Roberto Friol

Una de las curiosas teorías de Søren Kierkegaard en su libro Concepto de la angustia sugiere que el paganismo, relacionado a partir de la cristiandad con el pecado, con la pérdida, con un desvío…, tiene precisamente su fuente en la angustia.

Seguir a Kierkegaard significaría entonces dejar a un lado entonces la dicotomía histórica que deslinda el mundo helénico, el Imperio Romano, y todo lo que de ellos se desprende, del posterior renacer el mundo judeocristiano. Seguir a Kierkegaard equivaldría a no concederle más a la palabra pagano, primero su identidad con lo bárbaro, luego su sentido de diferencia, de herejía o de estado de déficit con respecto a un ideal determinado. El hombre pagano no sería ya quien se desvía de un canon, sino el hombre angustiado. D. H. Lawrence, sin embargo, asimila el dolor que genera en el hombre su propia soledad a un fenómeno esencialmente moderno, a la pérdida del cosmos pagano.

El caso es que Kierkegaard encadena esa angustia a un concepto de vacío, de nada; y esa nada, a la conciencia de un destino. El filósofo concluye: “En el destino tiene, pues, la angustia del pagano, su objeto, su nada”.

Entre uno y otro de estos elementos –como era de esperar, no tan bien articulados como lo hubiera deseado el filósofo– se articula una de las más diferentes, también más curiosas, poéticas dentro de la literatura cubana contemporánea: diferente, curiosa y no menos ignorada.

En 1968 aparece el primer libro de Roberto Friol, Alción al fuego, arrastrando consigo ciertas posturas comunes a las de los poetas que se formaron alrededor de la revista Orígenes, acaso el momento de la literatura cubana con el que más pueda identificársele. En este libro se mezclaban, además, la herencia de lecturas afanosas de poesía inglesa, la entrega –a veces el desbordamiento–de los clásicos españoles, así como la huella del siglo xix cubano: las “palmas del martirio” de Luisa Pérez de Zambrana, el sentido de pequeñez, de mendicidad, de las cartas, autobiografía y poemas de Juan Francisco Manzano, la reincidencia aberrada en la muerte, de Julián del Casal, y el regusto pertinaz por la palabra, del Diario de campaña de José Martí, que vienen a complementarse en sus libros posteriores, sobre todo en Turbión, de 1988, y en Tres, de 1993.

Uno de los factores que deslinda este primer libro del grueso de la poesía que se escribiera y publicara en el periodo de 1959 a 1968 (y esta última fecha sólo representa un marcador cronológico de la aparición pública de un escritor; la primera brilla por su evidencia), sería, pues, una aridez, un sentido de lo pequeño, la marca del telos, en medio de una realidad impetuosa, efervescente, y cuando la tendencia de todos –o de casi todos– era la de la alabanza maravillada al proceso político cubano del momento.

Pero, esencialmente, Alción al fuego trae consigo un desánimo, un concepto de paganidad: la paganidad del breve pero no menos impactante desliz del devoto, aunque también, y sobre todo, la paganidad de esa conciencia del destino imponente a que se refiriera Søren Kierkegaard.

Si la asunción del Dios de los cristianos se inicia en la poesía cubana con la entrega del Obispo Fray Juan de las Cabezas mientras es conducido como rehén, en Espejo de paciencia; entrega del cuerpo a un ideal y asunción de un telos (fenómeno que será retomado luego por diferentes cauces: el concepto del deber en Martí, la insistencia en una eticidad y un sentir ontológico cubano en Orígenes, o el darse todo a la Revolución, propio de la poesía impetuosa, enérgica, que se escribiera a partir de 1959; entregas todas que han devenido suprema lex en el índice ético de la Nación); si en lo que concierne a la religiosidad, la característica había sido precisamente la del deslumbramiento (“Oh Religión Cristiana / Consuelo siempre dulce al desgraciado”, escribe Manzano en su “Oda a la Religión”), con Roberto Friol somos partícipes del toque distintivo: la traición como correlato de la entrega.

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Una lectura de este primer libro que pretenda apoderarse de la maquinaria de tics, obsesiones, aberraciones, con la que un escritor hace escritura, arrojaría una sensación de apartamiento, su dejarse ir, productos del desencanto o de la incapacidad. Hay evidentemente un sentido inmenso de culpa, un dolor impotente tras la traición. El poema “Domingo” rompe categórico: “Me has buscado y no estoy junto a mis himnos.” Más abajo, concluye:

Este domingo mi corazón no es un salmo…
¿y a dónde fue el antiguo regocijo: el ser valiente?
Ahora soy uno más sentado en el lugar extranjero
dilapidando el corazón en poemas y en soledades.

Paganidad que no es sólo incumplimiento inmediato del hombre/devoto, ausencia del rito…, sino más bien certidumbre de una torpeza del poeta, nonchalance, imposibilidad de entregársele todo, de rendirse, como en estos versos de “El heredero”:

No soy el heredero que crees, no he sido criado
para alzar la cabeza orgullosa delante de ti
ni el anillo viene bien a mis dedos,
de torturado escriba.

Uno de los elementos que pudiera esclarecer la lectura (y la asunción de parte del poeta) de tanta gravedad, sería la conciencia de aquella imperfección que Santo Tomás asignaba al conocimiento del creyente y que coincide “con el que duda, con el que sospecha, con el que opina…” Precisamente, la falta de Dios durante los instantes más críticos de la existencia de Roberto Friol conlleva a la falta hacia Dios de la que esta criatura, por momentos, es testimonio.

No sólo entonces podría implementarse una lectura pagana de Alción al fuego, sino también al percibir que la ausencia de Dios que genera tanta duda, tanto temblor, es suplida por la rotunda certidumbre del fatum, y la consabida –y nada cristiana– hermandad entre muerte y nada, muerte y vacío, que rebasa el libro en cuestión y que reaparece en un poema de Tres, de 1993: “algo que no sea / la caducidad, / la muerte, el desbocarse en la nada” (“En fin”).

Nunca antes en la poesía cubana contemporánea de corte acentuadamente religioso, el elemento pagano había tomado tanta fuerza. En Gradual de laudes (1955), por ejemplo, de Ángel Gaztelu, lo pagano, o más bien el decorado marmóreo de la Antigüedad precristiana, se reduce a lo que en sus textos hay de “eglogal clima de mirtos pulidos”. En Gaztelu no hay problema. No hay perversión ni torpeza. Tampoco hay muerte.

Los motivos religiosos de otro poeta cercano, Octavio Smith (en “La pregunta de San Pedro” o “Tercetos a la virgen”, del libro Del furtivo destierro, de 1946), no llevan, ni por asomo, la gravedad de Alción al fuego. Su similitud estaría en la incapacidad para asumir la impronta de la realidad, del afuera: “Seré dejado atrás por todo lo que fluye” (del poema “Elegías”), atmósfera que se respirará a lo largo de toda la obra de Friol y que toma su punto más categórico en el poema “El rezagado”, del libro inédito “Serpentario”.

Pero aquí, a pesar del predominante tono apostrófico en Friol, no es posible la adoración exaltada. El poeta se sabe desleal, conoce sus ausencias. Sus momentos de mayor cercanía con Dios dejan entrever la distancia provocada por la duda y por sus mismas deslealtades. Nuevamente en “El heredero”: “no esperes de mí que pueda llevar el cetro / levemente engañoso hasta tu orilla”.

No-ser, no-estar, no-poder…, impotencia, incapacidad de sumarse y de asumir a Dios como el devoto común. En el texto “Soneto para Dios” se articula ese no-poder sobre un campo de dudas, sobre las líneas movedizas de la imposibilidad y el deseo: “Si mis palabras pudieran… / Si mi nombre desgarrado […] diese…” Para luego retomar lo categórico:

soy el testigo infiel, el oscuro que abandona la lámpara
y se pone a cantar su ciudad
mientras la tienda de su padre arde bajo las llamas

Repárese el modo en que se entrelazan la culpa del devoto-imperfecto, la necesidad insoslayable de la escritura, y la pequeñez, el silencio, la reacción contra la Historia y la vida diurna. Nada más cercano que la reticencia del imaginario origenista hacia la maquinaria moderna.

En un artículo publicado en Revista de Avance en noviembre de 1927, el joven Jorge Mañach había analizado lo que denominaba “nuestro linaje romántico”, en contraste con una “nueva sensibilidad que hemos de compartir”. No olvidemos, sin embargo, que Friol no se debe a la estela de Kindergarten, de Regino Boti, a Salutación fraterna al taller mecánico, de Regino Pedroso, y mucho menos a los apóstatas de la revista Ciclón, sino a Orígenes. Nada más lejano en Friol que el elogio que realizara el propio Mañach de la máquina, de la fuerza del músculo, del circo, del cinema. Véanse entonces, en su poesía, las antítesis románticas de noche-alba, rey-mendigo, “desnudez que ampara”-“púrpura del mercader”, dolor-resurrección, árbol-ciudad, máscara-rostro…

En Friol no hay ciudad, no hay urbe, sino sólo cuerpo, Dios y escritura, con sus correspondientes correlatos. Las pocas veces que la ciudad aparece, resulta una “ciudad con sus paredes amarillas”, minimizada por la enormidad del rostro, el árbol, la soledad, en el poema “Marcha sobre el rostro”, de 1961; o en la evocación agustiniana de “la ciudad del espíritu”, en el texto “Palabras en el huerto”, de 1960, ambos incluidos en Alción al fuego.

Véanse además la constancia y el enquistamiento del poeta en su particular noche, contra la mecánica delirante de lo diurno: de ahí la Historia, la vida pública, la política, como gestas y gestos del día.

Quien haya revisado sus textos publicados e inéditos percibirá también la ausencia del nosotros, del poema del y para el colectivo. Sus poéticas y contemporáneos aparentemente más afines tendieron a hacerle el juego a la diurnidad. Tras la pesadumbre de “Luz ya sueño”, “Palabras perdidas” o “Sedienta cita”, Cintio Vitier escribía “Suite de un trabajo productivo”, “Apuntes cañeros” o “Lugares comunes”… En paralelo, Rolando Escardó, tan cercano de inicio a tanto dolor, tanto temor y madrugada seca, escribía más tarde:

Por tus manos encadenadas, Patria
Luchamos por tu salvación
Y no para lograr la gloria.

Francisco de Oraá, a pesar de su habitual halo de soledumbre, se sumaba tiempo después al batching plant y hablaba de “compañeros [que] cuentan sus historias y bromean / acerca de muchachas”, en el poema “Durante nuestra labor”, aparecido en el libro compilatorio La rosa y la ceniza.

Curiosamente, en uno de esos escasos textos colectivos escritos por Roberto Friol en 1961, se lee:

El pan azul hemos partido entre todos,
Y la mesa relumbra para los que han de llegar.
Dejaremos vacíos los asientos, y los otros
Verán brillar en sus copas el vino de la patria.
(“Arte poética”, Alción al fuego)

Más que cualquier otro decorado de sociabilidad (trinchera, albergue o camión cañero), las contadas veces que notamos un texto de este corte, advertimos la equiparación de lo colectivo a lo familiar, al entorno bíblico de mesa, lámpara, vino y paz por compartir. La visión escatológica de la multitud, de la masa, el evidente desdén hacia todo lo que implica tempo, ya sea bursátil, ya sea festivo, ya políticamente eufórico, dan paso, pues, a una marginalia del rostro: a sus humores y a sus espejismos.

No es una novedad que la crítica de estos últimos cuarenta años siempre haya destacado la aparición –a partir de enero de 1959–, de un nuevo y segundo aire en la mayoría de los poetas origenistas y en sus sucesores más cercanos: herederos de “nuestro linaje romántico”, parafraseando al joven Mañach.

Con “El rostro”, escrito a seis días de la victoria de los barbudos, Cintio Vitier, entonces eufórico, asumía el triunfo como la resurrección del cuerpo ético, poético y político de la Nación. Otros textos suyos, no sólo en versos, han insistido en el mismo tema. Otras voces, casi todas, siguieron el mismo sendero.

Sin embargo, no es este el caso de Roberto Friol, desde el inicial Alción al fuego, hasta Tramontana, de 1997, un libro plagado de poemas de la vejez, de la sequedad y, como ya es habitual, de la memoria. Estos últimos son textos de la espera, de cierta paz, abocados al misterio de la poesía, donde leemos: “Lejos, cerca, en la agonía del testimonio / Esperanzado en la resurrección” (“Poética”).

Insistamos: para Friol no se trata de la misma resurrección a la que se refirieran tantos poetas y poemas eufóricos y memorables. Precisamente la complejidad política (léase esta como posición o postura ante algo…) de Alción al fuego está en haber marcado el tránsito que va del desánimo, del desliz del devoto, del desencanto ante la duda de su propia fe y de su capacidad para entregarse en pleno a Dios, hasta la manifestación de una verdadera entrega; así como una dependencia ineludible, que confirma definitivamente con respecto a Dios una relación compleja, de fuga, desdén y de servidumbre.

El texto colectivo, fervoroso, de tantos poetas, la misma entrega masiva en cuerpo y alma de tantos hombres y mujeres, se trastoca en Roberto Friol en devoción de amante, en versos de consumado erotismo:

¡Mis brazos!:
helos aquí, para que ates en ellos al universo
y el abismo: todo ordenado
bajo tus ojos como siempre quisiste. He aquí
tu pueblo, el cielo y el lenguaje que nace de ti y de mí.
(“Palabras en el huerto”, Alción al fuego)

Pero por suerte para este tipo de poesía que corre el riesgo de volverse monótonamente servil, hay en este libro de Roberto Friol una relación de conflicto “entre mi rencor y tus ojos”, como apuntara en “Poema Jonás”, que le aporta su sello distintivo.

Si insistiéramos en esa lectura sintomática por sobre el engranaje de tics, obsesiones, aberraciones, con las que todo escritor hace escritura, enlazaríamos la complejidad de la postura política del poeta ante Dios, con su insistencia en la pequeñez, la torpeza, la mendicidad.

Dos simples versos de Alción al fuego marcan incluso el autorretrato poético, religioso y civil de Roberto Friol:

Las fundaciones no son mi herencia, sino este caminito
en el que el grano de arena se ofrece como grano de arena.
(“Teresita”)

Autorretrato poético, porque no pretende la gran poesía, sino simplemente el testimonio de la sevicia de la existencia (“Ay, es cierto que no soy el hijo en la casa de la poesía”, escribirá luego en “La otra casa”, del libro Tres); autorretrato religioso, de quien se sabe por momentos ausente, por momentos hosco, pero a veces servil, al fin como todo amante; y autorretrato civil, pues no hay comunión sino con Dios y consigo mismo, no hay paz si no es adentro, mientras el resto se entrega a la alabanza, la pancarta, la consigna y la profusión de himnos.

Si en Tres, la territorialidad física del discurso de Friol se asentaba en la casa (la “casa de saber [que no es] casa de mi canto”, o “la casa de pobre”, que reaparece en “la casa de arder” de su cuaderno Gorgoneion, de 1991; luego aparecerá el desván, el granero, la mazmorra, “el refugio del extraviado”, el humo, el islote que pierde “la identidad en la última ola” o “la isla [que] es plenitud de la nostalgia”: lugares todos de la no-fundación, de la pequeñez, de la expoliación, del olvido.

Obsérvese, además, sobre el escenario de esta marginalidad romántica –un “inventario del espacio”, como anotara el propio Friol al referirse a varios sonetos de Manzano–, la entrada del desconocido, del forastero, o simplemente la tendencia a detenerse ante los mendrugos, los andrajos de un ser poético errante, castrado, definitivamente trunco.

Es por ello que esta pertinacia en la pequeñez y en la pobreza –aunque colinda con la semilla origenista– reafirma su peculiaridad y su nota discordante. El 30 de noviembre de 1913, en aquel Diario que tanto cautivó a los escritores de Orígenes, Charles Du Bos insistía en “organizar nuestra vida alrededor de un vasto centro de humildad”. Luego, en su ensayo “A partir de la poesía”, José Lezama Lima anotaba que “todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres”; para sentenciar más tarde: “sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido”.

No son escasas las incursiones de los seguidores de Lezama Lima en el tema de la pobreza. En En la Calzada de Jesús del Monte, Eliseo Diego describe la boca del pobre como “surcos rígidos de sombra / donde no corre mansa la sonrisa”. Gastón Baquero, por su parte, en “El mendigo de la noche vienesa”, se detiene como un espectador conmovido ante aquel hombre “acompañado solamente / por las abrumadoras sombras de su soledad y de la soledad que ve en los otros”. Fina García Marruz escribe sus “Sonetos de la pobreza”, mientras el mismo Lezama Lima hace alusión al tema en su poema “Nuevo encuentro con Víctor Manuel”; al tiempo que para Vitier este es uno de los motivos recurrentes de su primera poesía, en textos como “La sala del pobre”, “Más penuria”, “El árbol cabeceando”…

Pero todas las anteriores son pobrezas desde afuera, evocación de la pobreza como purificación buscada –no como padecimiento–, como única salvación ante el fausto y la pompa banal, argumento seminal del cristianismo primigenio que es retomado por el pensamiento origenista.

Al tiempo que Vitier hace el elogio de “la mendicante mano del riquísimo ser” en “La tumba de Martí”, un texto que ilustra lo antes referido sobre la entrega a lo colectivo, “otra vez luchando / por hacer patria”, Roberto Friol, en su noche continua, le opone su “discurso de los harapos del ser”, en el poema “Creo en esta persona”, del libro Tres.

La de Friol no es pobreza irradiante, sino cruda, vívida y vivida, padecida, como la de Rolando Escardó, sólo que en diferente época. De ahí su escritura ríspida, hendida, su vida de cartujo, su caso que no admite sucedáneos.

Mientras el poeta Cintio Vitier, hombre de letras al fin, escribe “Canción de Nueva York”, “Cuadernillo italiano” o Viaje a Nicaragua, para este otro poeta arrumbado, nunca llamado, no ha existido el viaje, si no es –finalmente– a la memoria, y no a la de las sombras inmemoriales de una ciudad o a la de la arquitectura las más de las veces calma de la cristiandad, tan caras a Eliseo Diego, ni a la memoria de la provincia (el portal, el caballo, el entierro campesino) del mismo Vitier, sino a la memoria dolida, destazada, en dehors, del ser que está fuera de la Historia.

De aquí que en la poesía toda de Roberto Friol se imbrique la pobreza franciscana aprehendida tras sus lecturas de los clásicos españoles, tras su contacto real, aunque tangencial, con los poetas de Orígenes, y tras un modo muy suyo de asumir su religiosidad (una fe católica, escribe Du Bos en su Diario, “para nadie, sino para mí mismo, para mí solo”), con su reticencia o incapacidad para afrontar el flujo acelerado de la Historia, con su “torpeza de artesano” (en “Recobrado aire”, de Alción al fuego), con el tormento de un ego muy peculiar que no llega a hacerle frente a los contratiempos de la existencia; y con una obsesión por la pequeñez que lo lleva, no sólo como poeta sino también como ensayista, a personajes como Juan Francisco Manzano, Thomas Merton y Taras Schevschenko.

Precisamente al retomar la huella del poeta esclavo cubano en Roberto Friol, reaccedemos a aquellas palabras de Kierkegaard que hilvanan paganidad-angustia-nada-destino. Del mismo modo que en Manzano leemos “Ah, parca cruel, inexorable y fuerte” (en “Soneto”, Diario de La Habana, 21 de mayo de 1838); del mismo modo que la condición de esclavo es asumida como un dictado, como fatum irreversible (“en vano, reloj mío, / te aceleras y afanas”, escribe en “Al reloj adelantado”), en Friol se articula el dolor de la aceptación de una realidad dada durante la vida, ya sea a través de la pobreza, la expoliación, el accidente o la muerte ajena (“A cada quien su ración y su destino”, anota en “La cena”, de Tres), con un concepto de muerte como pérdida, como nada, semejante a la de Alcuino, aquel filósofo menor de la Abadía de San Martín de Tours que incursionaba en el saber profano y que consideraba la muerte como una ausencia.

Es por esto que en Friol no se opera el consabido mecanismo de lo que D. H. Lawrence llamara “el destino o premio postergado”, la recompensa después de la vida, sino más bien, y con horror manifiesto ante el hecho de la muerte (léanse: “Exhumación”, “Prestigios”, “Al final”, “Hermana”, “De los cambios”, dispersos a lo largo de toda su obra), el concepto pagano del destino como Moira, como misterio dictado antes del morir, y que nada tiene que ver con un estado de beatitud, bonanza y concilio postrero.

Asimismo, tras tanta herida, el poeta no deja de preguntarse:

¿para esto fue el viaje, el hálito
que señoreó la mañana, el ciclo
de la certidumbre?
[…]
¿tanto amor desaparece
en esta tolvanera de abismarnos?
(“En lo sin rostro”, Turbión)

Sin embargo, esta presencia enorme del destino no aparece sino a partir de su segundo libro publicado. En Alción al fuego, el poeta recurre más a Dios que en el resto de su obra. Estos son, en su mayoría, textos familiares o con motivos bíblicos, recurrencias a ese estatus de amante, a una situación de entrega y de tirantez, de dependencia y de acudimiento.

No será hasta 1988 (mucho después de aquel accidente que en 1963, a sus 35 años, de cierta manera enconaba su existencia), y con la aparición de Turbión, que topamos con un elemento nuevo, determinante, evidentemente ligado al destino: el de la duplicidad y la multiplicidad de rostros del poeta. Serán estos otros, versos de esencia maniatada, o como dijera Manzano de los suyos en carta a Domingo del Monte, “nacidos en la zona tórrida bajo la oscuridad de mi destino”.

Juego a la sombra, juego a tantas vidas,
a tantos hombres, y soy solo uno,
a edades varias y siempre es la misma,
la del grande esperar y muchas pérdidas,
la del doble fluir hacia tu rostro.
(Retrato del juego, Turbión)

A partir de entonces vendrá “la doble mudez de cuerpo y alma”, “la doble vida”, “el doble espejo”, “la doble permanencia”, “el doble encontronazo de misterio”, “el viejo cabecear entre dos vidas”, “el doble signo”, que alcanzan su punto mayor en un texto imponente como “Letanía”, voz del poeta ante el espejo, “doble testimonio” de su condición, que concluye, sonoro y categórico: “doble la tumba, doble la tumba, doble la tumba”.

Y a la par de esa duplicidad ontológica, aparecerá una reveladora multiplicidad: “Ah, cuántos fui, cuántos no fui / Cuántos hice memoria” (“Retrato de una autobiografía”), o “Estoy a merced de cien ventrílocuos / de sus muñecos y versatilidades” (en “Filiación”, publicado en el libro siguiente, Tramontana).

En su Diario, tras haber leído unas palabras de La Bruyère (“No es uno, sino muchos… Él se sucede a sí mismo”), Charles Du Bos reconocía con estupor su propia imagen. Por su parte, Fernando Pessoa, quien no dejaba de asombrarse de su “capacidad para la angustia”, llevaba además su multiplicidad como se lleva un teatro de marionetas, y a estas les concedía nombres: Reis, Caeiro, Soares, de Campos…; pseudónimos, heterónimos, ¡semiheterónimos!, que corroboran estos versos suyos que ahora no nos son ajenos: “Cuanto más sienta yo, cuanto más me sienta como varias personas, […] / más análogo seré a Dios”.

Pero antes, Søren Kierkegaard, quien según Chestov “no lograba desarraigar de su corazón esas verdades eternas descubiertas por los griegos”, parapetaba sus teorías tras los nombres de Viktor Eremita, Johannes de Silention o Frater Taciturnus. Valga entonces constatar cuán próxima a nuestro poeta se halla esta multiplicidad de poéticas o políticas antieclesiásticas, hoscas y solitarias, más cercanas a la fértil paganidad que a los dogmas papales.

En un texto hermoso titulado “Cristos en el Tirol”, D. H. Lawrence narra sus paseos por el campo y su encuentro a cada paso con cristos tallados en madera por los propios campesinos: uno mirando fijamente al anochecer, detestando su cruz; otro caído hacia adelante, deformado su rostro por el dolor de la fatiga; un tercero, sangrando por sus heridas, por las cuchilladas asestadas en el pecho por extraños viajeros; y un último, al que se le ha desprendido el cuerpo, tendido sobre la tierra, mientras los brazos penden verticales de sus dos manos clavadas… En un pasaje de El juego de ojos, tercer tomo de sus memorias, Elías Canetti describe su espanto, hacia 1931, cada vez que miraba con detenimiento en las paredes de su cuarto los grabados de la Crucifixión de Grünewald.

Tantos cristos como tantos rostros del dolor y la expoliación. Tantos intentos del ser humano por darle voces a la historia de su incertidumbre. A partir de Turbión se sucederán otros temas en la poesía de Roberto Friol: la vejez, la existencia como encrucijada de la razón y la sinrazón, la palabra como dádiva, como único asilo ante el fenómeno de la muerte, el poeta como relator del misterio órfico, ¡la esperanza!.

Quedan otros poemas, otros libros por publicar; queda la inquietud de preguntárselo todo; también el martillear sobre el dolor de tener que vivir antes de morir. Al final de su poema “Taras Schevschenko agoniza” (Tramontana), el poeta ha sentenciado: “El otro sabe más que yo, y calla”.

La Habana, 1998

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