José Lezama Lima en la Universidad de La Habana dictando una conferencia sobre Paul Valéry (Cuban Heritage Collection)

I. Los años anteriores a Verbum

Más de un crítico ha considerado que los inicios de la carrera de José Lezama Lima (1910-1976) se ubican hacia mediados de 1937; las razones que se esgrimen son de orden editorial: en junio de ese año aparece el ensayo “El Secreto de Garcilaso” en el primer número de la revista Verbum, donde el escritor funge como secretario, y un mes después, en la misma publicación, se da a conocer el poema “Muerte de Narciso”.[1] Sin embargo, quienes han adoptado ese supuesto, pierden de vista que, por lo menos año y medio atrás, el poeta ya había comenzado a publicar, de forma regular y constante, en varios medios impresos de la isla.[2] En el lapso que va de diciembre de 1935 a mayo de 1937, Lezama escribió una serie de textos sumamente significativos sobre el movimiento intelectual del momento. En ellos dejaba ver la dinámica de una vida artística en efervescencia, con la cual estaba involucrado, y trazaba las coordenadas de sus preocupaciones culturales. Ahí confluían, al menos, dos vertientes hasta ahora poco exploradas de sus años juveniles: por un lado, el novel escritor comenzaba a ensayar su proyecto literario en relación con el novísimo movimiento plástico del momento y, por otro, el activo estudiante de Derecho se vinculaba con las discusiones sobre la renovación pedagógica en los estudios universitarios y artísticos. De esta manera, el joven poeta, dueño ya para ese momento de un estilo muy característico, manifestaba en esos escritos un diálogo intenso y profundo con el movimiento plástico de la nueva generación artística de la isla y con el campo intelectual universitario. Varias parejas conceptuales se entrelazaban en ese escenario: la nación y la literatura; la universidad y el arte; el derecho y la pintura. Sobre esas facetas del joven Lezama tratan las páginas que siguen.

II. La pintura y las letras

En diciembre de 1935, en las páginas centrales de la lujosa revista Grafos, apareció publicado un texto muy singular. El autor firmaba con el nombre de: José A. Lezama. Era la primera vez que este joven daba a conocer una colaboración en los cotidianos de la isla. Por supuesto, no era el primer texto que escribía. Lezama había trabajado duro, y durante varios años, para lograr el estilo que ahora presentaba. El ensayo versaba sobre un artista casi desconocido en ese momento; se trataba de su amigo Arístides Fernández. El pintor había muerto en agosto de 1934, a la edad de treinta años, y a lo largo de su vida no había realizado exposición alguna. La mayoría de sus obras habían sido destruidas apenas aparecían. Arístides también buscaba un estilo propio. A mediados de 1934 se habían comenzado a manifestar los primeros síntomas de una enfermedad que acabaría rápidamente con él. En los últimos seis meses de su existencia hizo prácticamente toda su obra conocida. Sus óleos, dibujos y cuentos apenas habían sido mostrados a un puñado de amigos. Por estas razones, para diciembre de 1935, Arístides Fernández era prácticamente un desconocido; Lezama Lima, apenas un estudiante universitario que publicaba, por vez primera, un texto.

Es muy probable que los lectores de Grafos se desconcertaran al encontrar, en medio de notas de sociales, grandes fotografías y recomendaciones sobre moda, el inicio del ensayo “Tiempo negado”: “Clareada conducta y voz rebanada por la urgencia del tiempo negado pasaron en Arístides Fernández del rendimiento a las sombras”.[3] En una prosa oscurecida por metáforas, pero de un ritmo encantador, el joven ensayista realizaba un triple movimiento discursivo: por un lado, hacía una evocación entrañable de su amigo: “esa voz […] se quedó detenida […] rodeada de […] caballerosidad”; por otro, lamentaba su muerte y el escaso tiempo que había tenido para realizar una obra: “el tiempo se le negaba”; y, finalmente, señalaba los aportes de su pintura a la nueva promoción del arte insular. Sobre este último aspecto, el ensayista discurría con regocijo: mencionaba las figuras, los rostros, la contraposición entre espacio y tiempo en la pintura de Fernández: “el espacio en que se mueve su expresión, replegado, asustado, tendido, ofrecerá ocupación absoluta y asomo de figuras tartáricas golpeando las ventanas con el tamborileo de las largas uñas, de las caras sin amanecer”. La conclusión era contundente: el joven artista, en muy poco tiempo, había creado símbolos y arquetipos de la cotidianidad e intimidad de la isla de Cuba. En sus obras refulgían “los modelos del ser y de las esencias”; en ellas, se encontraba “una inmanencia deliciosa muy raras veces alcanzada entre nosotros”. En ese texto inaugural, Lezama dejaba ver entre líneas, además de un homenaje a su amigo, el proyecto de una nueva generación de artistas en la isla.

Hay que tener en cuenta que la revista donde se publicaba este ensayo había sido una de las principales promotoras de la renovación estética en Cuba. Al lado de publicaciones como Social, Carteles o la sección cultural del Diario de la Marina, Grafos desempeñó un papel decisivo en las discusiones sobre el arte insular de los años treinta. En sus páginas coincidieron los críticos y los creadores fundamentales del momento. Así, al lado de las noticias sobre el acontecer artístico, que firmaban Emilio Roig de Leuchsenring, José Antonio Portuondo o Armando Maribona, el lector podía encontrar ensayos críticos de Ramón Guirao o Guy Pérez Cisneros, o artículos de los artistas Eduardo Abela, Carlos Enríquez, Jorge Arche, Alfredo Lozano, Amelia Peláez y Víctor Manuel. En otras palabras, Grafos representaba, en el medio intelectual cubano de los años treinta, una de las publicaciones con mayor autoridad en materia artística en la isla. La publicación había aparecido a principios de 1933, bajo la dirección de María Radelat de Fontanills y María Dolores Machín de Upmann. En el editorial de su primer número habían expresado la finalidad del proyecto:

Grafos, como su nombre lo indica, será una publicación de carácter gráfico, sin que por ello se relegue la parte literaria, a la que prestaremos toda la atención que merece. Nuestra Revista no ha de exigir al lector el esfuerzo, sino, la emoción de su espíritu. Sus páginas le ofrecerán construcciones ágiles y breves a manera de miniaturas literarias. Le hablará al sentido de la vista, a la imaginación, a la emoción estética depurada y nueva. Una preocupación fundamental ha de animarla: convertir sus grabados y sus artículos en intérpretes fidelísimos del nuevo tiempo. Sus aportes a la cultura cubana, quedarán plenamente realizados en la búsqueda fervorosa de nuestra época, y de sus modos de sentir la belleza y expresarla.[4]

Los objetivos de la publicación no tardaron en cumplirse. La revista muy pronto se convirtió en uno de los puntos de referencia artística y literaria en la isla. Una buena parte de ese éxito se debió a la política editorial de los jefes de redacción, que se encargaron no sólo de promover la participación de los intelectuales cubanos, sino también de publicar a los más diversos autores del mundo hispánico. En distintos momentos fueron redactores de Grafos: Ramón Guirao, Enrique Pérez Cisneros y Guy Pérez Cisneros. No son exageradas las palabras de este último cuando, en un editorial de 1943 que celebraba los diez años de la aparición de la revista, aseguraba:

A pesar de su apariencia social, de sus páginas elegantes, a pesar de pequeños sacrificios a la vanidad y la moda, Grafos Havanity, puede ocupar hoy, en su mayoría de edad, un puesto muy alto en la gran tradición de las revistas cubanas: llámese Revista Bimestre, Revista de Cuba, Revista de Avance, Fígaro, Habana Elegante, Social o Cuba Contemporánea. Y no será seguramente el menor de sus méritos, el de haber ofrecido en elegante presentación, los más refinados manjares, a aquellos que no eran precisamente especialistas ni intelectuales.[5]

El responsable de que Lezama fuera invitado a colaborar con esta publicación fue el poeta Ramón Guirao.[6] Sería equivocado pensar que el tema del ensayo era una casualidad. Por el contrario, Lezama pensó muy bien sus inicios como escritor. Basta confirmar algunos detalles. En principio, la figura y la obra de Arístides Fernández fueron fundamentales, desde entonces y por siempre, para el poeta. En total, Lezama escribió, en distintos momentos de su vida, cuatro ensayos sobre el pintor (1935, 1950, 1958 y 1965).[7] Además, se encargó de divulgar en sus propias revistas los cuentos de su amigo: en Espuela de Plata aparecieron los relatos “La mano” y “El borracho”;[8] en Orígenes se publicaron: “La cacería” y “La cotorra”; en este mismo número varios escritores origenistas escribieron un homenaje al artista.[9] Sobre ningún otro artista cubano Lezama escribió e hizo tanto. Por todo esto, es necesario leer con detenimiento ese primer texto aparecido en Grafos. En el fondo, Arístides Fernández simbolizó la imagen del artista joven, perteneciente a una nueva promoción, que se daba a conocer en los años treinta en la isla de Cuba. La obra del pintor sirvió a Lezama como un espejo donde proyectar sus propios intereses. Hay, al menos, dos universos de semejanza entre ambos jóvenes: por un lado, un carácter artístico –un ethos–; por otro, un estilo.

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Por los datos hasta ahora disponibles, se puede suponer que Lezama y Fernández se conocieron hacia 1933. Eran tiempos convulsivos en la isla. Gerardo Machado estaba a punto de ser derrocado y la agitación social se encontraba en plena efervescencia. La Universidad de La Habana, después de estar cerrada tres años, abría nuevamente sus puertas en agosto y Lezama ingresaba a estudiar el segundo año de sus estudios de Derecho. La juventud universitaria, junto con algunos intelectuales y artistas, solía reunirse en el Paseo del Prado para discutir y analizar la situación del país. Ahí, entre reuniones y charlas, Lezama conoció a Arístides. Muy pronto comenzó a adentrarse en su universo pictórico y a reconocerse en él. Había rasgos de una historia que compartían. Ambos provenían de un universo familiar, antiguamente próspero y prometedor, venido a menos.

La familia de Arístides había perdido, años antes, ingenios azucareros y fincas. Sin recursos, tuvo que emigrar con sus padres a La Habana. El joven se quedó sin el mundo criollo de su infancia y sin la posibilidad de proveerse de una formación artística. Varias veces se matriculó en la Academia de San Alejandro, pero nunca terminó sus estudios. Son legendarios los relatos de la humildad en la que vivía: fabricaba sus propios colores porque no tenía dinero para comprarlos; tenía que ir a pie durante largos trayectos porque no le alcanzaba para el tranvía.[10] Este universo de frustración, donde la pobreza de una clase venida a menos definía un destino artístico, era compartido por Lezama.

El poeta, que también provenía de una familia relativamente acomodada, muy pronto quedó huérfano. Su padre, un exitoso militar, murió en servicio en Pensacola Florida hacia 1918 debido a una influenza. El futuro de la familia, tan promisorio y esperanzador, de pronto se vio frustrado. La madre, sola, embarazada y con dos hijos, decidió ir a vivir a casa de sus padres. El sustento de la familia era la pensión del patriarca muerto. Cuando por fin llegó a la Universidad, Lezama solicitó en varias ocasiones (1937 y 1938) quedar exento del pago de la matrícula; la razón que argumentaba: “no tengo empleo ni medios de fortuna”.[11] Este universo familiar, que alguna vez había sido prometedor, pero que de pronto se derruía, fue representado tanto en la obra de Lezama como en la de Arístides.

En los primeros capítulos de Paradiso, una novela que aparecería muchos años después, el escritor representaría ese mundo venido a menos de una familia cubana que vivía el presente de escasez con la dignidad de una pasado glorioso, y hacía de la carestía un pretexto para imaginar la abundancia en el recuerdo. Quien ha señalado de manera más contundente la relación entre el sentido de una grandeza pasada y la obra narrativa de Lezama es Lorenzo García Vega:

[Los años treinta son] la década de la pobreza, de esa pobreza cubana que viene después de la caída de la azúcar. Pobreza que llevaba a las familias de los siempre nuevos ricos, desde el recuerdo de la grandeza, hasta la presencia de la grandeza perdida […]. Pobreza de los grandes discursos, y de los grandes banquetes, de la familia aristocrática de Paradiso […]. Pues la poesía venía de la familia y de la familia también venía el recuerdo de las grandezas perdidas, por lo que había el deber de levantar, desde la imagen, ese recuerdo que la familia exigía […] eso explica el hecho de que como narrador y hombre de la década del treinta, [Lezama] pudiera recoger la experiencia de toda una zona desintegrada de la vida cubana, pero que como representante de la grandeza perdida, él debió metamorfosear toda esa experiencia en lo limitado de un bailongo barroco”.[12]

Por otra parte, en un cuadro como La familia se retrata, Arístides Fernández representa, bajo tonos azules y ocres, y con ciertos trazos primitivistas a lo Rousseau, a un grupo familiar que con toda la dignidad de los humildes posa para el retrato. La austeridad de las miradas y los rostros, así como la sencillez de los vestidos muestran nuevamente una actitud, un carácter, un ethos. Ambos jóvenes estaban convencidos de que el artista (el pintor o el poeta) debía preservar la dignidad y la memoria de esas familias criollas arruinadas durante las primeras décadas del siglo veinte. El creador era el elegido que preservaría el honor de un sociedad digna en medio de un presente frustrado. Por eso Lezama terminaba ese primer texto sobre su amigo, en diciembre de 1935, bajo la siguiente evocación: “La palabra que había juntado cada una de sus letras iba a quedarse asegurada sobre el agua con un altísimo sentido de artista fracasado y salvado”.[13]

La ruina de una clase, de una familia y de un proyecto social era el paralelo del discurso de la frustración republicana que muchos intelectuales habían articulado en el mundo insular durante las primeras décadas del siglo XX. Si personajes tan disímiles como Jorge Mañach, Fernando Ortiz o Juan Marinello elaboraban el imaginario de una República que había nacido muerta,[14] estos jóvenes artistas –justo en los primeros años de la década del treinta– también formulaban la idea de una frustración esencial: el arte tenía que salvar a la nación.

Sin embargo, estos dos creadores, además de compartir un ethos de la frustración, poseían rasgos similares en el estilo. En los cuadros de Arístides Fernández se puede observar una continuidad cromática. Los azules, los verdes, los grises y los ocres son colores frecuentes en su obra. En el óleo Entierro de Cristo, que en un principio fue concebido como un boceto para un mural, Arístides Fernández despliega una escena de tonalidades tenues, con la combinación de azules y grises, que crean una atmósfera de silencio e intimidad. No se ven ahí los tonos destellantes y coloridos de muchas de las obras de la primera vanguardia artística cubana, ni se representa una escena de dolor público trascendental; por el contrario, en ese cuadro se transmite un dolor íntimo, inmanente, que se observa en la posición de los personajes del cortejo: casi todos están de espaldas y los pocos rostros que el espectador observa manifiestan un profundo recato y ensimismamiento. El gran discurso social, propio del vanguardismo asociado a Revista de Avance, era trastocado por una percepción sensible de lo íntimo cotidiano. La tragedia cósmica se volvía una orfandad interior sobrellevada en silencio. En el caso de Lezama, si nos detenemos a observar su primer cuento publicado, nos daremos cuenta de una inquietud cromática muy particular. El relato al que me refiero se llama “Fugados”, y apareció en la misma revista Grafos, casi un año después de haber publicado su ensayo sobre Arístides Fernández.[15] La anécdota es muy simple: dos estudiantes del colegio deciden, en lugar de entrar a clases, caminar por el malecón de La Habana. Las acciones son muy pocas y casi todas ellas se desdibujan o se pierden en el marasmo de sensaciones, colores, tonalidades y percepciones que el narrador recrea. El gran relato de corte realista, propio de la narrativa social, aquí se sublima en una alquimia táctil, olfativa y plástica. Lo trascendente público se trocaba en una búsqueda de la percepción íntima. Lo que importa en este cuento son los colores, los trazos, los matices de una conciencia que percibe: “las olas saltaban aceradas alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto férreo y algoso”, “el recuerdo de la lluvia y el agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado”, “verde de luna palustre, adivinado verdor de juncos enlunados”, “las nubes destetadas hacían un poco más rosado el nácar de aquella agonía”, “de la vida clamante de las aguas había surgido un absoluto sistema de iluminación”. Si algún nombre pudiéramos poner a este procedimiento sería el de narración sensorial. Los juegos y búsquedas joyceanas son evidentes en esta técnica, pero al mismo tiempo se nota una cercanía con el procedimiento del amigo y pintor recién fallecido: en ambos se encuentra un universo de percepción inmanente, de trascendencia íntima. Este discurso, en el que juega un papel muy importante la subjetividad que percibe a la materia, fue característico no sólo de Lezama y de Arístides Fernández sino de una generación completa de artistas que, hacia mediados de los años treinta, comenzó a articular una propuesta plástica en el mundo intelectual de La Habana. Lezama conocía a muchos de ellos.

También, hacia 1933, Lezama entró en contacto con otro joven pintor: Jorge Arche, amigo íntimo de Arístides Fernández. El poeta había conocido a ambos artistas al mismo tiempo. Poco después, se encontraría con ellos en varias de las tertulias que organizaba Emilio Rodríguez Correa y Céspedes, un magistrado (Secretario de la sala primera de lo criminal en La Habana), que también era coleccionista de arte. A esas reuniones asistían jóvenes artistas e intelectuales ya consagrados.[16] A la muerte de Arístides Fernández, Jorge Arche se encargó de organizar la exposición póstuma de su amigo. La sala del Lyceum mostró, entonces, en diciembre de 1934, algunas de las obras del malogrado artista. Arche invitó a dar las palabras de apertura a uno de los intelectuales importantes de la isla: Jorge Mañach. Podemos suponer que durante los años treinta la relación de Lezama con Arche fue muy cercana. Por lo menos eso se desprende de algunos datos. Hacia 1938, el pintor realizó el retrato más famoso que se conoce del autor de “Muerte de Narciso”. Meses antes, en marzo de 1937, a raíz de su primera exposición individual, el poeta escribió una serie de comentarios sobre la obra del artista. Ahí lo define como un ejemplo de las labores de la nueva pintura cubana. La obra de Arche se sitúa, según el poeta, “dentro de lo que se debe hacer”.[17] Lezama alababa ahí la coloratura y la luz de sus trazos; celebraba la percepción detallada de los objetos; la unión de técnica y motivo; mencionaba los logros de su retratismo –donde no se percibía una “mentira absoluta” sino una “mentira cercana”–; además señalaba que, a la manera de Arístides Fernández, Arche se encontraba elaborando una nueva plástica que requería de una “mirada más curiosa”. Se podría asegurar que en esos momentos Lezama valoraba en Arche lo mismo que había valorado en Fernández: el universo de intimidad perceptiva y el retrato de introspección sutil.

Retrato de Lezama Lima por Jorge Arche | Rialta
Retrato de Lezama Lima por Jorge Arche

Seguramente por la relación con estos dos pintores, el poeta comenzó a frecuentar y a relacionarse con otros jóvenes artistas del momento. Pues, como muy bien lo recuerda Manuel Moreno Fraginals, hacia 1936 Lezama era un asiduo a las escalinatas de la academia de San Alejandro. Es muy probable que en ese sitio haya conocido a Rita Longa y Alfredo Lozano –ambos escultores–, a David –caricaturista y dibujante–, y a Roberto Diago –pintor–. Al respecto cuenta Moreno Fraginals:

[A finales de los años treinta] yo era muy amigo de Roberto Diago, prácticamente un hermano suyo. Diago se dedicaba ya a la pintura. […] Yo también estudiaba pintura en la academia de San Alejandro, aunque en realidad no me interesaba mucho. Ingresé ahí porque en 1936, cuando debía comenzar el bachillerato, cerraron todos los institutos. Y como mi madre era de la opinión de que un joven no debía andar por ahí sin estudiar ni trabajar, me matriculó en esa escuela. San Alejandro se encontraba entonces en la calle Dragones, y en los altos estaba la biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. […] Las escaleras del edificio de la Academia se convirtieron en un punto donde un grupo de jóvenes con inquietudes culturales nos reuníamos casi a diario para hacer nuestras tertulias. Lezama Lima era uno de los que acudían con asiduidad a la instalación; yo era ya un ratón de biblioteca. Y fue inevitable que nos conociéramos. Un día Diago se hallaba enredado en una acalorada discusión con alguien. Yo me metí en la charla y resultó que el otro joven era Lezama. […] Me llamó la atención que además de su increíble erudición literaria, Lezama demostrase una gran información sobre la historia de Cuba.[18]

A partir de estos indicios queda claro que, entre 1933 y 1936, Lezama se vinculó de forma intensa con muchos de los jóvenes pintores de la nueva generación artística de la isla. Con algunos de ellos elaboró proyectos que se opondrían a las formas de la vanguardia anterior. Al menos eso se nota en un texto desconocido de Lezama donde critica a la primera promoción de pintores vanguardistas cubanos.

En abril de 1937 apareció el primer número de la revista Compendio. Resumen del Pensamiento Universal; los editores responsables eran Rafael Cruz Menéndez y Raúl Ros Dorticós. La publicación se imprimía gracias al financiamiento de los clubes rotarios de Cuba y tenía la finalidad de publicar dos tipos de colaboraciones: por un lado, se reproducían artículos aparecidos en distintos cotidianos de la prensa mundial y, por otro, se daban a conocer textos de escritores cubanos. En ese primer número aparecieron, junto a ensayos de Giovanni Papini, Jean Cassous y Stefan Zweig, un par de colaboraciones de dos poetas habaneros. Eugenio Florit publicó el poema “Canción para leer” y José Lezama Lima el ensayo “Etapa actual de nuestra pintura y exposición Arche”. El texto de Lezama, que hasta el momento no había sido consignado por crítico alguno, es de una significación especial porque en él arremete de manera contundente y polémica contra la vanguardia pictórica cubana del momento.[19]

Ahí señalaba que la generación anterior de artistas plásticos era monótona e inerte, viciosa y esquemática, carente de elementos pictóricos y subjetiva; “conviven –en ella– expresionistas insistentes, surrealistas elementales, geometristas modiglianescos” que sustituyen los motivos pictóricos “por un fácil esquematismo”.[20] El balance del poeta era provocador: “Confesemos que en los últimos tiempos entre nosotros se ha hecho más vicio que justificación incontrastable. […] Subrayamos que la insuficiencia, la superficialidad y la falta de verdadero atreverse […] han dado la tónica para un buen gusto de ciudadanos correctos, mensurables, agradecidos, que es el bajo nivel de este momento, el ruido pictórico y la hundida comodidad de las almohadas llenas de pájaros muertos”.[21] Los severos comentarios del joven ensayista se referían en específico a los pintores que entre 1925 y 1937 habían acaparado el escenario artístico de Cuba. La primera generación de la vanguardia, representada por Eduardo Abela, Víctor Manuel, Marcelo Pogolotti y Carlos Enríquez era duramente enjuiciada por este poeta: “Hemos pintado por conceptos, pero nuestro defecto consistió en que éstos eran tan sólo tontos y deleznables”.

La actitud iconoclasta del joven de veintiséis años iba acompañada, a un mismo tiempo, de una reivindicación específica: frente a los juegos figurativos y superficiales de la primera vanguardia, el poeta exigía la configuración de un arte nacional con proyección mítica. En el fondo, Lezama estaba asignando una tarea específica al intelectual en las labores de la construcción imaginaria y social de la nación: el poeta y el artista debían erigir un mito que salvara a la isla de la “catástrofe” y de la frustración en la cual se encontraba. El arte tenía que dejar atrás la coyuntura social para proyectar una unidad nacional trascendente; no vistosa ni superficial, sino telúrica. Esta unidad no había sido lograda por los primeros artistas de vanguardia; los jóvenes, por lo tanto, debían, por lo menos, planearla:

La pintura de la generación aparecida y dominadora hasta ahora […] no había logrado integrarse en el diálogo apaisado; la nueva, más vacilante aun en su inseguridad que la anterior en su monotonía e insistencia, no ha podido ya que no integrar, al menos planear y proyectar una teleología insular, que ofreciese nuestros elementos sensibles en un tratado sobre los estilos posibles en las islas. […] Nuestros rendimientos de diez o quince años hasta las lunas de 1937 han tenido más de marginalia viciosa que de integración mítica o de fuerzas esenciales exigibles para el yo coherente de toda unidad telúrica.[22]

Estas palabras de Lezama son significativas si consideramos que para esos momentos todavía no ha publicado su Coloquio con Juan Ramón Jiménez (1938) ni ha escrito a Cintio Vitier la famosa carta donde sugiere la necesidad de elaborar una teleología insular (1939).[23] Aquí estamos ante el joven estudiante de derecho que, en sus relaciones con los pintores de su generación, está pensado en la definición de un arte que muestre los destinos nacionales. Para realizar esa “teleología insular”, Lezama proclamaba la necesidad de vincular al artista con el Estado: “el divorcio de la persona y el estado […] hacen nuestra suma de muerte, nuestro lote de desespero. […] Nos falta la embestida que siempre finaliza en la comprensión estatal, el hecho artístico que se enlazaba por encima de las individuales calidades antinómicas. Menos vicio y más carnalidad histórica”.[24] Esta idea del arte encarnando en la historia no es sino la prédica por apoyar, desde los organismos estatales, los proyectos artísticos de los jóvenes pintores. En este contexto, de absoluta consciencia por parte de Lezama de las posibilidades de un arte nacional al asociar al artista con el Estado, cobra significación una carta que el poeta escribió a principios de 1937. En ella se resumen las actitudes comprometidas y renovadoras del joven escritor.

III. La universidad y la nación

El 7 de febrero de 1937, José María Chacón y Calvo, reconocido filólogo y crítico literario, fue designado Director de Cultura del gobierno de Federico Laredo Brú. Esta era la segunda ocasión en que el connotado intelectual ocupaba ese cargo. Dos años y medio antes, en junio de 1934, había desempeñado las mismas funciones, bajo la Secretaria de Educación a cargo de Medardo Vitier. En ambos periodos diseñó una política cultural con matices muy particulares; para él, justo en el periodo posterior a la caída de Gerardo Machado, lo importante era localizar, en los quehaceres de la cultura, un punto neutral donde convergieran todos los actores que habían protagonizado la Revolución de 1933. Chacón designó este ideario bajo el nombre de: “La «neutralidad» política de la Cultura”:

Viví íntima, apasionadamente esta doctrina que propagué al inaugurar en mi patria la Dirección de Cultura en 1934; al año justo de la caída de Machado, es decir en una etapa revolucionaria, con todas las implicaciones que tienen siempre estos movimientos tendientes a desorbitarse […] fue aquella primera experiencia de poco más de siete meses. El 5 de marzo dejaba el cargo porque el ensayo de “convivencia” entre los varios sectores políticos de Cuba que había llevado a término en la Dirección de Cultura fue imposible continuarlo por una huelga revolucionaria que comenzó aquel día. De nuevo, en mi segunda etapa de director de cultura, esta mucho más larga, del 7 de febrero de 1937 al 13 de diciembre de 1945, repetí el ensayo.[25]

Para Chacón y Calvo, la tesis de la “neutralidad” de la cultura podía resumirse de la siguiente manera: “Hay una esfera de natural convivencia entre los hombres, la de la Cultura, y la cultura es, por esencia, contraria a todo espíritu de partido. Y cuando tiene un matiz político, o más bien partidista, está desnaturalizando su espíritu, está dejando de ser espíritu, es decir, está dejando de superar a la realidad inmediata y transitoria”.[26] Esta especie de política del espíritu, que recordaba lo planteado por Paul Valéry en un artículo publicado un par de años antes,[27] dejaba claro un ideario y una finalidad: trabajar por la cultura implicaba superar toda división ideológica en favor de la construcción de una comunidad mayor: la nacionalidad: “En esta esfera pueden coincidir las más diversas ideologías, siempre que las mismas afirmen los postulados de la cubanidad”.[28] Esta profesión de fe se concretó de diversas maneras en el campo intelectual cubano de esos años. Por un lado, Chacón y Calvo promovió la creación de misiones culturales, cines educativos, museos ambulantes y bibliotecas de provincia;[29] por otro, diseñó estrategias institucionales (la fundación de las Comisiones de Folklore Cubano y de Arqueología; la reanimación de antiguas asociaciones como el Ateneo de La Habana; la promoción de concursos literarios y la inauguración de la Sala Permanente de Pintura y Escultura; la publicación de la Colección de Clásicos y de los Cuadernos de Cultura), todo esto para dar cabida a una amplia gama de intelectuales, a veces, de signo ideológico contrario. Lino Novás Calvo recordaba esa convicción pluralista con las siguientes palabras:

Se propuso atraer a los hombres de los cuatro puntos extremos y cardinales y en su departamento se dieron la mano aun cuando afuera se dieran de tiros. […] Mañach y Marinello, antiguos compañeros y a la sazón enemigos se saludaron en su Departamento. “¡Hola, bolchevique!”, dijo Mañach. “¡Hola, abecedario!”, contestó Marinello. Y se dieron la mano. Allí, presentes, estaban gentes de todos los frentes enemigos. Los había comunistas, fascistas, liberales, de todo.[30]

Un cierto imaginario republicano, marcado por la diversidad y la tolerancia, auspiciaba las labores de este filólogo católico. Ese espíritu abierto, que pretendía rescatar la nacionalidad mediante la cultura, fue el que llamó la atención de unos jóvenes artistas a principios de 1937.

En marzo de ese año, poco después de que Chacón y Calvo asumiera su puesto, un novel escritor decidió escribir una carta al reciente Director de Cultura. En ella solicitaba la creación de un Taller Libre de Pintura y Escultura. El joven, que hablaba en nombre de una nueva generación de artistas, señalaba los aciertos de la flamante dirección y aconsejaba ciertas pautas para sus quehaceres institucionales. Dentro de ellas, elogiaba el interés por impulsar proyectos culturales y artísticos bajo el aura de la reciente revolución política de 1933.

No hay duda alguna de que en estos momentos se inicia[n] en el Instituto que Ud. dirige las más próvidas y trascendentes orientaciones de su ejecutoria intelectual. Hay ya claros indicios, que deben transformarse puestos en claros símbolos. Su acercamiento a las clases intelectuales, su afán de movilizar esas clases para que alcancen el más agudo desarrollo de su forma, tendrán que determinar una profundización de las relaciones entre el intelectual y el artista con el estado.[31]

José Lezama Lima, el autor de esta misiva, alentaba de forma sorprendente un trabajo conjunto entre el artista y el Estado. Esta relación, tan conflictiva en el Lezama maduro que vivió durante el segundo momento de la República (de 1940 a 1959), [32] hay que entenderla bajo el signo de politización que el joven escritor había experimentado en sus años universitarios. En esos momentos (marzo de 1937), Lezama ya era reconocido como un comprometido estudiante universitario que comenzaba a escribir, con un estilo muy peculiar, en algunos mensuarios de la isla. En octubre de 1929 había ingresado a la Facultad de Derecho en la Universidad de la Habana. En ese momento inscribió nueve materias; dos de ellas le serían sumamente significativas. Los profesores encargados de esas cátedras marcarían su manera de afrontar los acontecimientos en la isla.

La institución a la que el joven ingresaba en 1929 acababa de pasar por una reforma importante; dentro de sus nuevas disposiciones, exigía que a cada alumno le fuera asignado un tutor. Lezama pidió trabajar con quien había sido su maestro de literatura durante el bachillerato, en el Colegio de San Francisco de Paula: Fernando Sirgo. Este joven académico, que tenía bastantes vínculos con la generación de artistas e intelectuales de la Revista de Avance, era ayudante de Juan Marinello en la cátedra de Exposición y Composición en Español. Esa fue una de las materias que Lezama matriculó al iniciar sus estudios.[33] Así, el futuro poeta comenzaba su carrera universitaria tomando clases con uno de los connotados intelectuales de la izquierda insular. En esos años, el ambiente estudiantil de la Universidad de La Habana vivía profundas agitaciones. El 30 de septiembre de 1930, justo al término de su primer ciclo escolar, se organizó una gran marcha contra Gerardo Machado. La manifestación fue reprimida y un estudiante, Raúl Trejo, fue asesinado. Entre muchas otras consecuencias de ese suceso, Juan Marinello fue encarcelado. Todo hace suponer que el poeta no era ajeno a todo lo que ocurría en ese ambiente convulsivo. Muchos años después recordaría:

Trejo terminaba la carrera cuando yo empezaba. Lo veía mucho en la Asociación de Alumnos de Derecho donde se verificaban las reuniones, había conferencias y casi todos lo estudiantes bajábamos y ahí teníamos nuestras conversaciones, ese fue el centro de conspiración […] hubo algunas conspiraciones, eso de salir fuera de La Habana a reunirnos en una casa, en una granja, conspirar un poco. […] Y todo se preparó [para la manifestación del 30 de septiembre], inclusive se preparó lo que se llamó la comisión de gritos.[34]

Su hermana recuerda la preocupación de la madre por distraerlo de “la lucha estudiantil en la que estaba muy involucrado”.[35] Varios compañeros rememoran su compromiso político: “Por aquellos años (1929-1930), Lezama estaba en el grupo de los estudiantes más politizados”.[36] En medio de este ambiente de agitación política, es muy probable que el joven Lezama haya estado al tanto de todo el movimiento de reformas universitarias que, años antes, habían sido impulsadas en Argentina y en México.[37] Sin embargo, el compromiso político que en esos momentos asumió, poco tenía que ver con el proyecto de izquierda radical que representaba la figura de Juan Marinello. Había, en la planta académica de ese primer año, otro profesor que lo vinculaba con un proyecto nacional republicano.

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Un joven Lezama Lima (izquierda) junto a Salvador Gaztelu en la bahía de La Habana, cerca de 1931 (Cuban Heritage Collection)

Al mismo tiempo que tomaba clase con Marinello, el poeta asistía al curso de una figura antagónica del líder comunista: me refiero al historiador Ramiro Guerra y Sánchez. El historiador patricio, quien ya para esos años había diseñado toda una genealogía republicana bajo el amparo de los fundadores de la patria,[38] era el responsable de impartir el curso de Historia de Cuba que Lezama también matriculó en su primer ciclo universitario. En esa cátedra seguro encontró los asideros para pensar en una genealogía patriótica sustentada en una historia familiar. Así, de esta manera, en sus inicios estudiantiles, Lezama estuvo al tanto de dos visiones sobre la isla; por un lado la politización de Marinello y, por otro, la de la nación de los héroes criollos de Ramiro Guerra. Lezama se movía entre ambos mundos.

Después de la manifestación de septiembre de 1930, Gerardo Machado cerró la Universidad y así se mantuvo durante tres años. En ese periodo, Lezama comenzó a trabajar en un puesto ínfimo de la Secretaría de Sanidad y Beneficencia en La Habana; son los años en los que entabla amistad con Ángel Gaztelu y Guy Pérez Cisneros, personajes fundamentales para sus proyectos posteriores. A principio de 1934, se reiniciaron los cursos universitarios y Lezama tomó clases, entre otros, con Roberto Agramonte, el decano de la Facultad de Filosofía y Letras. Una huelga general en marzo de 1935 provocó que la institución cerrara nuevamente sus puertas hasta mayo de 1937. En este último año, gracias a la intermediación de la Secretaría de Educación, se reabrieron las aulas de la Universidad de La Habana. El responsable de la vuelta a clases, y Secretario de Educación, era un viejo conocido de Lezama: se trataba de Fernando Sirgo. Chacón y Calvo había sido nombrado Secretario de Cultura por Sirgo, en ese febrero de 1937. Es muy probable que la cercanía con Sirgo haya propiciado que Lezama, el joven escritor, se atreviera a escribir esa carta a la Dirección de Cultura. En esa misiva, Lezama resumía sus ideales de una renovación pedagógica que, sin duda, había marcado sus inicios en la Universidad. En ella se mostraban las inquietudes por modernizar las formas de aprendizaje e impulsar nuevas estrategias de relación entre los profesores y el estudiantado:

Con un costo mínimo podría funcionar una escuela plástica donde pudiesen desarrollarse las modernas orientaciones de la pedagogía plástica, con la asistencia de los escolares cuya vocación los llevase a los estudios de los centros que Ud. dirige. No sería una escuela de pintura más […] sería […] [un] taller. […] Es necesario entre nosotros un Taller plástico, que no sea precisamente la creación de una academia más donde profesores sentados cómodamente en el esqueleto de sus conceptos se vuelquen ante los escolares sin inquietud […] no deseamos crear la segunda parte […] de una nueva etapa académica. […] Pensamos nosotros que toda pedagogía, más aún la pictórica, necesita más que fijar conceptos a posteriori, trabajar sobre intuiciones que pueden soportar las distintas etapas escolares. La misma etapa actual de nuestro arte, necesita de la plenitud de esas intuiciones […]. En una academia al uso, el profesor se solaza lamentablemente cuando pone sobre el mostrador el ruido y el peso de sus baratijas conceptuales. Pero en un taller de trabajo pictórico tienen que marchar las cosas de otra manera.[39]

El interés por renovar la pedagogía artística en la isla tenía varios antecedentes. En 1933 un grupo de creadores, entre los que se encontraban Arístides Fernández y Jorge Arche, había solicitado la creación de una Escuela Libre de pintura.[40] El ejemplo lo habían tomado de las Escuelas al Aire Libre que en los años veinte habían funcionado en México y habían sido promovidas por José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública. Bajo el ejemplo mexicano, los pintores cubanos comenzaron a pugnar por la creación de nuevos y modernos espacios de enseñanza artística. Pero no sólo se trataba de la renovación pedagógica; Lezama, en aquellas líneas, también solicitaba a la Dirección de Cultura se facilitaran los edificios públicos para que los integrantes del taller realizaran pinturas murales:

En el taller se estudiará dibujo, pintura y talla directa, claro está que a nuestro afán de provocar la forma del estilo de una época nuestra, la pintura mural ha de ser valiosísima. Mientras la pintura de caballete ha penetrado en la angustia actual de la expresión provocada quedan ricas posibilidades para la pintura mural. […] Este equipo dueño ya de su técnica […] podrá llevar nuevas motivaciones pictóricas a los edificios militares, civiles, etc. Un bello intento creado por un grupo de decisión y entusiasmo, sólo espera que Ud. recoja este proyecto y logre hacerlo factible. Sería una bella inicial, para los días que todos esperamos han de iniciarse.[41]

Así, con un claro espíritu vasconcelista, el joven Lezama solicitaba, al inicio de la gestión de Chacón y Calvo, el apoyo de los organismos estatales para promover nuevas políticas educativas y nuevas expresiones artísticas revolucionarias. La carta era apoyada por todos los jóvenes pintores y escultores que el poeta había frecuentado entre 1933 y 1936: “El equipo que desea la creación de ese taller es el siguiente: Jorge Arche, René Portocarrero, Mariano Rodríguez y David, como pintores. Rita Longa y Alfredo Lozano, como escultores”.[42] Hasta ahora, no sabemos si esta carta efectivamente fue enviada en marzo de 1937 a la Dirección de Cultura. Lo cierto es que algunos meses después, en julio, el Estudio Libre de Pintura y Escultura, amparado bajo la Dirección de Chacón y Calvo, abrió sus puertas con un éxito arrollador.[43] Eduardo Abela fue designado director del nuevo proyecto; Domingo Ravenet, Rita Longa y Jorge Arche fueron nombrados orientadores; René Portocarrero, Mariano Rodríguez y Alfredo Lozano tenían el puesto de colaboradores. Casi todos los firmantes de la carta de Lezama participaron en ese proyecto. En los escasos cinco meses que funcionó el experimento educativo, varios habaneros sin recursos pudieron asistir a las clases que ahí se impartían. Y si el proyecto pedagógico funcionó; la promoción del muralismo, también. Muy pronto, en las paredes de la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara se concretó un gran proyecto de pintura mural. Los autores de la obra colectiva fueron los integrantes del Estudio: Abela, Portocarrero, Rodríguez, Peláez, Arche, Ravenet y González Puig. Casi al mismo tiempo, la Escuela de Becados José Miguel Gómez de la ciudad La Habana siguió el ejemplo. De esta manera, el año de 1937 fue un momento culminante del desarrollo del arte mural en la isla.[44] Y en toda esta historia algo tuvo que ver Lezama.

Seguramente la carta de Lezama, signada por los jóvenes artistas, no fue decisiva para la fundación del Estudio. De hecho, ya en febrero de 1937, la generación artística anterior se movilizaba para aprovechar la llegada de Chacón y Calvo a la Dirección de Cultura. En esas fechas, Romero Arciaga señalaba, en una conferencia dictada en el Lyceum, la conveniencia de acercarse al nuevo director para que la fundación de la Escuela libre no cayera en el vacío.[45] Poco después, el 17 de marzo, Eduardo Abela mandaba un Memorándum al filólogo donde le informaba sobre las características que debía reunir una Escuela Libre de Pintura y Escultura. Esto me hace suponer que Lezama escribió su carta para reforzar la solicitud que ya se tramitaba en las oficinas de la Secretaría de Cultura. La estrategia no es difícil de imaginar. A la solicitud de los experimentados pintores de vanguardia había que anexar la de la nueva promoción. De cualquier manera, esta serie de hechos, datos y documentos, publicados entre diciembre de 1935 y mayo de 1937, demuestran que el joven José Lezama Lima, antes de la publicación de Verbum, se involucró intensamente en el diseño de una política cultural que vinculaba los cambios institucionales generados por la revolución de 1933 con el ascenso de una nueva generación de creadores. Los años estudiantiles de Lezama hay que pensarlos, por lo tanto, bajo varios frentes que se enlazan: la literatura, la pintura, la universidad y la nación.


Notas:

[1] A pesar de llevar el cargo nominal de secretario, Lezama en realidad era el orquestador de Verbum. Órgano Oficial de la Asociación de Estudiantes de Derecho. El primer número de la revista, que era auspiciada por la Universidad de La Habana, apareció en junio de 1937 (Cfr. José Lezama Lima, “El Secreto de Garcilaso”, Verbum. Órgano Oficial de la Asociación de Estudiantes de Derecho, n. 1, junio de 1937, pp. 9-41; “Muerte de Narciso”, Verbum. Órgano Oficial de la Asociación de Estudiantes de Derecho, n. 2, julio-agosto de 1937, pp. 29-34).

[2] El propio escritor señaló en una entrevista: “En realidad empecé muy joven, después viendo las dificultades de publicación me dediqué a hacer revistas para ir publicando nuestras cosas; por ejemplo, mi poema Muerte de Narciso fue escrito a mis veintiuno o veintidós años y publicado en Verbum en 1937”. “Interrogando a Lezama Lima”, Recopilación de textos sobre José Lezama Lima, Casa de las América, La Habana, 1970, p. 11.

[3] José A. Lezama: “Tiempo negado”, Grafos, n. 33, diciembre de 1935, pp. 76-79.

[4] “Finalidad”, Grafos, n. 1, mayo de 1933, s.p. [Agradezco de forma especial a Jomar Díaz el apoyo que, desde La Habana, me prestó para localizar varios de los textos que comentó en este artículo].

[5] G[uy]. P[érez]. C[isneros]: “Grafos Havanity tiene diez años”, Grafos Havanity, n. 110, abril de 1943, s. p. Entre los números 99 y 126, la publicación se llamó Grafos Havanity.

[6] Así lo asegura Eloísa Lezama Lima: “Sus primeras colaboraciones en la revista Grafos, a petición de su amigo Ramón Guirao, fueron objeto de críticas negativas. Se le acusaba de oscuro y retorcido” (Eloísa Lezama Lima: Una familia habanera, Ediciones Universal, Miami, 1998, p. 61).

[7] “Arístides Fernández: tiempo negado”, Grafos, n. 33, diciembre, 1935, pp. 76-79; Arístides Fernández, Dirección de Cultura, La Habana, 1950; “De nuevo, Arístides Fernández I”, Diario de la Marina, 6 de marzo de 1958, p. 4A; “De nuevo, Arístides Fernández II”, Diario de la Marina, 7 de marzo de 1958, p. 4ª; “Arístides Fernández, otra de sus visitas”, prólogo al Catálogo de la Exposición de Arístides Fernández, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965. Todos estos textos han sido recopilados en José Lezama Lima: La visualidad infinita, Letras Cubanas, La Habana, 1994, pp. 109-144.

[8] Arístides Fernández: “El borracho”, “La mano”, Espuela de Plata, abril, mayo, junio y julio de 1940, pp. 5-8. En una nota a pie de página del primer cuento, Lezama escribió: “Como aclaración a su pintura, Arístides Fernández dejó una colección de cuentos inéditos aún, que la muerte le impidió revisar, pero valiosísimos para señalar las características de su vigoroso temperamento” (p. 5).

[9] Arístides Fernández: “La cacería”, “La cotorra”, Orígenes, n. 26, 1950, pp. 3-8. Cfr. “Homenaje a Arístides Fernández”, Orígenes, n. 26, 1950, pp. 60-64; como portada de ese número hay un dibujo del malogrado pintor.

[10] Véanse, al respecto, los comentarios de José Lezama Lima: “Arístides Fernández”, en La visualidad infinita, ed. cit., p. 129; y de Lorenzo García Vega: Los años de Orígenes. Ensayo autobiográfico, Bajolaluna, Buenos Aires, 2007, pp. 92-95.

[11] El documento donde solicita una matrícula gratuita se puede consultar en el Archivo Universitario de Lezama, reproducido en el disco compacto, Todo José Lezama Lima. Volumen 1, Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, La Habana, 2010.

[12] Lorenzo García Vega: Los años de Orígenes. Ensayo autobiográfico, ed. cit., pp. 96, 126, 127.

[13] José A. Lezama: “Arístides Fernández: tiempo negado”, Grafos, n. 33, diciembre, 1935, pp. 76-79.

[14] Cf. Rafael Rojas: Isla sin fin. Contribución a la crítica del nacionalismo cubano, Ediciones Universal, Miami, 1998, pp. 157-166.

[15] José Lezama Lima: “Fugados”, Grafos, n. 43, noviembre, 1936, pp. 52-53.

[16] En un pasaje de Paradiso, Lezama recrea aquellos encuentros: “Sentado un día en un banco del Prado, había conocido a dos pintores. Uno, que era de oficio, pintaba poco. El otro, antes de morir, aclarándose el llamado, pintó y llenó sus libretas con sus indecisiones poderosas, con sus balbuceos que querían romper una cáscara para alcanzar la nueva fórmula. Después volvió a encontrarle en casa de un conocido coleccionista, –eran años de penuria y los burócratas que querían mostrar pinta fina, o de ocio bien llevado, compraban discos o alguna estatuilla a lo Eric Hill o a la Brancusi, que mostraban después en la tertulia nocturnal, entre sonrisas de ironía gala y alguna manzanilla servida en unas largas copas florentinas, regalo de la condesa de Merlin a una tía del coleccionista, que a su vez coleccionaba piezas de porcelana del Retiro–. El pintor, muy corpulento, ostentando la fineza de su espíritu en las líneas bondadosas y amargas del rostro, ya estaba acorralado por la muerte. Cuando uno llegaba a la reunión, ya estaba allí, cuando nos retirábamos, ya él se había marchado sin darnos cuenta. […] Poco después de conocerlo, le llegó la muerte; por esa cercanía, amistad y muerte, estaba en el recuerdo” (José Lezama Lima: Paradiso, Archivos UNESCO, Madrid, 1988, pp. 408-409).

[17] José Lezama Lima: “Etapa actual de nuestra pintura y exposición Arche”, Compendio. Resumen del Pensamiento Universal, n. 1, abril, 1937, p. 106.

[18] Manuel Moreno Fraginals: “Unidad y lucha de contrarios en una relación entrañable”, en Carlos Espinosa (ed.), Cercanía de Lezama Lima, Letras Cubanas, La Habana, 1986, pp. 98-99.

[19] José Lezama Lima: “Etapa actual de nuestra pintura y Exposición Arche”, Compendio. Resumen del pensamiento universal, n. 1, abril de 1937, pp. 102-108. Ni las detalladas y meritorias bibliografías de Araceli García Carranza, ni las exhaustivas recopilaciones de Iván González Cruz dan noticia de este ensayo que Lezama decidió olvidar, junto con otros del mismo periodo, en las páginas de revistas menos famosas del momento. De Araceli García Carranza se pueden consultar: “Lezama Lima en las publicaciones periódicas cubanas. Aproximación bibliográfica”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, mayo-agosto de 1988, pp. 161-183; Bibliografía de José Lezama Lima, Arte y Literatura, La Habana, 1998 y “Bibliografía de José Lezama Lima. Suplemento I”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, julio diciembre de 2000, pp. 91-126. También véanse las ediciones de Iván González Cruz: Fascinación de la memoria. Textos inéditos de José Lezama Lima, Letras Cubanas, La Habana, 1993; Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 1998; La posibilidad infinita. Archivo de José Lezama Lima, Verbum, Madrid, 2000.

[20] José Lezama Lima, “Etapa actual de nuestra pintura y Exposición Arche”, ed. cit., p. 104.

[21] Ibídem, pp. 104-105.

[22] Ibídem, pp. 103-105.

[23] Cfr. José Lezama Lima: “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, Revista Cubana, n. 11, 1938, pp. 73-95 y José Lezama Lima: Cartas a Eloísa y otra correspondencia, Verbum, Madrid, 1998, pp. 251-252.

[24] Ibídem, p. 104.

[25] José María Chacón y Calvo: “La neutralidad política de la Cultura II”, Diario de la Marina, La Habana, jueves 16 de octubre de 1958, p. 4-A. La primera parte de este artículo apareció como “La neutralidad política de la Cultura I”, Diario de la Marina, La Habana, martes 7 de octubre de 1958 p. 4-A.

[26] Ídem.

[27] Paul Valéry: “Politique de l’esprit” (1932), en Variété III, París, Gallimard, 1936.

[28] José María Chacón y Calvo: citado por Malena Balboa Pereira, “Hacia una zona de convivencia en la cultura: José María Chacón y Calvo”, Espacio laical, n. 3, 2011, p. 82.

[29] En buena medida estas acciones se hicieron a ejemplo de las misiones culturales realizadas en España durante la segunda República. La idea central del proyecto era “llevar la cultura al pueblo dándole un carácter de utilidad” (José María Chacón y Calvo: “Hacia una cultura pragmática”, Revista Cubana, n. 2 y 3, 1935, pp. 329-332).

[30] Lino Novás Calvo: “José María Chacón y Calvo”, Revista Cubana, n. 15, 1936, pp. 258, 275.

[31] Hasta ahora, los críticos han fechado esta misiva en marzo de 1940. Sin embargo, estoy convencido de que la datación está equivocada, no sólo por las evidentes erratas que cometieron los editores al transcribirla sino, ante todo, por el contexto al que se alude en ella. La misiva ha sido transcrita por Iván González Cruz y por Leonel Capote en dos libros (Cfr. Iván González Cruz (ed.): Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, ed. cit., pp. 479-489; José Lezama Lima: La visualidad infinita, introducción, estudio y edición de Leonel Capote, ed. cit., pp. 157-162). Cito por la edición de Capote.

[32] Son conocidas las famosas palabras de Lezama, publicadas en 1949, donde enjuiciaba al “país frustrado en lo esencial político” y señalaba que, ante la falta de imaginación estatal era “necesario ir ya entregando las formas superadoras de esa desintegración. […] Lo que fue para nosotros integración y espiral ascensional en el siglo XIX, se trueca desintegración en el XX” (José Lezama Lima: “Señales. La otra desintegración”, Orígenes, n. 21, 1949, pp. 60-61). Sobre las relaciones de Lezama, el Origenismo y el segundo momento del República, cfr. César A. Salgado, “Orígenes ante el Cincuentenario de la República”, en Anke Birkenmeier y Roberto González Echevarría (coords.), Cuba un siglo de Literatura (1902-2002), Colibrí, Madrid, 2004, pp. 165-189.

[33] El expediente universitario de Lezama se puede consultar en el disco compacto, Todo José Lezama Lima. Volumen 1, Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, La Habana, 2010. Ahí aparece el comprobante de las nueve materias que inscribió en 1929. Los profesores responsables de cada una de las cátedras, se pueden localizar en el Memoria Anuario Universidad de la Habana, Universidad de La Habana, La Habana, 1929. Ahí se asienta que Sirgo y Marinello impartían el curso que Lezama llevó.

[34] José Lezama Lima: “Lanzar la flecha bien lejos”, en Carlos Espinosa (ed.), Cercanía de Lezama Lima, ed. cit., p. 375.

[35] Eloísa Lezama Lima: Una familia habanera, ed. cit., p. 34.

[36] José Antonio Portuondo: “Una deslumbrante lectura en el patio de los laureles” en Carlos Espinosa (ed.), Cercanía de Lezama Lima, ed. cit., p. 18. Otro compañero de la Universidad confirma la imagen de un Lezama estudiante profundamente comprometido: “En aquellas luchas estudiantiles, Lezama se alistó en las fuerzas renovadoras. Roa, en una conocida entrevista, lo nombra y recuerda cómo marchaba en la manifestación del 30 de septiembre a pesar del tormento que le causaba el asma que nunca lo abandonó. Del curso nuestro pueden citarse muchos nombres de combatientes que se destacaron. Algunos como Marcio Manduley quedaron en el camino. Otros por desgracia, desertaron. Pero los demás nos mantuvimos fieles para tratar de que no fuese cierta la frase de que la revolución del 30 se fue a bolina. Entre estos últimos estuvo Lezama, como puede atestiguarlo José Antonio Portuondo, otro de los miembros de aquel grupo” (Eduardo Robreño Depruy: “Un cubano que honró a su patria”, en Carlos Espinosa (ed.), Cercanía de Lezama Lima, ed. cit., p. 25).

[37] Véase lo que dice en una entrevista: “Yo era entonces un muchacho, creo que tendría 14 años (cuando sucedió la manifestación dirigida por Julio Antonio Mella), pero ya estaba interesado por este tipo de movimiento, me despertaba la curiosidad. Leía revistas donde hablaban de reformas universitarias, de las preocupaciones de los estudiantes de las Universidades de Argentina y México”, José Lezama Lima: “Lanzar la flecha bien lejos”, ed. cit., p. 376. (Cfr. el artículo de Ana Cairo: “Lezama estudiante”, consultado en diciembre de 2013 en el sitio web Librínsula (ya no disponible), y el de Luis Ignacio Iriarte: “José Lezama Lima y la búsqueda de una cultura nacional”, Iberoamericana, n. 47, 2012, pp. 49-69).

[38] Cfr. Rafael Rojas: “Ramiro Guerra: la memoria de un patricio”, Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, Colibrí, Madrid, 2008, pp. 165-199.

[39] José Lezama Lima: “Carta sobre el Estudio Libre de Pintura y Escultura”, La visualidad infinita, ed. cit., pp. 157-162.

[40] Sobre el proyecto de 1933 y sobre las renovadas experiencias de pedagogía artística realizadas en Cuba por Gabriel García Maroto y Máximo López, cfr. Yolanda Wood: Proyectos de artistas cubanos en los años treinta, Letras Cubanas, La Habana, 2005, pp. 11-38.

[41] José Lezama Lima: “Carta sobre el Estudio Libre de Pintura y Escultura”, ed. cit., pp. 161-162.

[42] Ibídem, pp. 160-161.

[43] Cfr. R.S.S., “Un Estudio Libre de Pintura y Escultura”, Revista Cubana, n. 25, julio de 1937, pp. 123-125.

[44] Olga María Rodríguez Bolufé: Relaciones artísticas entre Cuba y México (1920-1950). Momentos claves de una historia, Universidad Iberoamericana, México D. F., 2011, pp. 325-342.

[45] Yolanda Wood: Proyectos de artistas cubanos en los años treinta, Letras Cubanas, La Habana 2005, p. 105.

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3 comentarios

  1. Indagaciones como esta enriquecen la bibliografía indirecta de Lezama. Un valioso texto de lo que Ottmar Ette llamó «arqueología literaria». Para Lezama su obra ensayística comienza con «El secreto de Garcilaso». También cnsideró que su obra poética se iniciaba con «Muerte de Narciso», no con «Inicio y escape», que nunca quiso publicar. Pero así sucede con los escritores fuertes como Paz, Borges, Lezama… Se agradece, sobre todo resaltar el espíritu ecuménico de Chacón y Calvo, que tanto necesita la Cuba actual. Felicitaciones a Ugalde. Rialta hace honor a su nombre.

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