Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges

“No hay fin de hacer muchos libros y el mucho estudio es fatiga de la carne”, advierte el Eclesiastés. Quizás… pero la adusta máxima no parece haber calado en quienes, diligentemente, continúan escribiendo un volumen tras otro sobre Jorge Luis Borges: la bibliografía en torno al gran artista verbal argentino supera ya todo lo escrito sobre Cervantes[1] y en el territorio del así llamado canon occidental sólo Shakespeare y Kafka han suscitado más publicaciones. Sería un error pensar, sin embargo, que todo lo escrito sobre el Viejo resulta digno de nuestra atención: incluso dejando a un lado la cuantiosa producción académica –una auténtica industria que sería imposible abordar en este breve artículo– resulta desconcertante el número de textos que se ocupan –con escasa inteligencia y peor prosa– de su biografía: así, personajes tan abisalmente mediocres como Estela Canto, María Ester Vázquez y Roberto Alifano[2] se han empeñado en infligirnos sus deplorables narraciones, que nada sustancial agregan a nuestro conocimiento del escritor[3] y sólo revelan la apenas concebible inopia conceptual de semejantes individuos. Borges, naturalmente, es inagotable, pero, en rigor de verdad, muy pocos volúmenes escritos sobre él en los últimos treinta años merecen el esfuerzo de sacarlos del librero. Uno de estos es, según creo, el excéntrico Borges y yo (Emecé, 2021), de Jay Parini.

Se trata de un texto poco común: desdeñando cualquier pretensión de revelar “al verdadero Borges”,[4] Parini, que ni siquiera había leído una palabra del escritor argentino antes de conocerlo y sólo tenía la más tenue noción de su prestigio literario, se concentra en unos pocos días del invierno de 1971. En efecto, invitado por el poeta Alastair Reid (quien, según este libro, parece haber sido uno de los extranjeros más cercanos al argentino), Borges viajó de pronto a Escocia[5] sin acompañante alguno (aparentemente debió hacer malabares para despistar a Norman Thomas Di Giovanni, el traductor que en esa época insistía en acompañarlo a todas partes) y, siguiendo la ilustre tradición de su admirado Samuel Johnson,[6] insistió en visitar las Highlands pese a los rigores del invierno escocés. Ahora bien, aunque a Reid le hubiese encantado complacerlo, debía impartir algunas conferencias en Londres y le pidió a Parini (que, como ya he observado, ignoraba casi por completo quién era Borges) ocuparse del escritor argentino. Este fue el origen de un inesperado viaje iniciático para el joven e ingenuo poeta norteamericano, una breve pero muy intensa trayectoria atiborrada de epifanías que, incluso cincuenta años después, refulgen con inusitada nitidez en la geografía de su imaginación: nada fue lo mismo para él tras conocer a Borges.[7]

De hecho, el texto que pergeñó cinco décadas después tiene la estructura de una novela de aprendizaje: especie de Bildungsroman frenético donde el viejo maestro sudamericano prodiga su enciclopédico, paradójico saber, con despreocupada exuberancia. Quizás lo mejor –o al menos lo más singular– del texto sea precisamente la ignorancia inicial de Parini sobre casi todo lo concerniente a Borges: no estaba, ni mucho menos, abrumado por la fama del personaje y eso le permitió tomar distancia, observarlo con mayor frialdad.[8] De hecho, durante su primer encuentro, Parini no se sintió especialmente impresionado con el argentino: “el viejo se agazapaba en la penumbra […] apoyándose en un bastón con empuñadura de marfil […] según Alastair tenía 71 años pero podría haber tenido diez o doce más […] su corbata estaba salpicada por los restos de muchas comidas […] su camisa tan raída que parecía haber sido usada por muchos años, e incluso generaciones”.

Bueno, no es sorprendente que Parini se preguntase de dónde había salido ese curioso personaje. Pero –como solía suceder con Borges– bastaron unos instantes para disipar cualquier duda sobre su originalidad y pronto resultó obvio que el tipo no se parecía ningún otro intelectual que hubiese conocido. Para empezar, lo convertía todo en literatura: “Alastair Reid: Borges, este es mi amigo Jay Parini […] Borges: Ah, Giuseppe Parini, uno de mis poetas italianos favoritos”. Y ese era sólo el inicio: para sorpresa y regocijo del desconcertado, ingenuo aspirante a escritor, Borges desplegó un incesante, erudito y salvaje monólogo –apenas interrumpido por tímidas interpolaciones de su interlocutor– repleto de citas, alusiones, juegos de palabras y, en definitiva, las opiniones más excéntricas e inverosímiles: Alastair Reid lo había irritado a menudo con su culto al argentino, que le parecía exagerado;[9] ahora descubría, por el contrario, que el Viejo (y aquí las mayúsculas son de rigor) era un personaje casi mitológico. Y no se trataba meramente de que casi todas sus ideas sobre la literatura se opusieran al “sentido común” académico,[10] sino también de su sistemática iconoclasia: cualquiera que haya leído el faraónico diario de Bioy Casares sabe que el gran escritor ciego era un maestro en el arte de injuriar, pero al menos en aquel libro su escarnio sólo se desplegaba en un reducido círculo de selectas amistades (Bioy Casares, Silvina Ocampo, José Bianco); aquí, sin embargo, Borges manifiesta una exuberancia pública que incluye pero no se limita a las efusiones verbales y, hasta donde sé, ningún otro libro registra: como si el improvisado viaje a Escocia (sin la omnipresente madre o cualquier otro acompañante) le permitiese mostrar un inesperado, casi dionisíaco costado de su compleja personalidad: todos han destacado siempre su frugalidad en lo relacionado con la comida pero en las Highlands se abandona, displicente, a una gula grotesca.[11] Incluso, más asombroso resulta que el gran abstemio porteño se dedique a trasegar cantidades considerables de cerveza y se resigne a una borrachera más o menos incesante: “Quiero visitar un pub, dijo. Quiero probar la cerveza escocesa”; “Olfateó la espumosa cresta del líquido, sumergió un dedo en la jarra y lo lamió”.

Pero eso no es nada: Borges parece decidido a superar en su excentricidad al propio doctor Johnson y el bueno de Parini oscila entre la fascinación por un intelectual de primer orden con opiniones contundentes que quizás lo ha leído todo y el muy comprensible deseo de correr lo más rápido posible en dirección opuesta: como los personajes de Shakespeare, el poeta ciego es absolutamente impredecible: ahora camina hasta el borde mismo de un acantilado mientras recita una vetusta estrofa anglosajona; cinco minutos más tarde, en una biblioteca, alcanza, quizás, la apoteosis de su desenfreno: “Comenzó a moverse en dirección a los estantes […] tomó un volumen y comenzó a lamer con avidez el lomo, como un gato: había, creo, lascivia en sus ojos…. ¿Qué hace, señor?, preguntó angustiado el bibliotecario Dunne. Siglos de desaprobación atravesaron su rostro. –Algunos libros deben ser degustados, dijo Borges […] Pero ¡eso es imposible!, gimoteó Dunne. —En absoluto, estimado Dunne, ¡guíame a los estantes de Stevenson! Yo contemplaba la escena perpleja, convencido de que Dunne nos sacaría a patadas de la biblioteca; en lugar de eso obedeció, tal vez hipnotizado”.

Bueno, a decir verdad, todo esto es tan inverosímil que comenzamos a sospechar de la memoria de Parini y aun del género en el que supuestamente su libro se inscribe: por momentos parece estar mucho más cerca de la ficción que de cualquier tesitura autobiográfica. Habiendo dicho eso, sin embargo, nadie podría negar que en los estupendos monólogos borgianos (la contribución del aspirante a escritor resulta más bien irrisoria) escuchamos en toda su pureza el timbre distintivo de ese incomparable pensamiento: su conversación, de una rarísima calidad, se desplaza con inigualable soltura a través de profusas citas,[12] alusiones herméticas, incesantes paradojas,[13] teorías de la literatura, sinuosas etimologías[14] e incontables fragmentos de sagas islandesas y poesía anglosajona: es muy poco probable que Parini se haya inventado todo esto, aunque quizá el trabajo de la memoria sólo destila una aproximación imperfecta a esos días venturosos de 1971.[15]

Pero eso no tiene la menor importancia ni menoscaba cuán decisivo resultó su encuentro con Borges: al principio se había resignado al viaje por mera cortesía hacia Alastair Reid y en numerosas ocasiones la excéntrica vitalidad del Viejo estuvo muy cerca de desquiciarlo;[16] siete días después Borges se había convertido, de la forma más inesperada (sobre todo cuando consideramos que aún no había leído una línea de su obra) en una figura colosal, un maestro, un proveedor de sabiduría: no era meramente lo que decía (en sí mismo admirable) sino también su enigmática, inagotable presencia, lo que suscitó en Parini una decisiva epifanía: “Algo había cambiado. Aunque no pudiese saberlo de manera consciente, al menos en ese momento, percibía que esto era un comienzo para mí. Ahora podía encontrar un sitio a dónde ir”. Sería inútil, según creo, cualquier tentativa de precisar la causa de semejante metamorfosis, pero hay una frase que revela, siquiera parcialmente, la intensidad de la experiencia: “En última instancia Borges era para mí el lenguaje mismo”. Sí, de eso se trata.


Notas:

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[1] O al menos eso he podido leer en algunos artículos.

[2] ¿Quiénes son esos?: precisamente esa es la cuestión: nadie sospecharía siquiera que existieron si no hubiesen publicado sus insulsos volúmenes.

[3] Y resultan ostensiblemente inferiores al extraordinario Borges de Adolfo Bioy Casares.

[4] Sea lo que sea que eso signifique.

[5] Aunque Reid hablaba constantemente de él, nada había preparado al norteamericano para semejante experiencia. Un día cualquiera, sin embargo, Reid le espetó: “Borges está en la ciudad. Tienes que conocerlo”.

[6] Casi dos siglos antes Boswell había acompañado al irascible e ingenioso polígrafo en su visita tanto a este lugar como a las islas del norte de Escocia. Su narración del viaje está recogida en el famoso Journal of the Tour to the Hebrides.

[7] Al menos en lo concerniente a su destino literario.

[8] Bueno, en todo caso al inicio: después experimentó una considerable fascinación por el viejo escritor.

[9] “No será para tanto”, pensaba.

[10] Entre innumerables perlas borgianas destaquemos solamente su desaforada admiración por Stevenson y otros escritores menores: “Escocia es un lugar que siempre he venerado […] en parte se debe a que el mayor escritor en lengua inglesa nació aquí. Parini: ¿Cómo es eso… quiero decir, ¿a quién se refiere, Borges?; Borges: A Stevenson, naturalmente”; Y también: “En Harvard le dije a los estudiantes que no perdiesen el tiempo con Scott Fitzgerald, que leyesen a los grandes: Stevenson, Chesterton, Kipling: parece que no les gustó mi consejo”.

[11] “Comía con gran avidez, salpicándose la corbata con absoluta indiferencia […] se sirvió varias veces y, mientras lo contemplábamos asombrados, se secaba la boca con el dorso de la mano”.

[12] Que incluyen tanto indiscutibles autores canónicos como oscuros poetas escoceses y escritores que al parecer sólo él ha leído: “Chidiock Tichborne. ¡Ah, ese es un poeta!… Alastair enarcó una ceja: ¿Tichborne? Borges: Escribió sólo un poema, una elegía por sí mismo… es un poema perfecto”.

[13] “Nunca he sentido nostalgia, excepto del presente”; “Prefiero todo lo auténtico, siempre y cuando sea inventado”.

[14] “En latín fictio significa dar forma”.

[15] Después de todo, no es como si hubiera grabado sus conversaciones “para la posteridad”.

[16] “La lluvia arreció, el maltrecho vehículo no arrancaba y me pregunté qué hacía exactamente allí en las Highlands con aquel viejo ciego que perseguía (indiferente al clima, los obstáculos y su propia fragilidad) una vehemente fantasía: en su viaje imaginario a través de un territorio que la literatura había edificado sabía exactamente lo que quería ver… o, para ser exactos, lo que quería que yo le describiese”.

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