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Rompiendo ‘La cuarta pared’: a 35 años de un estreno (I)

No puede pasarse por encima de este espectáculo para contar la historia de la escena nacional, ni del país que fuimos en aquel instante.

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EL TEATRO
es el salto en el abismo
que contra todo principio
de la gravedad pragmática
encuentra un OBSTÁCULO
y desafía a la muerte.
Víctor Varela

I

En lugar de una crítica al uso, quien abriera la edición 249 de El Caimán Barbudo, que correspondía a agosto de 1988, podía encontrarse con dos textos que daban fe de las diversas impresiones (y si puede decirse así, conmociones) desatadas por un espectáculo que apenas tuvo su estreno, removió hasta los cimientos de la idea que en ese momento se tenía del teatro cubano. Firmados por Reina María Rodríguez, Rolando Prats y Margarita Soto Granado, no aspiraban a describir lo visto en el apartamento de Calzada, entre E y F, donde solo ocho espectadores eran admitidos por cada representación, en una suerte de clandestinaje que no pactaba con las estructuras oficiales del Ministerio de Cultura y su Dirección de Teatro, y que como en un acto de iniciación, se sucedía allí cada noche. Era la casa de la coreógrafa Marianela Boán, ya líder de su grupo Danza Abierta, y el espectáculo era La cuarta pared, la segunda puesta en escena que dirigía Víctor Varela con el núcleo que luego se llamaría Teatro del Obstáculo y luego, más a tono con una definición aún más específica de su poética, solamente Teatro Obstáculo. Quien haya podido ver alguna de las representaciones de esa primera versión de La cuarta pared, recordará las sensaciones que Reina María Rodríguez apunta, desde su voz de poeta, ante aquel rito sin palabras, que culminaba en un insólito desnudo grupal, como último acto de desgarramiento y desposesión:

entramos en la inmensa sala oscura. seguimos a través del laberinto. subimos por el pasillo lateral hasta una pequeña puerta a la izquierda y atravesamos corredores minados por cables de alta tensión y escalones imprevistos hasta perder la noción de dónde estábamos. por fin, detrás del gran telón, de espaldas al teatro, el teatro. yo estaba muy cerca y apretada en el borde de una grada con otro, sentía su respiración y la respiración total combatiendo la asfixia, por dónde saco la cabeza para respirar, frenética del ahogo… yo estaba muy cerca, donde las larvas, las fieras, los monstruos esperaban nacer en mi imaginación.[1]

Para llegar a crear en el público ese desasosiego, esa comunión levantada a golpes de verdad y abandono irreversible de tantas convenciones, Víctor Varela había debido pasar por una serie de acontecimientos personales y profesionales, que debieron someterse nuevamente a prueba durante la creación y la presentación de La cuarta pared. Nacido en La Habana, en 1961, tuvo su primera inclinación hacia la Física Astronómica, carrera que abandona para dar impulso a su interés por la pintura. Los estudios de artes plásticas y teatro se funden posteriormente en lo que él ha llamado Pintar en el Tiempo, una estrategia que inunda sus futuros espectáculos. Graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Teatro, pasa su servicio social en el Yarey, cerca de Bayamo, donde ejerce como profesor. De vuelta a La Habana, tras haber montado Madre Coraje y sus hijos, se integra a un taller que por esos días imparte Vicente Revuelta y de ahí surge Los gatos, un texto que terminará llevando a escena su autor, con las actuaciones de María Elena Espinosa, Alcibíades Zaldívar y música en vivo de Carlos Varela, su hermano, en 1985. En un momento de cambio para el teatro y la sociedad cubana, Los gatos vino a ser un ejemplo de otras necesidades, de urgencias de nuevo tipo a fin de entrar a fondo en la realidad de la juventud del país. De vida efímera, la puesta se vio aquí y allá por dos años, en la sala del apartamento donde vivía su director, en la Casa de las Américas, en la Casa del Joven Creador, o en el escenario del teatro Hubert de Blanck a instancias de la directora de esta institución: Raquel Revuelta. En su reseña sobre Los gatos, espectáculo que vio Eugenio Barba en una de sus primeras visitas a la Isla y que no fue de su agrado, aunque sirvió para anudar una relación con Víctor Varela que crecería en el futuro, Atilio Caballero lo calificó como un espectáculo “desacostumbrado, no tradicional o inaudito por más de una razón”.[2]

De cierto modo, esos calificativos adelantan las reacciones y la naturaleza misma de lo que sería La cuarta pared, aunque el segundo espectáculo de su colectivo (1985 es la fecha que Varela señala como la de fundación para Teatro Obstáculo), superaría todo ello. Un año antes de que se creara el Consejo Nacional de las Artes Escénicas bajo la égida de Raquel Revuelta como presidenta, en la misma sala donde Los gatos también había tenido representaciones, sucede el estreno de ese montaje que, comenzando como una versión libre de Seis personajes en busca de un autor, dinamitaría las conversaciones, los debates, la noción misma de la relación teatro-público-sociedad, y sobreviviría a su mito de clásico inmediato. Al menos, en la memoria de quienes lo vimos, lo asumimos, lo entendimos como una demanda de libertades y estremecimientos, así como un extraño modo de reconectarnos con una larga serie de verdades semiocultas que exigían ya estallar como exorcismo.

Actores de Teatro Obstaculo durante una puesta de ‘La cuarta pared en el departamento de Calzada entre E y F Vedado | Rialta
Actores de Teatro Obstáculo durante una puesta de ‘La cuarta pared’ en el departamento de Calzada, entre E y F, Vedado (FOTO Kike González)

II

En una de las muchas anécdotas que rondan a La cuarta pared, se cuenta la de la bronca en la que acabó un debate acontecido en el Gran Teatro de La Habana. Fue allí que Alcibíades Zaldívar se fue a los puños contra Desiderio Navarro, cuando el traductor y editor de la revista Criterios quiso disminuir los valores del espectáculo al afirmar que nada era nuevo en aquel montaje, pues todo lo que se le saludaba como experimental y renovador no era otra cosa que reciclaje de lo propuesto ya en los años sesenta por Jerzy Grotowski y otros directores de la vanguardia de hacía ya veinte años o más. En el debate, que contó además con la intervención de Graziella Pogolotti, Vicente Revuelta y Raquel Carrió, Rine Leal dio a una pregunta manida y tendenciosa una respuesta lapidaria: “Para dar mensajes, está el Ministerio de Comunicaciones”, dijo el más relevante de los críticos cubanos, poniendo en claro su apoyo a La cuarta pared, en un ambiente que se iba caldeando mucho. El episodio se ha contado con detalles diversos, con matices distintos, pero es parte del eco ineludible que a pesar de no pocos olvidos y silencios intencionados, explican el porqué no puede pasarse por encima de este espectáculo para contar la historia de la escena nacional, ni del país que fuimos en aquel instante.

La segunda mitad de los ochenta fue un periodo cargado de utopías y al mismo tiempo de nuevas demandas que toda una generación de artistas noveles convirtió en divisa de sus incomodidades. La bonanza económica del país, la apertura progresiva a nuevos espacios de intercambio y debate, la aparición de artículos, libros, textos, revistas que evidenciaban ese punto de avance como El Caimán Barbudo, La Gaceta de Cuba o Revolución y Cultura, de la mano de nuevos periodistas, redactores e investigadores, acompañaron a los desafíos que los artistas de la plástica movilizaron en esos días, con happenings y performances que quebraron el cerco de la academia y las galerías. El proceso de “rectificación de errores” y la inocultable presencia de teatristas, poetas, dramaturgos, trovadores y otros músicos en distintos puntos del país con afán de querer cambiarlo casi todo, fueron parte de esa oleada que los viejos funcionarios (y otros no tan viejos) miraron con recelo desde sus confortables oficinas refrigeradas. La cuarta pared resultó un espectáculo no solo atrevido por sus recursos formales, desnudos integrales de sus actrices y actores incluidos, sino por la capacidad de sugerencia con la cual filtraba preguntas más inquietantes que resquebrajan la idea de esa sociedad en camino a una supuesta e imposible perfección. Como una suerte de preludio al estreno en Cuba de un documental soviético que hizo época, parecía preguntarnos: “¿es fácil ser joven?” Lo más curioso, como señaló el ensayista Rafael Rojas, es que la puesta lograra lanzarnos todas esas preguntas sin necesidad de diálogos ni parlamentos. Algo que, en otro sentido, se repetiría varios años después ante las escenas Suite Habana, la película que Fernando Pérez estrenó en el 2003, como un síntoma de las maneras en las cuales “la realidad” procura otras vías narrativas, cuando las palabras ya acaso no pueden describir puntualmente lo que se sobre/vive.

Cartel de la puesta 'La cuarta pared' a cargo de Arturo Cuenca
Cartel de la puesta ‘La cuarta pared’ a cargo de Arturo Cuenca

Expulsado de su trabajo como profesor en la ENIT, Víctor Varela decidió concentrarse en la creación de La cuarta pared. En el apartamento de Marianela Boán, su pareja en aquel momento y a quien había conocido en el taller de Vicente Revuelta, emprendió el trabajo con los cinco actores que confiaron en él: Bárbara Barrientos, Alcibíades Zaldívar, Alexis Díaz de Villegas, Tania Coto y Julio Mazorra. El texto, inspirado en la obra de Pirandello, terminó en el cesto de la basura, al comprobarse que no cubría debidamente las demandas del proyecto. En su lugar, se construyeron cadenas de acciones, se apeló a gemidos y sonidos guturales: restos de un lenguaje que no dependía de la palabra, y que a lo largo de los 35 cuadros dibujaba una imagen (pintar en el tiempo) que contenía una historia visible/invisible, una estructura narrativa que no “describía” sino que invitaba a una compenetración con los cuerpos, los objetos, el diseño escenográfico de David Placeres a manera de instalación plástica, implicados en las dos horas de La cuarta pared. Esa barrera (unos hilos que delimitaban el espacio de los actores y el público) se rompería cuando una pelota de fútbol iba de una zona a la otra. Y al final, cuando los espectadores cruzaban, según su voluntad, al área de los intérpretes y en algunas ocasiones, como ellos, terminaban también desnudos. Al escribir para El Caimán Barbudo, en otro texto Rafael Rojas resume, en cierta medida, la acción de la pieza, eludiendo los conceptos comunes, las convenciones de las dramaturgias ya sobreseídas, y apelando a un grado de fábula que nos habla del actor como un ser humano que tienta su propia libertad, su posible escape, pero queda ahogado ante el nuevo desafío que lo espera más allá de esa “cuarta pared”:

La presencia abandona del actor en el espacio escénico, donde todo es tensión, enmarca su cuerpo en la interrogación de los objetos que lo rodean, convirtiéndolo en un cuerpo hechizado que busca una zona franca, donde todo sea distensión. En la búsqueda el actor llega a los bordes abisales de la escena, descubre la cuarta pared que da acceso a otros mundos de confrontación y la transgrede; pero como ha puesto en peligro la teatralidad misma se retrotrae a la escena, se hunde en su propio cuerpo como si su voluntad estuviera dirigida hacia su piel como límite, se desnuda y muere dentro de su figura.[3]

Lo que esa puesta en escena decía sin parlamentos era la expresión, en efecto, de un ahogo, que acaso todavía no lograba verbalizarse, pero no por ello debía ser desestimado ni acallado. Y no es que faltaran intentos de acallarlo. La sospecha de las autoridades, no solo de la Cultura, hacia ese montaje producido en un off del teatro oficial, como una rebelión en pro de un teatro alternativo, fue palpable y creciente. El apoyo de Raquel Revuelta sería crucial en ese periodo, y el respaldo de su hermano Vicente y otros teatristas, también fue decisivo. Asumir el montaje como parte de un fenómeno de cambio, en lugar de anularlo, fue la respuesta desde el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, en contra de no pocos enemigos. La crítica se dividió, entre los que ensalzaban la puesta y entre los que la rechazaban enérgicamente, aludiendo en no pocos casos a las influencias de la vanguardia que habían florecido en Cuba en la década del sesenta e inicios de los setenta, con estrenos como La noche de los asesinos (Teatro Estudio, 1966) y Peer Gynt (Los Doce, 1970), ambos dirigidos por Vicente Revuelta. Pero habría que hablar del trabajo, en esas mismas fechas, de directores y dramaturgos como René Ariza, José Milián, Pepe Santos, Carucha Camejo y coreógrafos como Ramiro Guerra y Guido González del Valle. De todo eso, poco se recordaba. La política de parametración impuesta por el Quinquenio Gris a partir de 1971 había intentado borrar esos experimentos, tan distantes y ajenos según la mirada estrecha de tantos funcionarios de la nueva realidad que Cuba construía. Y he aquí, de pronto, que un joven director que no pudo ver ninguno de esos empeños, ni era discípulo directo de esos creadores parametrados, retomaba un camino que parecía perdido, como apuntó en aquel debate devenido en piñacera la pintora Consuelo Castañeda, como síntoma de traumas latentes y búsquedas interrumpidas a destajo.

La cuarta pared acudía a la “violencia” para mostrar la crisis de identidad. Sus personajes luchaban contra la inmovilidad y la intolerancia, donde no hay lugar para la reflexión. Era un proceso de análisis continuo, sin zonas blancas. Más allá de la pacatería moral, del reparo a insertar la obra en los circuitos teatrales profesionales, del temor a la reacción de un público subvalorado, La cuarta pared contrariaba por su pluralidad de lecturas, por imponer en el espectador una actitud pensante, por no definir con claridad un “mensaje”.[4]

Eso que apunta en la línea final Armando Correa era el máximo atrevimiento del espectáculo, ante un teatro que se había caracterizado por apenas ofrecer puntos de conflicto, por haber dado por sentadas todas las respuestas posibles al asunto que abordaba, o haber confiado (como ocurrió en numerosas obras del periodo) la función del Deus ex machina a los integrantes del Partido o la Unión de Jóvenes Comunistas que daban el puntillazo final a las escenas de ese nuevo teatro. Acaso sea difícil explicar a un espectador de ahora mismo que no haya visto o sufrido aquellas obras (hoy tan olvidadas), cómo los creadores más agudos de nuestra escena trataban de superar esos modelos importados del teatro socialista del Este, enfatizando el concepto de puesta en escena desde empeños con más libertad en el uso de la metáfora, la imagen y la alegoría. En el momento en el que Víctor Varela estrena Los gatos y La cuarta pared, maestros consagrados como Vicente Revuelta, Roberto Blanco, Berta Martínez y Flora Lauten presentan algunos de sus montajes más sólidos: En el parque, Historia de un caballo, Mariana, La zapatera prodigiosa, Lila, la mariposa, Las perlas de tu boca… Y surgen el Ballet Teatro de La Habana, con Caridad Martínez a la cabeza, y Danza Abierta, de Marianela Boán. Como dijo algún crítico extranjero: algo se está moviendo en la escena cubana. Y La cuarta pared, definitivamente, iba a acrecentar esa impresión, y de paso iba a añadir nuevos y mayores estremecimientos.

Actores de Teatro Obstaculo durante una puesta de ‘La cuarta pared en el departamento de Calzada entre E y F Vedado 2 | Rialta
Actores de Teatro Obstáculo durante una puesta de ‘La cuarta pared’ en el departamento de Calzada, entre E y F, Vedado

Notas:

[1] Fragmento de “Dos visiones de espaldas al teatro”, texto de Reina María Rodríguez y Rolando Prats, incluido junto al de Margarita Soto Granado, titulado “Mensajes de cuarta dimensión”, en El Caimán Barbudo, edición 249, agosto de 1988, pp. 24-26.

[2] Atilio Caballero: “Los gatos, ¿rugen o maúllan?”, Tablas, no. 3, 1987, pp. 53-65.

[3] Rafael Rojas: “Víctor Varela: arte conceptual”, El Caimán Barbudo, ed. 257, abril de 1989, pp. 10-11. De este mismo autor, ver también “Los límites teatrales del hombre”, en la revista Albur, número 3 de 1988.

[4] Armando Correa: “El teatro cubano en los 80: creación vs oficialidad”, The Latin American Theatre Review, 1992, pp. 67-77.

NORGE ESPINOSA
NORGE ESPINOSA
Norge Espinosa Mendoza (Santa Clara, Cuba, 1971). Dramaturgo, poeta y ensayista. Licenciado en Teatrología por el Instituto Superior de Arte de La Habana. Sus obras teatrales han sido puestas en escena por grupos como Pálpito, Teatro El Público o Teatro de las Estaciones, en Cuba, Puerto Rico, Francia o Estados Unidos. Entre sus textos destacan: Las breves tribulaciones (poesía), Ícaros y otras piezas míticas (teatro) o Cuerpos de un deseo diferente. Notas sobre homoerotismo, espacio social y cultura en Cuba (ensayo). Es un reconocido activista y estudioso de la comunidad LGBTQ cubana. Su poema “Vestido de Novia” se ha convertido en himno de las reivindicaciones de este grupo.

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