‘Autorretrato escondido en mi miedo’ (detalle), Alberto García-Alix, 2009
‘Autorretrato escondido en mi miedo’ (detalle), Alberto García-Alix, 2009

Durante casi medio siglo los biógrafos de Proust han manifestado una obsesión notoria por explicar la obra del escritor francés a partir de su vida. De la faraónica biografía de George Painter en 1965 a la no menos voluminosa de William Carter en el 2013, lo único que cambia en estas curiosas investigaciones es el estilo y la manera más o menos sutil de enmascarar el verdadero propósito de estos académicos que escrutan como maníacos todo lo relacionado con el hombre enfermizo y genial que creó En busca del tiempo perdido: la búsqueda de un vínculo necesario y definitivo entre el frívolo esnob que malgastó la mayor parte de su vida en fiestas aristocráticas conversando con imbéciles pomposos y el artista omnipotente, el autor de una obra que continúa seduciéndonos y exasperándonos.

Painter despliega una retórica majestuosa y se dedica desde el mismo comienzo de su estudio a establecer conexiones entre los contemporáneos de Proust y los personajes de la novela (que insista en que nunca existe una relación directa, que afirme que Proust utilizaba varios modelos entre sus amigos y conocidos para crear un personaje, son subterfugios que sólo pueden engañar al más ingenuo de los lectores).

En cuanto a Carter, toma distancia de Painter (acusándolo de inventarse hechos que nunca sucedieron)[1] y, con un estilo funcional (académico), intenta convencernos de su seriedad y el carácter definitivo de su biografía que, según él, se basa en el más riguroso trabajo con fuentes irreprochables que merecen toda nuestra confianza (cartas de Proust y testimonios recogidos mucho después de la muerte de este, nada menos). En realidad ambos biógrafos incurren, fatalmente, en un error fundamental: creer que los hechos exteriores de la vida de un escritor (la insípida existencia empírica de un esnob radical como Proust en este caso) pueden explicar el surgimiento de libros tan complejos y rigurosos. Sin embargo, incluso tras un siglo de “teoría dura” (de los formalistas rusos a la deconstrucción) las interpretaciones de la literatura con énfasis en lo biográfico proliferan y estamos tan lejos como es posible estarlo del anhelo de Faulkner: “que mi epitafio sea: escribió los libros y murió”.

En realidad, el elemento biográfico no es de mayor importancia para la intelección de la obra de Proust o de la literatura en sentido general. Evidentemente el estímulo, el impulso para la escritura suele hallarse en los así llamados “avatares biográficos”, pero estos no son en ningún caso determinantes en la creación de una obra: en efecto, los libros no son dobles paginados de la realidad y los problemas que se plantean a un escritor son sobre todo de orden formal: el estilo, la estructura, la voz narrativa, la genealogía en la que desea insertarse. Además, lo autobiográfico (o al menos cierta concepción ingenua de lo autobiográfico) se ha convertido en un cliché narcisista que sólo prodiga páginas inficionadas por la vanidad y un kitsch radical. Como solía decir Juan José Saer: “todos quieren ser escritores y todos tienen sentimientos y una historia que contar: asistimos así a un desfile de novelas (es preciso llamarlas de alguna forma) redactadas por modelos, futbolistas, cantantes y otros personajes de dudosa relación con el arte verbal”. Evidentemente la auténtica literatura se separa tajantemente de tales ingenuidades y, sin desdeñar totalmente lo autobiográfico, lo considera como una posibilidad más, como un material que debe atravesar considerables transformaciones para entrar en la serie literaria. Porque la literatura es precisamente esto: un arduo (y autoconsciente) proceso de selección, condensación, síntesis, una lucha constante con el lenguaje, con la resistencia del lenguaje y no hay lugar en este combate para la expresión no estilizada de experiencias personales: como escribe Flaubert “el Arte no está en la Naturaleza”. Por lo demás, seamos coherentes: ¿existe algo más aburrido que la vida de un escritor? o, si queremos ir más allá, ¿existe algo más aburrido y perfectamente trivial que la historia de una vida, de casi cualquier vida? Claro, hay escritores notables (Flaubert, Chéjov, Raymond Carver) que han apostado por una “poética de lo trivial”, pero ese es otro asunto.

La experiencia vital, a diferencia de la literatura, no tiene la obligación de ser brillante, sublime o entretenida. Por eso resultan casi risibles las dicotomías que conminan a elegir entre la vida y la obra: en realidad la literatura es la mayoría de las veces una experiencia mucho más intensa, “un experimento con la pasión”, como ha dicho Ricardo Piglia. Sin embargo, comprendo que algunos podrían asombrarse y señalar varios ejemplos de obras muy respetables en que lo testimonial y el sustrato autobiográfico son decisivos: digamos, la Trilogía de Auschwitz, de Primo Levi (para escoger un autor en las antípodas de la poética proustiana). Pero sólo tendrían razón a medias: por atroces que hayan sido las experiencias de Levi en el campo de exterminio nazi, al penetrar en el espacio de la escritura lo determinante es su dominio del lenguaje, en definitiva, no tanto sus sufrimientos personales como su habilidad para encontrar una forma adecuada que le permita transmitir lo que parece inexpresable. Y cuando se busca una forma necesariamente se establece un diálogo con la tradición literaria, en este caso con un género entre otros: el relato autobiográfico. En efecto, de lo que se trata para Primo Levi es de efectuar un desvío creativo dentro de las convenciones de un género, de desautomatizar ciertos códigos que ya no le alcanzan para narrar el horror total de los campos de exterminio: entonces acude a un lenguaje despojado, preciso, casi científico, que le permite tomar distancia de lo sucedido y narrar con aparente objetividad. La eficacia de sus páginas es notable y su influencia sobre los que después de él han escrito sobre el holocausto es insoslayable. Pero se trata sobre todo de encontrar una nueva forma: el sufrimiento no es suficiente.

En realidad, nos cuesta reconocer que incluso la autobiografía en estado puro (si es que algo así existe) debe utilizar necesariamente los procedimientos y estructuras que solemos considerar como el patrimonio exclusivo de la ficción. Piglia lo ha dicho inmejorablemente: “Obligado a traducir su vida en lenguaje, a elegir las palabras, ya no se trata de la experiencia vivida, sino de la comunicación de esa experiencia, y la lógica que estructura los hechos no es la de la sinceridad sino la del lenguaje.” Esto es mucho más cierto en relación con las novelas, en las que no hay jamás una transposición idéntica de la experiencia: lo verdaderamente importante es cómo se dialoga con la tradición, cómo la obra se inserta en una genealogía. Así, en el caso de Proust, importan poco esos “avatares biográficos” que sus biógrafos registran con exactitud y pedantería: lo importante en el estudio de cualquier relato es cómo utiliza los códigos de una compleja tipología narrativa y los vuelve actuales, cómo una obra busca, en “el agón que es la ley de hierro de la literatura”, su lugar en el Canon. Sí, es rigurosamente cierto que Primo Levi sufrió atrozmente, pero en última instancia eso pertenece a la Historia, no a la Literatura. El sufrimiento no convierte necesariamente a nadie en un gran escritor, ni siquiera en uno mediocre: son otras las cuestiones en juego aquí.

Por otra parte, para regresar finalmente a Proust, si este hubiese querido “contarnos su vida”, habría escrito una autobiografía, pero eligió escribir una novela, crear una poderosa mitología: evidentemente era un escritor, es decir, en palabras de Roland Barthes, “alguien para quien el lenguaje deviene problema”. En esta tesitura resultan contundentes las consideraciones del escritor argentino Alan Pauls: “en cierto sentido no hay nada personal en escribir. O en todo caso cuando uno escribe, lo personal se convierte en algo impersonal, en algo común, algo compatible. Me parece que cuando uno es joven y comienza a escribir existe cierta idea, cierta superstición de que escribir es expresarse. Pero me parece que esa es una superstición romántica, anacrónica. Creo que uno se da cuenta rápidamente de que escribir es otra cosa, es más bien colocarse en un plano impersonal, en el que probablemente la experiencia personal puede ser una materia prima como cualquier otra.” En este sentido, Proust quizá se ha inspirado en ciertas experiencias personales, pero en última instancia nunca podremos saber si este o aquel episodio de su novela corresponde a “lo que verdaderamente ocurrió”. Y en verdad, esto carece de importancia: lo importante es cómo Proust ha transformado la masa amorfa y trivial que llamamos realidad en un mito fulgurante: la literatura es precisamente eso.

Me gustaría terminar con una frase de Roland Barthes que resume admirablemente todo lo que he intentado dilucidar sobre el rigor formal, el sustrato autobiográfico y su relación con lo literario: “Sólo la forma permite escapar a la irrisión de los sentimientos, porque ella es la técnica misma que tiene por fin comprender y dominar el teatro del lenguaje.”

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Notas:

[1] Carter acusa a Painter de inventarse, por ejemplo, que Henry James leyera y elogiara Por el camino de Swann en 1913. Aparentemente la carta en la que James comunicaba a Edith Wharton sus impresiones sobre la novela se ha perdido, pero Painter la cita como si la hubiese visto.

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