Jean Dubuffet - Fumeur au mur, 1945

“Al encontrar en casa de los Grodzicki al joven pintor Eichler, declaré: ¡no creo en la pintura! (a los músicos les digo: ¡no creo en la música!). Más tarde me enteré por Zygmunt Grocholski que Eichler le había preguntado si yo decía semejantes paradojas en broma. No se imaginan cuánta verdad hay en esta broma…, una verdad posiblemente más verdadera que las verdades con las que se nutre su «apego» servil al arte.” (Gombrowicz, Diarios)

Este pasaje sitúa al lector en el centro mismo de los gestos más iconoclastas del escritor polaco: su jamás disimulado desdén por las artes plásticas, su rechazo de la veneración casi automática que suscitan las obras de arte (de los cuadros de Tiziano a las sinfonías de Beethoven) y, por encima de todo, su retórica extrema y paradojal, su estilo de anarquista con un barniz de metafísica que lo convierte en uno de los mayores provocadores de la literatura contemporánea.

Como es natural, su obstinada y brillante heterodoxia se había manifestado mucho antes de la publicación de los Diarios –por ejemplo, en su conocido, influyente y polémico texto “Contra los poetas” (1947)– y ciertamente persistió mucho después de convertirse en un favorito de los intelectuales europeos, como lo demuestra el escandaloso panfleto contra Dante, escrito a mediados de los sesenta. En cierto sentido podría decirse que Gombrowicz construyó para sí mismo el papel de un outsider permanente en la gran tradición de la literatura europea del siglo XX: discutiendo siempre los temas más importantes, pero desde una posición excéntrica, ambigua, que no rechaza completamente el “canon occidental” pero se complace en cuestionar su pertinencia. Esto es evidente en sus obras más famosas –de Memorias de la inmadurez (1933) a Cosmos (1967)–, pero también se despliega en textos menos conocidos, como su interesante correspondencia con el artista y teórico francés Jean Dubuffet, publicada recientemente en español por la editorial Anagrama.

Se trata de un diálogo fascinante entre dos grandes estetas que intentan no serlo, dos tipos supremamente dotados en sus respectivas disciplinas (la literatura para Gombrowicz, la pintura para Dubuffet) que intentan sacudirse el peso de la tradición y convertir el célebre imperativo categórico de Rimbaud (“hay que ser absolutamente moderno”) en algo más que una frasecita ingeniosa. Hay entonces una afinidad esencial entre sus poéticas (las posiciones anticulturales, el espíritu subversivo) que Gombrowicz reconoce desde el inicio mismo de la correspondencia… o al menos eso parece. Porque, como era de esperar, el anarquista polaco, a pesar de tener mucho en común con el teórico del así llamado “Art Brut”, no puede resistir la tentación de llevar la contraria y pronto comienza a cuestionar la supuesta autenticidad y el autoproclamado nihilismo de Dubuffet: aunque ambos rechazan cualquier forma de culto no examinado a las obras de arte, el francés parece haber convertido su pensamiento en otra teoría totalizadora, nada menos que una nueva ortodoxia disfrazada de gesto provocador. El problema, como Gombrowicz señala con su acostumbrada agudeza, es que se toma demasiado en serio a sí mismo.

Comienza así un espléndido debate entre dos maestros de la provocación: Gombrowicz no niega el talento de Dubuffet para esbozar teorías radicales, pero se complace en reprocharle su excesivo racionalismo, lo que burlonamente llama “su pequeño drama cartesiano”, insinuando la futilidad de sus esfuerzos por rechazar la tradición artística y filosófica europea: por mucho que intente jugar al “artista primigenio”, al tipo despojado de todo condicionamiento, seguirá siendo un refinado intelectual parisino: “Pero creo también que usted habla mucho de arte, lo cual es muy francés, y eso está en contradicción con su manera de ser y se nota incluso que le molesta. No tendría que hablarse de esto jamás.” Después de una andanada como esta muchos habrían dado por terminada la correspondencia, pero Dubuffet, lejos de ofenderse, reconoce la pasmosa exactitud del pronunciamiento de Gombrowicz: “Es muy agudo lo que escribe a propósito del pequeño drama cartesiano que se desarrolla en cada una de mis frases, ya que en realidad ese es mi tormento, el gran deseo de no condicionarme que tanto me cuesta y debido al cual siempre debo estar en lucha conmigo mismo.”

Claro, el francés no siempre acepta con tanta ecuanimidad las críticas de su corresponsal polaco: a menudo su réplica es devastadora, demostrando que, además de pintor, es un teórico sumamente sofisticado, como en el extraordinario pasaje en el que, superando las objeciones de Gombrowicz sobre la inevitabilidad de las convenciones culturales que hacen posible la pintura, le da un giro inesperado a la discusión y ataca los fundamentos mismos de la lógica y el lenguaje: evidentemente, Gombrowicz había encontrado un adversario a su altura.

En cualquier caso, más allá de las inevitables diferencias, los dos iconoclastas coinciden en algunos puntos esenciales: su rechazo (matizado, pero pertinaz) de lo que consideran el peso anquilosante de la tradición y del exceso de racionalismo; la afirmación del carácter ilusorio de cualquier supuesto fundamento último de lo real (escepticismo epistemológico que se traduce en una profunda desconfianza por todos los sistemas de signos, sin excluir, como es natural, la escritura misma); en fin, la creación incesante de ilusiones que es el arte como una actividad de la mayor importancia: la última actividad metafísica genuina en un mundo que se ha vaciado de sentido.[1] A partir de esta afinidad básica desarrollan un diálogo de gran agudeza que convierte su correspondencia en un documento insoslayable para la comprensión de muchas cuestiones fundamentales en las teorías estéticas contemporáneas.


Notas:

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[1] En esto ambos siguen de cerca las teorías de Nietzsche, aunque en ocasiones Gombrowicz diga preferir a Schopenhauer.

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