Yiannis Moralis

Si nos hubiéramos querido.
Si hubieras dejado a un lado
cualquier ambición.
Si hubieses dejado de mirarte al espejo,
ese incesante
instrumento de distancias
y esperas. Yo creí que era de arena,
sin forma, yeso blanco,
polvo, churre, cualquier elemento
pero no persona.
Todavía no lo soy.
A punto de partir
sin enterarme de cómo fue
ni quién soy. No me acuerdo de mí
pero sí de ti.
Qué desventaja
no haber caminado contigo en el parque
ni alrededor de la casa.
Te ensañaste
en imponer la ficha del destino.
Querías que fuera un ojo partido
que interpretara gestos
que no conocía.
Cargo conmigo odio.
Me pesa y no puedo soltarlo.
Todas las mujeres tienen algo tuyo.
Los labios, el peinado,
el color del cabello,
la sonrisa, el mal humor
y ese mundo estrecho
de llanto y expresiones que yo digerí
para calmarte.
Fui tu contrincante,
apacigüé tu sufrimiento,
acarreé las palabras
que no me pertenecían.
Me empequeñeciste en el único
lugar destinado a los enfermos, la cama.
La cama por el día junto a un radio viejo
con música que sólo podía tocarse
cuando no estabas.
Como ráfaga apagabas
el único consuelo,
la música funeral.
La palabra
que no puedo elucidar:
Perdón.
He perdido
los dientes en tal lucha.
Dos mujeres
destrozándose.
Infelicidad,
esa nota rojiza
que nos sale de las piernas.
Una le da golpes a la otra,
la otra cobrará las cuentas
con las otras.
Un ser lleno
de palabras obscenas
capaz de humillar el espacio
con gritos y maldiciones.
Vinagre en el cuerpo.
No puedo mirarme.
Tu aborrecimiento
se ha convertido en mío.
Cuál salida,
cuál oración,
cuál prescripción
para escapar de las llamaradas
intensas que me sofocan.
Tengo humo en la garganta.
Me consume y me ciega.

Con saliva
tengo que cerrar
los sobres
de esta institución
que me mantiene viva,
estudiándome,
a ver hasta cuándo.
El único refugio.
Si salgo voy a asesinarte.
Primero iré al parque de diversiones.
Si la iglesia estuviera cerca
me confesaría pero de qué vale.
Si la estatua de la madre de Dios
que fue y será
me besara en la mejilla,
me calmaría.
Brinco como los ciervos.
Pegando la lengua en el sobre
le digo a la enfermera,
dame una dosis,
un calmante más fuerte.
Dormir,
encerrarme en el auto de una amiga.
Si ella me ayudara.
Si me abriera un hueco
y entrará el aire malvado,
le acariciaría el pelo rubio
y miraría sus ojos azules,
tan claros como el mar.
Si me hiciera el favor.
¿Cómo hacer cuando una se cae
y se cae
y se hiere
y se agarra una al tallo de los árboles débiles
y se cae otra vez y el árbol
y las piedras heridos
miran con asombro?

Su rostro,
Tantos años encerrada.
Z.
Pasaba horas sentada frente al ventanal.
El cristal fascinaba al pájaro que era ella.
Detrás el verde,
las flores de Montgomery
y el mar de Long Island.
Las parisinas flores
siempre dispuestas en la mesa.
Hay que reescribir
tantas veces un párrafo
para que una línea magistral
aparezca viva.
Murmuraba o hablaba sola.
¿Conversaba?
En Gatsby aparece mi diario.
Indispensable para Scott.
Ahora punto.
Y fui bailarina.
La dalia de diferentes perspectivas.
Me gustaría pintarlas.
Tenemos mucha naturaleza alrededor, Zelda.
Scott no olvidó tu sonrisa.
Me gustaría pasear por el bosque.
Podría ponerme un pañuelo naranja en los hombros.
Parecería un vestido.
El uniforme es blanco.
Un pañuelo naranja lo haría un vestido.
¿Dónde está mi maleta?
Geranios blancos, hibisco rojo,
tomate con el corazón amarillo.
cactus rojo, lirio blanco,
cerezos japoneses
danza de la flor azul,
órbita y astro. Iris.
Todas las flores encerradas
en una maleta.

Sí, el pesar es mío y no tuyo, Zelda.
Estás ahí pero saldrás cuando te cures.
El futuro es nuestro.
Hemos compartido tanto,
la vida entera,
novelas enteras,
momentos eternos.
Tú y yo, Zelda.
¿Recuerdas?
A ti te hace daño todo,
lo que pasa,
lo que ha pasado,
lo que pasará
lo que no ha pasado.
Tu mirada,
tus movimientos, tu energía.
No quiero
que te identifiques con ningún personaje.
de mis novelas.
En todas estás.
Estás todo el tiempo
en mi respirar y en mis latidos.
Pinta pájaros, caballos
y corazones heridos.
Todos los venderás.
Eres un ave herida
que se recupera aun con la flecha dentro.
Una flecha clavada en un corazón tan grande,
tan enorme,
tan rojo y azul.
Los médicos me dicen
que has de recuperarte
y mi tristeza terminará.
Verte de nuevo atendiendo las flores,
nuestro jardín,
dándole nombres.
Vivir sin ti no quiero,
sin los tonos de tu voz, tu pasión
y tu cuerpo.
La primavera volverá a ser nuestra.
Sin necedades, sin alcohol.
Las olas del mar son tus gestos.
Esta gran melancolía que me invade
se irá para siempre cuando regreses.
La posibilidad de vivir de nuevo,
riéndonos,
amándonos.
Sólo pienso en ti.
¿Cuándo estarás lista
para abandonar tu celda?
No recuerdes el pasado.
No vuelvas atrás.
Nada en el mar, entre la espuma.
No nades hacia atrás ni en el fondo.
Hay cercas, hay desperdicios en el mar.
Deja la furia en su cueva.
No hagas que salga fuera.
Todo es posible.
Pienso en tu cabello rojizo
y tus ojos ausentes.
Sólo cuando me miraban
sentía lo que es brillar.
¿Dónde estás?
Regresa.

Domingo en Montgomery,
día de ir a misa,
de vestirse de blanco
y limpiar los zapatos de dos tonos.
Si tuviera tintura blanca
y tintura negra.
No tengo tintura de nada.
El agua y el jabón limpian los zapatos.
Le quitan el polvo y el fango.
Pero la tintura les da vida y aire,
teatral brillo y textura
que hacen de los zapatos
una obra de arte.
El domingo es el día
que dan comidas especiales.
La mayoría van a sus casas
y son devueltos el lunes muy temprano.
Yo me quedo.
Me quedo y aprovecho
el dulce que preparan,
el refresco de soda.
Domingo, gris y con aire espeso
que trasciende los pasillos.
Escribo los domingos
con la libertad del viento que entra
por los huecos.
No se escuchan risas
ni voces susurrando
ni gritos.
Los que nos quedamos somos
los que no tenemos quien nos lleve
de la mano al parque de diversiones.
Los agentes que vigilan
se cambian de camisa.
Una camisa festiva, una propia
que los hace olvidar el uniforme.
No hay nada de qué hablar.
Nosotros, como dicen,
distorsionando melodías,
somos guiados por los patios,
deben aguantarnos los vasos
y obligarnos a tomar las pastillas.
Atmósfera gris, pasillos fríos
con humedad repelente.
No llamas ni mandas una nota.
No hay nada, no tengo nada,
el vacío de la nada me inunda.

Hoy me he peinado como Zelda
y oigo a Gershwin.
Viajo a París
y siento que la vida es champagne.
Me baño en sus burbujas.
Estoy acá enclaustrada
viviendo de recuerdos,
hablando a los amigos que no conozco
ni conoceré.
A ti, contigo, a tu lado.
Caminando por los Campos Elíseos.
Recostando mi cabeza en tu hombro,
extática de paz y felicidad.
Momentos que se han hecho vida.
Mi abrigo eras tú
y acá estás
escribiéndote y escribiéndome
para el futuro.
Sabrán las intrigas
y lo desmesurado del amor
que todo lo perdona.
El licor te abraza.
Escribir y escribir para pagar las deudas,
la renta y la electricidad.
Escribir la gran novela
pero hay sólo unas páginas
que no me dejas leer.
Llevar el amor a la escritura,
triturar palabras
tratando de explicar una emoción.
Nuestras, encerradas
en habitaciones perpetuas,
en tus movimientos,
la estructura ilusoria de nuestras vidas,
me reducen a un ballet,
a un gesto.
Tus ojos ya no responden a mi mirada
y mi presencia es inútil en esta habitación.
Gin, cerveza,
cigarros, polvo blanco,
cualquier cosa consumo para empezar
a escribir.
Mis libros no aparecen.
Mi vida es un fracaso,
sí, para el egoísta es un fracaso.
La vida se hizo para la mediocridad,
para los ignorantes,
para el Danubio Azul.
Una línea, escribir una línea
intensa,
devastadora,
que rompa el párrafo,
que rompa el libro,
que quedará en el alma
de un lector enfermo como yo.
Me queda tan poco, Zelda.
Trato de entrar en un terreno
que me avasalla
donde tú estás
y debo devolverte el amor
como sea, escribiéndote.
Z, tú allá en un cuarto y yo en otro.
Inventando historias que otros protagonizarán.
Historias que no existieron,
que vivimos tan complejamente,
en tumulto,
entre celos y empujones.
Hagamos paz en este incendio.
Te quemas y me quemo.
Rescata tus manos
y hazlas reposar junto a las mías.

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Magali Alabau nació en Cuba y reside en Woodstock, Nueva York, desde 1968. Hasta mediados de los años ochenta desarrolló una amplia carrera teatral como actriz. Tras retirarse del teatro, comenzó a escribir poesía. Ha publicado nueve poemarios entre 1986 y 2016. Sus poemas han aparecido en prestigiosas antologías. Obtuvo el Premio de Poesía de la revista Lyra (Nueva York, 1988), la beca de creación literaria Oscar B. Cintas (1990-1991), así como el Premio de Poesía Latina por el libro Hermana, otorgado por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York en 1992. El cuaderno Ir y venir (Bokeh, Leiden, 2017) reúne su poesía escrita entre 1986 y 2016.

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