Los personajes Ciro di Marzio, interpretado por Marco D'Amore, y Gennaro Savastano, interpretado por Salvatore Esposito, en un fotograma de ʽGomorraʼ

En una entrevista reciente cierto crítico de The New Yorker sostenía que las mejores series de televisión norteamericanas alcanzaban la grandeza a partir de un diálogo incesante con algunos textos literarios del así llamado Canon Occidental. En particular, este ensayista veía en el éxito de Game of Thrones, House of Cards y Sons of Anarchy una confirmación de la supremacía estética de Shakespeare no sólo por su abrumador talento literario para representar las múltiples facetas de lo humano –esa capacidad casi milagrosa de ser todo para todos los hombres, ese genio incomparable para articular un discurso que abarque la insondable complejidad humana, que refleje, con divina imparcialidad, el esplendor y la miseria de sus días–, sino también por su enorme influencia sobre el cine, que ahora también invadía la televisión. Lo que, según escribe, dota a estas series de un (por así decirlo) denominador común, es el empleo del intertexto shakesperiano y la manera en que convierten el ejercicio del poder en un tema fundamental de su representación: Hamlet (Sons of Anarchy), las obras históricas sobre los reyes ingleses, su reinado e inevitable caída (Game of Thrones), y, en definitiva, el ruido y la furia de Macbeth (House of Cards).

Se trata entonces de los grandes textos (cabe decir de los insuperables textos, aunque es posible que Tucídides, Suetonio y Tácito tuvieran algo que objetar) que muestran, sin concesiones a ninguna imaginaria noción de decoro (recordemos aquí la famosa frase de cierta novelista inglesa sobre la implacabilidad del Dios del Antiguo Testamento: “Dios no es un caballero ni asistió a Eton”[1]… y lo mismo podría decirse de Shakespeare) el sanguinario fulgor, la retorcida astucia y la implacabilidad de los hombre poseídos por la pasión de imperar sobre sus semejantes.[2]

Hay entonces en estas series, según el crítico del New Yorker una doble articulación de las peripecias narradas que les confiere mayor densidad: en el primer plano tenemos una muy entretenida e impecablemente filmada “trama popular”–por así decirlo– con grandes dosis de suspenso, violencia, giros inesperados, cliffhangers y diálogos ingeniosos (“esa buena conciencia narrativa que caracteriza al cine norteamericano”, Pauline Kael);[3] por debajo de esta narración superficial y en permanente tensión con ella se hallaría la “estructura profunda”, el intertexto shakesperiano, fundamento último de la grandeza de estos productos audiovisuales en tanto experiencia estética. En principio todo eso parece convincente y el prolífico Umberto Eco (una superstición italiana que logró conquistar también la industria editorial española) probablemente lo habría felicitado por su sagacidad hermenéutica pero, desafortunadamente, hay un pequeño problema: el tipo se pasa de listo y la tesis no se sostiene.

Ciertamente, como ha demostrado Frye (Anatomía de la Crítica), un relato en apariencia sencillo puede contener una trama subterránea mítica o de alta densidad metafórica. Esto es un hecho innegable que no puede ignorar cualquiera que tenga un conocimiento mínimo del arte de narrar. Sin embargo no basta con decir alegremente que todas estas obras[4] audiovisuales extraen su apasionada intensidad de los dramas de Shakespeare: es preciso demostrarlo. Y eso, el tipo del New Yorker no puede hacerlo por una razón muy simple: no es cierto, o mejor, sólo es verdad en un sentido demasiado amplio para tomarlo en serio: claro que cualquier obra de la esfera cultural anglosajona en la que se discuta con seriedad la cuestión de la lucha implacable de todos contra todos por el poder absoluto necesariamente evocará al más grande escritor de la lengua inglesa, quien, obviamente, se ocupó de eso y de todo lo demás –el amor, los celos, el sentido de la existencia, la ética, la pulsión del suicidio, la usura. Bueno la lista es demasiado larga pero ya entienden lo esencial: todo está ahí, y por eso es el mejor escritor de su lengua–. Pero semejante obviedad no justifica que, cuando en Sons of Anarchy (para utilizar un ejemplo que no aprecio particularmente: esta no es, definitivamente, una de las doce series a las que me refería) el protagonista tiene un conflicto violento con el padrastro[5] –toda la crítica exclame inmediatamente: “¡Sí, claro, puro Hamlet!”–. En absoluto, en todo caso puro Sons of Anarchy, un producto comercial muy logrado de la así llamada Golden Age of TV.

En este sentido, hay una idea extraordinaria de Ricardo Piglia (ese gran esteta extraviado en el marxismo) que me parece muy pertinente: él observa cómo el surgimiento del cine y su aplastante, frenético ascenso a la cima del entretenimiento de masas[6] tuvo dos consecuencias fundamentales para la novela como género: por un lado, los novelistas pierden gran parte de su público; por el otro, precisamente por haber perdido a la masa de consumidores, se produce un refinamiento extremo del género: aparecen Proust, Joyce, Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz: los grandes artistas de la forma pura (prefigurados, acaso, por el Henry James tardío: The Wings of the Dove, 1902; The Ambassadors, 1903 y The Golden Bowl, 1904). Pero Piglia no se detiene ahí y sugiere que se trata de un proceso continuo en la historia de las formas narrativas: cuando la televisión surge a principios de los cincuenta, suplantando al cine como forma suprema del entretenimiento, irrumpen algunos de los directores más audaces y experimentales en la cinematografía mundial (Godard y toda la Nueva Ola francesa, Tarkovsky, las mejores películas de Bergman, etc).

Evidentemente, cualquier cinéfilo radical podría cuestionar esto último y decir que el cine ya era un producto cultural de primer orden desde, por lo menos, Griffith (Intolerancia, El surgimiento de una nación) y, sobre todo, con la aparición del expresionismo alemán (Nosferatu, Metrópolis, El gabinete del doctor Caligari). Sin embargo lo que me importa aquí no es debatir la exactitud de esta idea sino su potencial heurístico: siguiendo la lógica trazada por Piglia podría argumentarse que el surgimiento de Internet y las así llamadas redes sociales han modificado profundamente ciertos paradigmas supuestamente inquebrantables de la industria del entretenimiento, incluso que han “liberado” a la televisión de su postura sumisa ante el cine: como ahora la narración popular se concentra en Facebook, Twitter, Instagram, Youtube y Reddit (por sólo mencionar algunas de los sitios más frecuentados), los guionistas y productores pueden (ocasionalmente, tampoco hay que exagerar) emanciparse de su exasperante servidumbre ante los ratings y las convenciones más ramplonas de la televisión comercial: así surgen obras maestras como The Wire, The Sopranos, Deadwood, Breaking Bad, Mad Men, House of Cards (con la excepción de la última temporada: al igual que sucedió con Game of Thrones, declinó ostensiblemente) y Gomorra, la serie italiana que a continuación discutiré: en mi opinión la representación audiovisual más contundente de esa guerra total y despiadada por el poder absoluto que Shakespeare convirtió en el tema de algunas de sus mejores obras.

Como es natural, no pierdo de vista lo irónico de aludir nuevamente a Shakespeare cuando comencé rechazando la tesis del crítico del New Yorker: sin embargo, como suele suceder cuando tratamos con un producto cultural de primer orden las cosas no son tan sencillas: ciertamente el tipo estaba equivocado pero, oscuramente, intuyó algo importante del Zeitgeist contemporáneo: estas series (particularmente Gomorra, Game of Thrones y House of Cards) sí están relacionadas con Shakespeare, pero no exactamente como él pensaba: no se trata de una trama subterránea canónica (Macbeth, King Lear o la que sea) que subyace a la narración superficial sino de una concepción profundamente pesimista sobre el sentido de la Historia implícita en muchos textos del escritor inglés. Ahora bien, esta filosofía no se entrega tan fácilmente al exégeta, no está, por así decirlo, a simple vista: hay que descifrarla, saber leer “la figura en la alfombra”, el fundamento secreto de la visión.

Nadie lo ha hecho mejor que Jan Kott en su imprescindible Shakespeare, nuestro contemporáneo y antes de ocuparme de Gomorra, debo exponer brevemente su teoría. Básicamente, Kott sostiene que para Shakespeare no existe el así llamado “progreso histórico”, es decir, no hay ningún sentido último del devenir: las cosas simplemente suceden, articulándose en una interminable cadena de causas y efectos. Kott llama a este movimiento perpetuo y carente de propósito “el Gran Mecanismo Ciego”. Da igual que tenga razón o no: lo interesante es la manera en que aplica su teoría al análisis de los textos shakesperianos. ¿Cuáles son las implicaciones de semejante idea en los dramas históricos y tragedias? Kott responde:

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Lo que vemos en Shakespeare es una versión dramatizada de Maquiavelo […] pero mucho más convincente porque aquí los que luchan por el poder tienen un nombre, un título, un blasón. Y es precisamente ahí donde radica la superioridad de Shakespeare sobre Maquiavelo: este último se limitaba a teorizar pero el dramaturgo nos muestra esta guerra implacable, representada por individuos que se saben mortales y tratan de salvar su pellejo o al menos preservar un mínimo de dignidad, decencia y coraje. Pero no tendrán éxito: la Historia primero hará que se revuelquen en la infamia y luego les cortará la cabeza […]. Shakespeare siempre muestra la lucha por el poder despojada de toda mitología, en su estado puro […] esa es la esencia del Gran Mecanismo: un rey derroca a otro y extermina su linaje (o cree haberlo hecho) sólo para ser aniquilado en un futuro no muy lejano por otro, que a su vez caerá a su debido tiempo: la Historia no va hacia ninguna parte y los hombres jamás cambian: los fuertes hacen lo que quieren, los débiles sufren lo que deben.

Es entonces este Gran Mecanismo (inexorable, letal, ciego, monolítico, inapelable), intuido por Kott en los dramas de Shakespeare, el que arroja su gran sombra sobre Gomorra y le confiere su apabullante dignidad estética.[7] Intentaré ahora demostrar, con argumentos sólidos, mi afirmación.

Imagen promocional de la serie Gomorra | Rialta
Imagen promocional de la serie ʽGomorraʼ

El argumento de la serie parece bastante sencillo: los Savastano –uno de los clanes camorristas más poderosos del sur de Italia– han gobernado su feudo de Secondigliano (el más pobre, superpoblado y violento de Nápoles) con un puño de hierro durante treinta años (el inicio de la trama se ambienta en el 2014). Pietro Savastano ha sucedido a su padre (capo durante diez años tras ganar “la segunda guerra de Secondigliano”) y lleva veinte años como jefe supremo del territorio que espera legar sin problemas a su hijo Gennaro. Pero, naturalmente, los problemas surgen inmediatamente: uno de sus capos comienza a disputarle el territorio, su hijo no está a la altura de la nueva situación y, para colmo, hay un tipo muy astuto llamado Ciro di Marzio (supuestamente digno de confianza) que ya no se conforma con su posición intermedia en el clan: quiere más dinero, más poder, más respeto: en suma, quiere ser un Boss.[8] Como pueden observar, la mesa está servida para que se desencadene otra guerra, que promete superar en crueldad a todas las anteriores.

Esto no debería sorprendernos: en efecto, Gomorra, como los dramas históricos de Shakespeare, como Macbeth, como Richard III gira obsesivamente en torno a un único tema: el Poder (cómo obtenerlo, cómo conservarlo, cómo incrementarlo).[9] Nada más tiene la menor importancia y se nos somete a un curso intensivo en cuatro temporadas magníficamente estructuradas que habrían podido convencer a Maquiavelo de ser un mero aficionado en la materia.

Ahora bien, aunque tanto Salvatore (el capo que mencioné anteriormente), como Ciro, son individuos que carecen casi por completo de escrúpulos e incluso de sentimientos,[10] eso no significa que Pietro Savastano –tan astuto como ellos y, en el fondo, mucho más despiadado– esté dispuesto a permitir que le arrebaten su territorio: no se detendrá ante nada y exterminará a todo el que se le oponga. Sin embargo, Pietro tiene una debilidad fatal en un mundo donde ser débil –o estúpido– es, en rigor de verdad, un crimen: el hombre siente afecto por su hijo incluso sabiendo que nunca será como él. Por tanto, en ocasiones toma decisiones irracionales –desde el punto de vista de la economía del Poder– y permite que las emociones lo dominen: en cierto sentido, aunque no lo sepa, ha perdido la guerra antes de que comience.

Pero no nos adelantemos: por el momento Pietro, instigado por su mujer Irma (un gran personaje por derecho propio que, a diferencia de su marido, sólo se ama a sí misma y al dinero: su hijo es para ella una inversión que debe reportarle beneficios a toda costa) decide “endurecer a su hijo” y, tras varios intentos frustrados de que elimine a alguien y “pruebe ser un hombre de honor”, no se le ocurre nada mejor que enviarlo al infierno de Honduras para que aprenda el oficio con sus contactos en las bandas centroamericanas. Cuando Gennaro regresa resulta evidente que la madre ha conseguido su objetivo…, pero no exactamente como ella pensaba: el bueno de Genny, un joven bonachón que antes del viaje era incapaz de hacerle daño a una mosca, se ha convertido en un sociópata radical, indiferente por completo al sufrimiento de los otros y que, al mismo tiempo, odia a sus padres (especialmente a Irma) por haberlo sometido a semejante ordalía: es aquí, por primera vez, cuando comprendemos el abismo que separa Gomorra de otras series y películas sobre la mafia: estamos a años luz de Coppola, Brian De Palma o incluso Scorsese (no precisamente un director ajeno a la brutalidad extrema de los mafiosos): todos estos cineastas articulan una representación del crimen organizado que, si bien no escatima la violencia (especialmente Scorsese en Goodfellas), sí idealiza en mayor o menor medida a estos criminales: todos, sin excepción,[11] veneran a su familia (esto es , a su verdadera familia: padres, hijos, hermanos, esposas) y se rigen además, por algún que otro código. Pero nada de eso se aplica a los camorristas de Nápoles: los miembros del Sistema de Secondigliano[12] parecen ajenos a semejantes afectos… y a cualquier otro, como pronto veremos.

Ahora bien, antes de continuar analizando el argumento, quiero introducir aquí una idea que me parece muy pertinente para comprender el funcionamiento de esta organización en el mundo ficcional representado: se trata de lo que podríamos llamar “la teoría de los tres estamentos”. El Sistema de Secondigliano es una ley para sí mismo que desprecia todo lo que no reside en su interior y sólo reconoce algunas categorías esenciales que constituyen efectivamente su estructura: Reyes, soldados y siervos.[13]

El significado de las dos primeras es muy sencillo y no requiere demasiada elucidación: los Reyes –el uso constante de la mayúscula sólo busca enfatizar su lugar en la jerarquía– son, naturalmente, los jefes supremos, los capos en lo más alto de la pirámide. En la primera temporada sólo conocemos a uno, el ya mencionado Pietro Savastano, que rige Secondigliano con la misma brutalidad que un noble del Medioevo: hay algo casi feudal en todo este asunto. Por supuesto, Ciro Di Marzio y Salvatore quieren eso para ellos y van a aliarse para conseguirlo, pero semejante “alianza”, como es natural, anuncia ya otra de las incesantes guerras que contemplaremos en la serie: a fin de cuentas, “en el escenario sólo hay sitio para un único animal. Los demás están destinados a una noche que es eterna e innombrable. Las candilejas iluminarán su descenso uno por uno a la oscuridad. Los osos que bailan, los osos que no” (Cormac McCarthy, Meridiano de sangre).

La metáfora zoológica del gran narrador norteamericano es singularmente apropiada para estos criminales, no meramente para el Boss –ese depredador primordial al que alude McCarthy–, sino también para los soldados que, como ya habrá intuido el lector, son sencillamente los así llamados sicarios que llevan a cabo todas las atrocidades ordenadas por el capo. Pero estos tipos, a pesar de su obediencia más o menos ciega a las órdenes recibidas –son, efectivamente, perros salvajes que el jefe supremo azuza contra todos sus enemigos–, reciben de la organización el “respeto” (noción capital en este mundo de fieras) debido a su condición de guerreros que enfrentan casi a diario la muerte y el peligro en el campo de batalla (y no cabe duda de que para ellos Nápoles puede ser tan letal como Sinaloa, Cali o incluso Kabul). No sucede lo mismo con el resto de los integrantes del sistema, a los que he llamado siervos con total deliberación: sin ser exactamente esclavos (de hecho reciben un salario superior a cualquier trabajador honesto), estos personajes –contadores, traficantes de poca monta, informadores sobornados, vigilantes, trabajadores del puerto,[14] mensajeros– sí están a merced de las decisiones o caprichos del Boss: son mero “material humano”,[15] arcilla que el capo moldea según le conviene: allí donde un soldado –especialmente un veterano de las guerras– podría intentar debatir –hasta cierto punto, tampoco exageremos– una orden que le parece insensata o desquiciada para después cumplirla de todas formas (no se llega a Boss aceptando sugerencias), un siervo sólo puede inclinar la cerviz y obedecer sin cuestionar nada, sobre todo cuando consideramos la alternativa (que, por supuesto, no existe, a no ser que alguien pueda considerar dos balas en la cabeza –en el mejor de los casos– una opción aceptable: de alguna forma, intuyo que no hay personas así). Pero incluso los siervos (si son astutos y no cometen demasiados errores, aunque muy a menudo en Secondigliano basta con equivocarse una vez) están en una situación mucho más confortable que los “civiles”: en efecto, para los mafiosos que protagonizan la serie, todo aquel que no forma parte del “Sistema” es algo así como un ilota espartano, un esclavo o presa intercambiable que carece incluso de identidad: no son “hombres de honor” y por tanto no son hombres en absoluto sino (para citar las palabras de un capo real pero innominado que Saviano coloca como epígrafe de su primer libro),[16] “sólo gusanos… y tienen que seguir siéndolo”. Evidentemente, estos tipos han convertido la misantropía en un arte brutal que apenas conoce límites: en la jungla de Nápoles el hombre es ciertamente el lobo del hombre… sin excluir a sus familiares más cercanos.

Pietro Savastano interpretado por Fortunato Cerlino y su esposa Irma interpretada por Maria Pia Calzone en un fotograma de Gomorra | Rialta
Pietro Savastano, interpretado por Fortunato Cerlino, y su esposa Irma, interpretada por Maria Pia Calzone, en un fotograma de ʽGomorraʼ

Tras esta pequeña digresión teórica –necesaria para comprender lo que se avecina– continúo con mi análisis de la trama: ya había adelantado que la única –pero en última instancia fatal– debilidad de Pietro Savastano era el afecto que sentía por su hijo bonachón e inofensivo[17](no después de su viaje transatlántico, pero eso el tipo, carente de poderes telepáticos, no podía saberlo). Ahora bien, resulta que en un momento de gran tensión para el Boss (han tenido lugar algunas escaramuzas contra Salvatore, ya abiertamente enfrentado al Don por la hegemonía, y para colmo intuye la presencia de un traidor en sus filas),[18] Pietro recibe una llamada informándole que Gennaro ha sufrido un accidente y comete el primero de sus dos errores en toda la serie.[19] Es necesario enfatizar que en cualquier otro momento el Boss habría sido perfectamente capaz de mantener la sangre fría y prevalecer sobre sus enemigos (la famosa “gracia bajo presión” que tanto admiraba Hemingway):[20] sin embargo, aquí pierde el control y eso le cuesta su imperio. Sin entrar en demasiados detalles digamos que el tipo no consigue pensar con claridad, se desquicia y, tras acelerar enloquecidamente por las calles de la ciudad termina en una prisión de máxima seguridad (y no debemos olvidar que, según Roberto Saviano, el mayor erudito en estos temas, las instalaciones construidas para retener a los capos en el sur de Italia son las más severas de Europa y convierten Alcatraz[21] en una especie de hotel barato para delincuentes profesionales). Lo peor del asunto es que desde allí no puede dirigir su organización y, como no confía en su hijo, debe, a regañadientes, dejar el mando en manos de… Irma (y si hay algo en lo que insiste la serie es que las mujeres no funcionan como líderes de una organización criminal: pueden llegar muy alto, pueden incluso ser sicarias, pero nunca ocupar la primera posición, o sólo por un período muy breve).[22] Es cierto que Irma posee una astucia extraordinaria y llega a comprender que Ciro (aliado con Salvatore) es la principal amenaza pero ya es demasiado tarde: en una de las escenas más escalofriantes de la serie (es el último episodio de la primera temporada) la mujer del capo supremo se reúne con Ciro en un intento desesperado para que se detenga y pronuncia un furioso monólogo que combina amenazas, insultos, patéticas patrañas sobre el poder que aún detenta (ninguno) y, cómo no, una oferta de millones de euros a depositar en el paraíso fiscal que prefiera… sólo para encontrarse con la mirada glacial e impasible de un tipo que la observa como si se tratase del último ejemplar de una especie en extinción: “Señora –replica Ciro con su acostumbrado laconismo– usted ya terminó”. A continuación, se pone las gafas que siempre lleva y abandona el lugar. Irma, absolutamente desesperada, sale a caminar sin rumbo por las calles de Forcella…[23] hasta que, cinco minutos después, muere acribillada por dos motociclistas justo frente a una tienda de artículos de lujo. Poco después el propio Ciro le mete dos balas en el pecho y una el rostro a su antiguo amigo Genny Savastano, quien, a pesar de conocer ya la identidad del traidor;[24] es incapaz de evitar el hundimiento del clan[25] y se derrumba ensangrentado ante decenas de testigos que, curiosamente, sufrirán más tarde una amnesia total en los interrogatorios de la división contra el crimen organizado.

Podría perdonársele a cualquier espectador que supusiera que todo esto significa la derrota definitiva de los Savastano: las cosas, sin embargo, casi nunca son tan sencillas: como bien sabía Kott, esa máquina implacable que algunos llaman Historia jamás se detiene y eso es mucho más cierto cuando se trata de la lucha por el poder entre criminales despiadados: si hay algo que los dramas históricos de Shakespeare han demostrado profusamente es que nadie, por más inteligente y brutal que sea, puede eliminar a todos sus enemigos. Además, llegar a la cima también significa que el Gran Mecanismo Ciego (la conjetura de Kott) vuelve a ponerse en movimiento[26] y la misma palabra Sistema anuncia los límites del poder camorrista: por muy astutos e inmisericordes que sean estos hombres,[27] todos son también, en última instancia, pequeñas piezas a merced de una corriente salvaje, engranajes de un mecanismo omnipotente, cíclico[28] e ineluctable que arrasa con todo: el mundo es lo que es y nada dura demasiado: un capo asesina a otro, extermina a toda su familia, a sus soldados más leales (los otros, tipos pragmáticos, ya se han pasado a su bando), y se siente seguro, invulnerable, el número uno, el “capo di tutti capi”, pero es sólo una ilusión y, en realidad, no es necesario leer a Shakespeare para entenderlo: cualquiera que haya visto Game of Thrones (que, debo reiterar, antes de hundirse desastrosamente en la última temporada fue una serie extraordinaria) sabe que siempre queda alguien que quiere destruirte: “what goes around comes around” (“lo que sube baja”)[29] y de ninguna manera puede atribuirse a Cersei Lanister –un personaje extraordinario que sostiene sin problemas la comparación con figuras históricas como Catalina de Médicis o Faustina, la cruel Emperatriz de Bizancio que fascinó a Swinburne– su caída final: ella ha demostrado una inteligencia superior a la de todos los hombres que la rodean y, en verdad, sólo experimenta la inevitable consecuencia del fracaso de su padre diecisiete años antes: ganó la guerra pero no consiguió exterminar a todos los Targaryen, y Daeneris, la última de la estirpe, regresó con sus tres dragones y varios ejércitos para aniquilar a los antiguos vencedores: ni toda la astucia de Cersei –y es evidente que le sobraba– podía oponerse al mayor de los dragones y, como Ned Stark aprendió a costa de su cabeza en la primera temporada: “In the game of thrones you win or you die”. Fue Cersei precisamente quien compartió con él esta pequeña perla de sabiduría pragmática: Ned –un hombre honrado… y estúpido– ignoró el consejo y sufrió las consecuencias, ahora, en la última temporada, le toca a ella, eso es todo. Y no olvidemos que muy pronto Daeneris, la conquistadora, será acuchillada por su amante y más leal aliado, aunque eso es, en rigor de verdad, un error del guion y no nos concierne aquí.

Pero regresemos a Secondigliano, lo que realmente nos importa: en el último momento del episodio postrero de esta temporada inicial ocurre algo totalmente inesperado que frustra la supuesta victoria de los nuevos jefes: Pietro, que tras languidecer un año en la prisión de máxima seguridad parecía haberse hundido irreversiblemente en la demencia –lo cual no era ni mucho menos improbable: numerosos “tipos duros” se habían quebrado tras seis meses de confinamiento solitario sin derecho a visitas– es trasladado por así llamadas “razones humanitarias” a un hospital para enfermos mentales y !sorpresa!, el tipo nunca llega: en plena carretera son interceptados por un puñado de sicarios aún leales al Boss[30] y Pietro es liberado. Curiosamente, la “demencia” se desvanece en cuanto le quitan las esposas. Como es natural, todo había sido un engaño muy sofisticado y es necesario reconocer que el hombre era cualquier cosa menos sonso: no sólo se las arregló para engañar a diversos sicólogos sino que la estrategia fue concebida muchos años antes: sus hombres de confianza sabían perfectamente que el Boss no estaba loco y sólo esperaban el instante adecuado para rescatarlo. Inmediatamente se dirigen a una “casa segura” y Pietro les da instrucciones precisas: por el momento deben ocultarse lejos de Nápoles (él mismo saldrá de Italia) y aguardar sus órdenes: ya llegará el momento de vengarse –¡y de qué manera!– pero es preciso tener paciencia y aguardar los errores que inevitablemente cometerán sus inexpertos enemigos: ante todo es necesario mantener la sangre fría y no precipitarse.[31]

Así todo está listo para la segunda temporada, en que se desplegará la Tercera Guerra de Secondigliano, un conflicto cuya brutalidad convierte a Martin Scorsese en un cineasta más o menos romántico y a los otros realizadores clásicos ya mencionados en tipos singularmente moderados: De Palma ni siquiera roza esta ferocidad y en cuanto a Coppola, bueno, El Padrino parece Bambi comparado con Gomorra.

Así las cosas, en el primer capítulo de la segunda temporada vemos cómo inmediatamente comienzan los problemas entre los miembros de la coalición vencedora: los antiguos capitanes de Pietro –con Ciro y Salvatore a la cabeza– no consiguen ponerse de acuerdo en muchas cuestiones fundamentales para el funcionamiento de la organización y, aunque eventualmente llegan a un arreglo, ya se detecta la debilidad que Pietro podrá explotar de manera magistral: se suponía que con la desaparición de los Savastano[32] cada uno tendría el control absoluto de su “plaza”,[33] no habría ya más jefes supremos y que Salvatore sería solamente un primus inter pares en reconocimiento a su condición de único proveedor del producto que necesitan a un precio razonable: Pietro era cada vez más codicioso y no les permitía “crecer”.[34] Pero, como siempre sucede, el tipo no ve las cosas de este modo: antes los necesitaba para derrotar a Pietro pero ahora… ¿por qué conformarte con una parte cuando puedes tenerlo todo? Inútil decir que el conflicto vuelve a ser inevitable y Ciro –el más astuto por un amplio margen en la así llamada Alianza de Secondigliano– es el primero en comprenderlo. Desde Alemania, Pietro espera, con sobrecogedora paciencia, el momento en que todos comiencen a pelearse por la hegemonía. Y eso sucede muy pronto: apenas un año después de expulsar a los Savastano, Salvatore decide que es hora de imponerse como nuevo jefe supremo y piensa que la mejor manera de lograrlo es eliminar a Ciro (“demasiado engreído, cree que puede mandar como yo”). Entonces le tiende lo que parece una trampa perfecta (lo invita a reunirse con él en una famosa iglesia de Nápoles durante la multitudinaria procesión del Corpus Christi: según él, Ciro jamás sospecharía que un hombre tan devoto como Salvatore pueda hacerle algo en un lugar como ese)[35] pero en el último instante, cuando todo indica que Di Marzio se convertirá en el cordero sacrificial, los sicarios cambian de idea y degüellan a Salvatore.

Por supuesto, en rigor de verdad, habían decidido mucho antes lo que iban a hacer y no es complicado dilucidar sus motivos: en el pasado Salvatore, en la plenitud de su arrogancia, se permitió humillar en público a uno de ellos. Quizás esto –aunque muy grave: en este mundo de salvajes no hay lugar para el olvido y la palabra perdón no figura en su vocabulario– no hubiese sido, por sí sólo, suficiente (después de todo Salvatore pagaba muy bien) pero Ciro, un veterano de dos guerras con una comprensión casi genial de las reglas que rigen su organización había intuido la venalidad esencial de los tipos: simplemente les ofreció más, mucho más que el malogrado Salvatore, en una reunión previa. Y resulta que a menudo, cuando agregas la codicia al deseo de venganza, suceden cosas desagradables De todas formas era una apuesta arriesgada y el genio de los guionistas consiste en mantener una tensión apenas soportable: hasta el final, ningún espectador puede saber lo que va a suceder realmente a diferencia de tantas aburridos y predecibles thrillers norteamericanos.

Ahora bien, este suceso, en el tercer capítulo de la temporada, acelera el retorno de Pietro, que se instala en un pequeño búnker (un apartamento perfectamente anodino –con escondite secreto incluido– en la periferia de Secondigliano) y aplica magistralmente el maquiavélico principio “divide y vencerás”: poco a poco siembra la desconfianza más extrema entre sus enemigos mediante complejas maniobras y, cuando la Alianza está a punto de derrumbarse, comienza a eliminarlos uno por uno (a veces personalmente). Ciro, por supuesto, intuye rápidamente que algo muy raro está pasando, pero cuando logra convencer a los escasos sobrevivientes de que Pietro está detrás de todo ya es demasiado tarde y todos mueren como moscas, con la notable excepción del habilidoso señor Di Marzio, que sobrevive a todas las trampas y asechanzas de su archienemigo. Aún para Pietro: como ahora todos los sicarios de la antigua Alianza están bajo el mando del único criminal que puede comparársele,[36] comprende que se le acaba el tiempo: en menos de quince días, Ciro será tan poderoso que nadie se atreverá a luchar contra él. “¡Tengo que cargármelo, tengo que cargármelo hoy mismo!”, exclama Pietro y aunque eso sería, ciertamente, una solución para todos sus problemas resulta casi imposible lograrlo: Di Marzio se aloja en una especie de Fortaleza defendida por al menos un centenar de hombres y atacarla sería un acto suicida.

Pietro sabe que hay muchas maneras de destruir a un hombre y toma una decisión inesperada: Malamore, el más implacable de sus sicarios, ataca con explosivos y fusiles de asalto la caravana donde viaja la hija de Ciro, que muere en el tiroteo. Esto significa efectivamente el fin de la Tercera Guerra de Secondigliano: Ciro, absolutamente devastado por el sufrimiento (se ha estrellado contra el muro que marca los límites de su aparente nihilismo: después de todo sí tenía sentimientos), ya no está interesado en poder o dinero alguno y sólo desea desaparecer para siempre: ante la indiferencia radical del Boss, los sicarios (meros ejecutores que no pueden concebir una estrategia militar o económica por su cuenta) agarran el dinero y huyen de Secondigliano.

El triunfo de Pietro parece total y esa noche sus hombres lanzan fuegos artificiales celebrando la victoria pero, súbitamente, se produce el más inesperado de los giros argumentales en una serie que los prodiga a manos llenas: al día siguiente, Gennaro Savastano, que se había mantenido alejado en Roma[37] tras salir del hospital, regresa a Secondigliano para, supuestamente, convertirse en el segundo al mando del clan: Pietro le ha ordenado que regrese y no tolera el menor atisbo de independencia: “tú eres mi hijo y harás lo que yo te diga”. Excepto que Gennaro es ahora un sociópata total y no lo ve de esa forma: ya ha traicionado a su suegro como quien aparta a un mosquito (“ese bastardo pensó que podía controlarme”) y cuando llega a Secondigliano, en lugar de llamar a su padre busca a ¡Ciro Di Marzio!: el tipo que ordenó la muerte de su madre y le disparó tres veces. Cuando Gennaro lo encuentra, el temible camorrista es un guiñapo humano, una mezcla de yonqui terminal (aunque nunca ha tocado “el producto”) y prisionero de Treblinka o Bergen-Belsen: el rostro, erosionado por el dolor, parece una máscara monstruosa; el cuerpo, absolutamente inmóvil, una marioneta inerte; los ojos contemplan el vacío y lo reflejan. Sin embargo, esboza una sonrisa cuando ve a Gennaro aproximarse con una 45 (¿a qué podría haber venido sino a matarlo?, y en su noche oscura del alma eso es precisamente lo que anhela). Pero Gennaro no parece tener prisa, ni albergar resentimiento alguno: en lugar de dispararle, le entrega la pistola: “Ahora, Ciro, sólo puedes hacer una cosa”.

Mientras el espectador, intrigado, se pregunta de qué va todo esto, la escena termina bruscamente: en el próximo plano, Pietro llega con Malamore y otros sicarios al cementerio de Secondigliano, donde había concertado una cita con su hijo el día antes para tener una “conversación seria” y decirle cómo será todo de ahora en adelante. Confiado en que sólo Gennaro conoce el lugar y la hora del encuentro, ordena a sus guardaespaldas permanecer afuera (segundo y fatal error de toda su carrera criminal) mientras él habla con su hijo. Penetra en el cementerio, coloca flores en la tumba de su mujer y al salir del panteón se encuentra con… Ciro Di Marzio. Ahora bien, Pietro es un hombre cruel, incluso aborrecible, pero no estúpido ni –mucho menos– cobarde: enseguida comprende lo que ha sucedido y la imposibilidad de escapar: sin miedo ni esperanza, mantiene su imperturbabilidad, su coraje sin fisuras ante la muerte: el Boss de Secondigliano, destruido por la perfidia de la única persona en la que confiaba, se limita a sonreír y pronuncia sus palabras finales, una frase lacónica y epigramática que, con los cambios de rigor, podría servir de epitafio a cualquier camorrista: “Eh, Ciro, ha llegado el final de la tarde”; Ciro: “Sí, Pietro, el final de la tarde”. A continuación levanta la pistola suministrada por Gennaro y le dispara en la frente. Así termina la segunda temporada.

Como pueden ver es precisamente una escena como esta lo que me hacía decir que El Padrino parece una película de Disney comparado con Gomorra: en la segunda parte de la saga, Michael Corleone ordena la muerte de su hermano por una traición imperdonable (que pudo haberle costado la vida a no sólo a él sino también a su familia)… ¡y más tarde siente remordimientos!;[38] en Gomorra, por el contrario, Gennaro Savastano provoca la muerte de su padre a manos de su peor enemigo por considerar que “interfería constantemente en sus negocios, exigía un tratamiento especial y no le permitía labrarse su propio camino”. Los camorristas de Secondigliano pertenecen sin duda, incluso en el despiadado mundo criminal, a una categoría aparte.

Sería inútil continuar analizando las temporadas restantes: son extraordinarias pero, esencialmente, repiten con ingeniosas variaciones la estructura que aquí he esbozado. Por tanto, creo haber demostrado que “la conjetura de Kott” (la desolada visión de una historia sin Telos, la lucha interminable y sangrienta por el poder que considera esencial en los dramas históricos de Shakespeare), resulta también fundamental aquí: todo es efímero, todos los caminos conducen, inexorablemente, al mismo final; todos, sin excepción (y eso “los hombres de honor” lo saben perfectamente) serán aniquilados o se pudrirán en un recinto de máxima seguridad. Lo asombroso es que no les importa: la pasión abrasadora por el poder no conoce límites y están dispuestos a arriesgarlo todo para ganarlo todo: estos seres soberbios y crueles –inaccesibles al miedo, la piedad o el remordimiento– no se detendrán ante nada y exterminarán como alimañas a cualquiera que ose interponerse en su camino a la cima: para ellos sólo cuenta conseguir “el mando” y suscribirían sin vacilar la elocuente y monstruosa máxima de un réprobo en la mejor novela norteamericana del siglo XX: “La Guerra es Dios”.


Notas:

[1] La famosa escuela para los miembros de la aristocracia británica

[2] “Los hombres y los dioses imperan siempre, en virtud de su inmutable naturaleza, sobre aquellos a quienes superan en poder” (Tucídides, Comentarios a la guerra del Peloponeso).

[3] La frase (que la legendaria ensayista utilizó para contraponer la centralidad del argumento en el cine norteamericano a cierta pretenciosa filmografía europea –Antonioni, por ejemplo–) puede aplicarse sin ambages a ciertos productos televisivos contemporáneos.

[4] Y aquí utilizo el término obra con total deliberación: al menos desde The sopranos, hay una docena de series que no son mero entretenimiento sino precisamente eso: obras de arte por derecho propio, tan intensas, profundas e inagotables como una película de Fellini, Bergman, Tarkovsky, Orson Welles o Sam Peckinpah. Si alguien piensa que eso es poco probable, le sugiero simplemente que vea las cinco temporadas de The Wire.

[5] El tipo era el mejor amigo del padre y tras la muerte de este se casó con la madre del antihéroe en torno al cual gira la trama: desagradable, pero algo muy común en los guiones de Hollywood y la televisión norteamericana.

[6] Se convirtió en el relato popular por excelencia, destruyendo la hegemonía de los folletines decimonónicos

[7] Y si alguien se animara a decir que “la conjetura de Kott” es sólo una más entre otras me vería obligado a replicarle que muy pocos se han atrevido a formular una teoría de la Historia tan radicalmente antihegeliana (Schopenhauer y Cioran, sin duda, pero los dedos de la mano derecha sobran para contar el resto): lo que Kott anuncia aquí es la llegada de lo que Nietzsche llamó “el invitado más extraño” –el nihilismo occidental–…, pero el extremado rigor de esta visión (sin telos, sin Dios, sin esperanza : una especie de retorcido calvinismo sin fe), hacen que incluso Nietzsche se convierta en una figura esencialmente cómica: no un superhombre “más allá del bien y el mal” (noción, por cierto, ostensiblemente ridícula), sino más bien…, un infeliz que a pesar de todas sus fanfarronadas todavía esperaba algo del mundo (en su filosofía, el eterno retorno cumple la misma función que la promesa de redención e inmortalidad en el cristianismo que tanto aborrecía); un pobre diablo que no se atrevió a mirar de frente las consecuencias últimas de lo que había escrito: sólo Philip Mailander, Cioran, Thomas Ligotti y Kott (además de su gran predecesor Schopenhauer) consiguieron hacerlo.

[8] Esto puede parecer raro (¿ los napolitanos usando palabras inglesas cuando en ocasiones ni siquiera dominan la lengua nacional y muchos diálogos en el dialecto de la región tienen subtítulos en italiano?), pero como explica Roberto Saviano en el magnífico libro que inspiró la serie, la obsesión de estos tipos con la cultura popular norteamericana (especialmente el cine de gángsteres, como era de esperar) es tal que –si bien no podrían pedir un café en Brooklyn– han incorporado varias palabras de la jerga norteamericana a su rudimentario léxico.

[9] Supongo que estas prácticas podrían definirse como “la economía del Poder”: recordemos aquí la primera acepción de este vocablo en el Diccionario de la RAE: “Administración eficaz y razonable de los bienes”. Si sustituimos bienes por “fuerzas” o “estrategias” se vuelve claro el sentido que aquí confiero a este concepto.

[10] Casi por completo: no quiero adelantar nada pero la clave del fracaso final de ambos, a pesar de sus muchas victorias, radica en el adverbio que encabeza esta frase.

[11] Incluso Pablo Escobar –probablemente el mafioso más despiadado de la historia– quería a su padre, su mujer y sus hijos, por no hablar de la madre, a la que sencillamente adoraba (al menos según la serie Narcos).

[12] Roberto Saviano, el escritor del libro que inspiró Gomorra, insiste en que los auténticos criminales siempre se refieren a sí mismos como “tipos que pertenecen al Sistema”. Al parecer, Camorra resulta ya una palabra anticuada. Y en efecto, la única vez que la escuchamos en las tres primeras temporadas es en el discurso de un capo setentón que afirma ser uno de los “fundadores” de la organización hacia finales de los años cuarenta del siglo XX.

[13] Ciertamente, todo esto puede aplicarse a los otros clanes que aparecen en la tercera temporada, pero no puede negarse que Secondigliano es su versión más extrema.

[14] Como demuestra Roberto Saviano en Gomorra, el negocio más lucrativo de la Camorra está inextricablemente ligado a su control casi absoluto del puerto de Nápoles –el segundo más grande de Europa– que los clanes de Secondigliano, Forcella, Sanitá y muchos otros, “comparten”, pero el término es excesivo, en realidad se trata de una situación de “suma-cero” o destrucción mutua asegurada: saben que ningún grupo lograría prevalecer en una guerra total de todos contra todos y por eso se toleran, por lo menos hasta la tercera temporada, en la que Gennaro Savastano intentará destruir el supuestamente inquebrantable paradigma con una estrategia de tierra arrasada que habría hecho sonreír a Gengis Kan.

[15] El desagradable término utilizado por los generales alemanes en la Primera Guerra Mundial para referirse a sus tropas.

[16] Los otros dos son una cita más o menos pomposa de Hanna Arendt y otra, mucho más pertinente, de Al Pacino en Scarface: “El mundo es tuyo”. Pues sí, precisamente eso piensan muchos hombres de Secondigliano.

[17] Claro, muchos considerarían bastante curioso este afecto que incluye enviar a tu primogénito al infierno de las pandillas hondureñas pero, naturalmente, nosotros nunca podremos comprender del todo a estos personajes: y tenemos mucha suerte de que así sea, según creo. De todas formas, hay que intentarlo, al menos en el plano teórico: “fracasa otra vez, fracasa mejor”.

[18] Y claro que lo hay: el maquiavélico Ciro Di Marzio articula un peligroso juego a tres bandas manipulando a Salvatore, Pietro y la división de lucha contra el crimen organizado: si sale mal le cortarán la cabeza, pero si triunfa: “the winner takes all”, como dice algún personaje en un film noir norteamericano.

[19] Hay que reconocer la inteligencia del hombre: ¡veinte años como jefe supremo de Secondigliano y sólo dos errores!: evidentemente los sonsos no nacieron para este oficio.

[20] Aunque mucho me temo que los leones africanos no son gran cosa comparados con los killers de la Camorra.

[21] O al menos su representación en la famosa película de Clint Eastwood.

[22] De hecho, todas las mujeres que intentan mandar, sin excepciones, terminan muy mal, aunque, por otra parte, también todos los hombres. La única diferencia es que casi siempre consiguen permanecer en la cima mucho más tiempo.

[23] Había tomado la precaución de reunirse con su enemigo en “terreno neutral” –esto es, fuera de Secondigliano– pero, desafortunadamente para ella, en la guerra total que se ha desatado no existe ningún lugar seguro, en particular cuando tu enemigo es un sociópata como el señor Di Marzio: Pietro jamás habría cometido un error semejante.

[24] Irma le había dejado una grabación alertándolo sobre la perfidia de Ciro.

[25] No tiene, al menos por el momento, ni la inteligencia ni la voluntad inexorable de su progenitor.

[26] Aunque, en realidad, nunca se ha detenido.

[27] Y por supuesto, lo son: de hecho la crueldad, el sadismo y la despiadada dureza que alguna vez predicó aquel general nazi aborrecido por su padre –respetado profesor de griego clásico en un liceo germano que no podía soportar la idea de haber traído al mundo aquel engendro– son algo que se da por sentado en todos los miembros de la organización: sería imposible que alguien, por muy pobre que fuera, se convirtiese en un auténtico camorrista si no tiene un talento innato para la violencia y una absoluta carencia de escrúpulos morales. !Ah!, pero no basta con ser despiadado allí donde todos lo son: en una gran novela francesa un experimentado dictador africano explicaba de esta forma las razones de su éxito durante los treinta años que tuvo “el mando” en su convulso y ultraviolento país (antes de él muchos lo habían intentado pero sólo conservaban el poder algunos meses): “no se trata de exterminar indiscriminadamente: si quieres ser el jefe supremo es preciso saber exactamente a quién eliminar, cuándo hacerlo, cómo hacerlo”. Algo muy parecido sostenía Michael Corleone en la segunda parte de El Padrino: Tom Hagen: “Ya ganaste, ¿es que quieres acabar con todos?”; Michael Corleone: “No tengo que acabar con todos Tom, sólo con mis enemigos”. Y a las terribles máximas de estos despiadados pragmáticos del poder la serie agrega y enfatiza que la mera violencia no es suficiente: también deben saber en quién depositar su confianza –enigma supremo en un mundo en el que, literalmente, no puedes confiar ni en tu madre–, a quién sobornar, cuándo ser leal, cuándo traicionar, cuándo mostrar misericordia –en el raro caso de que los beneficie, como es natural– y, en definitiva, intentar responder la pregunta esencial para todo mafioso, especialmente para los capos: cómo mantenerte vivo y libre por el mayor tiempo posible hasta que, inevitablemente –y todos lo saben–, “seas un poco lento o llegues un poco tarde” (Avon Barksdale, The Wire) y el destino, en la forma de un AR-15, una 45 o una Mac-10 (el arma favorita de la gente de Secondigliano) te reviente la cabeza.

[28] Mas no en el sentido de Nietzsche: las estructuras permanecen incólumes pero los actores sí cambian y los hechos experimentan infinitas variaciones: el eterno retorno de lo mismo es una idea singularmente insensata.

[29] Traducción inexacta pero que transmite con claridad el sentido de la frase.

[30] Pero que nadie piense en nociones como lealtad y honor al estilo de la saga de El Padrino: lo que sucede aquí nada tiene que ver con sentimentalismos de ninguna clase sino con el cálculo frío y el mero sentido común: esos hombres tienen –por diversos motivos que no voy a explicar aquí, les recomiendo enérgicamente que vean la serie si desean más detalles– diferencias irreconciliables con Ciro y Salvatore: sencillamente han quemado los puentes y no existe la menor posibilidad de trabajar para ellos. Además, sospechan –no sin fundamento– que un poder tan antiguo como el de su clan no puede ser destruido tan fácilmente (los Savastano tienen “filiales” en Europa del Este, Alemania, Francia y Estados Unidos) y sobre todo que Pietro, con o sin hijo, librará una guerra de exterminio contra todos sus enemigos y, en última instancia, prevalecerá: se limitan, entonces, a apostarlo todo por un hombre que podría ganar porque no tienen otra opción.

[31] Como solía decir el déspota ruso que veneraba a Beethoven: fuego en el corazón, hielo en la cabeza.

[32] Y ahora resulta que no sólo Pietro sino también Gennaro ha sobrevivido: uno de los raros momentos de inverosimilitud en la saga, pero supongo que los guionistas no podían prescindir del personaje.

[33] Así le llaman al territorio donde trafican y conducen sus diversos negocios ilegales.

[34] Otro término muy utilizado por los camorristas: significa aumentar el poder que ya se tiene.

[35] Claro que el Papa Inocencio III (1160-1216) era incluso más devoto y eso no le impidió ordenar la masacre de los cátaros.

[36] Y que ha ofrecido una enorme recompensa por eliminarlo a cualquiera que lo consiga, camorrista o no: el tipo no está interesado en sutilezas y comienza también a reclutar un numeroso ejército de jóvenes hambrientos de dinero y fama: en esencia cualquiera que tenga quince años o más y pueda disparar.

[37] Donde se ha casado con la hija de un Boss local y, aprovechando su “conexión hondureña”, trafica toneladas de narcóticos por el puerto de Ostia: ya tiene su propio negocio y no quiere saber nada de Nápoles o su padre.

[38] Aunque es cierto que eso sólo sucede en la tercera parte de la saga, cuando un envejecido y enfermo Michael le cuenta sus pecados a un Cardenal de la Curia Romana: una de las escenas más inverosímiles de esta mediocre película.

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