E. M. Cioran
E. M. Cioran

Lo que convierte a Cioran en un escritor excepcional es la presencia en sus textos de dos tendencias antitéticas: por un lado, el nihilismo radical, que en su afán de aniquilación llega a considerar la existencia misma como la catástrofe irredimible; por el otro, un anhelo religioso de gran intensidad, una auténtica nostalgia del absoluto y una “sed de vida casi mórbida” que lo convierten en esa rareza suprema: un místico sin fe. Esta tensión recorre todos sus libros, pero resulta particularmente notoria en los Cuadernos (1957-1972).

Este vasto volumen es precisamente el lugar fundamental para comprender la estructura profunda del pensamiento de Cioran: el laboratorio infernal donde se pulen los celebrados aforismos, donde la obra surge y coge cuerpo, donde las contradicciones insalvables que agitan su poderosa y desgarrada conciencia se convierten en el principio que rige cualquier exégesis. Scott Fitzgerald escribió que “la marca de una inteligencia superior es la capacidad para sostener dos ideas opuestas al mismo tiempo”: según este criterio Cioran sería uno de los más grandes pensadores de Occidente, y los Cuadernos su mejor libro. Podríamos ofrecer argumentos interminables para justificar la irreductible singularidad de esta escritura, pero al final todo se resume en la espléndida observación de Baudelaire sobre aquellos que experimentan constantemente “el horror y el éxtasis” inherentes a la existencia. No basta con percibir la futilidad de todo empeño: muchos lo han conseguido (de Marco Aurelio y el Eclesiastés a Thomas Ligotti). Tampoco funciona, como es natural, el arrobamiento ante las supuestas maravillas de la existencia (el mero asombro de ser que experimentan ciertos místicos) o la afirmación constante según la cual “a pesar de todo, la realidad tiene que tener un sentido” (sospechosa petición de principio más cercana a la estupidez supina que a un pensamiento riguroso, y a la que, en sus peores momentos, no escapan ni siquiera pensadores del calibre de George Steiner, como ya veremos). No: la verdadera complejidad radica en asumir estas dos posturas con la máxima seriedad al mismo tiempo, “en un eclecticismo de la sonrisa y de la destrucción”. Claro, los Cuadernos son mucho más que eso, pero es esta dualidad simultánea la que les confiere su extrañeza esencial.

Ahora bien, el nihilismo de Cioran gira en torno de un principio inamovible, verdadero sol negro de su pensamiento: la conciencia como fatalidad. Se trata de una interpretación intensamente personal y heterodoxa de los primeros capítulos del Génesis, en la que el pecado original no es la desobediencia sino el conocimiento mismo: según la idiosincrásica exégesis de Cioran, al comer del Árbol del Conocimiento el hombre malogró su destino (la vida plena en el presente eterno y sin muerte del Jardín del Edén) y se convirtió en un animal enfermo, mortalmente herido por la conciencia de su finitud. Todo lo demás (la Historia y la Filosofía que intenta conferirle un sentido) son sólo comentarios a este acontecimiento primordial. Claro, todo esto debe ser leído en clave metafísica: en la perversa antifilosofía del más célebre meteco parisino, el pecado original es simplemente una “poderosa mitología”, una imprescindible hipótesis de trabajo (o al menos una de ellas: Cioran también manifestó gran predilección por la concepción gnóstica sobre “el aciago demiurgo) sin la cual sería imposible comprender lo que lo budistas llaman “el gran problema de la vida y de la muerte”. La cuestión fundamental es que existe en la estructura del hombre (y de todo lo existente, de la materia misma) un fallo ontológico, un defecto abisal e irreparable que nada puede subsanar. Y aquí Cioran se aparta bruscamente de la teología cristiana y esboza los despiadados contornos de una teología atea, sin Dios ni redención posible, que proclama la duda, el hastío y la destrucción de todas las ilusiones que hacen posible la existencia como sus dogmas irrenunciables: atroz secta de un solo miembro que no elude los callejones sin salida del pensamiento, sino que los corteja con entusiasmo para hundirse en el abismo con todo el peso de sus certezas irrespirables. Si la idea de una “religión de la desesperación” resulta demasiado extrema para algunos, no deberían olvidar que ya Novalis había escrito a finales del siglo XVIII que “toda sensación absoluta es de naturaleza religiosa”.

Ante semejante arremetida contra la noción de sentido, es comprensible que muchos se hayan apresurado a calificar este pensamiento de “extremo”, “ultraconservador” y “antihumanista” (la jerga moralizante de ciertos críticos recuerda las imbecilidades “progresistas” que solía decir Sartre sobre Baudelaire y Flaubert, dos escritores que tampoco se caracterizaban por su confianza en el progreso y otras entelequias por el estilo). Bueno, es extremo (los otros epítetos son tan risibles que apenas merecen respuesta), quién podría negarlo, pero no es sólo eso, pues, como suele suceder con los escritores verdaderamente grandes, las cosas no son tan sencillas: hay siempre en el pensamiento de Cioran, en inesperado contrapunto al más radical nihilismo, una innegable exultación, un goce salvaje, un éxtasis perpetuo que convierte la lectura de sus textos en lo contrario de una experiencia desalentadora. La pregunta es entonces trivial pero inevitable: ¿qué puede entusiasmar a un hombre que no cree en nada, a alguien consumido por la más corrosiva de las dudas? Existen tres respuestas posibles: la música, la literatura y, por encima de todo, lo que un pensador griego llamó “el más poderoso de todos los instintos, el mero deseo de ser”. Sobre la pasión de Cioran por la música se ha escrito tanto que sería redundante insistir demasiado: es suficiente con hojear los Cuadernos para comprender que ninguna otra cosa, ni siquiera la poesía o la lectura de los místicos españoles, conseguía emocionarlo hasta las lágrimas[1] y desatar su poderosa maquinaria retórica, esa “feliz omnipotencia de la palabra” que se despliega profusamente en este libro, sobre todo cuando se refiere a Bach,[2] pero sin limitarse a él. En cuanto a la literatura, para Cioran hay un escritor que supera por mucho a todos los otros: Dostoievski. Su pasión por el escritor ruso se remonta a su atormentada adolescencia,[3] la época de los insomnios devastadores y la desesperación más aniquiladora, cuando se sentía constantemente “al borde del suicidio o de fundar una religión”. Fue en esta situación aparentemente sin salida que la lectura del “mayor visionario de la literatura rusa” (Nadiezhna Mandelstam) lo marcó a fuego y se convirtió en su influencia más profunda: durante toda su carrera Cioran sostendrá la grandeza sublime del novelista ruso y la distancia que lo separa del resto de los escritores occidentales (sin excluir a Shakespeare): juicio en absoluto imparcial, pero que revela una vez más esa pasión por lo extremo que está en el núcleo mismo de los Cuadernos. Pues lo que atrae a Cioran en Dostoievski (como por otra parte también en Pascal, esa otra influencia insoslayable) es la intensidad de la escritura –esa prosa excesiva, jadeante, epiléptica– y los sufrimientos que el escritor ha experimentado para acceder a sus desoladoras conclusiones[4] (el costado “redentor” de Dostoievski es convenientemente eludido en esta lectura: como todos los grandes obsesos, Cioran ve lo que quiere ver).

Pero más allá de la música y la literatura, por esenciales que resulten (y en el caso de Cioran son siempre mucho más que una simple experiencia estética), surge una pasión inextinguible por la existencia misma, por la totalidad de la experiencia: esa afirmación del ser incluso en medio del sufrimiento que Nietzsche predicó pero jamás pudo poner en práctica. Así, en la sorprendente anotación del 3 de junio de 1962, tras semanas de “visiones macabras y obsesiones negras” provocadas por sus propias enfermedades y el recuerdo de amigos desaparecidos, Cioran registra su perplejidad ante un hecho que parece refutar la esencia de su pensamiento: “Ayer, domingo 3 de junio, en el tren que me llevaba de Compiègne a París. Frente a mí, una muchacha…Intentaba combatir el interés que ella me despertaba, su encanto… para lograrlo, la imaginé muerta… pero no lo conseguí. El encanto que desprendía seguía imponiéndose sobre mí. Así es el milagro de la vida.”

¿El milagro de la vida? ¿Se trata de Cioran o de un predicador evangelista? En realidad, la contradicción entre el hombre que no puede evitar extasiarse ante la belleza femenina y el que maldice a Dios (en el que por supuesto no cree ni por un momento), la condición humana y la catástrofe del nacimiento es sólo un efecto de superficie: los Cuadernos rebosan de fragmentos semejantes… e incluso de algunos mucho más radicales en su yuxtaposición de conceptos opuestos y simétricos: auténticas proezas estilísticas en las que el oxímoron, la antítesis conceptual y, en definitiva, la coincidentia oppositorum se convierten en el procedimiento retórico fundamental para transmitir lo que por su naturaleza misma se resiste a ser expresado y sólo puede manifestarse de manera paradójica: la desgarradura que acecha en el fondo de toda conciencia junto al goce de experimentarla. Se trata de una posición insostenible, pero es la única que vale la pena sostener. Por eso se equivoca Steiner cuando, en sus deplorables artículos sobre Cioran (verdaderos ejemplos de ceguera en un ensayista por lo demás admirable), lo acusa de pensar mezquinamente, de detenerse exclusivamente en lo que Thomas Ligotti (ese nihilista sin paliativos) ha llamado “la contemplación de los vastos paisajes desolados”: Cioran es eso pero también todo lo contrario: aquel que ha alimentado su talento “con el pan y el agua de la aflicción”[5] y a la vez quien consigue atisbar, bajo la superficie engañosa y deleznable de las cosas no sólo el Horror, sino también la Gloria.

Notas

[1] Según él mismo confiesa en varias ocasiones: algo verdaderamente insólito en alguien tan escéptico y antisentimental.

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[2] “Si alguien le debe todo a Bach, es sin duda Dios”, “Bach es la única cosa que te da la impresión de que el universo no es un fracaso”, “Bach da un sentido a la religión”, “Bach compromete la idea de la nada en el otro mundo”.

[3] En la que, si hemos de creer en algunos testimonios, frecuentaba los burdeles de Bucarest con un ejemplar de Los demonios bajo el brazo.

[4] “Y, en efecto, la amplitud y la profundidad de una inteligencia se calibran por los sufrimientos que ha aceptado para adquirir la sabiduría. Nadie sabe sin haber pasado por duras pruebas. Una inteligencia sutil puede ser perfectamente superficial. Hay que pagar por el menor paso encaminado a la sabiduría.”

[5] “…aliméntalo con el pan y el agua de la aflicción’’ (2 Crónicas, 11: 26).

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