Aharon Appelfeld
Aharon Appelfeld

Philip Roth, pese a cierta ostensible reticencia a pergeñar ensayos –no sería excesivo suponer que la escritura de treinta novelas consumió casi toda su energía creativa–,[1] podía desplegar cuando lo deseaba una notable capacidad para definir en pocas líneas lo esencial de un texto narrativo. Así, en una breve pieza sobre Aharon Appelfeld: “Es un escritor desplazado que escribe una narrativa desplazada, que ha hecho del desplazamiento y la desorientación su lema más exclusivamente propio”. Estas palabras, proferidas en 1988, son el fundamento de todo lo que ha sido dicho sobre el escritor hebreo y, aún más importante, de todo lo que todavía puede decirse: prefiguran con inquietante, casi profética precisión, la arquitectura narrativa de su relato Vía férrea (1999), que intentaré dilucidar en este artículo. No resulta posible, según creo, ir más allá de la brillante percepción de Roth y lo único que podemos esperar de un crítico literario es que lleve a cabo variaciones en torno a esta idea primordial: una ocupación necesariamente melancólica. Algo, sin embargo, recogeré.

Bajo la larga, lancinante sombra de Auschwitz han trabajado cientos de escritores, han aparecido centenares y aun de miles de volúmenes (aquí me refiero exclusivamente a la literatura, los estudios académicos son otra cuestión): muy pocos, desafortunadamente, de primer orden. En rigor de verdad, sólo quince o veinte autores resultan absolutamente imprescindibles: Primo Levi, Jean Améry, Robert Antelme, Tadeusz Borowski, Imre Kertész y Paul Celan son, acaso, los más intensos, complejos y angustiados. Todos empujan el lenguaje hacia sus límites más recónditos, todos intentan, como ha observado Claude Lanzmann, “representar lo irrepresentable”.

Hay, sin embargo, otra clase de artistas verbales que prefieren aproximarse al tema de forma más oblicua, y no precisamente por carecer de talento para abordarlo de manera directa: la explicación debe buscarse en su peculiar poética, que incorpora un concepto muy diferente de la mímesis. En efecto, ellos no representan el genocidio nazi sino el devastador efecto de esa catástrofe sobre la conciencia de los sobrevivientes (a veces décadas después del fin de la Segunda Guerra Mundial). Entre estos especialistas “del matiz y del escrúpulo”, Appelfeld ocupa un lugar importante. Ahora bien, aunque Vía férrea no sea, quizá, el mejor de sus libros –esa posición corresponde más bien a Badenheim , 1939— sí epitomiza de forma inmejorable su singular poética: el narrador y protagonista, Erwin Siegelbaum, es un sobreviviente de los campos nazis atenazado por la angustia y paranoia más radicales que solo puede encontrar un magro consuelo en eso que Bruce Chatwin llamó “la alternativa nómada”: “Llevo desde el final de la guerra siguiendo el mismo itinerario año tras año, un recorrido largo y tortuoso que se extiende desde Nápoles hasta el frío Norte […] las estaciones pasan ante mis ojos como un espejismo […] las ciudades me producen miedo o peor aún, melancolía […] Estudié esta ruta sobre mi cuerpo”.

Muy cierto: Siegelbaum, ese paranoico inveterado, es el auténtico “judío errante”, impelido a la eterna trashumancia en los ferrocarriles que atraviesan Europa Central. Como si hubiese adoptado –con la modificación de rigor– el lema de la Liga Hanseática, que en su caso sería “Viajar es necesario; vivir, no tanto”, el narrador convierte la trashumancia en un modo de vida minuciosamente codificado: una mezcla de hábiles negocios (Erwin es un consumado especialista en manuscritos hebreos antiguos) con curiosos rituales[2] cuya estricta observancia le permite nada menos que perseverar en la existencia, aferrarse a su “duro deseo de durar” contra todos los pronósticos y adversidades.

Porque Erwin, pese a su apariencia de próspero hombre de negocios, es ante todo un atormentado sobreviviente del genocidio nazi, un hombre esencialmente frágil que trata de mantener a raya “la eterna miseria que es el acto de recordar”: si los diques de la memoria ceden todo habrá sido en vano y su precaria, ilusoria serenidad, será triturada por el horror de su pasado.[3] Por eso debe mantenerse siempre en el camino, hablar lo menos posible y evitar a los desconocidos (al menos en la primera parte del relato): tácticas de supervivencia refinadas durante décadas por un tipo que, incesantemente y de manera taxativa, establece la infranqueable oposición entre quienes, como él, han perseverado tras una temporada en el infierno y el resto de la humanidad: “la gente tiene sus confortables casas, tiendas y almacenes pero yo solo me siento a gusto en los trenes y lugares abandonados”. ¿Se trata acaso de paranoia? (después de todo la guerra ha terminado): quizá, pero como escribió Philip K. Dick, “también los paranoicos tienen enemigos” y, en cualquier caso, el antisemitismo prolifera en la Europa Central de la posguerra (especialmente en Austria: al parecer Bernhard no exageraba). En cualquier caso, Erwin no puede permitirse vivir como los otros –esto es, como quienes no estuvieron en los campos–, y gran parte de la narración se dedica a describir su arduo combate contra la angustia que amenaza con paralizarlo, los efectos de la desdicha tanto en su psiquis como en su anatomía.

Sería un error pensar , sin embargo, que se trata de un texto inficionado por el “estilo galano” que ha arruinado tantos libros sobre el tema: por el contrario, Appelfeld, un diligente discípulo de Kafka, ha tomado del maestro checo la idea de que incluso los acontecimientos más siniestros deben ser narrados con serenidad y precisión absolutas, sin estridencias o exageraciones, de manera casi neutral.[4] Y eso, naturalmente, incrementa la eficacia del relato… !y de qué manera!: lo más sorprendente es que incluso si suprimiésemos todas las referencias al genocidio nazi y el destino de los judíos (un procedimiento elíptico que en ocasiones puede resultar interesante: piensen, por ejemplo, en el famoso relato de Hemingway “El gran río de los dos corazones” que, según Ricardo Piglia, narra, bajo la apariencia de una excursión de pesca, los efectos de la guerra en el protagonista. Ahora bien, Hemingway no menciona la palabra “guerra” en ningún momento… y Appelfeld podría haber hecho lo mismo) la novela seguiría siendo un artefacto verbal extraordinario, un inquietante estudio sobre la devastación que los espectros del pasado pueden infligir a un sujeto incapaz de olvidar: “Pero de pronto me abandonaron las fuerzas. Me pasaba días enteros durmiendo, despertándome y asomándome a la ventana. El vacío me llenó de pies a cabeza. Si no hubiese sido por las pesadillas no me hubiese movido. Las pesadillas eran la fuerza oculta que me movía de un lugar a otro”.

Schopenhauer no podría haberlo expresado de manera más sucinta:[5] resulta obvio que, para el narrador, no existe consuelo posible en este mundo ni en ningún otro y a nadie puede sorprender que la angustia, el insomnio y el alcoholismo jalonen sus viajes a través de Europa Central. De hecho, todos los personajes judíos que aquí aparecen han sido triturados por la Historia (no hay, por así decirlo, hombres intactos: solo “deportados, desposeídos, desarraigados”) y Stark, su mejor amigo, el único intelectual que conoce, trabaja en un interminable mamotreto lógico-filosófico (“Contra la melancolía”) cuyo objetivo es tan ambicioso como fútil. Y, aunque Appelfeld evita teorizar sobre las implicaciones metafísicas del genocidio nazi, no es menos cierto que ha conseguido esbozar, con extrema sutileza, lo que no sería exagerado llamar “una teología de la elección negativa” (por lo demás algo ya implícito en el Libro de Job: basta con descartar los últimos ocho versículos): en esta construcción conceptual los judíos habrían sido, en efecto, elegidos… pero no precisamente para la dicha sino todo lo contrario: la mejor expresión de esta idea puede encontrarse, quizá, en el conocido poema “Salmo”, de Paul Celan: “Nadie nos volverá a amasar con tierra y barro, nadie bendecirá nuestro polvo. Nadie. Loado seas tú, Nadie. Por amor a ti queremos florecer. A ti enfrentados. Una Nada fuimos, somos, seguiremos siendo, floreciendo: de Nada, la rosa de Nadie”.

Inútil enfatizar la sima a donde suele conducir semejante nihilismo… y el narrador, propenso a la depresión más devastadora, sabe muy bien que si desea continuar –y todo indica que, pese a todo, lo desea: el tipo se inserta en el ilustre linaje de Beckett: “I can’t go on; I must go on”– su única alternativa es conferir a la existencia un sentido… o al menos una poderosa simulación de este último. Durante décadas la búsqueda de manuscritos judíos antiguos resulta suficiente (o eso parece): “Fue hace mucho tiempo cuando comencé mi búsqueda, o, mejor dicho, cuando me perdí por los laberintos […] encontré libros valiosos y raros: libros de cábala y exégesis […] mis hallazgos no solo me sirven para ganarme la vida, también me permiten concentrarme. La sensación de llegar al lugar adecuado, descubrir y comprar me atrapa por completo […] el deseo de ser el primero en descubrir algo me libera de mis tinieblas por algunos instantes”.

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Bien, la pasión por los libros puede, qué duda cabe, llegar a ser un recio simulacro de sentido (y en ocasiones el sentido mismo: ciertamente Gershom Scholem, Aby Warburg y Roberto Bazlen nunca pensaron que existiese algo mas importante o duradero que una gran biblioteca. Sin embargo, no debemos olvidar que ninguno de ellos estuvo en los campos de exterminio): la cuestión es que, en última instancia, toda la literatura, filosofía y teología del mundo no bastan para aquietar la angustia de quien ha debido ser –y, desafortunadamente, continúa siendo (cosa mentale, pero no por eso menos devastadora)– un habitante del infierno: tras décadas buscando manuscritos en las buhardillas, graneros y desvanes de Europa Central, Erwin Siegelbaum no puede postergar la confrontación con sus espectros (que, en cualquier caso, jamás dejaron de atormentarlo): en una novela de Rubem Fonseca el protagonista rechaza cualquier tentativa de soslayar el pasado: “Era bueno recordar y odiar”, dice. La acerba máxima podría servir como epígrafe a la segunda parte del relato de Appelfeld: allí Siegelbaum emprende la búsqueda de Nachtigal, un oficial de las SS que dirigió el campo de concentración donde pereció la familia del narrador. Sin embargo, seguir la pista no es fácil, ni mucho menos, y aunque el protagonista se ha convertido en un investigador de primer orden (“Vivo siguiendo unos signos, unos códigos que solo yo conozco”) durante mucho tiempo lo elude incluso el más ligero indicio del SS. Como es natural, la frustración prolifera, la desesperación se intensifica.[6]

Cuando todo parece perdido, sin embargo, encuentra su escondite: en una novela más o menos convencional –por no hablar de Hollywood o películas absolutamente inverosímiles como La vida es bella— este sería el momento en que el relato se deslizaría rápidamente hacia los territorios del thriller y aun del melodrama. Pero a un escritor como Appelfeld no le interesa entretener… y mucho menos edificar: el desenlace (si esa es aquí la palabra correcta) sobrecoge precisamente por su sombría austeridad, que desplaza el sentido mucho más allá de cualquier meditación en torno a los judíos o la Segunda Guerra Mundial, hacia un lamento por el destino de cualquier hombre derrotado: “También yo estaba cansado […] ante mis ojos serpenteaban destellos amarillos que se mezclaban con destellos negros […] como en una pesadilla prolongada y diáfana vi el mar tenebroso […] y tuve la certeza de que mi vida en ese lugar se había extinguido definitivamente, y que si había otra vida, no sería una vida feliz”. Tal es, en definitiva, la radical lección de tinieblas que este severo artista verbal inflige a sus lectores.


Notas:

[1] O quizás (como Faulkner, Onetti y tantos otros artistas verbales de primer orden) prefería no emitir declaraciones explícitas sobre literatura.

[2] Los pueblos que debe visitar, las estaciones donde no debe bajar, los lugares donde sirven la comida más barata, la atención casi obsesiva a los horarios de partida de los trenes para no pernoctar en ciertas aldeas.

[3] “La verdad es que de vez en cuando me embarga cierta opresión, un miedo repentino o un rechazo incomprensible. Esos estados de ánimo al principio me paralizan […] una vez creí que había empezado una nueva guerra y me pasé en la cama dos semanas”.

[4] Por lo demás –habrá pensado quizá Appelfeld– para qué agregar florituras retóricas: lo que se necesita en esos casos es un tono casi monocorde, sobrio, severo.

[5] Recordemos aquí su célebre máxima: “Entre el sufrimiento y el hastío oscila toda la existencia”.

[6] “Pero , al fin y al cabo, la oscuridad es mayor que la luz. Tal vez se pueda decir, más larga. ¿Qué tiene que ver conmigo la esperanza? Cuando la oscuridad cae sobre mí, me encuentro enfermo y perdido en este desierto verde“.

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