Werner Herzog

En una importante carta a su editor acerca de lo que solía llamar “el gran libro sobre los nómadas”, Bruce Chatwin intentó explicar, al menos hasta cierto punto, el impulso que le impedía permanecer más de dos meses en el mismo sitio, ese “horror del domicilio” que Baudelaire había experimentado un siglo antes:

Algunos viajan por negocios: no es mi caso. No tengo razón económica alguna para viajar y muchas para no hacerlo. Mis motivos son, entonces, materialmente irracionales. ¿Qué es esta inquietud neurótica, este tábano que atormentó a los griegos? […] Hay en mí una compulsión a vagar y una compulsión a regresar: quizás, en ocasiones, un hombre siente la civilización como aquello de lo que es preciso alejarse.

Las palabras del famoso escritor, arqueólogo y explorador no son tan excéntricas como podrían parecer: hay, en efecto, un dilatado linaje de escritores y artistas trashumantes que han visto el viaje como una suerte de camino de perfección espiritual o vía inequívoca hacia una “iluminación profana”: Rimbaud, Henri Michaux, François Villon, Knut Hamsun, Sebald, Céline, el propio Chatwin: artistas verbales que han transmutado su experiencia nómada en textos de primer orden. Con su espléndido diario Del caminar sobre hielo, el gran cineasta Werner Herzog se ha incorporado a esta ilustre genealogía.

Pocos textos habrá tan raros como este, y ninguno cuyo origen lo supere en extrañeza: así, lo primero que notamos al abrir el volumen es su curioso subtítulo, “Múnich-París. Noviembre 23-Diciembre 14, 1974”: estos nombres, estas fechas escuetas designan los límites de un itinerario casi fantástico: el solitario, frenético trayecto del cineasta por las carreteras, montañas y bosques alemanes[1] hasta la frontera francesa y su destino final en un suburbio parisino[2] para… ¡Salvar a su amiga Lotte Eisner!:[3] en efecto, tras conocer que la gran ensayista padecía una enfermedad aparentemente fatal, Herzog decidió que no permitiría su muerte y que la salvaría con una larga peregrinación en condiciones de extrema dureza, algo así como un pacto chamanístico entre él y las potencias que devastaban a su amiga. Naturalmente, todo eso es absolutamente demencial y, si se tratara de cualquier otro individuo, sólo conseguiría exasperarnos. Sin embargo, cuando lo situamos en el contexto de la carrera cinematográfica de Herzog y su peculiar poética, el asunto se vuelve más interesante: no el acto aislado de un personaje insensato sino un gesto (afín a los del movimiento Dadá o los situacionistas franceses, o incluso los infrarrealistas mexicanos) que denota su atracción por todo lo radical, sorprendente y –para utilizar los términos de Chatwin—“materialmente irracional”. En pocas palabras, sólo alguien como Herzog, con su gusto por lo extremo, por lo que se resiste a ser explicado[4] (verbigracia su gran documental sobre los chamanes siberianos), podría no sólo haber concebido un proyecto tan arduo y desquiciado[5] sino también llevarlo a cabo contra todo pronóstico.

Imagen de cubierta de ‘Del caminar sobre hielo de Werner Herzog | Rialta
Imagen de cubierta de ‘Del caminar sobre hielo’, de Werner Herzog

Ahora bien, nada de eso tendría la menor importancia si el alemán no fuera, también, un gran artista de la forma que se ha atrevido a penetrar en el laberinto casi infinito del lenguaje para fijar en palabras su experiencia. El texto es, obviamente, lo único que importa: intentaré dilucidar, siquiera parcialmente, los motivos de la perdurable fascinación que ha ejercido sobre sus lectores.

Decía le director alemán en una entrevista: “Por supuesto, cuando viajas a pie con semejante determinación e intensidad, no es tanto el asunto de cuánto terreno cubres por día lo que cuenta: lo importante es sobre todo el territorio interior”. Sospecho que quienes han escrito grandes diarios o relaciones de sus viajes[6] no suscribirían una afirmación semejante, pero en el caso de Herzog resulta absolutamente cierta: en efecto, aunque el trayecto de Múnich a París en pleno invierno es arduo y no faltan obstáculos considerables, lo más interesante son las evocaciones que esto suscita en la conciencia alucinada del narrador: “rauda cetrería de metáforas”, escribió un gran poeta y, mutatis mutandis,[7] me parece una definición magnífica del frenesí (imágenes, alusiones, correspondencias inesperadas) que se articula en el texto, por momentos muy cerca de un monólogo interior joyceano: “Al caminar, tantas cosas pasan por tu cabeza, el cerebro ruge […] los mapas son mi pasión. Comienzan los partidos de fútbol, banderas bávaras en la estación de trenes de Aubing (¿Germering?). El tren hace volar los papeles a su paso […] carreteras romanas, ruinas celtas, la imaginación trabaja con la máxima potencia”.[8] Ese estilo febril, cuya intensidad jamás decae,[9] atraviesa todo el diario y convierte su lectura en una experiencia estética de primer orden: perplejos por las convulsiones alucinantes y casi epilépticas de un lenguaje que se aproxima a la mejor prosa de Gottfried Benn,[10] terminamos por comprender que, como para Rimbaud en Abisinia o el paseante parisino en el famoso ensayo de Walter Benjamin, la travesía se convierte en un peregrinaje espiritual, un método para alcanzar esa “iluminación profana” ya mencionada que los “espíritus religiosos sin religión” reconocen como su única vía de acceso a lo Absoluto. Y si alguien se permitiera dudar que este es el caso (“Es sólo un viaje, etc.”), el propio Herzog se anticipa a cualquier objeción y provee profusos ejemplos de su anhelo por lo Absolutamente Otro: fragmentos donde la observación minuciosa de la naturaleza[11] y su ostensible apasionamiento por todo lo que resulte excesivo,[12] lo conducen a los límites mismos de la escritura mientras se postra, anonadado, ante la majestuosidad (siniestra y sublime) de la Naturaleza y experimenta la radical insignificancia del sujeto ante esa ciega potencia, indiferente a toda preocupación humana:

Hay un bosque, negro e inmóvil […] niebla afuera, tan helada que no puedo describirla. En el lago se desliza una membrana de hielo […] el lugar más desolado, aquí, en el centro del bosque: todo es lúgubre, frío, vacío […] de repente siento que mis pies me atenazan, no puedo moverme. Luego miro hacia atrás: una cueva inmensa abre sus fauces […] los ríos se apresuran, arrolladores, hacia el mar y, superándolo todo, un silbido súbito, extraño, espectral, chillidos que nadie escucha acercándose al espacio sin límites […] nadie, ni un alma […] quietud intimidante […] el Universo rezumando la Nada, el colosal, oscuro Vacío.

Por supuesto, como resulta evidente se trata aquí de una epifanía negativa (en verdad muy cercana a la que analiza Bataille en su notable Suma Ateológica),[13] pero a estas alturas no nos sorprende encontrar otro místico ateo: el concepto puede resultar paradójico en la superficie –y no es este el lugar para explorar su laberíntica complejidad–, pero muchos escritores y filósofos de primer orden lo han encarnado:[14] Herzog es sólo el penúltimo en una lista potencialmente interminable.

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Hasta ahora sólo he considerado la dimensión interior o espiritual del texto, es decir, su vasto potencial simbólico. Sin embargo, no debemos olvidar que, incluso si el propio Herzog ha enfatizado esa perspectiva, lo que aquí se narra es también una travesía muy real y extremadamente difícil “in the dead of winter”[15] (como dice Auden en su elegía por Sigmund Freud). Apenas podemos imaginar los sufrimientos y la enconada lucha contra la adversidad del terco director visionario[16] mientras avanza a través del frío, hambriento, hospedándose en posadas de mala muerte, la cerveza como único paliativo; sólo un cuerpo lacerado al borde del colapso; acosado por el hielo, la ventisca, el cansancio, la angustia más extrema:

El primer signo de ampollas en ambos talones; debo ser muy cuidadoso al ponerme los zapatos […] cómo pesa la tierra después de la lluvia, hay pavos que graznan desde una granja a mis espaldas […] sigo mi instinto, ampollas en todos los dedos, no sabía que caminar pudiese doler tanto […] más que caminar deambulo. Las piernas me duelen tanto que apenas consigo poner una delante de la otra […]. Ketterhausen: un gran esfuerzo para llegar tan lejos […] vierto Brandy en mi muslo izquierdo que envía punzadas de dolor hasta la ingle con cada paso […] mi tobillo derecho ha empeorado, si continúa hinchándose no podré continuar […] en un giro brusco mi pierna derecha me hace entender lo que es un menisco: hasta ahora sólo conocía la palabra.

En este sentido resulta posible entender las tribulaciones de ese cuerpo desgarrado como el emblema exterior de la vía dolorosa que el autor se ha impuesto para “salvar” a su amiga.[17] Pero eso no es todo: advertimos también en el fragmento la representación magistral del “sujeto alucinado” que, según Ricardo Piglia, está en el centro mismo de la “ficción paranoica”:[18] el tipo intuye una amenaza que no puede definir e interpreta todo lo que percibe como signos dirigidos exclusivamente a él: como es natural, la cerveza, el agotamiento extremo y la helada perpetua intensifican su delirio. Lo asombroso es que, pese a todo, continúa, como si fuese un personaje de Beckett (“I can’t go on, I shall go on”).[19] Herzog, ese obseso genial, ha creado uno de los escasos libros que parecen justificar el excéntrico aforismo de Nietzsche sobre los caminantes,[20] una geografía visionaria comparable a los mejores textos de Sebald,[21] un paisaje mental en el que brotan sin cesar imágenes de originalidad sorprendente (por momentos cercanas al Haiku o la poesía del joven Ezra Pound). Y aunque quizá sea difícil compartir la idea de Herzog sobre la preponderancia de este diario en una obra tan vasta como la suya (“Del caminar sobre hielo, que considero superior a cualquiera de mis películas”) es imposible leerlo sin experimentar “la fulguración y el encanto” (Baudelaire) que, inexorablemente, acompañan todo encuentro con la grandeza estética.


Notas: 

[1] Zona que en sus páginas reviste una atmósfera tan terrorífica como las numerosas aldeas austriacas representadas en los relatos de Thomas Bernhard.

[2] A pie y en el momento más crudo del despiadado invierno germano.

[3] La famosa teórica y crítica de cine alemana.

[4] Sin importar la teoría que pueda aplicarse: al tipo le desagradan tanto el psicoanálisis como la sociología y la religión organizada.

[5] Salvar a la gran crítica de cine con la mera fuerza de su voluntad: esto es pensamiento mágico en estado puro: los chamanes siberianos se habrían enorgullecido de él.

[6] Conrad, Flaubert, Evelyn Waugh, Robert Byron, Bruce Chatwin, Naipaul, por sólo citar los más ilustres.

[7] Pues, en definitiva, se trata de prosa, no de poesía lírica y, ya se sabe, incluso la prosa total (no dudo por un instante que la de Herzog lo sea) debe mantenerse dentro de ciertos parámetros del todo ajenos a las efusiones del lirismo: proliferan aquí, incesantemente, no las desaforadas metáforas de los grandes poetas barrocos sino más bien ciertas  imágenes (melancólicas, ominosas, siempre precisas) que aceleran la narración con su aplastante cadencia, sus armónicos hipnóticos y abrumadores: “el genio es el rigor en la desesperación”, solía decir Genet.

[8] El libro grandioso que ahora escrutamos es la espléndida confirmación de ese apotegma.

[9] “Mientras estamos vivos, debemos existir con la mayor intensidad posible […] no debemos ceder en la intensidad”, escribe Thomas Bernhard (por quien Herzog profesa una pertinaz estima) hacia el final de Corrección.

[10] Sobre todo su novela corta Cerebros.

[11] El tipo observa y cataloga todo lo que ve como un naturalista. Es posible detectar aquí un vínculo con El halcón peregrino, ese gran libro de J. A. Baker tan admirado por Herzog, donde el ornitólogo inglés se identifica hasta tal punto con el animal cuya vida describe que, por momentos, toda presencia humana se desvanece y el texto parece asumir la perspectiva del halcón (lo cual, naturalmente, es imposible… pero Baker es, acaso, quien más se ha acercado a esta representación imposible).

[12] Bosques, desiertos, montañas, volcanes, ruinas ciclópeas, animales terroríficos (¡ese documental sobre los osos pardos en Norteamérica!), cuevas inexploradas, océanos.

[13] Ante todo en Sobre Nietzsche y La experiencia interior.

[14] Santayana, Pessoa, Flaubert, Gottfried Benn, el propio Bataille, Cioran… y muchos otros.

[15] “En lo más crudo del invierno.”

[16] Acaso el único equivalente sea el viaje de Chéjov a Siberia en el siglo XIX (es cierto que no fue a pie pero eran 7 500 kilómetros en trenes deslavazados… y el tipo ya tenía tuberculosis).

[17] Idea más allá del delirio que recuerda, como ya he señalado, los rituales chamanísticos de comunión con las potencias naturales, pero también la oscura, escalofriante teoría de Joseph de Maistre sobre la “reversibilidad” del dolor y la desdicha, que tan poderosa influencia ejercería sobre Baudelaire, el más grande –pero ciertamente no el único– de sus discípulos.

[18] Y da igual que sea un diario: el ímpetu narrativo del texto es tal que permite leerlo como una novela corta. Además, ¿acaso no es obvio que el protagonista es, en gran medida, un personaje de ficción que Herzog ha construido en la soledad de su estudio años después del viaje?: por supuesto que sí… y por eso el libro continúa fascinándonos: tiene la estructura de un arquetipo primordial, participa de una poderosa mitología.

[19] “No puedo continuar, continuaré”.

[20] “Sólo las ideas que obtenemos al caminar tienen algún valor”.

[21] De quien es, según creo, un precursor casi secreto.

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