli, acusado de concubinato y de herejía dogmatizante. Aunque, de acuerdo a las testificaciones que constan en actas de la Inquisición tales acusaciones no eran ciertas, se le condena a morir ajusticiado.[6] Los dominicos acudieron entonces al emperador para oponerse a la ordenación de los indios. Fray Bernardino de Sahagún, desilusionado por la persistencia de la idolatría, terminó por confirmar la indignidad de los indios para el sacerdocio. Todo esto dio al traste con el proyecto del Colegio, que los franciscanos desilusionados dejarán en manos de los indígenas.

El discurso desde el cual Hernán –personaje ficcional basado en el histórico– busca entenderse es el cristiano. Don Hernando escribe su manuscrito en latín con algunos fragmentos en español, lenguas que adquiere en el Colegio, donde es educado en la verdad de la perfección espiritual y la negación del cuerpo. Su educación europeizante lo desvincula en gran medida de la que debió ser su cultura-raíz, lo que lleva a apenas reconocerse entre los indígenas y a tampoco cuadrar del todo con los valores enarbolados por los franciscanos: “Yo no suplanté a nadie cuando vestí los hábitos franciscos. Pero este punto exacto de única congruencia, éste en que yo fui lo mismo que mi historia, éste en que se derrotaba al destino de suplantaciones y de no míos al que parecía yo condenado, éste era imposible” (p. 274). El personaje cree que sólo puede pertenecer a esa sociedad asumiéndose como un otro, como alguien de menor valía, sin poner en entredicho la verdad del discurso. El Colegio de Tlatelolco, de acuerdo a lo que narra en su manuscrito, lo conduce a aceptar como suyo el discurso cristiano que le exige obediencia y renuncia y que, a su vez, entraña la imposición de un discurso imperial de acuerdo con el cual él es siempre un ser incapaz y menor. De esta manera, lo convencieron de la verdad de salvación, pero lo excluyeron de la posibilidad de participar activamente como sacerdote. Ni aun el Hernando viejo se muestra capaz de cuestionar los valores en los que fue educado y asienta en este manuscrito imaginado por Boullosa que era por envidias que no alcanzó la ordenación.

Como se observa, Hernando pertenece a la etapa en la que entran en crisis los mitos fundadores, en su caso específico, el de la utopía evangelizadora en tierras americanas y, también, el desplazamiento paulatino de la nobleza indígena, a la que en un inicio se le había otorgado un lugar especial en la sociedad novohispana.

Cuando la autora implícita de la novela afirma en una carta inicial, al estilo del Quijote: “diré que la verdadera autoría no pertenece a ninguno de los que he dicho, sino al pulsar de una violencia destructiva que percibí en el aire”, se colige una violencia velada en la vida de Hernando que ha sido adoctrinado para repetir convencido un discurso dentro del cual está excluido.

Boullosa representa dos discursos diferentes con campos de referencia específicos, a partir de los cuales se acercan las traductoras ficcionalizadas, Estela y Learo. La investigadora de los años noventa del siglo XX busca en el testimonio de Hernando la explicación del sistema cultural de minusvaloración a los indios, y dice en uno de sus “cesto” cuando intenta explicar la razón que la impulsa:

Porque soy mexicana y vivo como vivimos los mexicanos, respetuosa de un juego de castas azaroso e inflexible, a pesar de nuestra mencionadísima Revolución y de Benito Juárez y de la demagogia alabando a nuestros ancestros indios. Y porque, creo, nuestra historia habría sido distinta si el Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco no hubiera corrido la triste suerte que tuvo. El manuscrito me importa, me concierne como un asunto personal (pp. 64-65).

Como comenté al inicio, leer a don Hernando es estar leyendo a Learo y Estela, que se han interesado por conservar ese manuscrito. La historia de don Hernando sirve para mostrar las contradicciones de los franciscanos, quienes son rodeados de un halo de ingenuidad y buenas intenciones en su participación histórica. Don Hernando es el personaje indígena que cree en los valores enseñados por éstos, razón por la cual podríamos hablar de un mestizaje cultural.

Boullosa no representa a los franciscanos en bloque ni los convierte en villanos. Hay un nombre específico: fray Juan de Zumárraga, quien como Inquisidor apostólico, participa en el proceso contra don Carlos Chichimecatecutli acusado de encabezar un movimiento disidente que rechazaba la nueva manera de pensar y propagaba las herejías y permite que sea llevado al cadalso el 30 de noviembre de 1539. Nos muestra un Zumárraga desilusionado por la falta de perfección de los indígenas que continuaban con algunas de sus prácticas rituales, se embriagaban y caían en la promiscuidad, Zumárraga claudica y los franciscanos pierden su ideal de formar sacerdotes indígenas.

Hace una cala en la historia sobre las instituciones educativas y trama la situación de este indígena noble educado en valores europeos y que vive, después el desamparo. No hay mucha información histórica sobre don Hernando, sólo la suficiente sobre su excelente manejo del español y del latín, lo que abre un amplio margen para la imaginación de Carmen Boullosa.

Si, de acuerdo con Ana Rosa Domenella, la novela histórica de fin de siglo va contra el discurso historiográfico oficial que crea sistemas coherentes de identidad nacional,[7] lo que hace Boullosa es mostrarnos una cara más de las situaciones conflictivas que se generaron en aquel período que no son sólo las de explotación por la encomienda sino que también permite captar las contradicciones de las “buenas intenciones” consabidas de los franciscanos.

La propuesta de Boullosa, me parece, trasciende la intención de condenar o ensalzar. En todo caso, humaniza las situaciones históricas concretas para hacer una propuesta de índole metaliteraria.

Notas:

[1] Historiador de origen indígena descendiente de Nezahualcóyotl que escribió la Historia chichimeca y fue gobernador de Texcoco.

[2] De acuerdo al Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, “al morisco y al estrangero que aprendió nuestra lengua, con tanto cuidado que apenas le diferenciamos de nosotros también le llamamos ladino.” Edición de Martón de Riquer de la Real Academia Española, Alta Fulla Barcelona, 1995, p. 747.

[3] Prólogo de Juan Bautista a su Sermonario, copiado por Joaquín García Icazbalceta, Bibliografía mexicana del siglo XVI, edición Agustín Millares Carlo, FCE, México, 1954, p. 474.

[4] Antonio Rubial: La hermana pobreza. El franciscanismo de la Edad Media a la evangelización novohispana, UNAM, México, 1996, p. 121.

[5] Robert Picard: La conquista espiritual de México, trad. Ángel María Garibay, FCE, México, 1986 [1ª ed. en Jus 1947], p. 341.

[6] Cfr. Martín Lienhard: “Los indios novohispanos y la primera Inquisición: el juicio contra don Carlos Chichimecatecuhtli, principal de Tezcoco (1939)”, en Mariana Masera (coord.), La otra Nueva España. La palabra marginada en la Colonia, UNAM–Azul, Barcelona, 2002, pp. 191-210.

[7] Cfr. Prólogo de Ana Rosa Domenella (coord.): (Re) escribir la historia desde la novela de fin de siglo, UAM / Miguel Ángel Porrúa, México, 2002.

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