El dolor con el que me despierto es una prolongación del mismo con el que me adormezco. No es la existencia del mundo lo que uno debería reprochar sino su monotonía. Sólo en sueños, al quebrar la recta, podemos presenciar esa otra realidad ilusoriamente
más próxima a nosotros.
Sergio Pitol, El tañido de una flauta
I
Durante un diario de poco más de cincuenta páginas que titula Moleskine Sergio Pitol –como la marca de esas libreticas famosas–, el escritor cubano Gerardo Fernández Fe (GFF) desarrolla un encuentro muy personal –como una conversación, contrapunteo o diálogo– con las novelas y los cuentos del escritor mexicano Sergio Pitol, emparentándolo por etapas –no cronológicas, y para nada académicas– con lecturas de otros autores que hace en sus noches de insomnio, aprovechando su desvelo para relacionarlo con ellas, y comunicándose con el autor con quien comparte ese instante de lucidez máxima, en el oscuro instante de la noche.
En cada momento de este recorrido por fragmentos, visto a través de su propia escritura, y de su escogencia de otras lecturas que va relacionando al paso del tiempo, no sólo devela las obsesiones que aparecen en las narraciones de Pitol a través de diferentes épocas, no sólo hace un análisis de sus cambios durante el recorrido expuesto, sino que realiza un acercamiento estrecho a su personaje-autor, al ser Pitol, como guía de escritor a seguir: un stalker. Por eso, Moleskine es, podríamos decir, un libro hecho con la pasión de un autor por otro al que perseguirá cual detective.
GFF vio en La Habana, en el 2009, bajándose de un bicitaxi, a Sergio Pitol, justo enfrente del hospital donde se internó varias veces –antes y después– para recibir tratamiento contra la enfermedad degenerativa que padecía, pero no se le acercó a saludarlo. Esperó, poblado por sus lecturas y reincidente en ellas, hasta recibir de manos de una amiga, durante una presentación que Pitol hiciera en la Torre de Letras en febrero de ese mismo año, un ejemplar firmado de El mago de Viena, cuando el autor presentaba serios problemas para escribir y para hablar ya, y le cambiara en su dedicatoria el nombre Edgardo (en lugar de Gerardo), que luego corregirá y tachará.
Esta tachadura es mencionada por GFF en su Moleskine. Yo la tomo como un regalo en manos del autor que recibe del otro, más que su presencia o potencia, su invalidez: la falla. Su lucha por superarla, por corregirla, revirtiéndola a través de la permanencia en esta guerra de la escritura, a pesar de todo. O, precisamente, una contienda contra todo aquello que lo imposibilitaba para llegar hasta el fondo de una cuestión que ensaya a cada paso: escribir, borrar, tachar.
“Reducir, cifrar, significar”, dice GFF, son tres verbos centrales en la obra de Sergio Pitol, “contra los que ha venido batallando durante años”. O sea, no sólo fue el acercamiento a sus libros, sino a su persona, a la batalla que sostuvo por la supervivencia de las palabras lo que provocó su Moleskine. El deseo de revelar que nos promete una ruta transitada por otro –no sólo de escritura–, sino, ante todo, de lecturas, de influencias –como pide Paul de Man en Alegorías de la lectura–, buscando derivas, curvas, conexiones, hasta lograr un mapa, a pesar de que en esta ruta convergen innumerables desafíos entre varios géneros literarios y mundos posibles e imposibles de sostener y de entroncar. Mundos paralelos, pero nunca lineales, mundos que se superponen y sobreviven a pesar de la distancia real que existe entre ellos, son descritos cuando sobrevuelan el Atlántico.
Por eso, durante esta retrospectiva de Moleskine –como a una película es su making-of–, el autor busca al otro que persigue y trata de ser también, y vuelve atrás desandando sus pasos –como el propio Pitol hacía cuando dice: “volver atrás te obliga”–. Y, en esta vuelta al pasado constante que está en toda su narrativa, GFF ubica el tiempo de sus lecturas en las noches, más bien en las madrugadas –no en el día ni en una piscina–, por ser un lugar del tiempo donde todo es neblinoso, oscuro, silencioso, y es también el momento en el que un narrador puede dar su “expulsión de toxinas acumuladas desde la niñez” por la necesidad de “crear una realidad planeada por la niebla”, como dijera Pitol sobre su escritura. Niebla obsesiva que aparece en tantos textos suyos como El tañido de una flauta, Cuatro horas perdidas o Sueños nada más, donde se mezcla la realidad con el delirio, según apunta GFF. Esa neblina hay que encontrarla donde aparece lo espectral, no a plena luz del día, para poseerla entresueños.
Así, GFF nos propone a un primer Pitol marcado por la memoria, la infancia, los recuerdos, y por “la experiencia de lo imprevisto” oculta en esa neblina sobre una casa-país-personaje-libro que va siempre con él acompañándolo durante esa relación cotidiana y retorcida, oscurecida, podríamos llamarla. Una casa que hemos armado y desarmado muchas veces, adentro, y que GFF hallara también durante su búsqueda en otros autores: Alfonso Reyes, Henry James y Hawthorne, por mencionar sólo a tres. GFF compara el relato “Asimetría”, ese “retrato de una casa” donde esta se convierte también en personaje central, en fantasma, con una de las obras mayores de la literatura norteamericana: La casa de los siete tejados de Hawthorne: “Esta casa no tiene ya sentido” –dice un personaje en “Pequeña crónica de 1943”–, con ese rechazo que profesa Pitol a “esas rancias ideas de hogar y chimenea”.
Después, GFF enmarca el forcejeo de Pitol entre dos mundos en varios textos suyos: apunta en “Hacia Varsovia” la influencia eslava de autores como Andrzej Kuśniewicz, Jaroslaw Iwaszkiewicz y Kazimierz Brandys, y percibe en El desfile del amor, el que considera el texto más político de Pitol, el espíritu sarcástico que proviene de Gombrowicz (a quien Pitol tradujo del polaco al igual que a Brandys). Estas relaciones son vistas por GFF, más que como “angustias de las influencias”, como búsquedas imprescindibles de otras culturas que se injertaron a él para ampliar su mapa de autor.
El rey de las dos Sicilias de Kuśniewicz, al que Pitol le dedica un ensayo en Pasión por la trama, se menciona también en Moleskine. Fue uno de los libros que Pitol trajo en su maleta a La Habana y que, gracias a él, de contrabando, leímos. Al dármelo, me dijo que Kuśniewicz era “su Proust polaco”. También me dio El viaje y El arte de la fuga para publicar en La Habana, en nuestro proyecto editorial Torre de Letras. De esta forma personal de extender las fronteras de la literatura, de su generosidad al dar los libros de mano en mano, no se ha dicho mucho. Por eso, agradezco la referencia minuciosa que se hace en Moleskine, por medio de diversas lecturas donde todo se mezcla –como esos momentos donde la luz converge entre la noche y el día a través de puntos de fuga, y de intersección–, porque entresaca de ellos un modo de obtener un rumbo, una poética.
En un grupo de textos heterodoxos por donde se entra y se sale del ensayo, de la novela, del libro de viajes, del diario o cuaderno de apuntes, está El viaje, diario de su vida en Rusia y de los autores que ama, como Marina Tsvietáieva. El viaje conforma un discurso crítico contra el estalinismo, pero también un sitio donde el inconsciente arma su lugar de estancia, de resistencia, se demarca sobre la realidad que lo rodea: “en ningún lugar he soñado tanto como en Rusia”, dice Pitol.
GFF fija esos momentos de los espacios geográficos por donde Sergio Pitol se mueve entre la confluencia de varios tiempos para afianzar su tesis de que las cosas ocurren en un medio y en un lugar producido por la noche, por la niebla, y por el subconsciente, alejado de los nacionalismos: llama “ambientes nubosos” a estos sitios donde todo queda entreverado, híbrido, dentro de un no-ser que lo vislumbra, y nos alumbra, a la vez, contra el olvido. Esta obsesión de Pitol “hipnótica e ilusoria”, y donde “todo está en todo”, GFF la relaciona también con los relatos del autor de “Cazadores de sueños”, Milorad Pavić.
Otro tema a resaltar es el de la enfermedad: “adoro los hospitales”, dice Pitol, lo que GFF llama “el alma pitoliana”, que está emparentada con el personaje Hans Castorp. Así, su “Diario de La Pradera”, lugar donde recibía tratamiento médico, podríamos relacionarlo también con La sala número seis y otros cuentos de Antón Chéjov, o con la autobiografía de Thomas Bernhard. El escritor como médico de su propia dolencia, y la escritura como medicina y cura radical. En Moleskine está presente este debate de la imposibilidad de escribir para Pitol, de pronunciar o encontrar las palabras exactas a pesar de mantener su memoria intacta al rescatarlas. En “Los nombres no olvidados”, Pitol propone la catarsis como único asidero de la memoria para intentar vencer esa dificultad con su única herramienta: el lenguaje con todos sus entrecruzamientos. También GFF utiliza esta estrategia de entrecruzamientos en su Moleskine.
El personaje del escritor fracasado –afirma GFF– es llevado también por algunos de los protagonistas de Pitol hasta sus últimas consecuencias; nunca hay triunfadores en sus relatos. Promotor de una literatura que abarque algo más que los problemas de la existencia reflejados en las historias, algo más que un panorama local, se encuentra lo que GFF sitúa como el “caso Pitol”: un autor que transgrede no sólo los géneros, sino las distancias regionales, las fronteras, rompiéndolas y tejiendo un texto variopinto en todos los sentidos. Un texto cosmopolita, abierto tanto a Occidente como a Oriente, que traspasa lugares, voces y tiempos: “toda su vida como una fuga perpetua”, nos dice GFF, una fuga que no es exclusiva de los lugares, que se extiende a encasillamientos y dogmas.
GFF se refiere también en sus fragmentos –porque Moleskine es un libro hecho de notas, como una bitácora– al delirio febril en los cuentos y novelas de Pitol. No sólo fiebre del cuerpo, sino fiebre mental: lugares llenos de contraste donde se mezcla lo fantasmagórico y lo ilusorio a la vez. GFF deja abierta la opción de estudiar “las fiebres” en toda la obra de Pitol, a partir de la confesión de Pitol de que ha escrito los cuentos “con una fiebre real y una fiebre intelectual”.
Así observa cuándo y cómo el narrador Pitol va creando una distancia cada vez mayor con sus personajes, volviéndose cada vez más consciente de su compromiso con ellos –y volviéndose un personaje también–, con una sabiduría retrospectiva para resolver los enigmas de “lo inasible” que fuera, en primera instancia, su mayor propósito.
El Pitol de Moleskine está lleno de visiones, y se fuga siempre cuando lo esperamos desde un lugar seguro para llegar a ellas. Ya en “El oscuro hermano gemelo” aparecen voces que dejan al narrador, que es también su doble, el otro. Fiel a su máxima de que “el instinto determinara la forma”, desenmascara –a través de muchos ojos que observan la trama– “un dibujo descarnado de la rutina” y, a la vez, de la inercia que hay en los matrimonios en varios cuentos suyos. Esta idea según la cual “no hay verdad total” nunca será otra de las máximas de su escritura, y otra de las facetas pitolianas que GFF enmarca en ella, dándonos claridad sobre el proceso de contrapunteo –y relatividad– que ejerce desde la propia escritura, acercándolo más a la búsqueda de aquello que está oculto, no sobre finalidad alguna ni lugar específico, sino para encontrar las claves, los delirios, los propósitos y las pasiones de los hombres.
GFF ha conformado este cuaderno de apuntes demostrándonos cómo los autores son tragados por otros, rompiendo las barreras de las distancias y de las épocas. Es esta una forma de ver la literatura a manera de progresión: como esa cadena que va empatando sus eslabones para llegar al nudo, a la trama, a la disolución de un solo propósito –y de un solo autor– a través de múltiples notas y pasadizos secretos nacidos por el afán de reconstrucción constante de la escritura, durante la retrospectiva de una obra donde están superpuestos todos los acordes de su música.
Una página extraviada de Moleskine
Conocí a Pitol gracias a mi amigo el escritor Mario Bellatin, durante uno de sus viajes a La Habana. Lo primero que nos relacionó fue la lectura de Praga mágica, de Angelo Maria Ripellino. Su deseo de ver un mundo diferente –pensando, equivocadamente, que Cuba era más liberal luego de cierta apertura– fue algo que lo decepcionó. Pero le presenté a mis amigos escritores, salimos al teatro, a los conciertos, a las calles llenas de basureros. Me tomaba del brazo para saltar los charcos dentro de una feria agropecuaria en la calle Zulueta un domingo, o se ponía un jersey beige, si estaba más fresco el día, para subir a La Azotea y compartir un almuerzo con los edificios de fondo en ruinas, o en Cojímar junto al mar de Hemingway.
Lo que más admiré de él fue la delicadeza para abortar la queja, su empeño por aceptar con una sonrisa el dolor por la pérdida de las palabras y de las lenguas que aprendió –de las que tradujo muchos libros también–, su entereza para estar alegre ante algo demoledor para un escritor: la pérdida del lenguaje y de la comunicación (entendiendo cuánto se reduce la palabra comunicación si la relacionamos sólo con el habla).
Pitol nos llevó y nos dejó su bondad tanto como aquellas palabras perdidas que hilábamos como si fueran prendas, buscando en las que le faltaban otras que había escrito ya –como ahora GFF las entrelaza de nuevo en la memoria de su cuaderno de apuntes, en su Moleskine–. Supo unir a los que estamos desperdigados por diferentes mundos: atándonos a un mapa Pitol que va reconstruyendo con su imaginación, sus delirios, sus voces, las posibilidades de actuar sobre el escritor que cada uno ha pretendido ser –cuando todo está lleno de imposibilidades ya–, reducido, subestimado, y hundido como barco a pique en nuestro mapa interno.
Y, para quienes no tuvimos maestros ni muchas veces –la mayoría de las veces– las lecturas que necesitábamos para este aprendizaje que no termina nunca de la escritura, tener de cerca a un escritor de su jerarquía, al lector que trasplantaba mundos en sus maletas, llevándonos libros desconocidos a la isla, y lanzando su tuerca para descubrir nuevos territorios, es experiencia fue algo impensable, inimaginable. Así recuerdo a Pitol subir las escaleras de la calle Ánimas para llegar a La Azotea, o a la Torre de Letras de La Habana Vieja, dándonos de nuevo un lugar que dábamos por perdido: una casa, un libro, un país donde refugiarnos en “esa otra realidad ilusoriamente más próxima a nosotros” que se abría en las conversaciones, los conciertos, y todo lo que compartimos juntos.
Por eso, compartir también la bitácora de GFF es volver a encontrarnos con Pitol en una esquina, frente a un edificio de La Habana o del mundo, en el que nos tiende la mano para alargar otra página extraviada que no quiere que dejemos suelta o sin leer en la ruta que perseguimos: este ha sido el encuentro no dado, aquella espera, aquel desvelo.
Miami, 20 de septiembre de 2018