“Mis películas son más importantes que las vidas de los que se oponen a ellas”, escribe Werner Herzog. Aunque, como es natural, muchos han intentado menoscabar el fundamentalismo estético intrínseco en esa contundente –y megalómana– declaración de principios (“es solo una expresión”; “lo dice para epatar a los críticos”; “en el fondo es una persona muy sensible”, etcétera), sospecho que el prolífico director alemán nunca habló tan en serio y rechazaría con sarcasmo cualquier tentativa de suavizar su postura: Herzog es, en efecto, un radical acólito de la religión del Arte, un auténtico obseso de la forma para quien la realidad[1] tiene como única función suministrar los materiales necesarios para construir obras maestras.
En el fondo, esto no debería sorprendernos: después de todo innúmeros artistas comparten, qué duda cabe, esta radical poética.[2] El caso de Herzog, sin embargo, resulta significativo por tratarse de un director de cine que, por decirlo suavemente, no está demasiado interesado en el aspecto financiero de su profesión y, por lo demás, parece experimentar una abrasadora pasión por todo lo insólito, extremo e inusitado: era quizás cuestión de tiempo que terminase por acometer un proyecto tan ambicioso, delirante y grandioso como Fitzcarraldo. Existen, por supuesto, decenas, acaso centenares de estudios sobre la película: ninguno se aproxima siquiera a la visionaria intensidad desplegada por el propio Herzog en su espléndido cuaderno Conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fitzcarraldo) (Entropía, 2008).
Todo comenzó con una poderosa imagen: “Una visión me había atenazado […] la visión de un enorme barco de vapor escalando una colina […] ascendiendo por una escarpada, abrupta montaña mientras, por encima de este despiadado paisaje, que quebranta con pareja ferocidad al débil y al fuerte, se eleva la voz de Caruso silenciando todo el dolor y las voces del bosque primigenio, ahogando el canto de los pájaros […] y yo, como una estrofa de un poema escrito en alguna lengua extranjera, tiemblo”.
El pasaje no carece de grandeza y está dotado de un extraño, onírico vigor: lo asombroso es que Herzog pueda sostener este tono febril (por no decir alucinado) a lo largo de casi trescientas páginas. Sin embargo, lo consigue… ¡Y de qué manera!: se trata de un auténtico viaje al “corazón de las tinieblas” emprendido con el exclusivo propósito de filmar el demencial proyecto in situ: los productores de Hollywood, horrorizados por el costo de la película, habían propuesto numerosas alternativas,[3] pero Herzog se mostró intransigente: no podía –ni quería– abandonar su idea de llevar la ópera al Amazonas:[4] “y les dije que, para empezar, tenía que ser un barco de vapor real, transportado por encima de una montaña real, pero no por ninguna preocupación con el realismo sino por la estilización característica de la gran ópera”.
Palabras de un verdadero esteta…, pero las dificultades son, sin embargo, colosales: cada plano debe ser conquistado en una lucha incesante contra todos los obstáculos imaginables y el mero hecho de acceder a los lugares donde pretende filmar[5] es tan arduo que habría desalentado a cualquier otro: hay “mosquitos tan agresivos que el repelente no puede disiparlos”, cucarachas gigantes, tarántulas, pumas, serpientes venenosas y, por si todo eso no fuera suficiente, el cineasta estuvo a punto de ahogarse al menos dos veces… En rigor de verdad, sólo un tipo “blindado” como Herzog,[6] indiferente al peligro y la adversidad, podría haber trabajado en un lugar así (ciertamente no imagino a Ridley Scott o al bueno de Coppola confrontando semejantes obstáculos):[7] es de suponer que, más allá de su recia personalidad, fue “la visión de túnel”[8] típica de los grandes artistas lo que le permitió continuar contra toda esperanza: para estos obsesos todo debe subordinarse a la composición de sus obras maestras y, si el equipo de rodaje deplora la presencia de tarántulas gigantes o el clima insoportable, nada podría importarles menos: después de todo, ¿no son acaso ellos quienes primero se someten a las asperezas de semejante filmación? [9]
Habiendo dicho eso, no hay duda de que son siempre los actores quienes suponen el mayor obstáculo en el camino hacia la grandeza estética de aquellos cineastas que aspiran a imponer su voluntad incluso en los más nimios detalles concernientes a su película: quizá acepten, en teoría, que resulta necesario “trabajar en equipo”, pero en su concepción del cine[10] –muy a menudo relacionada con la noción wagneriana de “obra de arte total”– el director no es jamás una suerte de primus inter pares sino un majestuoso, inapelable demiurgo que debe darle forma al “material” hasta plasmar su visión primigenia. Claro, esto resulta mucho más sencillo[11] en la literatura, la música o las artes plásticas: cuando hay actores de por medio el asunto suele complicarse notablemente. En realidad, muchos son los directores que han expresado su deseo de controlar absolutamente a los histriones, sin la menor consideración por sus deseos o técnica interpretativa: así, Hitchcock opinó que “todos los actores son como ganado”, y Bergman o Kubrick solían empujar a sus protagonistas al límite más extremo. Herzog se inscribe con plenitud en esta genealogía de cineastas crueles, capaces de hacer casi cualquier cosa para obtener un efecto estético.
Pero, precisamente en este caso, quien interpretaba a Fitzcarraldo era nada menos que Klaus Kinski, quizás el único actor capaz de enfrentarse a Herzog:[12] otro megalómano y narcisista radical convencido de que lo único importante sobre la tierra eran sus deseos. Si a eso añadimos las ya mencionadas condiciones extremas en que tuvo lugar la filmación,[13] no es raro, ni mucho menos, que incluso alguien tan resistente como el cineasta alemán llegue a experimentar un profundo desaliento (“un sentido de la inutilidad de todo lo que hago”) y que, pese a su admirable resistencia –cualquier otro habría abandonado este proyecto–, el progresivo agotamiento y, acaso, la cualidad alucinatoria del material mismo –una representación de Ernani en pleno Amazonas!– causen, eventualmente, que la atmósfera onírica de la película se transfiera, por así decirlo, a la filmación… o por lo menos a lo que Herzog nos cuenta sobre esta en su diario: “dos días seguidos confundido por el Amazonas […] percibía una imagen neblinosa del pueblo, como si emergiese de las profundidades de la memoria, como si hubiese estado antes allí […] pero por mucho tiempo no estuve seguro […] quizás era un lugar que solo había visitado en mis sueños”.
En cualquier caso, pronto la penuria circundante lo devuelve a la necesidad de filmar a la mayor velocidad posible si es que quiere conservar la más mínima posibilidad no ya de terminar la película sino de regresar a Múnich para editarla: en efecto, el paisaje amazónico es aquí, más allá de los hombres y sus insignificantes disputas, el verdadero protagonista, y Herzog comprende que se mueve a través de un mundo que ningún ser humano puede, en última instancia, comprender o dominar (y mucho menos si se trata de europeos): en el mejor de los casos la naturaleza es indiferente; en el peor, notoriamente hostil, como si estuviese investida de una pertinaz malevolencia metafísica (¿o es acaso el descomunal agotamiento lo que provoca esos pensamientos?).
Sea como sea, finalmente le es dado contemplar el asombroso, casi mitológico lugar donde pretende escenificar Ernani: “Filmamos en el teatro de la ópera en Manaus, el Teatro Amazonas, situado en medio del desquiciado esplendor del bosque tropical por los barones del caucho cuando ni siquiera había una aldea por aquí […] la idea de representar una ópera completa, no sólo fragmentos para Fitzcarraldo, fue, afortunadamente, bien recibida […] todo tan extraño […] de acuerdo a un académico inglés –y esta perspectiva es compartida por casi todos sus lectores– el Teatro Amazonas es una nave espacial, no construida por seres humanos […] Walter me pregunta cómo terminó el teatro en el Amazonas. Para ahorrar tiempo le digo que aterrizó aquí […] todo está mezclado con la leyenda de un príncipe portugués […] la belleza de todo esto es que un delirio se volvió realidad en la jungla y ahora está siendo transformado nuevamente por nuestra película en pura fantasía de la jungla”.
Pero mucho tendrá que hacer Herzog todavía para lograr su delirante propósito… y Kinski no es el menor de los obstáculos: incluso antes de acometer la parte más compleja de la filmación (arrastrar el barco de vapor sobre la montaña), Herzog comprende que deberá domeñar de algún modo el volátil[14] temperamento del actor infame y genial o abandonar por completo cualquier esperanza de terminar la película. En efecto: Kinski está borracho casi todo el tiempo y aúlla como un lobo; Kinski tiene ataques de ira durante los cuales destroza el set e insulta a todo el que se le ponga por delante;[15] Kinski grita, vomita y danza como un derviche; Kinski se niega a aprenderse el guión: ¿acaso no es un genio, después de todo?
Herzog deberá disipar, pacientemente, esa postrera ilusión. Eventualmente, de manera casi milagrosa, consigue calmar al maníaco y aprovechar su casi inagotable energía en la filmación de una de las películas más extrañas, complejas y ambiciosas jamás realizadas: hacer pasar el barco por encima de la montaña es un empeño que sólo puede compararse a las dificultades involucradas en los casi interminables films de Hans-Jürgen Syberberg o el Napoleón de Abel Gance. Y en ese momento se despliega la auténtica grandeza de Herzog, ese despiadado pragmatismo subordinado a “la religión del arte”: si solo se tratase de un esteta habría soñado durante décadas con su proyecto sin realizar nada; si, por otra parte, solo hubiese sido un gran artesano y solucionador de problemas técnicos habría tenido, probablemente, una carrera más o menos exitosa en Hollywood…[16] y ya lo habríamos olvidado: es la inusitada amalgama de hombre de acción y fanático de la forma la que lo convirtió en el hombre capaz de filmar ese portento llamado Fitzcarraldo. Así, tras su descomunal labor,[17] tras dominar a los hombres, la naturaleza y el azar mismo, logra su delirante propósito: “Agitándose y girando en un sueño confuso, caótico, febril, el barco se elevó […] corrí descalzo a su alrededor […] mis pies aplastaron los vidrios de una botella de cerveza rota abandonada por los indios […] todo parecía perdido […] pero el barco, ahora casi por completo sobre el agua, se enderezó”.
Sí, aquello aparentemente imposible dejó de serlo. Lo más asombroso, sin embargo, es la reacción de Herzog ante su proeza: “Ni siquiera sentía mi pie sangrando. El barco ya no significaba nada para mí […] no había dolor, ni júbilo, ni emoción, ni alivio, ni felicidad, ni sonido […] todo cuanto pude percibir fue una profunda inutilidad o, para ser más preciso, sólo había descendido a mayor profundidad en ese misterioso reino”.
Inquietante, pero no ininteligible: el alemán, parapetado en su innegable radicalismo estético, ha intuido, oscuramente, los límites del Arte: cuán poco se ha conseguido incluso allí donde se ha llegado más lejos que cualquier otro. Pero, naturalmente, solo a los mayores artífices les es dado experimentar semejante epifanía: “todo arte genuino es absolutamente inútil”, escribió un irlandés.
Notas:
[1] “Ese brutal, vulgar y amorfo espejismo” ( Flaubert, Correspondencia).
[2] Y algunos, como Faulkner, la dan incluso por sentada: “El artista solo es responsable ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño y ese sueño lo angustia hasta poder librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda… con tal de escribir el libro” (entrevista con el Paris Review).
[3] Diversos trucos para simular la construcción de un teatro y el transporte del barco sin abandonar los estudios en California.
[4] Esa es la obsesión de Fitzcarraldo en el film: construir un teatro para llevar a cabo representaciones operísticas en la jungla amazónica.
[5] “La ciudad de Iquitos… sumergida en un océano de tinieblas”.
[6] Rara amalgama de aventurero pragmático y refinado dandy
[7] Alguien podría objetar que Coppola, después de todo, filmó su película sobre Viet Nam en condiciones muy desfavorables, pero no existe comparación posible: como el propio Herzog sostuvo en una entrevista, “para Coppola no había nada que no pudiera resolverse con más dinero”. Ahora bien, eso era precisamente lo que el alemán no tenía.
[8] La expresión pertenece al director inglés Peter Greeneway.
[9] Así, Herzog, en la jungla: “mi pierna está tan inflamada a causa de los mosquitos que se ha hinchado”.
[10] Me refiero aquí, como es natural, a los así llamados autores, según la famosa taxonomía elaborada por Cahiers du Cinéma.
[11] Bueno, en rigor de verdad, de sencillo no tiene nada… pero al menos no tienen que enfrentar el narcisismo de los otros y si fracasan no pueden culpar a nadie más.
[12] A quien, por lo demás, impresionan tan poco las así llamadas celebridades como los opulentos productores de Hollywood.
[13] El set fue destruido varias veces por inundaciones y Herzog, sin apenas recursos (“estoy tan quebrado que ni siquiera tengo ya dinero para comer”) debió comenzar otra vez (“fail again , fail better”).
[14] Es preciso llamarlo de algún modo: esto es solo un eufemismo.
[15] Los europeos ya lo conocían y sencillamente se alejaban de él: muy diferente era la cuestión con los indios: en varias ocasiones Herzog debe disuadirlos de arrojarlo al Amazonas.
[16] Quizás como una suerte de James Cameron menor.
[17] “Varios intentos con el barco; inmenso esfuerzo, inmensas decepciones”.