Un edificio bombardeado por la artillería rusa en una zona residencial de Kiev
Un edificio bombardeado por la artillería rusa en una zona residencial de Kiev

Las declaraciones generales de carácter moral son sin duda apaciguadoras. Se puede decir: “no a la guerra” o “abajo el imperialismo”, y ya medio que dar por bueno el orden universal. Y como en la parábola de José Martí, no porque el orden universal sea restaurado para el universo mismo, sino porque el orden que el universo requiere se reduce al orden que pueda ponerse sobre el entorno inmediato, aun si ese orden es meramente moral. “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal de que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya de por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima”. El aldeano vanidoso globalizado, hijo de un mundo que no se agotará ya nunca más en el rival, la novia o la aldea, tiene siempre pretensiones de universalismo. Alcanza Ucrania, Alepo o La Habana, con el convencimiento de que tales sitios son alcanzables a merced de un ordenamiento jerárquico de valores morales de directrices claras. Por ejemplo, donde el imperialismo yanqui ha metido la mano, los demás imperialismos deberán siempre subordinarse en la asignación de responsabilidades; cuando un pueblo es sometido a la tiranía, el tirano puede ser excusado si ocupa en la disputa universal el lugar del antimperialista (lo sea o no).

Estos ordenamientos que permiten dormir tranquilos se reproducen imponiéndose una y otra vez sobre realidades no solo complejas sino a menudo inatrapables. Los dilemas éticos involucrados en los agudos conflictos del mundo resultan tan enrevesados que la seguridad de la consigna apaciguadora no les hace la más mínima mella. Y no porque no sean dilemas éticos –todos los dilemas de solución difícil, o improbable, son siempre de naturaleza ética porque atañen a lo que es o no aceptable o admisible como parte de la realidad–. Es más bien porque su complejidad es tal que, en ausencia de la disposición de mirarlos de frente, las declaraciones de principio abstractas y generalizantes terminan produciendo –por omisión o por sesgo– una complicidad con los causantes de esas situaciones.

El aldeano vanidoso en su versión global no dudará por ejemplo en culpar a la OTAN por haber empujado al Estado ruso a una invasión sobre Ucrania, y aun cuando diga por principio “no a la guerra”, no dejará de entender la agresión como la reacción de un Estado acorralado, con métodos malos, pero razones legítimas. No pasará por su cabeza que muchos ucranianos hayan deseado integrarse a la Unión Europea o la OTAN como única opción de defenderse frente al expansionismo ruso. Y si lo hace, podrá siempre recurrir a ubicar ese deseo como expresión de un nacionalismo extremo de tintes fascistas o directamente nazi.

Así mismo, no podrá comprender tampoco que en Cuba haya gente noble, normal, incapaz de cualquier maldad, que cree que la única solución es “que vengan los americanos”. Esa pieza imposible, que no cabe en el rompecabezas del mundo del aldeano vanidoso de vocación global, no puede ser entendida más que por el influjo de los propios “americanos”; la persona en cuestión, como una mercenaria pagada para ser un peón de un “golpe blando” ejecutado desde afuera. Y así, quien comete la herejía es sacado del ordenamiento moral que no admite los dobleces o las ambigüedades que sí admite la realidad, porque de todas maneras la realidad puede ser también la proyección de ese ordenamiento pulcro y autorreferencial del que puede sacarse lo que no se comporta como debería.

Sería difícil hacerles entender que puede ser reprobable, pero no inexplicable, que no surge de un desmedido amor por el “american way of life”, sino de la desesperación que significa vivir bajo la égida de un régimen que ni alimenta ni permite libertad alguna, en el que la vida se ha vuelto apenas sobrevivencia y una sensación de ahogo y ausencia de futuro lo consume todo haciendo difícil imaginar siquiera una posibilidad de escape. Hace unos años, cuando intenté hacer una observación semejante sobre una persona de Venezuela, uno de los receptores entendió –cómo podría haber sido de otra manera– que jugaba yo a relativizar la gravedad de una invasión de Estados Unidos sobre Venezuela. No me extrañaría nada que algunos puedan entender así ahora mismo lo que leen, y no les bastará escuchar que yo como tantos otros cubanos, incluso rechazando un escenario así, no podemos simplemente darnos el lujo de desconocer los posicionamientos que emergen de la tragedia de una sociedad que no encuentra salida alguna para su situación y ubicarlos frívolamente según la estantería de las correcciones morales.

Vivir en el totalitarismo y el autoritarismo es justo no tener posibilidad alguna de contestar, criticar, transformar o articular propuesta de transformación sin ser criminalizado, expulsado y negado. Sería muy poco necesario demostrar que esa es por ejemplo la realidad de Cuba después de que una inmensa manifestación popular terminó con casi mil personas juzgadas y condenadas a pasar años de vida entre las rejas de la prisión. Pero por lo que sigue siendo algo que no le quita el sueño a quienes se ven a sí mismos como pináculos morales y van repartiendo legitimidades de acuerdo a su jerarquía ideológica; por lo que no es capaz de generar una reacción de solidaridad tangible fuera de un estrecho círculo de aliados, es porque esos aldeanos globales de la moral que agitan las banderas del antimperialismo son incapaces de escuchar la voz de la Cuba que existe fuera de la realidad imaginaria de la propaganda del PCC y, llegado el momento, hacen incluso el esfuerzo por silenciarla. No importa que, como dijo una señora el 11 de julio de 2021, los cubanos nos hayamos quitado el ropaje del silencio. Aun sin el ropaje del silencio, no serán escuchados porque no caben en las categorías concebibles para que el “orden universal” del aldeano vanidoso funcione como debe: el imperialismo es malo, el Gobierno cubano es bueno, y el pueblo cubano es glorioso y resistente.

El aldeano vanidoso en su versión global no dudará por ejemplo en culpar a la OTAN por haber empujado al Estado ruso a una invasión sobre Ucrania, y aun cuando diga por principio “no a la guerra”, no dejará de entender la agresión como la reacción de un Estado acorralado, con métodos malos, pero razones legítimas.

La superposición de una cartografía ideológica y moralizante sobre la realidad tangible produce una especie de parálisis cognitiva. Y es comprensible que sea más cómodo ir por la vida repitiendo “abajo el imperialismo” o “no a la guerra”, según sea la circunstancia, que hacer el esfuerzo por sumergirse en la complejidad de los dramas que las consignas esconden. Eso permite salvaguardar un espacio de seguridad psicológica y una pretendida integridad ética que no soportaría mucho examen, pero de todas formas tal examen sería imposible: de eso trata justamente la superposición del “deber ser” ideologizado sobre la realidad tangible, de la imposibilidad de cuestionar sus propios supuestos. Es todavía más satisfactorio, al parecer, no solo decir “no a la Guerra” y “abajo el imperialismo” (entiéndase el de la OTAN y Estados Unidos), sino reprochar a los demás, desde un sitio de enunciación que mira desde una segura distancia y otra más segura altura, que no se hayan posicionado por ejemplo sobre Palestina como se posicionan ahora contra Rusia. Es el clásico “dónde estaban en tal momento los que ahora hacen tal cosa” que convierte la discusión pública en una casa de espejos donde es imposible mirar lo que sucede porque el acto de mirar está distorsionado por la presión de mirar a otro lado, desviada la atención una y otra vez con exigencias de revisionismo histórico de los posicionamientos éticos.

La seguridad psicológica está ahí todavía más a salvo, una vez que el enunciador mismo se ha sacado de la ecuación poniendo la responsabilidad en otros que fallan ahora y fallarán siempre en ser moralmente perfectos en sus posiciones, y presentando los difíciles dilemas de un conflicto en términos nítidos que requieren únicamente del correcto posicionamiento ético. Pero ahí cabría preguntarse, como lo hace Santiago Alba Rico en “Alepo, la tumba de la izquierda”, dónde estaban ellos cuando el pueblo sirio intentaba librarse del régimen dictatorial de Bashar al-Ásad. Y aún peor, no dónde estaban, porque esa pregunta remite a una ausencia, sino por qué apoyaron al régimen sirio supuestamente antimperialista, mientras se acumulaban las evidencias de los crímenes que cometía contra su propio pueblo. Dónde están, ahora en el presente, cuando les repetimos una y otra vez que la violencia estatal en Cuba escala con la complicidad del silencio de quienes pudieran hacer una diferencia. Dónde, cuando pedimos solidaridad con los cientos de prisioneros políticos, con las víctimas de un régimen cada vez más violento y dictatorial. Dónde, cuando decimos que nuestros presos, nuestros muertos, nuestros desterrados, valen tanto como los presos y los muertos y los desterrados de cualquier otro sitio.

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Las lógicas internas del razonamiento de aldeano con pretensiones globales terminan convirtiéndose en apoyo al autoritarismo, a través de estrategias que han sido analizadas por el propio Santiago Alba, Leila Al-Shami o Pablo Estefanoni. Los tres coinciden en reconocer elementos recurrentes: favorecen la disputa geopolítica por sobre las luchas de los pueblos y, para ello, colocan toda la agencia política en los Estados, mientras niegan la de las sociedades controladas por esos Estados, aun cuando estas estén en agonía y pidan ayuda por todas las vías posibles. “La izquierda exhibe tendencias profundamente autoritarias, una que coloca a los estados mismos al centro del análisis político. La solidaridad se extiende a los Estados (visto como el actor principal en una lucha por la liberación) más que a los grupos oprimidos o desfavorecidos de una sociedad dada, sin importar que se trate de una tiranía” (Leila Al-Shami, “The antimperialism of idiots”).

La negación de agencia a las sociedades que viven bajo regímenes autoritarios que se autodenominan socialistas, antimperialistas o que simplemente se consideran dignos de apoyo porque se oponen al imperialismo norteamericano, llega al punto de construir narrativas de “golpes blandos” como explicación para cualquier manifestación que se oponga a dichos regímenes. En su delirante explicación del conflicto ruso-ucraniano, Atilio Borón, por ejemplo, elimina de cuajo cualquier agencia propia de sectores de la sociedad ucraniana que se manifestaron contra el régimen de Víktor Yanukóvich en 2014 luego de su negación a incorporar el país a la Unión Europea. La misma línea explicativa siguieron medios autoidentificados de izquierda que repitieron la propaganda del régimen cubano respecto a los sucesos del 11 de julio de 2021.

La pretensión de superioridad moral no solo produce entonces parálisis cognitiva, sino que termina por convertirse en degradación moral, al apoyar sin ambigüedad a regímenes con un largo y conocido historial criminal. Produce también efectos colaterales aparentemente extraños, como alianzas con poderes ultraconservadores. O racismo (intencional o no), como cuando la idea de fondo en el desconocimiento de los reclamos del pueblo sirio supone, por ejemplo, que los sirios no son merecedores de algo mejor que la brutal dictadura de Asad.

Lo que esconden las pretensiones de pulcritud moral, de esa moralidad que puede “solucionar” los conflictos iluminándonos con la prístina luz del pacifismo y el antimperialismo selectivos, son dilemas que nadie que haya tenido que vivirlos se atrevería a resolver con una consigna o un posicionamiento ajeno a la realidad realmente existente.

Para el caso de Siria, en 2018, Leila Al-Shami escribía: “Al oponerse a toda intervención foránea, uno tiene que plantear una alternativa para proteger a los sirios de la masacre. Es moralmente cuestionable, por decir lo menos, esperar que los sirios simplemente se callen y mueran para proteger el alto principio del antimperialismo.”

Son dilemas que nos resultan familiares: una gran cantidad de cubanos nos oponemos al intervencionismo, y soñamos con una solución de transición hacia la democracia tanto pacífica como producida desde el interior. Pero eso no puede hacerse sobre la base de esperar que los cubanos continúen soportando los desmanes de un régimen que es cada vez más abiertamente criminal. Como tampoco sobre la base de aceptar que sigamos sirviendo a las fantasmagorías de una izquierda incapaz de solidarizarse con las luchas de la sociedad civil cubana con tal de sostener la legitimidad de un régimen que, y no por casualidad, ha tomado como postura oficial el apoyo a la agresión rusa sobre Ucrania, desconociendo incluso sus propios reclamos de la inviolabilidad de la soberanía como principio internacional.

Lo que esconden las pretensiones de pulcritud moral, de esa moralidad que puede “solucionar” los conflictos iluminándonos con la prístina luz del pacifismo y el antimperialismo selectivos, son dilemas que nadie que haya tenido que vivirlos se atrevería a resolver con una consigna o un posicionamiento ajeno a la realidad realmente existente. Triste frase esa, por cierto, “realidad realmente existente”, sería una redundancia de construcción innecesaria, pero a ese punto de obviedad se requiere a veces reconducir la atención. Hay mucha arrogancia allí en eso que termina revelándose como filiación autoritaria. No tienen que enfrentar los dilemas graves y de casi imposible solución que plantean, pero se dan el lujo de decir quién y qué es legítimo y qué y quién no. Lo hacen desde ya, con Cuba, cuando repiten un apaciguador “abajo el bloqueo” que los ubica en el lado bueno del mundo. Los que miran de cerca, con independencia de la posición que asuman, saben que “abajo el bloqueo” no alcanza ni a tocar levemente el conflicto que tal frase esconde. Y ello no solo porque implica un desplazamiento de responsabilidad; el Gobierno cubano puede siempre, y lo hace, culpar al bloqueo de todos sus males y esconder así su propia incapacidad económica subordinada a un modelo político de control absoluto. Tampoco porque se pretenda negar que es la población cubana quien sufre los daños de cualquier política económica restrictiva desde el exterior. Pero –y esto es lo que olvidan fácilmente quienes creen todo estará en su lugar si se posicionan del lado de la verdad indiscutible– se trata también de que en la apertura económica tampoco es la población quien se beneficia, porque el problema de fondo sigue siendo el acaparamiento y acumulación de cualquier beneficio económico por parte de una élite gobernante que se vuelve cada vez más rica en una sociedad cada vez más pobre.

Los escenarios de conflicto (como las guerras, o la vida social en el autoritarismo) crean situaciones en las que no es sencillo elegir una cosa o su contrario. La agudización de los conflictos genera escenarios en los que lo que era visto como una opción dirimible en el terreno ético, se vuelve una necesidad. Es lo que hemos visto recientemente con las sanciones económicas a Rusia como herramientas de disuasión en la detención del conflicto. ¿Son una buena solución? Probablemente no. ¿Son mejor, como alternativa en un rango de opciones que va de peores a menos malas, que un contrataque militar? Probablemente sí.

No hay soluciones fáciles, ni completamente pulcras, ni completamente autoevidentes. Cuando el contexto no da muchas opciones, lo que puede haber es un esfuerzo por sumergirse en la complejidad e intentar, dentro de ella, navegar con la intención de conservar principios éticos en un margen extremadamente estrecho de opciones. Sobran ahí las comparaciones inútiles, las pretensiones de superioridad moral, el consignismo vacuo y todo lo que conlleve a que por tal de insistir en dar por bueno el orden universal, se termine apoyando a los gigantes de siete leguas que aplastan la vida con sus botas; de donde sea que vengan, y como quiera que se nombren a sí mismos.

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1 comentario

  1. ¿Y por qué no ambas cosas–antiimperialismo y antiautoritarismo? ¿Por qué no un sostenido diálogo solidario entre los que en la Isla y en Tierra Firme reconocemos que la tiranía y las injerencias imperialistas son como Escila y Caribdis, que la miseria material y el totalitarismo tienen sus raíces en una compleja dinámica geopolítica (tan bien analizada por Ada Ferrer, por ejemplo), que éstas se deben al monopolio estatal interno y también a una guerra económica externa, que la única ¨salida¨ sustentable consiste en denunciar tanto la represión como la injerencia, defender tanto la soberanía como la democracia? Nada más martiano que esto. ¿Por que no una solidaridad entre los que de ambas orillas denunciamos las políticas de nuestros respectivos gobiernos?

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