Fotograma de 'Crimes of the Future', David Cronenberg dir., 2022
Fotograma de 'Crimes of the Future', David Cronenberg dir., 2022

No hay nada más subversivo y a la vez más reaccionario que la evolución. La evolución es una violencia transmutatoria que supera toda influencia cultural del ser humano sobre su cuerpo, por más radical y violenta que esta sea. A la vez, la evolución es una fuerza conservadora que desafía y resiste desde el imperativo de sus ignotos ritmos y planes, cualquier variación apresurada y desesperada que se le quiera practicar al organismo para convertirlo en dispositivo cultural, en signo. Un significante rebelde que tritura todo significado.

La metamorfosis inducida de los cuerpos, aunque resulte gesto emancipador de las determinantes biologicistas tras las que se escudan las ideologías conservadoras para atacar a quienes buscan la sincronía armónica de sus organismos con sus ideas, resulta –irónicamente–, a la vez, un acto de dominación de la naturaleza, una operación prepotente y colonizadora de un territorio que ya es expresión de lógicas previas y externas a la esfera humana.

Al reclamar el cuerpo como propiedad, como zona de influencia soberana y dispositivo de expresión política, se reniega al mismo tiempo la propiedad sumisa de este, de sus dinámicas preestablecidas, eones antes de la llegada de la autoconciencia de la especie como seres pensantes, que la empoderó y detonó la ilusión del “destino manifiesto”: la soberanía sobre el universo ergo sobre su cuerpo. Es un uróboros acerbo que se destroza la cola a dentelladas y la dureza de esta quiebra todos sus dientes.

Tenser o de la reacción

Estas contradicciones irresolubles –y sobre todo cataclísmicamente anárquicas para las perspectivas militantes de todo sino–, que añaden una partícula disonante a algunas de las más álgidas discusiones de la contemporaneidad sobre el cuerpo y la identidad de género, se explayan en el protagonista de Crímenes del futuro (Crimes of the Future, 2022), el más reciente largometraje de David Cronenberg. Película que es también resumen, manifiesto autoevocativo y desafiante testamento.

El cuerpo de Saul Tenser (Viggo Mortensen) es una intensa zona de guerra que, en el plano diegético de la cinta, redunda en un arte reaccionario, fascista. En el plano extradiagético deviene dispositivo distópico ideal, casi perfecto –pues la esencia de la distopía como campo genérico creativo (literario, fílmico, gráfico) es la espectacularización hiperbólica hasta la obscenidad, de las zonas más reaccionarias de la cultura humana.

El organismo de Tenser es “víctima” de lo que se conoce en la cinta como Síndrome de la Evolución Acelerada, proscripto por las autoridades policiales, que han creado todo un departamento para controlarlo: la Unidad de Nuevos Vicios (NVU, siglas en inglés). Su cuerpo está en una indetenible rebelión que solo puede ser mitigada con las sistemáticas extirpaciones de los nuevos órganos disidentes que amenazan con transformar, más que su organismo, la idea conservadora, tradicionalista, de lo que debe ser un organismo humano. La condición humana subordinada a cánones y estereotipos estáticos.

Tenser lidera una “contrarrevolución” contra su cuerpo irreductiblemente revolucionario, renegado ante cualquier coerción cultural sobre su ineluctable expansión hacia horizontes evolutivos ignotos, planificados por fuerzas transhumanas.

En esta singular colisión entre civilización y barbarie, la primera está determinada por fuerzas conservadoras y la segunda encarna el rol progresista. La modificación del cuerpo solo conduce aquí a un reduccionista estancamiento de lo que es y será siempre el más allá de la propia consciencia.

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Las sistemáticas mutilaciones represivas que se aplica el artista sobre el organismo rebelde son expuestas a los públicos, legitimándose como arte avant garde. Tenser es un muy prestigioso artista del performance, pero el suyo es un espectáculo reaccionario, tan perturbadoramente bello como las películas nazis de Leni Riefenstahl. Es tan abisal como los posibles sueños del doctor Joseph Mengele y sus paradigmas eugenésicos, compartidos por Heinrich Himmler y sus operaciones purificadoras de la raza aria. Estos también podrían haberse considerados a sí mismos como artistas, defensores y generadores de la belleza que anida en el corazón de lo “puro”. De ganar los nazis la Segunda Guerra Mundial, Menguele pudo haber fundado el performance quirúrgico y exhibir sus experimentos como arte.

Cada (re)presentación de Tenser es un triunfo de su voluntad sobre su naturaleza, sobre la Naturaleza, por más temporal que esta sea, dada la persistencia de los nuevos órganos en generarse. Es un acto de dominación, de control, de coerción, pero también de tortura y suicidio a plazo más corto que largo; a juzgar por el sufrimiento manifiesto que experimenta en su cotidianidad el personaje.

Su garganta no se abre, apenas puede comer, su cuerpo sigue generando disidencias incontrolables en la forma de órganos desconocidos a los que tampoco se toma tiempo para entenderlos. Son prejuzgados como tóxicos y extirpados sin dedicar un minuto a su comprensión.

Los alucinantes artilugios del misterioso emporio LifeFormWare –que sin pudor remiten directamente a las bellas y perturbadoras tecnologías de previas cintas como eXistenZ, 1999, o a las psicodélicas y erógenas máquinas de escribir que copulan en El almuerzo Naked Lunch, 1991– las camas OrchiBed, las sillas BreakFaster, los programas EatWare que facilitan la digestión; todos son aberrantes manipuladores de la materia orgánica para someterla a preconcepciones axiomáticas.

Bajo el pretexto de optimizar la existencia y sus rutinas, de mantener todo funcionando como debe ser y, sobre todo: “como no debe dejar de ser”, estas máquinas orgánicas son monstruosos aparatos de tortura que se aferran al cuerpo como exoesqueletos no mudables, si acaso modificables, pero solo en función de sus misiones. Son dispositivos reaccionarios, malformaciones engendradas por la voluntad triunfante sobre la naturaleza, por la civilización victoriosa sobre la barbarie. Son herramientas y alegorías de la sumisión.

Brecken o de la revolución

En su cruzada contra sí mismo, Tenser se encuentra con una contraparte que confirma y reafirma la ciclicidad contradictoria, y finalmente distópica, de la relación del ser humano con la naturaleza. Lang Dotrice (Scott Speedman) lidera un movimiento clandestino que promueve igualmente la intervención de los cuerpos. No para controlarlos y someterlos a ideas inamovibles de lo humano, sino para promover de manera artificial la evolución que emana espontáneamente en Tenser y este contiene con semejantes métodos quirúrgicos.

El movimiento de Dotrice desata la revolución sobre los cuerpos, modifica los organismos para abrazar la dimensión cultural y política más pura de lo humano, más allá de los determinismos biológicos rígidos a los que se adscribe Tenser. En esta dimensión humana que defienden los “comedores de plástico” no tiene cabida la naturaleza en lo absoluto. Su revolución los lleva a independizar sus cuerpos de esta, y de manera simultánea terminan por emancipan a la naturaleza de la especie humana que tanto la ha dañado, esclavizado, deformado, pervertido. Crímenes del futuro es una película de fenómenos y personajes duales.

En flagrante acto de justicia poética, el ser humano pasa aquí a habitar una dimensión paralela de ciclo cerrado, seguro para el universo. Pudiera asumirse también que se recoloca drásticamente en el gran ciclo natural, iluminado por una epifanía ecológica. De ser depredador desenfrenado, se busca convertir en un noble carroñero y coprófago que se alimenta de la miríada de productos sintéticos que ha generado por siglos, limpiando el mundo de una manera óptima y definitiva. La especie expía sus pecados contaminantes devorando su propia mierda infecta. Para esto debe operar cambios radicales en sus organismos, esperando que los genes, el universo y Dios capten la señal y los asuman como nuevos estadios del ser.

Dotrice parece ofrecer su candidatura como Pater Putatibus del nuevo mesías, Brecken (Sotiris Siozos), en quien termina operándose el milagro de la transmutación orgánica que su progenitor y seguidores iluminados han debido forzarse. El niño que devora plástico de manera natural es engendrado en la desapercibida –otra forma de virginidad– Djuna (Lihi Kornowski), quien reniega de su hijo desde la primera secuencia del filme. Lo desconoce, lo rechaza como una implantación forzada, ajena a ella, un pólipo anómalo e incomprensible. Termina extirpándolo de sí y del mundo, como hace Tenser con sus órganos anárquicos.

Brecken es un nuevo órgano que le ha salido a la especie, cual señal unívoca de los tiempos que vienen, o que ya llegaron. Es lo inevitable. Es la posible conciliación definitiva entre civilización y barbarie. El nuevo Evangelio del cual es inconsciente portador, está escrito directamente en las nuevas funciones y formas de sus entrañas, reformuladas para procesar todo lo sintético, y por extensión, todo lo cultural, toda la huella humana sobre la Tierra.

Como Cristo y los demás profetas, el niño llega demasiado pronto para anunciar la buena nueva era de autofagia sanadora. Su cadáver termina siendo el último recurso para revelar al mundo la alquimia de la existencia, la prueba de Dios.

Y este suceso revolucionario es postergado una vez más a través de una operación cultural fascista que destruye su evangelio de carne, desfigura su belleza interior. La distopía cierra su ciclo con otro cuerpo deformado, manipulado, pervertido. Pero a la vez –otra antítesis con las que juguetea Cronenberg todo el tiempo– lo revela como un falso profeta, si acaso un precursor, un ente transicional. Un cordero desechable solo destinado a mostrar la luz al verdadero y envejecido mesías que es Tenser.

Epílogo o de los crímenes de Cronenberg

Con estos Crímenes del futuro, Cronenberg lega un espinoso rosario de incomodidades y dudas, a pesar de la excesiva retórica didáctica que, en no pocos momentos, lastra la potencia de fuego del relato, atarugándolo de explicaciones de motivos, motivaciones de los personajes. Se termina subestimando las destrezas interpretativas de los potenciales públicos, o solo es un urgente empeño del director filósofo porque sus preocupaciones calen en más personas.

Otro obstáculo que se alza ante el flujo de ideas, es el innecesario personaje de la doctora Timlin, y la interpretación aún más innecesaria que Kristen Stewart hace de este. Es un triste y jadeante intento por imitar (dudo que conscientemente) al irrepetible Peter Lorre, o quizás encarnar una de las tantas variantes del miñón Igor que ha generado el cine –sin siquiera superar al inefable Marty Feldman en El joven Frankenstein (Young Frankenstein, Mel Brooks, 1974).

La más discreta, pero definitivamente rancia –rayana en la nulidad– Caprice de Léa Seydoux, tampoco alcanza a recorrer un camino de realización lo suficientemente contundente, al punto que al final de la película, termina colgando como un cabo suelto y su final resulta muy poco interesante.

La Stewart y la Seydoux, con todo y sus glamores, son opacadas por el gozoso y perverso dúo de driller killers que integran Router (Nadia Litz) y Berst (Tanaya Beatty), actrices que permanecen a buen resguardo del mundo de las estrellas cinematográficas. Las matonas y mecánicas son la concreción del poder hegemónico y reaccionario de la invisible LifeFormWare, más denso que el aire que se respira, pero igualmente inatrapable.

Router y Berst son el último eslabón de una cadena oculta pero terrible, son sus dispositivos de regulación más radicales, sus escalpelos más afilados con los que seguir extirpando órganos intrusos y desobedientes. Sus motivos derivan hacia una erotización con la tecnología orgánica de la compañía, que levemente rememora Crash (1996) –como la cremallera que le practican en el abdomen a Tenser recuerda la casetera humana en que se transforma el protagonista de Videodrome, 1983–, pues esta nueva película de Cronenberg está plagada de Cronenberg.

Aunque irregular, la cinta reubica al canadiense en el sendero del incordio que con sus últimos títulos parecía haber extraviado un poco. Lo suyo es generar extrañezas a partir de la deformación de lo más conocido e íntimo que pueda alguien tener: su propio cuerpo. Desconocer paulatinamente el propio cuerpo conduce al abismo, al horror definitivo, pues el sentimiento de desposesión de lo único que se pensaba controlar abruma con un peso insoportable. El gran crimen de Cronenberg es desmantelar al cuerpo como santuario, descoyuntar la ilusión de que es una zona de seguridad inexpugnable. Todo lo contrario, y viceversa.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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