Hace nueve años, el día antes de irme de Cuba, subí por última vez a un taxi habanero, que es una máquina americana antigua desvencijada, con asientos rotos, ventanas abiertas y olor a gasolina mezclado con tiempo muerto. El costo de ese tramo era de diez pesos cubanos o la mitad de un dólar, hace nueve años. Hice una película del viaje que duró exactamente 11 minutos con 32 segundos, desde que subí en la Calle 23 hasta que bajé en San Lázaro y Espada.
No me acuerdo qué fui a hacer a El Vedado, pero seguro debía conseguir algo para dejar todo listo en el alquiler, donde se iba a quedar Jenny Sánchez cuidando a Soba, mi bulldog francés. Desde que subí y hasta que bajé se oyeron cuatro canciones. Todavía salgo a manejar a veces y doy clic en Rompiendo Fronteras, para oír la misma canción de amor, cutre y bizarra, que oí aquella mañana, de Candyman ft. Yoany Star: Aló, hello, que te necesito beibe. Llámame, cuando me necesites, pero llámame, que no te cuesta nada, solo llámame, aló, hello, y si me dejas yo me robo el show, yes. (La Habana, Cuba, 14 de enero del 2015, 10:13 AM).
Esta vez me dirijo a Homestead. El mapa inteligente me recomienda la ruta más rápida, que también es la ruta más larga, llena de peajes y vías expresas que hay que pagar. Pero uno en Miami anda apurado, uno en Miami no tiene tiempo y siempre es mejor la ruta más rápida. Llegaré a Homestead en 45 minutos, incluso tomando el Turnpike. Cuando al fin salgo a la derecha en la salida 2, el paisaje ha cambiado. Mínimamente, pero ha cambiado. Podría estar en una película campestre de Sean Baker llamada Lagarto negro con cabeza naranja, o simplemente Old Woman.
Los lagartos negros con cabezas naranjas son comunes en Miami. Podría caer redonda a mitad de la acera si tropezara con uno de ellos. Les tengo miedo, terror, fobia, escalofrío, desprecio y todos los sentimientos negativos del mundo. La gente expresa tantos sentimientos positivos todo el tiempo que me da vergüenza exponer los míos, pero en realidad me da igual. Aún tiene mucho sentido escribir palabras legítimas, en el caso de que esas palabras expresen lo que uno siente.
Otra cosa muy común son las aves de corral. Hay gallinas y gallos y pollitos en los barrios donde aún quedan aceras, donde aún se acumula la hierba y la basura. Mi sobrina les tiene miedo y mi amiga pianista también. Para ser sincera, es verdad que la cara de una gallina deja mucho que desear. Pero la cara naranja de un lagarto negro supera la cara de cualquier gallina. Cada vez que me pasa algo malo la primera imagen que me viene a la mente es la de algún lagarto de esos. Por eso los retrato. Haré una carpeta de lagartos negros solo para darme cuenta de que todos tienen la cabeza naranja. Una parte del rabo también es naranja. De la cola, quiero decir. Aunque el cuerpo entero del animal parece un rabo cinético que se mueve entre las sombras.
Voy a hacer un taller de poesía gratuito que va a llamarse: ¿Para qué sirve un carro chocado? He visto tantos carros chocados hoy que no sé qué hay más: si carros chocados o lagartos negros. Para hacer el taller necesito un patrocinador que apoye mis ideas. Se trata de una contradicción enorme, porque aquí en Miami, para una persona atrapada como yo, es innecesario tener ideas.
Le di dos dólares en billetes a una mujer en silla de ruedas que pedía dinero en un semáforo de Homestead. Es el segundo semáforo donde me detengo desde que salí del Turnpike. Sé que su imagen permanecerá en mi mente algunas semanas más. Tenía una montaña de vasitos desechables que servían de alcancías. Bajé mi ventanilla y metí los billetes en el vasito de arriba. La luz cambió a verde antes de que me diera tiempo a decir: your welcome.
El episodio acaba de pasar o tal vez aún está pasando, pero no sé cómo hablar de él, si en pasado o en presente. Tampoco sé cómo hablar de Miami, si en presente o en futuro. Ambas conjugaciones me entristecen porque me confirman que estaré aquí durante, por lo menos, varios años más. Ahmel Echeverría escribió algo el otro día sobre el futuro. Le comenté que nos veríamos pronto, en el pasado. Para ir al pasado no necesitamos aviones, ni automóviles, ni trenes, ni dinero, ni vacaciones. El pasado es lo contrario de un lagarto negro moviendo su cabeza naranja en dirección a ti, como si supiera de antemano que vas a aterrorizarte.
Miami es lo contrario de Homestead aunque también es lo mismo. El mismo olor a paquetes de chips picantes y cervezas americanas Budweiser o cervezas españolas Mahou o cervezas artesanales Lagunitas. La cerveza Corona huele a marihuana y viceversa. El mismo olor a marihuana con fresa de los tabaquitos que venden en las gasolineras. El mismo olor a aromatizante dulce de los edificios baratos de cartón prensado. Me vino a la mente algo de lo que no puedo hablar. Nunca he estado tan atrapada como en Miami. Nunca he tenido que morderme la lengua tanto. Y nunca había vivido en tantos lugares en tan poco tiempo. Esa es una experiencia típica de Miami, los cambios constantes de alquiler. En nueve años he vivido en nueve lugares. Qué coincidencia.
Un lugar donde no he vivido es Hialeah y tampoco Coconut Grove. Conocí una vez a unas personas que vivían en Coconut Grove, lo que más les gustaba era ir al canal a ver a los manatíes recién nacidos. Mentira. La frase de los manatíes bebés la escribo a propósito porque es positivo y genera empatía. Hay un vocabulario típico para toda esta positividad impostada en el que no puede faltar la palabra genera y la palabra empatía. Se me seca de pensarlo. Había una vez un lagarto negro llamado Genera y una gallina marrón llamada Empatía. Cuando hago recogidas en la biblioteca de Coconut Grove veo carritos bellos antiguos que cuestan un ojo de la cara y una cara sin ojo no es buena.
Algo que sí es bueno son los árboles. Ah, los árboles de Miami de esas zonas forestadas que deben ser los pulmones del condado. Aquí en Homestead veo la misma cantidad de árboles nudosos que de lagartos. Troncos de árboles gruesos como cuellos de levantadores de pesas, como columnas de nudos o de raíces trenzadas en vertical, inagotables. Esos árboles tienen que ser del pasado. Son tan perfectos que deben ser del pasado.
En las casas de Miami, las casitas con patio, jardín o áreas verdes, casi siempre hay avisos de perro: BEWARE OF DOG. Estos avisos me gustan porque dan connotación de vida. Les paso por al lado y pienso: espero que el perro sea grande o por lo menos mediano, capaz de ahuyentar a los lagartos negros con cabezas naranjas. Pero qué pensamiento tan inútil al darme cuenta de que ese perro no es mío ni soy yo quien vive ahí, rodeada de árboles, lagartos y nudos. ¿Cómo es vivir en Miami?
Los edificios de Coral Gables, en cambio, no son rascacielos, pero tampoco biplantas. De los nueve lugares donde yo he vivido, tres han sido biplantas y esos tres pertenecen al código postal de Coral Gables. Pero no me refiero a los pequeños, sino a las construcciones lujosas del downtown, alrededor de la Milla del Milagro. Fue aquí, en Coral Gables, donde primero viví cuando llegué a Miami. Y ahora vivo en la esquina de la casa donde primero viví. Qué coincidencia.
El barrio de Coral Gables tiene un centro que es una calle llamada Milla. Antes y después de ese centro, la calle vuelve a llamarse Coral Way o 24. En la Milla del Milagro todo es milagroso. El teatro es milagroso, las pizzas son milagrosas, los trajes de boda son milagrosos, la farmacia latina Navarro es milagrosa y los libros en español de la librería venezolana que abrió sus puertas ahí fueron tan milagrosos que desaparecieron, con eñe y todo. En Navidad adornan los árboles y deja de ser milagrosa para ser lumínica. Más que lumínica, incandescente. Pero tampoco es tanto como para obnubilarse. Uno se da cuenta de que no es tanto.
A la mujer del semáforo le falta una pierna. Desde lejos veo el muñón y no pienso en nada. Veo la chancleta amarilla, los vasitos desechables, y aprieto el obturador de la cámara casi automáticamente, como mismo lo aprieto cuando veo un portal con dos sillas solitarias afuera, algo que quiero recordar aunque sea desgraciado y penoso, porque es verdadero. Recuerdo los billetes de un dólar en el departamento para billetes de la cartera. Suelto la cámara sin mirar y abro la cartera a ciegas. Freno con la mano derecha metida en la cartera, buscando unos billetes que están ahí por casualidad. La mujer es un poco masculina, debe tener la voz fuerte. Mi mano izquierda controla el timón mientras la mujer me da las gracias con una voz efímera de niña-vieja que nunca más volveré a escuchar.
Republicado en https://masticadores.com
Gracias
j re crivello
Gracias, Juan