‘P4CD’, Serie ‘Xadrez’, Leon Ferrari, 1988

En una conferencia de 1969, Ángel Rosenblat señalaba: “Prescindiendo de ciertas corrientes que se suelen llamar barrocas o preciosistas […], parece que la constante más visible [en la literatura española] es cierto realismo o popularismo lingüístico, que ha dado obras tan representativas como las novelas de caballería, el romancero, el teatro clásico, el Quijote, la novela de Galdós. Escribir como se habla ha sido ideal del español desde Juan de Valdés hasta Unamuno […] En Hispanoamérica esa relación entre lengua hablada y escrita tenía que ser naturalmente más compleja. La lengua hablada se ha diferenciado desde la primera hora. Pero el ideal de lengua escrita siguió siendo la lengua escrita de la Península”.[1] Partiendo de la base de que el castellano de España es “una lengua muerta”, Sarmiento había propuesto adaptar la gramática, empezando por la ortografía, a la nueva inflexión del habla argentina, que vivificaba el castellano. Esta idea va tomando forma a lo largo de la polémica que, a través de diversos artículos en la prensa, lo enfrentó al lingüista y poeta venezolano Andrés Bello, padre del purismo en el continente americano.

Frente a la creciente lejanía que se daba en la América española entre lengua escrita y habla –precisamente porque aquella, como señala Rosenblat, seguía el modelo peninsular–, Sarmiento fue vehemente: en cuestiones de lengua, el pueblo tenía soberanía absoluta, no existía autoridad institucional que pudiera legislar, y el idioma escrito debía seguir el modelo del hablado. Este fue el punto central de la polémica con Bello, que se desencadenó a principios de la década de 1840 en Chile, donde Sarmiento estaba exiliado y donde Bello vivía desde 1829, considerado la máxima autoridad en literatura y gramática.

En 1841 Sarmiento publicó en La Bolsa de Santiago un artículo titulado “Un plan de educación de americanos en París”, en el que se hacía eco de las ideas ya expresadas por Echeverría y Alberdi: “Desprendidos en política de España, su abuela común, por su emancipación, [los pueblos americanos] no lo están aún en artes, en literatura, en costumbres ni en ideas. […] Los idiomas, en las emigraciones como en la marcha de los siglos, se tiñen con los colores del suelo que habitan, del gobierno que rigen y las instituciones que los modifican. […] Una vez dejaremos de consultar a los gramáticos españoles, para formular la gramática hispanoamericana, y este paso de la emancipación del espíritu y del idioma requiere la concurrencia, asimilación y contacto de todos los interesados en él”.[2] El año siguiente, en El Mercurio de Valparaíso, al comentar los Ejercicios populares de lengua castellana de Pedro Fernández Garfias, insiste: “Convendría, por ejemplo, saber si hemos de repudiar, en nuestro lenguaje hablado, o escrito, aquellos giros o modismos que nos ha entregado formados el pueblo de que somos parte. […] La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma; los gramáticos son como un senador conservador, creado para resistir los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son, a nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario, de la sociedad habladora […] ¡y que no hay remedio, y el pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo!”.[3]

Andrés Bello contestó que era absurdo y arbitrario atribuir al pueblo la soberanía en materia de lengua. Los extranjerismos, dice, no son introducidos por el pueblo, sino por los iniciados en lenguas extranjeras que no conocen “los admirables modelos de nuestra rica literatura”. Los gramáticos se oponen a ello, no como conservadores de tradiciones y rutinas, “sino como custodios filósofos”, encargados de fijar las palabras y establecer su dependencia y coordinación en el discurso, “de modo que revele fielmente la expresión del pensamiento”. Si se admiten las locuciones exóticas, los giros opuestos al genio de nuestra lengua “y las chocarreras vulgaridades e idiotismos del populacho” caeríamos en la oscuridad y el embrollo, “a que seguiría la degradación, como no deja de notarse ya en un pueblo americano, otro tiempo tan ilustre, en cuyos periódicos se va degenerando el castellano en un dialecto español-gálico”.[4] Era una clara alusión al periodismo de Buenos Aires. Bello sentencia: “En las lenguas, como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades, como las del habla en que ha de expresarlas: y no sería menos ridículo confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la formación del idioma”.[5]

El 22 de mayo de 1842, Sarmiento agudiza la polémica: “Los pueblos en masa, y no las academias, forman los idiomas. […] El idioma de un pueblo es el más complejo monumento histórico de sus diversas épocas y de las ideas que lo han alimentado, y a cada faz de su civilización, a cada período de su existencia, reviste nuevas formas, toma nuevos giros y se impregna de diverso espíritu. […] Los idiomas vuelven hoy a su cuna, al pueblo, al vulgo, y después de haberse revestido por largo tiempo el traje bordado de las cortes, después de haberse amanerado y pulido para arengar a los reyes y a las corporaciones, se desnuda de estos atavíos para no chocar al vulgo a quien los escritores se dirigen, y ennoblecen sus modismos, sus frases y sus valientes y expresivas figuras”.[6]

Sarmiento impugna incluso el influjo de los clásicos de la lengua en beneficio del cosmopolitismo. Exhorta a la juventud: “Cambiad de estudios, y en lugar de ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de León, adquirid ideas de donde quiera que vengan […] que eso será bueno en el fondo, aunque a veces sea inexacto; agradará al lector, aunque rabie Garcilaso. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá defectos, habrá belleza. La crítica vendrá a su tiempo y los defectos desaparecerán”.[7] Y luego, personificando en Bello el ataque al academicismo: “Se lo habríamos mandado a Sicilia, a Salbá y a Hermosilla que, con todos sus estudios, no es más que un retrógrado absolutista, y lo habríamos aplaudido cuando lo viésemos revolcado en su propia cancha, allá está su puesto, aquí es un anacronismo perjudicial”.[8] Sarmiento prosiguió después la polémica con los discípulos de Bello, ya que este, treinta años mayor que el argentino, prefirió retirarse. En junio de 1844, Sarmiento compone un artículo como un collage de citas de Larra, el único escritor español contemporáneo al que respetaba: “El que una voz no sea castellana es para nosotros objeción de poquísima importancia. […] Libertad en literatura como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia. He aquí la divisa de la época, he aquí la nuestra. El entusiasmo es la gran regla del escritor, el único maestro de lo bello y de lo sublime”.[9]

Sarmiento proclamaba que la lengua pertenece al pueblo. Para Bello, en cambio, la lengua debía remitirse a la tradición culta y a una institución que legislara sobre ella para evitar su dispersión, su fragmentación en ámbitos no sólo nacionales sino regionales. Bello piensa en un castellano para toda América, Sarmiento piensa en un proyecto para Argentina. En 1843 había escrito su Memoria sobre ortografía americana –leída en la recién inaugurada Facultad de Filosofía y Humanidades de Santiago de Chile– en donde defendía la instauración de una ortografía nueva, “una ortografía vulgar, ignorante, americana, sin h, ni u muda, ni z, ni v, ni x”.

Setenta años más tarde, Lugones adoptará una posición intermedia para superar el enfrentamiento: la lengua pertenece al poeta, quien en su canto recoge y eleva la voz del pueblo; de allí el lugar central, supremo, que ocupa el poeta en la formación y el destino de una nación. Esta posición asoma en Historia de Sarmiento, parafraseando la famosa sentencia de Buffon –“el estilo es el hombre ”–[10] e imponiendo, como a todo, su visión exclusivamente épica y agonística de la historia intelectual: “El argentino lo derrotó [a Bello] sin trabajo con artículos admirables que deberían ser trozos selectos para nuestras clases de literatura. Su doctrina tenía por fundamento esta gran conquista romántica: la personalidad del autor en el estilo, mientras la regla académica de escribir conforme a canon engendra la parálisis espiritual y el comunismo descaracterizado del rebaño”.[11]

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Seguramente Lugones pensaba en sí mismo al referirse a Sarmiento como un precursor de Darío: “Tras los laboriosos espejuelos de aquel desordenado redactor [se refiere a la labor periodística de Sarmiento en Chile] brillaba, sin embargo, la luz futura. Allá en su ostugo del Portal santiaguino incubábase solitario el huevo del águila. «Educar el idioma», decía Sarmiento. «Emancipar la lengua», sostenía Figarillo [Alberdi]. Todo era uno, puesto que se trataba de adaptarlo a la expresión de la libertad, libertándolo a su vez de la retórica, esa sucursal del convento y del fisco. Y la renovación del castellano ha acabado por invadir la misma España, cuya juventud intelectual escribe ahora como nosotros. Sarmiento es un precursor de Rubén Darío”.[12]

Sin embargo, el grueso de la América hispánica terminó por ser más bellista que sarmientista, y en muchas ocasiones la autoridad académica pesó más que en la misma España. Además del purismo venezolano, herencia de Andrés Bello, está Colombia, y las célebres Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, de Rufino José Cuervo, obra aumentada a lo largo de sucesivas ediciones, desde la primera, de 1867, hasta la definitiva, póstuma, de 1914.[13] Pero en el Río de la Plata la rebelión iniciada por Echeverría había prendido con una fuerza única y definitiva: “En ninguna otra parte se dio con esa intensidad el clamor por una lengua nacional propia, a no ser en el Brasil y en los Estados Unidos”, señala Rosenblat.[14] De modo que en la literatura argentina aparece, desde el origen la doctrina de que el escritor tiene el deber de modernizar la lengua mediante la escucha atenta del habla popular. No sin ambigüedades, puesto que Lugones, por ejemplo, idolatró y despreció al gaucho payador en un mismo movimiento, tanto como hizo Borges con Carriego. Pero es elocuente el hecho de que confiesa envidiar algo en Carriego, algo que él creía haber perdido para siempre, “el alma del suburbio”, “la canción del barrio”: “Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires […] Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses […] ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas?”.[15] La biblioteca aparece como muralla entre el ámbito de la cultura y el verdadero suburbio, entre el mito del idioma argentino y el habla fresca de la calle. Carriego era “riquísimo” en amistades de barrio y “escribía poco, lo que significa que sus borradores eran orales”.

En la “Carta abierta a La Púa”, fechada en París en 1922 y dispuesta como prólogo a Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, Girondo anota: “Porque es indispensable tener fe […] en nuestra fonética, desde que fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable…”. Pero los Veinte poemas muestran que Girondo no se refiere a una reproducción del habla popular sino a una actitud frente a la lengua, a una forma de trabajar la lengua literaria renovada y productiva, que consienta el neologismo (los muelles de Bretaña están “mercurizados” por la pesca) y se abra al imperio de la imagen, a la búsqueda constante de metáforas, propia de la primera vanguardia. Girondo encuentra “ritmos al bajar la escalera, poemas tirados en medio de la calle, poemas que uno recoge como quien junta puchos en la vereda”,[16] de un modo semejante al de los “objetos encontrados” de Marcel Duchamp.

En la década de 1960, el “idioma respirable” que quería Girondo aparece ya con una fuerte impregnación de la lengua coloquial. No solamente en la poesía de Juan Gelman o Leónidas Lamborghini, sino también, notoriamente, en la novela. La fascinación que produjeron por entonces Sabato y Cortázar se debió, en buena medida, a la aparición de esa inflexión argentina del habla representada en la prosa, con el importante antecedente de Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal.[17] Veinte años más tarde, a finales de los ochenta, se abre la escena de lo que se llamó realismo u objetivismo en la corriente dominante de la poesía argentina, que atraviesa la década de 1990 y lo que va del 2000. Realismo en un sentido casi naturalista, en el que la cosa a imitar es el habla con sus impregnaciones de lunfardo, extranjerismos, mezcla de registros de todos los niveles. Al detenerse en tres exponentes de la última poesía argentina –Washington Cucurto, Roberta Iannamico y Martín Gambarotta–, Tamara Kamenszain señala el antecedente de Argentino hasta la muerte (1963) de César Fernández Moreno, “que ataba la argentinidad al estereotipo de un modo de decir”.[18] Martín Prieto, por su parte, sostiene que en el largo poema de Fernández Moreno “una suerte de fervor carnavalesco, en el que se mezclan lo alto con lo bajo, lo culto con lo popular, el inglés con el lunfardo, construyen formalmente una imagen de la inestabilidad inarmónica que había instalado en el país la revolución peronista: «te avisé gallo ciego pero no tenés ni lenguaje / te las vas a armar Mallarmé / que vachaché Jacques Vaché / what do you think cholito»”.[19]

En Argentino hasta la muerte la incorporación al poema de la lengua coloquial equivale a una interrogación acerca de la nacionalidad como cifra autobiográfica, acerca de qué significa ser argentino: “y bueno soy argentino” es el verso que se repite a modo de estribillo al final de cada estrofa. El poema empieza cotejando el origen de la ciudad con el de la genealogía personal (“a Buenos Aires la fundaron dos veces / a mí me fundaron dieciséis”), en una cómica estadística de la composición de su familia (“el partido termina así / combinado hispanoargentino 13 franceses 3”). La supresión de los signos de puntuación y la coincidencia entre verso y período gramatical —evitando así el encabalgamiento– recuerdan a Apollinaire. “Este mundo era nuevo qué fácil ponerse las ofrecidas botas” parece una respuesta evidente del poeta argentino al primer verso de “Zone” (1913): “A la fin tu est las de ce monde anden” (“Por fin estás cansado de este mundo antiguo”).

Tres décadas de poesía argentina incluye también un trabajo de Martín Gambarotta, “El habla como materia prima”. Gambarotta narra allí un relato de iniciación: a sus veintipocos años se fascinó con la obra de Juan José Saer, leyó en unos cuantos meses buena parte de sus novelas: “Se me produce un deslumbramiento absoluto, pero que era también lejano, porque yo leía a Saer y era como haberme topado con Faulkner, Dostoievski, Joyce, incluso me anulaba a mí como posibilidad de crear algo en ese nivel”.[20] Con Glosa se rompe el encantamiento: “El personaje central de la novela se me hacía un tanto ridículo y afectado […] A la vez, la estructura se me hacía demasiado artificial”. Gambarotta cuenta que salió de ese atasco tras asistir a una lectura de Juan Desiderio, el autor de “La zanjita”, poema emblemático de los noventa, del que copio los primeros versos:

Meté la mano
sacá lo hueso de poyo
de la zanja
meté la mano
te cortaste lo dedo
por sacar la mitá
de lo cien peso
de la tierra
y tus tendones
se vieron hermosos
bajo el sol

A la imitación del habla como paradigma del lenguaje literario, presente desde Sarmiento, se agrega aquí un nuevo imperativo: la búsqueda de una cierta naturalidad, el deseo de deshacerse de lo artificioso de los procedimientos literarios. Las lanzas de la verja del patio de Borges dividen ahora el ámbito de la poesía en sentido inverso: esta debe dar la apariencia de quedarse del lado de la calle. Sin embargo, también en Desiderio la inflexión y hasta la grafía popular de la lengua reclama, en el poema, la inflexión lírica. En el fragmento citado, los últimos tres versos (“y tus tendones / se vieron hermosos / bajo el sol”) se separan casi bruscamente del resto para pasar de la anécdota y el lenguaje popular a la irrupción de una idea poética: lo horrible –un corte profundo en unos dedos– es estetizado para parecer “hermoso”; y para ello el imperativo de la precisión en el nombrar –no carne viva, ni sangre, sino “tendones”– se impone como un procedimiento formal ineludible.

Para que la estrofa que empieza “Meté la mano / saca lo hueso de poyo” interese como poesía y no como registro costumbrista hace falta lo “hermoso” de los tendones brillando al sol. El artificio –lo formal– reaparece como catalizador de la anécdota en poema. Algo evidente, por otra parte, en la producción del propio Gambarotta, sobre todo en Punctum (1996), que apela a un cultismo desde su título. El libro está escrito en un registro llano y coloquial; pero acaso el cultismo del título es, precisamente, un lugar sesgado desde el que el poema debe ser leído en perspectiva. Tamara Kamenszain dice que punctum es “un término acuñado por Roland Barthes en su libro La cámara lúcida”; pero Daniel Samoilovich, en su reseña al libro de Gambarotta publicada en Diario de Poesía (n° 42, invierno de 1997), señalaba: “El diccionario de latín ofrece en la entrada punctum una variedad de significados, casi todos ellos pertinentes a la hora de pensar este libro: pinchazo, pequeño agujero, momento o espacio breves, aspecto clave de un asunto, tanto en un juego; varios de ellos –el que alude al pinchazo de una aguja, el que remite al que se vuelve centro de una atención malevolente (como cuando alguien es tomado de punto)– se conectan asombrosamente con el habla y los temas del presente: como dando un salto mortal, de momento a momento, entre el latín y el hoy por encima de toda convención letrada”.

La rebelión contra el neobarroco, que empieza a mediados de los ochenta, no era sólo la manifestación de una clásica alternancia generacional, sino el acto de rechazo de una de las tendencias naturales de la poesía en castellano, la barroquizante. Hacerle al castellano aquello que el castellano no quiere dejarse hacer: es el entramado oculto de buena parte de la poesía argentina. Rechazar lo barroquizante en la búsqueda de otro trabajo formal, basado en la construcción del poema más que en su sintaxis: de allí el resurgir, desde los noventa, de la composición extensa como una de las constantes de la nueva poesía argentina.

En el paso de Saer a Desiderio, Gambarotta se encuentra además con otro poeta, Ricardo Zelarayán. Gámbarotta cita estas dos frases del posfacio a La obsesión del espacio en el que Zelarayán mezcla ecos de eslóganes peronistas con glosa lacaniana: “La única realidad es el lenguaje”, dice, y agrega: “No existen los poetas, existen los hablados por la poesía”. El único sujeto que existe de verdad es la poesía, no el nombre de quien la ejerce, porque la lengua misma canta en el poema. Y hay otra frase de Zelarayán, que Gambarotta cita para ejemplificar su idea de que el habla es la materia prima de la poesía: “No sé cómo empezar pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador. «Escúcheme don Juan» –decía el cajero–, la verdad es que cuando hablo con usted salen cositas…»”.[21] Este pasaje es casi un manifiesto: en primer lugar, no hay plan, no se sabe por dónde empezar y esa es ya una manera de empezar; después están esas “cositas” que aparecen al escuchar, como un chismoso más o menos involuntario y ocioso, las conversaciones telefónicas de un cajero de pizzería.

Otra de estas cositas que salen del habla popular argentina y pasan a la poesía de los noventa se encuentra en el primer verso –citado con frecuencia como emblemático de la poesía de los noventa– de Metal pesado (1999) de Alejandro Rubio:

Me recontracago en la rechota democracia…

Los jóvenes críticos Ana Mazzoni, Violeta Kesselman y Damién Selci, en un agudo trabajo publicado en la revista digital Éxito161, derivan de esta línea de Rubio buena parte de su poética y la de sus compañeros de generación: “Este verso es una queja moral por el ser-así, pero una queja individual –y no, por ejemplo, una protesta colectiva o una demanda–. Rubio detecta el ser-así, le da entidad, y no quiere abandonarse a él. Por eso, se queja y patalea, se revuelve, festeja alguna transgresión parcial […], pero no pasa de ahí. Metal pesado es, en este sentido, un libro profundamente pesimista”. Lectura irreprochable, aun teniendo en cuenta que sería difícil encontrar, en la tradición moderna, un libro de poesía más o menos significativo que no sea pesimista. Pero, ¿no será que, además, el verso de Rubio alcanza su eficacia poética en su notoria insistencia en las oclusivas sonoras: “recontracago… rechota… democracia”? ¿No aparece allí, junto con la evidente y desafiante predilección por el habla vulgar, el procedimiento específicamente poético, la función poética, para utilizar los clásicos términos de Román Jakobson? Como gesto infantil del poeta, niño vitalicio del sentido, el cagarse es, también, el regalar su oro a esa democracia que es enaltecida a la vez que denostada. Habría que volver, aquí, al significado literal, atravesando la figuratividad de los usos fijados por la lengua. Como apunta Paul de Man, “la retórica suspende de manera radical la lógica y se abre a posibilidades vertiginosas de aberración referencial”.[22] De este modo, en el poema, la lectura literal es la escondida y la que puede revelar un significado más interesante. El cagarse del verso de Rubio, entonces, como acto escatológico que apunta a provocar no tanto a la “rechota democracia” como a la ciudadela de iniciados en la poesía. Pues no se trata aquí de “poesía popular” sino de un gesto que, precisamente en lo soez de su registro, se manifiesta como ejercicio netamente artístico. De un modo semejante, Fabián Casas se adhiere a la alta tradición de la poesía moderna cuando titula su libro El spleen de Boedo, poniendo al arrabal porteño bajo la égida de Baudelaire.

A la constatación de que la “rechota democracia” anula toda aspiración de mejora política corresponde la asunción de una lengua que se restringe al registro bajo de lo coloquial. Kamenszain ve en Cucurto, Gambarotta y Roberta Iannamico una “especie nueva de yo lírico”, “una especie de pos-yo”, en el que aparece “aquella marca racial” que se le demandaba a la poesía argentina.[23] Pero la escritura da historicidad al habla, convierte la oralidad en concepto: la oralidad sería el término de conmutación entre el habla y la escritura.[24] Si tiene algún valor más allá del costumbrismo, la reconstrucción del habla en lo escrito, y sobre todo en la poesía, es un trabajo consciente que requiere una estrategia en la que no entra la mera transcripción: en lo “hermoso” de los tendones al sol –en Desiderio– y en las oclusivas estridentes de Rubio y en el oro de su deposición. El habla se historiza en la escritura y adquiere en el poema la formalidad de su espesor de sentido –el concepto de lo oral no es homogéneo en César Fernández Moreno y en Cucurto Vega, por ejemplo, en quien aparece un nuevo cocoliche, no ya por la inmigración italiana sino por la boliviana y paraguaya: un cocoliche americano, un registro del día para una especie nueva de indigenismo.


Notas:

[1] Ángel Rosenblat: “Lengua literaria y lengua popular en América”, Nuestra lengua en ambos mundos, Salvat, Barcelona, 1986, p. 103.

[2] Domingo Faustino Sarmiento: Obras completas, Luz del Día, Buenos Aires, 1948-56, vol. XII, p. 184.

[3] Ibídem, vol. I, p. 215-216.

[4] Andrés Bello: Obras completas, Editorial Nacimiento, Santiago de Chile, 1930-39, vol. IX, pp. 435-440.

[5] Ibídem, pp. 438-439.

[6] Domingo Faustino Sarmiento: ob. cit., p. 229.

[7] Ibídem, p. 230.

[8] Ibídem, p. 230.

[9] El artículo apareció en el diario chileno El Progreso, está recogido en D. F. Sarmiento: ibídem, pp. 250-251. Mariano Morínigo sostiene que la polémica entre Sarmiento y Bello es la versión americana de la oposición, en el Viejo Mundo, entre románticos y clasicistas, o entre revolucionarios y conservadores: “Cuando Bello pensaba en la lengua española, campeaba en él el criterio del filólogo que conoce a fondo su materia. Cuando Sarmiento pensaba en la lengua, su mirada escrutaba la cultura española, sinónimo para él de atraso, y recrudecía y hervía en él todo el antihispanismo de sus horas combativas” (“Americanismo literario: formas antagónicas”, Cuadernos de Humanitas, n° 23, Universidad Nacional de Tucumán, 1967, p. 13).

[10] Resulta paradójico en este contexto, si recordamos que el naturalista francés emitió esa frase en su discurso de ingreso a la Academia Francesa, en 1851.

[11] Leopoldo Lugones: Historia de Sarmiento (1911), Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, 1988, pp. 162-163.

[12] Ibídem, p. 163.

[13] Cfr. Ángel Rosenblat, ob. cit., p. 123.

[14] Ibídem, p. 124. Acerca de la interesante incidencia de este mismo debate en Estados Unidos, cfr. Edmund Wilson: Patriotic Gore. Studies in the American Civil War (1962), W.W. Norton & Co., New Cork, 1994.

[15] Jorge Luis Borges: “Prólogo a Evaristo Carriego” (1930), Obras completas, Emecé, Buenos Aires, 1974, p. 101.

[16] Oliverio Girondo: “Carta abierta a La Púa”, Obras, Losada, Buenos Aires, 1968, p. 49.

[17] La preocupación por representar la lengua coloquial sigue siendo muy visible en la narrativa argentina actual. Martín Kohan, por ejemplo, escribe: “los actos de habla no acaban de plasmar una manifestación de lo argentino sino en las formas del habla oral, en las formas del decir, en la pronunciación, en el acento. Existe en la literatura […] una sostenida voluntad de representación de la oralidad […] en el afán de constituir los rasgos de la identidad nacional […]” (“Una manera de decir”, en María Celia Vázquez y Sergio Pastormelo (comps.): Literatura argentina. Perspectivas de fin de siglo. X Congreso Nacional de Literatura Argentina, Eudeba, Buenos Aires, 2002, p. 478).

[18] Tamara Kamenszain: “Testimoniar sin metáfora, narrar sin prosa, escribir sin libro. La joven poesía argentina de los noventa”, en Jorge Fondebrider (ed.), Tres décadas de poesía argentina (1976-2006), Libros del Rojas, Buenos Aires, p. 223

[19] Martín Prieto: Breve historia de la literatura argentina, Taurus, Buenos Aires, 2006, p. 383.

[20] Martín Gambarotta: “El habla como materia prima”, en Jorge Fondebrider (ed.), Tres décadas de poesía argentina, ob. cit., p. 238.

[21] Ricardo Zelarayán: La obsesión del espacio (1972), Atuel, Buenos Aires, 1997, p. 83.

[22] Paul de Man: “Semiología y retórica”, Alegorías de la lectura (1979), Lumen, Barcelona, 1990, p. 24.

[23] Tamara Kamenszain: ob. cit., p. 225.

[24] “Encoré faut-il commencer par analyser la définition courante, qui con- fonde l’oralité avec le parlé […] La question de l’oralité suppose en effet une poétique […] L’opposition de Toral á l’écrit confond Toral et le parlé. Passer de la dualité oral/écrit á une répartition triple entre l’écrit, le parlé et Toral permet de reconnaítre Toral comme un primat du rhóytme et de la prosodie, avec sa sémantique propre […]” (Henri Meschonnic: La rime et 1a vie, Verdier, Paris, 2006, pp. 277-278).

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