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Georges Didi-Huberman sobre Victor Klemperer

La concepción fascista de la guerra consiste en declarar la guerra, no a un ejército enemigo, sino a toda la población civil. Enemigo es el niño más pequeño, enemigo es la mujer más pequeña, enemigos son el anciano más pequeño, el hospital más pequeño, la escuela más pequeña, el teatro más pequeño. La noción de “daño colateral” es una absoluta hipocresía.

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Con Le témoin jusqu’au bout: une lecture de Victor Klemperer [El Testigo hasta el final: Una lectura de Victor Kemplerer], Georges Didi-Huberman sugiere una lectura del Journal [Diario] que el filólogo Victor Klemperer mantuvo clandestinamente, entre 1933 y 1945, desde la ciudad de Dresde donde sufrió, como judío, todo el encadenamiento de la opresión nazi. Stéphane Habib, filósofo y psicoanalista, dialogó con él sobre las implicaciones del testimonio, del lenguaje, de la política y de la transmisión. Traducimos fragmentos de esa entrevista titulada “Responder por el testigo”, que fue publicada en el número especial de En attendant Nadeau, en abril de 2022.

Evidentemente iba a empezar contándole lo inquietante que resulta leer Le témoin jusqu’au bout… en nuestra actualidad política e histórica. Todavía es inquietante pensar que, en el momento de su escritura, usted no podía sin duda imaginar (uso este verbo a propósito porque es crucial en su libro) lo que iba a pasar. Lo que Putin le iba a hacer al mundo. ¡Qué un nuevo capítulo de la tiranía, del totalitarismo estaba a punto de abrirse al mundo! “Y sin embargo”

Sí, “y sin embargo”. Esta expresión es un operador poderoso en su texto. Y, aun así, es cada una de sus frases la que resuena con: 1 / el hoy político, 2 / cómo hay aún o todavía –“a pesar de todo”– un acto, una acción política (usted dijo en un libro anterior, Essayer voir, una invención de la forma para la supervivencia) que puede consumir la catástrofe, frágilmente claro, y sin embargo abrir, evocar, el futuro.

Ciertamente voy un poco rápido, pero me pareció importante comenzar por ahí y darle relieve a una pregunta que podría haber parecido un poco insulsa: ¿quién es Victor Klemperer, cuyo libro es una lectura del Journal –este es el subtítulo, muy modesto de su libro– escrito clandestinamente entre 1933 y 1945? Usted escribe al final de su libro que es “descriptor del lenguaje” y “cronista de una época”. ¿Qué es esto y cuál es la relación entre uno y otro? Por último, ¿quién es Victor Klemperer para usted, Georges Didi-Huberman, en la economía de su trabajo? ¿Cómo llegó a su pensamiento? ¿Por qué?

Nuevos capítulos de la tiranía y del totalitarismo se abren constantemente por el mundo. Nunca estaremos tranquilos. Las nuevas formas de fascismo adaptan continuamente las antiguas con otros medios técnicos y otras variantes de discurso. Esto no ha cesado nunca: después del napalm lanzado por los norteamericanos contra los partisanos durante la guerra civil griega, luego en Vietnam, después del bombardeo de Sarajevo, después de la destrucción casi completa de Alepo, hay, en el momento en que hablamos, Mariúpol, Kiev y otras ciudades, incluida nuestra querida Odessa. Recuerdo que la técnica que consiste en destruir sistemáticamente una ciudad con sus habitantes, para evitar al ejército los reveses de una guerrilla urbana, fue sin duda inventada por el general de las SS Jürgen Stroop cuando constató –lo recordé en Désirer désobeir [Desear desobedecer]— que algunos jóvenes judíos, armados prácticamente con nada, se enfrentaron, desde los edificios de apartamentos, al ejército alemán que venía a “liquidar” el gueto de Varsovia en abril de 1943. Por lo tanto, dedujo de ello —es decir, la lógica totalitaria— que simplemente ya no debía haber más edificios, casas, calles, espacios habitables. Entonces lo quemó todo, lo destruyó todo, lo arrasó todo y con él a sus habitantes. La concepción fascista de la guerra consiste en declarar la guerra, no a un ejército enemigo, sino a toda la población civil. Enemigo es el niño más pequeño, enemigo es la mujer más pequeña, enemigos son el anciano más pequeño, el hospital más pequeño, la escuela más pequeña, el teatro más pequeño. La noción de “daño colateral” es una absoluta hipocresía.

El caso de la insurrección del gueto de Varsovia es paradigmático de una situación de absoluta debilidad militar –y de la implementación de la resistencia a pesar de todo–. Resistencia desesperada, en muchos casos, pero resistencia al fin y al cabo. Este motivo me ha perseguido desde la infancia, en realidad. El libro de Michel Borwicz sobre la insurrección del gueto, publicado en 1966 en la notable colección Archivos, es sin duda uno de los primeros libros que compré. Yo tenía trece años. Quizás fue esta lectura la que me sirvió de bar mitzvá, un rito de paso a la vida adulta. He necesitado largos rodeos filosóficos para volver a ello –en Images malgré tout [Imágenes a pesar de todo], luego en Écorces [Cortezas] y Éparses [Dispersas], en particular– desde un punto de vista capaz de ir más allá de la simple constatación del fracaso, de la desesperación, del apocalipsis… constatación en la que es vital no detenerse. Con Emanuel Ringelblum o Victor Klemperer, nos encontramos en el sótano clandestino de la acción política propiamente dicha: estamos en este gesto que consiste en producir un testimonio capaz, posiblemente, de sobrevivir al propio testigo. La acción política se dirige a los vivos, este gesto concierne a aquellos que sobrevivirán a la muerte del testigo. También podemos pensar en los Rouleaux d’Auschwitz o en los manuscritos de Marcel Nadjary, en los que, por otra parte, me dispongo a trabajar un poco (serán publicados por la editorial Artulis, que periódicamente saca a la luz archivos excepcionales, como los cuadernos de presidio de Dreyfus o los folletos clandestinos de la resistencia francesa).

El Journal clandestino de Victor Klemperer es ejemplar en este sentido. Como recordarás, es a la vez una “descripción del lenguaje” y una “crónica del tiempo”. Al primer aspecto se debe, con razón, la fama de Klemperer y su libro LTI, la lengua del Tercer Reich. El otro aspecto ha quedado un tanto oculto en la medida en que Klemperer cuenta –aparte de cualquier narcisismo, huelga decirlo– lo que le sucede en vez de “lo que sucede” en general. Pero lo que le sucede es el cristal mismo de todo “lo que sucede” históricamente, y ahí está el punto de unión entre los hechos históricos y lo que yo llamo, con los hechos de lenguaje, los hechos de afectos.

A pesar de la impresionante multiplicidad de vías para el pensamiento que abre este libro, hay un punto fundamental en el sentido de que, tal vez, todas las elaboraciones se apoyan y están obsesionadas (esto, en mi boca, es un motivo de admiración ya que considero que la obsesión es el otro nombre del pensamiento, y de un pensamiento siempre alerta), es aquel que busca, muestra, se hace entender como “compartir la sensibilidad”. No se trata simplemente de preguntar qué es –para saberlo, es absolutamente necesario ir al texto y leerlo lentamente–, sino de subrayar esto: “compartir” es la palabra que indica la ética en el lenguaje y la escritura que inventas para este libro. “Sensibilidad”, parece que lo utilizas para trabajar un tema que le ocupa desde hace mucho tiempo: las emociones. Ahora bien “emociones” será lo que le permite construir un pensamiento político. Entonces, por una parte, le pido si puede desarrollar un poco esto, es decir, la relación entre ética y política, tal como me parece que está presente en todas partes de este texto.

En la página 96 del libro hay algo como esto: el paso que usted nota, en Klemperer, del asco a la vergüenza. O también de una “sensibilidad sensorial” a una “sensibilidad ética”. Lo que usted llama “ética”, “sensibilidad ética”, ¿no significa siempre al mismo tiempo: “ético-política”? ¿Cómo se explica este paso del asco a la vergüenza? Se lo pregunto porque, en la economía general del texto, indica la esperanza de lo político. Paso abierto hacia y para el futuro y, por tanto, a la lucha política que no puede ni debe excluir la ira (aquí pensé varias veces en Fanon). Y es un giro radical de la apatía a la que obligan los totalitarismos, a la política. Y aquí nuevamente las emociones hacen política. Te dejaré continuar…

Este “compartir la sensibilidad” –o sensibilidades, en plural– me ocupa en el contexto de una interrogación que ha pasado, de alguna manera, de una pregunta sobre el poder de las imágenes y la fenomenología de la mirada a la de la imaginación y su contenido esencialmente ético y no solo estético. E incluso político: fue Hannah Arendt quien dijo al final de su vida, trabajando sobre Kant (cuya Crítica de la facultad de juzgar fue presentada explícitamente como un tratado sobre la estética que conducía a la ética), que la imaginación es la primera de las facultades políticas. También usted sabe cómo Jacques Rancière supo hablar de política en términos de “reparto de lo sensible”. ¿Pero de qué sensibilidad estamos hablando? ¿Hacia qué uso de lo sensible debemos ir? Toda la cuestión está ahí. Entiendo, en efecto, la palabra compartir en un sentido ante todo ético, el de una determinada manera de considerar a los demás y de ser visto por los demás. Para compartir hay que volverse hacia los demás, como lo aclara el verbo hebreo del que proviene la palabra rostro, la palabra panim si no me equivoco.

Mirar, ser mirado: en ambos casos –o en un mismo movimiento de ir y venir– somos afectados, es decir modificados por el otro. O conmovido, es decir movido fuera de sí, de sí mismo. Queda por ver, como usted pregunta, de qué manera todo esto implica la “lucha política”, y admito que todavía no tengo ninguna certeza al respecto. Hay muchos teóricos de la política que la distinguen de toda ética. Muchos teóricos dicen –como lo hace Alain Badiou, por ejemplo– que solo existe una política “non pathétique”. Muchos para fustigar la imagen, la imaginación y las emociones que la acompañan. Afortunadamente contamos con Hannah Arendt que nos recordó que lo opuesto a la emoción no es la razón sino la insensibilidad. Recuerde también cómo Miguel Abensour entendió que su propia “persistente utopía” política debía de pasar por Emmanuel Lévinas.

Seguiré en esta línea política, si así lo desea. En “L´écriture des faits d´affects” (p. 81-83), creí percibir un vínculo estructural que usted estableció entre testimonio y afectos –este es un punto extremadamente singular, si no inédito, para mi conocimiento. Cómo compartir afectos, precisamente. Ahora, con mis gafas y mis oídos distorsionados en y por el psicoanálisis, pensé en esta frase pronunciada por Lacan según la cual la angustia es el afecto que no engaña. Lo pensé porque la muestra de afectos a la que usted se entrega en el Journal de Klemperer pone de manifiesto que todos ellos están relacionados con la angustia. ¿Será entonces que, testificando con este afecto, Klemperer no devuelve la angustia –como clínico de la lengua: su escucha y sus oídos son extraordinarios– a una nueva lengua? Nueva y política, preciso. Convierte así lo que podría haber sido solo un síntoma en medio, en forma de resistencia y lucha teórica.

Usted plantea aquí una cuestión que merecería un desarrollo mucho más extenso de lo que puedo hacer aquí. Lacan siguió estrictamente a Heidegger en el privilegio existencial concedido a la angustia: hablando de la angustia como “el afecto que no engaña”, ¿no quiere decir que otros afectos mientan potencialmente? ¿Sin hablar de “émotions [emociones]” o “émois [conmociones, emociones]”, palabras con las que no sabe muy bien qué hacer (en el seminario sobre la angustia, precisamente)? Debemos recordar aquí cómo Freud, en su clínica de la histeria, afirmó desde el principio que “el estado emocional, como tal, está siempre justificado”. También debemos recordar cómo Ludwig Binswanger quiso, en cierto modo, dialectizar el pensamiento de la angustia con un pensamiento de… el amor (lo que hizo que Heidegger se enojara mucho). Finalmente, debemos recordar cómo Arendt criticó a su viejo maestro acerca de los mismos motivos, y cómo Ernst Bloch afirmó que, contra la angustia que nos disminuye, debemos pensar sobre todo en la esperanza, que nos engrandece.

La angustia es, por supuesto, omnipresente en la interminable persecución que sufrió día a día Klemperer entre 1933 y 1945. Pero no lo paraliza. No ocupa todo el espacio y eso es lo importante. Escucha, toma nota, escribe su propia angustia y la de los judíos que lo rodean, sin duda. Pero al escribir observa, toma distancia, de repente es sensible a un significante, a una inflexión, a un gesto, a una bagatela. Descubre disposiciones de formas y composiciones de fuerzas. Registrar los síntomas se convierte entonces en su juego provisional, su alegría frágil, su paréntesis en el infierno (como cuando escribe esta frase admirable: “Subo a lo largo de mi lápiz para salir del infierno”). Insisto: escribir es jugar, incluso con lo peor. Kafka fue el gran maestro de esta paradoja. Jugar supone un placer, una inversión libidinal, algo que nos hace persistir en el deseo. Al mismo tiempo, en lo que respecta a Klemperer, lo que está en juego es extraordinariamente grave, poderosamente ético: tuvo que testificar, acto que implicaba enormes riesgos para su vida.

Por eso, a menudo me he preguntado si este libro no era también una discusión fina, tensa, difícil, preocupada o más bien inquieta con Paul Celan. Con este célebre y vertiginoso verso: “Nadie / testimonia / por el testigo” (según la traducción de André du Bouchet) y quizás de nuevo con la arriesgada traducción de Yannick Haenel en la inauguración de su Jan Karski –que le valió muy desagradables controversias–: “¿Quién testimonia por el testigo?”

Yo diría que Paul Celan plantea aquí una pregunta, de hecho, fundamental. La noción misma de testimonio presupone la transmisión, lo que acertadamente llamamos el “paso del testigo”. Celan plantea la cuestión de quién puede asumir esta transmisión, y cómo puede efectuarse sin edulcoración, sin mentira, sin instrumentalizar (podríamos, por ejemplo, hacer toda una historia de las formas, en Israel en particular, de instrumentalizar la memoria del levantamiento del gueto de Varsovia: incluso la transmisión es susceptible de abuso).

Hay, además, filósofos que radicalizan la preocupación expresada por Celan –también por Primo Levi cuando hablaba de los “musulmanes” de Auschwitz– con el objetivo de reorientar esta legítima preocupación hacia respuestas de carácter ontológico. Pienso en Jean-François Lyotard en Le Différend o en Giorgio Agamben en Ce qui reste d’Auschwitz (subtitulado, no lo olvidemos: L’Archive et le témoin). Es con este tipo de radicalización –siempre asertiva, no dialéctica, ávida de absolutos, indiferente a los matices de la historia– con la que he estado, desde Images malgré tout, en debate.

¿Cree usted que existe un vínculo o conexión entre el exergo de LTI, La lengua del III Reich tomado en Rosenzweig: “El lenguaje es más que la sangre” y lo que en el último capítulo de su libro menciona, a propósito de Klemperer, que de cierta manera se habría visto obligado a ello, no por ser judío, sino por la condición existencial de serlo? Le cito, vale la pena pensar detenidamente en sus frases. El intersticio y el espacio que ponen en juego nos hacen pensar vertiginosamente: “Todo esto se desarrolla como la anamnesis, a través de hechos y afectos sucesivos, de un judío perseguido hacia un pensamiento de su propia condición existencial. No hay nada fácil en esto, por supuesto. Esto se debe a que Klemperer había adoptado una posición intermedia incómoda: no completamente judío (al menos al principio) y, sin embargo, totalmente judío, por su propio destino. Corriendo, por tanto, el riesgo de ser condenado al ostracismo por todos lados”.

Victor Klemperer era hijo de un rabino. En 1942, en la “casa de los judíos” de Dresde, donde se encuentra confinado con otras familias de sus correligionarios, escribe recordando una Histoire des Juifs, la de Heinrich Graetz, cuyos once volúmenes estaban dispuestos en un estante justo encima de su cuna. Recuerda que cuando murió su padre vendió esta obra que, en su opinión, no presentaba ningún interés especial. Pensaba entonces que reivindicar la herencia filosófica de la Ilustración y dedicarse a la literatura –alemana y francesa– equivalía a romper con el judaísmo considerado como religión. Klemperer se reivindicaba ateo, por lo que no era más “judío” que otra cosa. Pensaba, en definitiva, que cambiar la exégesis del texto sagrado por una filología de la literatura profana constituía algo como una ruptura con su “ser judío”, por así decirlo. Estaba equivocado, evidentemente.

Él mismo, en su Journal, admitirá este error. Al principio tuvo que ser designado agresivamente como judío por toda la sociedad de su tiempo para comprender hasta qué punto lo era, así como antes de su propia identificación como intelectual alemán. Cabe recordar que este tipo de crisis afectó también a toda una generación de intelectuales ateos como Freud, Benjamin, Ernst Bloch, Arendt, Adorno y muchos otros. Lo que entendemos al leer el Journal de Klemperer es que, entre la exégesis del texto sagrado y la filología del texto profano, bueno, está el texto, simplemente. Está la lengua, que él escucha en todos sus “síntomas”. Y está el texto: aquel del que, como lector voraz, no puede prescindir, hasta el punto de que las prohibiciones cada vez más severas de acceso a las bibliotecas y luego a las librerías lo vuelven loco de dolor. Por eso, recuperar la Histoire des Juifs de Heinrich Graetz en un rincón de la Judenhaus de Dresde, aunque sea en edición popular de tres volúmenes, revestirá tanta importancia para él.

Por eso también LTI podrá comenzar con el exergo de Rosenzweig –“El lenguaje es más que la sangre”–, un autor que ignoraba por completo y al que le costó mucho comprender en 1942, aferrándose a esta lectura como un náufrago a su balsa. El lenguaje es más importante que la sangre, más importante que la tierra, más importante incluso que la creencia. Esto es lo que, para Klemperer, hace realidad, en cierto modo, su existencia como filólogo, pero también su existencia como judío o hombre de texto. Texto del que asume la responsabilidad de responder para componer él mismo, día tras día, un inmenso texto que esconde en el doble fondo de una pared, a la espera de posibles lectores de un futuro improbable.

En este sentido, Klemperer fue un “judío totalmente”: un hombre del texto que respondía al texto. Es decir que se sentía responsable. ¿Responsable de qué, exactamente? En primer lugar, de su precisión –que exigía una gran sensibilidad, como los dispositivos al grabar–, luego de su transmisión, por supuesto. Como Zalmen Gradowski, uno de los autores clandestinos de los “Rouleaux d’Auschwitz”, como Alberto Errera, el fotógrafo clandestino de Birkenau, como Emanuel Ringelblum, el cronista clandestino del gueto de Varsovia –repito el adjetivo “clandestino” a propósito, porque puede connotar aquí toda la fuerza del a pesar de todo–, Victor Klemperer fue, en cierto modo, ese Justo del que Benjamin decía que a veces se encarna en la muy humilde función del narrador. Ahora bien, con esta noción de “narrador” tenemos a la vez la idea de quien encuentra un lenguaje, un fraseo para su experiencia y la del otro; luego busca responder por el hecho de transmitirlo, aun cuando la muerte se cierne sobre su cabeza. ¿Transmitir a quién? Al mundo, a los demás. Especialmente a los niños. Todavía hoy somos los destinatarios de este testimonio. Somos hijos de los testigos. Y a nuestros hijos debemos contarles, si están dispuestos a escucharla, esta historia sostenida por los grandes testigos. Sí, hoy más que nunca debemos responder a los testigos, testimoniar para los testigos. Lo hacemos muy mal, sin duda: lo hacemos solo de manera imperfecta, incompleta, olvidándonos de algo cada vez. Como en la historia jasídica de la oración olvidada frente al árbol olvidado en el bosque olvidado… pero con un pequeño milagro a pesar de todo al final, quién sabe. Además, esta historia nunca tiene un final. Si todavía somos mujeres y hombres del texto es precisamente porque la historia no ha terminado.

JORGE MIRALLES
JORGE MIRALLES
Jorge Miralles (La Habana, 1967). Narrador y traductor. Obtuvo la beca de traducción del Centre National du Livre, París, Francia, 2009. Dirigió la colección de traducción de la editorial Torre de Letras (2001-2008). Ha traducido, entre otros autores, a Henri Michaux, Yves Bonnefoy y Pierre Klossowski.

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