la amante de wittgenstein
'Autorretrato' (detalle), Jeanne Hébuterne, 1917

I

arañar la superficie

Estoy obsesionada con La amante de Wittgenstein (Editorial Sexto Piso, 2022). Soy yo quien toma distintas carreteras hasta su casa en la playa, contemplo el fuego y en una ocasión decidí atravesar el bosque.

En la reproductora del auto se escuchan las Cuatro últimas canciones. Imagino que todos los hombres tienen la edad de Richard Strauss al componerla.

Vuelvo sobre las marcas en las páginas, me divierto, ahora subrayo infinitas veces como si otra leyera, y sueño con Katherine Hepburn, Emily Brontë, Safo, Helena de Troya, Maria Callas, Penélope, Artemisia Gentileschi, con la amante de Modigliani que se suicidó tirándose del balcón embarazada y de quien ahora no recuerdo su nombre, aunque lo leí muchas veces en voz alta porque supuse que lo olvidaría. Tanto lo repetí que quise escribir sobre su vida, por eso busqué sus pinturas en Google, y odié encontrar casi ninguna, excepto por aquella habitación o el retrato de una dama.

La razón por la que me obsesiona esta novela de David Markson, quien ya me había arrastrado por la risa y la sorpresa con Esto no es una novela, no se debe a la tensión entre el estilo descocado y una agudeza de sentido consciente. No creo que sea el efecto de la jocosa curiosidad o la erudición o la belleza o la soledad que se manifiestan como un alud de creencias “superfluas”. Los libros que son museos jamás osificados reviven el temperamento febril de estudiar teatro y conmueven desde ese estado primigenio.

Un libro que me devuelve la perplejidad de leer la Orestíada es tan preciado como la gaviota que viene cada día a visitarme. Sorpresa de visita que anuncia constantemente cómo: “cuando una recuerda algo que una no recordaba que recordaba, una quizá no haya hecho más que arañar la superficie en relación con las cosas que una no recuerda que recuerda”.[1]

Una sensación infinitesimal que retiene la complejidad del tiempo y de ese constante “arañar la superficie” como vocación. La novela trata de hacer memoria por mí desde algún otro siglo, de hacer memoria por nosotros que somos incapaces de recordar.

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Entiendo que a través de esas líneas alucino una y otra vez, gozo ante un conocimiento tan frágil como alardoso. Esa narrativa de lo desmañado edifica, bajo sus propias reglas poéticas, el erotismo que esconden las remanencias. “No es que las perplejidades intrascendentes no puedan, de vez en cuando, llegar a ser también el estado de ánimo fundamental de la existencia, por supuesto”.[2]

Estoy segura de que Esquilo declaró: “Vivo de las migajas de Homero”, y esa afirmación siempre me causó pena. Más acá, Severo Sarduy, una vez en la Televisión Española, afirmó que se consideraba una nota al pie de José Lezama Lima, esto me pareció un piropo.

Escribo, mientras me imagino leyendo La amante de Wittgenstein en San Petersburgo o a través del ancho Mississippi, tal vez en la National Portrait Gallery de Londres, ahora no puedo imaginar leerla en los Uffizi. No cuesta suponer que ya había leído esta novela cuando estuve ante el cuadro Noche estrellada sobre el Ródano, de Van Gogh.

Kate, la protagonista, sabe que las páginas deben ser conservadas en las llamas.

Kate, la pintora, confiesa que ha estado hablando de una persona y pensando en otra, que ha estado pensando en una música y nombrando a otra, que las páginas deben ser leídas por las dos caras antes de ser lanzadas a la hoguera.

No estoy muy segura de que haya confesado esto último, pero de lo que sí estoy segura, es de que en el sótano tiene once cajas de libros con olor a humedad y de que ha experimentado con el fuego, con armas, con una lámpara de queroseno.

“¿No debería dejar de preocuparme por corregir todas estas bobadas y limitarme a dejar que mi lenguaje saliera de la forma en que insiste en salir?”,[3] es una pregunta que se hace Kate para la literatura.

Cubierta de ‘La amante de Wittgenstein’, de David Markson, Sexto Piso, 2022
Cubierta de ‘La amante de Wittgenstein’, de David Markson, Sexto Piso, 2022

II

agujeros de bala en una de las claraboyas del museo

Cuando empecé a tomar notas para un monólogo-site specific, ideé un personaje que interpretaría la actriz cubana Broselianda Hernández, a partir de La amante de Wittgenstein.

Tampoco es que encuentre muchas salidas más allá de ensayar otros teatros en mi cabeza. Juro por mi vida, que hace mucho tiempo me aniquila pensar únicamente en la “realidad”. No podría pensar en otra actriz. A veces, leyendo en voz alta, sentía su temperamento, esa manera enloquecida de decir, su sensualidad desproporcionada y su cultura.

Tampoco es que Broselianda encajara con Helena de Troya, pero sí que podría ser una Clitemnestra o una Kate.

La tarde en la que este proyecto comenzó a tomar forma en mi cabeza, me enojé porque había arruinado algunas páginas del libro por arrastrarlo a mi sueño.

La compulsión de llevarse libros a la cama.

La compulsión de querer convertirlo todo en performance.

Broselianda Hernández
Broselianda Hernández

También es cierto que cuando empecé a concebir este teatro me angustió demasiado pensar en una mujer que colocó en cajas todos mis libros, su gesto, de irremediable amor y cuidado, fue un acto totalmente inmerecido, y aún así, hecho y entregado en la puerta de mi casa. Quizás, pienso en la elegancia de esos tributos mínimos como pulsión, una pulsión inexplicable que siempre será tan misteriosa como la idea de una guerra, de un regreso al origen, de amarrarse al mástil de un barco y amar.

La novela dota de unas carnes y una sangre y unas suposiciones femeninas las notas al pie de de la cultura occidental: esas que sirven para medir a los filósofos, a los artistas, a los museos y a las bibliotecas, esas que otorgan sentido a enciclopedias y cronologías, esas que hacen del absurdo una escapatoria situada en lo autorreferencial.

Markson es un genio en eso de las autorreferencias.

Al principio creía que palidecía lo que llamamos monumental, magnánimo y extraordinario tras la emoción de una simple postal, un amante o una palabra en alemán; pero el efecto en realidad es sumamente elogioso. De algún modo todos compartimos la agitación de los mitos a destiempo al menstruar, sudar y heredar. Descendemos de venganzas y devociones antiquísimas, terminamos siendo nuestra propia migaja, la cuestión es cuánto estamos dispuestos a arañar esos antecedentes, la cuestión sería cómo narrar esos lapsus.

Aunque parece demasiado evasivo esto del teatro en mi cabeza, hay algunas islas en las que aún imagino otras realidades, pasados y futuros. La isla donde terminaron Medea y Aquiles fue sacada de los libros en las cajas, era una isla húmeda y plegable, que recorrería de punta a cabo como la isla de Cuba.

Este montaje de La amante de Wittgenstein es una maniobra, entre muchas otras, para sacar un pedazo de tierra de una caja.

Cuántas veces el teatro ha servido para pulverizar cualquier noción de verosimilitud o verdad o cualquier dictamen institucional. Ahí está Samuel Beckett para respondernos.

Para este teatro, por supuesto que no necesitamos ningún permiso, ningún fondo, ningún marco curatorial.

El monólogo debería transitar, como un fantasma, por todos los museos del mundo, y evocar la pobreza, la limosna y la insolvencia de los artistas, que Van Gogh solo vendiera un cuadro mientras vivía es más elocuente que ensayar inagotablemente una serie de movimientos. Que los museos se enriquecieron de la esclavitud y son altares colonialistas, no es menos importante que la ansiedad que transmiten una silla, unas botas, unos calcetines enterrados en el fango.

Esta obra transitoria sería un ataque a la museografía que cree en la perpetuidad, tal vez un pestañear insignificante que junta todos los robos, todas las violaciones, todos los desastres y subastas como la desobediencia de “arañar la superficie”. Un gesto único para todos los museos del mundo, una pequeña hoguera para todos los marcos, una firma con pintalabios en los baños de mujeres, un estruendo que “insiste en salir”.

Toda la presencia de Broselianda debe transmitir una “melancolía en la cara de Helena que sugiere que ha estado pensando en unas cuantas cosas”.[4]

Toda su participación consistiría en saber que: “había hecho unos agujeros de bala en una de las claraboyas del museo para que saliera el humo de mi chimenea”.[5]

Si tengo un deseo, un único deseo para la obra, sería conseguir las botas que Martin Heidegger usó en sus paseos por el bosque y que pertenecieron a Van Gogh. Se escucharía muy bien esta novela si fuera leída con esas botas.

Y la actriz se movería en un círculo de arena perfecto, alrededor del círculo, hogueras. Giotto, el escenógrafo.

La obra durará 20 años…

El tiempo en el que Penélope permaneció tejiendo, si es que escogemos creer que el teatro puede darse ese lujo en esta época agitada y convulsa, si es que escogemos creer que Penélope permaneció tejiendo esos 20 años.

¿Alcanzan 20 años para escribir un tratado sobre el arte, o sobre el tránsito entre misceláneas y huellas artísticas en nuestra biografía?

¿Alcanzan 20 años para quedarnos completamente solos?

¿Alcanzan 20 años para obsesionarse con una novela y un teatro en la cabeza?

No sé por qué, también creo que Broselianda sería una tremenda Penélope.

III

una gata que jamás pudo cazar una gaviota

Yo también tuve un gato al que llamaba Gato. Era una gata, pero le llamábamos Gato. Es una pena que no haya sido color siena, ni color marrón rojizo, era tan solo una gata que jamás pudo cazar una gaviota.

Yo nunca he podido recordar con exactitud una cita.

Y ahora sé el nombre de la amante de Modigliani, Jeanne Hébuterne. Debería corregir y no revelar este descuido tan mío, se trata de un nombre demasiado hermoso para una muerte tan trágica. La tragedia de la muerte de Hécuba, quien tiene el rostro de Katherine Hepburn, me hizo dibujar el rostro de Broselianda Hernández en cada frase de La amante de Wittgenstein.

Hace tiempo que no hay nadie allá afuera.

Yo no sé quién dejó esta casa abandonada.

Estoy obsesionada con este acto de lectura prolongada.

Al final de la novela, volví al principio.

Volví a la playa y arañé la arena.


 Notas:

[1] David Markson: La amante de Wittgenstein, Editorial Sexto Piso, Ciudad de México; Madrid, España, 2022, p. 171.

[2] Ibídem, p. 189.

[3] Ibídem, p. 158.

[4] Ibídem, p. 169.

[5] Ibídem, p. 203.

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MARTHA LUISA HERNÁNDEZ CADENAS
Martha Luisa Hernández Cadenas, Martica Minipunto (Guantánamo, Cuba, 1991). Teatróloga, poeta y performer. Coordinadora del Laboratorio Escénico de Experimentación Social (LEES). Entre su obra reciente se encuentran los performances Nueve (2017) y Extintos, aquí no vuelan mariposas (2018); las intervenciones La última ópera china (2018) y Las fundadoras (2019). Fundadora de la editorial independiente ediciones sinsentido. Ha publicado el poemario Días de hormigas (Premio David de Poesía 2017, Ediciones Unión, 2018). Ganadora del Premio de ensayo La Selva Oscura por su investigación Notas de un simulador. La crítica teatral de Calvert Casey (1960-1965) y del Premio de Teatrología Rine Leal por su libro ESTA OBRA HABLA DE TI Y DE MI. Ensayos para (des)a(r)mar la experimentación escénica en Cuba (2012-2018).

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