El carro azul (2014), dirigido y coescrito, junto al cineasta cubano Carlos M. Quintela, por la alemana Valerie Heine, es una película que provoca una reflexión sobre el duelo como período de reconfiguración de las dinámicas afectivas y las lógicas del cariño. También propone el luto como momento de cambio crucial, de recomposición de la cartografía emocional, así como de rejerarquización profunda de la agenda de compromisos filiales.
El tiempo de luto se resignifica como (segunda) oportunidad de vivir, ya no como tragedia y fatalidad meramente destructoras, desgarradoras. La ausencia deviene catalizadora de nuevos nexos fraternales. La muerte es detonante dialéctico de nueva vida, de nuevas etapas de la existencia de seres aislados, distantes, como los dos protagonistas de la película: Hansel (Carlos Riverón) y Marcos (Marcos Costa). La muerte es vista como pretexto, motivo, amalgama, comunión, futuro.
El movimiento histórico implica abandonar el pasado, dejarlo morir, reubicarlo en el redil de la memoria y la experiencia, permitir que transite de su estado dialéctico de “efecto” al de “causa”, de conclusión a precedente.
El carro azul convida a estos los personajes a viajar –y a los espectadores que establezcan nexos empáticos con ellos; algo nada recriminable en un texto fílmico tan sobriamente íntimo, discretamente sentimental como este, que llega a ser comedida y orgánicamente tierno– a través del duelo como proceso de sanación, aceptación y concientización de la ausencia como el componente ineluctable y orgánico que es de la vida. También como oportunidad de restablecer afectos y consolidarlos. La ausencia como canalización y germinación de presencias, de regresos a uno mismo, a ser desde la familia, a ser con la familia.
Hansel es un cubano emigrante –no se precisa si temporal o permanente–, concretamente ausente de su país y de su círculo familiar más estrecho, que vive en San Francisco. El fallecimiento de su abuela lo compele a retornar a Cuba para atender a su hermano Marcos, con Síndrome de Down y dependiente de esta cimera figura matriarcal, alrededor de la cual giraba y sigue girando su vida.
Este suceso trascendente implica una reconexión filial rota tiempo atrás, cuando el joven abandonara Cuba por posibles razones difusas entre las que solo se divisan con cierta nitidez sus preferencias sexuales contrarias a la héteronormatividad, quizás en pos de un contexto como el progresista San Francisco, más propicio para poder ser a la imagen y semejanza que se escoja, y no a la socialmente predestinada.
Hansel arriba a un hogar que hace tiempo está desnudo de él, vacío de su presencia, donde resulta una entidad ajena, compelida a reiniciar sus relaciones con este espacio físico que quizás le resulta sutilmente repleto de los fantasmas de su vida pasada, no solo de las Navidades pretéritas.
La casa se presenta como un espacio exiguo, cuya luminosidad descarnada revela y subraya su parquedad impersonal y el sobrio vacío a favor del cual la abuela abdicara ineluctablemente su trono. Es una ruina de la cual la vida parece que haberse marchado junto con la anciana.
Quizás esta es solo la manera en que Hansel siente el espacio, más que como este luciría desde un distanciamiento objetivista que no contemplara sus dimensiones y rasgos emotivos, sino los meramente físicos, de simple funcionalidad escenográfica. A la vez, la soledad y la tristeza de Marcos son bien expuestas en medio de este paisaje después de la vida, en este ámbito descarnado, desgarrado.
La ciudad, por igual, resulta inmensamente vacía para el personaje, que desanda exteriores costeros coronados y a la vez aherrojados por agresivas y ruinosas estructuras de hormigón desnudo. Se aventura por territorios limítrofes, donde tierra y mar colisionan en estruendosa soledad. Son márgenes y ambivalencias que concomitan con sus preferencias sexuales, que lo ubicarían en el mismo estrato marginal en que la sociedad sitúa a Marcos por la condición genética, que lo hacen no idóneo para cumplir con las dinámicas de supervivencia y conducta reguladas, estatuidas desde un arbitrio normalizado.
Por este espacio mixto habita la acreditada como “la mujer del mar”, interpretada por Antonio Alonso, un ser de más pronunciada sexualidad no binaria, no maniquea, que se prostituye lejos de las zonas más pobladas de la ciudad.
A diferencia de los planos introductorios de la película, tomados presumiblemente durante el festival y el desfile del orgullo gay de San Francisco, la mujer trans del mar desanda en casi clandestina soledad estos bordes citadinos cubanos, convidando a la expresión privada de los deseos que contravienen normativas socioculturales. Invita al silencio, la complicidad. A la vez que termina siendo aliada y facilitadora de la resolución del conflicto dramático que debe resolver el protagonista en su camino del héroe.
A Hansel el regreso le sabe, por ende, a repentina irrupción en terra incognita. A precipitado naufragio. A descubrimiento de nuevos ámbitos. Al estupor que provoca sentirse no pertenecer. Al despertar aturdido de una amnesia profunda.
Tanto la ciudad vadeada por la cámara, como la casa, parecen resistirse a que se reincorpore a su hábitat del que fuera (¿auto?)extirpado tiempo atrás, dejando una herida que ya sanó. Ahora se halla ante una nueva mutilación del cerrado y delicado ecosistema, a la que debe compensar con su reinserción a la dialéctica familiar.
Hansel se debate ante el reto de que su reaparición no implique una suplantación, obliteración o anulación de la figura axial de la abuela fallecida, sino la suma de un nuevo manojo de afectos a la esfera vital de Marcos, que lo ayude, sobre todas las cosas, a lidiar con la pérdida irremisible, a suavizar el atronadoramente sordo proceso de duelo. Que lo haga conjugar la tristeza en tiempo pasado, y percibir su llegada como promisorio futuro.
Así, la película puede asumirse igualmente como una sosegada apropiación de la parábola del retorno del hijo pródigo, con un morral abundante sobre todo en preguntas, dudas, vacilaciones y expectaciones que silencia a favor de su prioridad: cuidar a su hermano, y lo que es más difícil, reconectar emotivamente con este, construir de conjunto una nueva fase de sus vidas, una nueva arista de sus realidades.
Marcos juega persistentemente un sencillo juego de precogniciones y azares que la abuela dejara inconcluso, y que fungía para ellos como zona de intimidad compartida, de conspiración sentimental. Ahora se ha convertido en un juego de esperas, en un intento metafórico de controlar el destino, de dominar la realidad, de invocaciones y desafío de la ausencia. De negación y resurrección. Solo basta desear que por la calle frente a la casa transite un auto anaranjado y esto suceda acto seguido.
Desde su balcón, Marcos recita como un mantra el color. Espera un milagro. Aguarda desesperado por una prueba de que la vida no es tan inexorable ni tan salvaje. Que desear es lograr.
Hansel comprende que compartir el juego, que formar parte de este pudiera significar la primera fase de un nuevo capítulo de sus vidas. Se convierte (o asume esta condición definida por leyes ignotas) en instrumento casi místico del destino. Ayuda a su hermano a domesticarlo un poco. Mitiga las asperezas del mundo desde la (re)construcción de alianzas afectivas, de nuevas estrategias para controlar de conjunto el mundo que se desboca a su alrededor. Hansel pide que el próximo carro que aparezca por la calle sea azul. Marcos también.