El 5 de diciembre de 2005, en el Instituto Max Planck, en Bonn, Alemania, el matemático inglés Marcus du Sautoy, especializado en el estudio de las simetrías, tuvo una revelación: la idea de construir un objeto nuevo que le permitiría demostrar una relación insospechada entre el mundo de las simetrías y el de las curvas elípticas. No se trataba, por supuesto, de un objeto físico, pues su materialización requeriría el acceso a un espacio de nueve dimensiones. Era un objeto matemático que construiría a través del lenguaje de la teoría de grupos. En otras palabras, había descubierto un nuevo grupo de simetrías. La alegría del hallazgo se vio empañada por un pensamiento: “Nadie más podría haber creado las Variaciones Goldberg si no lo hubiera hecho Bach. Nadie podría haberse adelantado a Bach en su composición. Pero el grupo que he descubierto parece ahora un poco como una nueva especie de mariposa, que existía ya antes de ser descubierta”.
Esta distinción entre la ciencia y el arte, en la que la primera ofrece sus tesoros a los científicos que logran descubrirlos, mientras que el segundo exige el genio de crear lo que antes no existía, no suele estar tan clara para los artistas. De hecho, es común el sentimiento de que tal composición musical, poema, novela o cuadro preexistía en una alguna dimensión y que el trabajo creador ha sido el del copista o el de la partera: reproducir o desentrañar un mundo que, al igual que la mariposa de las matemáticas, ya estaba allí.
Esta visión de la creación artística se definió, además, en unos años en que el estudio de la literatura tuvo pretensiones científicas. Fue la época dorada del formalismo ruso, cuyo abordaje del hecho literario llevó a uno de sus más notables miembros, Ósip Brik, a afirmar que “Eugenio Oneguin, el poema de Pushkin, se habría escrito aunque Pushkin no hubiera existido”. Terry Eagleton, quien cita la frase en su Introducción a la teoría literaria (1983), la tacha de “afectada y dicha a la ligera”.
Sin embargo, la mayor crítica vino de León Trotsky. En el quinto capítulo de Literatura y Revolución, de 1924, Trotsky tilda a los formalistas rusos de “aborto insolente” y de “aborto disecado del idealismo” para luego desmontar la poética formal con estos argumentos:
En el fondo, los formalistas no culminan su forma de considerar el arte hasta su conclusión lógica. Si se considera el proceso de la creación poética solo como una combinación de sonidos o de palabras y si se quiere uno mantener en este camino para resolver todos los problemas de la poesía, la única fórmula perfecta de la “poética” será esta: armaos de un diccionario razonado y cread, mediante combinaciones y permutaciones algebraicas, de los elementos del lenguaje, todas las obras poéticas pasadas y por venir. Al razonar “formalmente” se puede llegar a Eugenio Oneguin por dos caminos: bien subordinando la elección de los elementos del lenguaje a una idea artística preconcebida, como hizo Pushkin, o bien resolviendo el problema algebraicamente. Desde el punto de vista “formalista”, el segundo método es más correcto, porque no depende del estado de espíritu, de la inspiración o de otros elementos precarios de ese género, y tiene además la ventaja, al llevarnos hasta Eugenio Oneguin, de poder conducirnos, al mismo tiempo, a un número incalculable de grandes obras. Todo lo que se necesita es un tiempo ilimitado, es decir, la eternidad.
Un razonamiento análogo aplicó Borges en un momento aciago de su vida. Sucedió a comienzos de 1939, mientras se recuperaba de un absurdo accidente que casi lo mata. La anécdota es conocida, por eso vale la pena volver a contarla. En la nochebuena de 1938, Borges fue a visitar a una amiga. Algunas versiones dicen que se trataba de la uruguaya Emma Risso Platero y otras afirman que era la chilena María Luisa Bombal. Lo cierto es que Borges no quiso esperar el ascensor y subió corriendo por las escaleras. En algún momento, sintió un roce en la frente, pero no hizo caso. Cuando la amiga en cuestión le abrió la puerta, pegó un grito de horror. Borges entendió que la arista de la ventana había hecho algo más que rozarlo: tenía la frente y la camisa manchadas de sangre. Días después, la herida derivó en una septicemia y hubo que operarlo de emergencia.
Cuando al fin se recuperó, Borges tenía una gran preocupación: el accidente ¿habría mermado sus facultades mentales? Decidió despejar la x sometiéndose a dos pruebas. Una de comprensión lectora y una de escritura. Para la primera, la madre le leyó un fragmento de Out of the Silent Planet, de C. S. Lewis. A las dos páginas, la madre se detuvo. Borges estaba llorando. “Lloro porque entiendo”, le dijo. Para la segunda, la cuestión era más difícil:
[Antes] había escrito una buena cantidad de poemas y docenas de artículos breves, y pensé que si en ese momento intentaba escribir una reseña y fracasaba, estaría terminado intelectualmente. Pero si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizás hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento y el resultado fue “Pierre Menard, autor de El Quijote”.
Así lo recordó Borges en sus “notas autobiográficas” publicadas originalmente en inglés en la edición de The New Yorker del 11 de septiembre de 1970.
Lo verdaderamente interesante es que la anécdota del cuento de Borges es la puesta en práctica de la boutade de Ósip Brik sobre el Eugenio Oneguin refutada por León Trotsky. Es la historia de un francés del siglo XX que se propuso reescribir El Quijote. No copiarlo, ni reproducirlo de memoria, ni, mucho menos, creerse Cervantes y repetir la hazaña. Se trataba, más bien, de “seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard”.
Dentro de la ficción del cuento, el narrador revela los textos que inspiraron a su amigo Menard: un fragmento filológico de Novalis y “uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street”. Sin descartar del todo estas influencias, creo que esta frase del propio Menard en una carta dirigida al narrador nos coloca sobre la pista correcta: “Mi empresa no es difícil, esencialmente […] Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo”. La misma conclusión a la que, con ironía, había llegado Trotsky mucho antes cuando apuntó que para escribir el Eugenio Oneguin, mediante la aleatoria combinación de letras y palabras, todo lo que se necesita, además de un buen diccionario, “es un tiempo ilimitado, es decir, la eternidad”.
La solución “algebraica” de Trotsky también preside el cuento “La Biblioteca de Babel”. En esta historia, el universo es concebido bajo la forma de una biblioteca eterna que contiene todos los libros: “basta que un libro sea posible para que exista”. Aquí se ha borrado la frontera entre lo real y lo imaginario. Es como si en nuestro mundo el objeto ideado por Marcus du Sautoy pudiera existir tanto en su formulación matemática como en su concreción material de nueve dimensiones. “La Biblioteca es total”, explica el narrador, y “sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito)”. Esta vastedad, si bien numéricamente no es infinita, sí lo es para las capacidades humanas de los únicos habitantes de la Biblioteca: los bibliotecarios. La posibilidad de que alguno de ellos consiga en su tiempo de vida un solo volumen con algunos renglones legibles, que no sean una aleatoria disposición de signos, es casi igual a cero. “Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas”. Después de un siglo de análisis, nos cuenta el bibliotecario anónimo, se estableció el contenido de esas dos páginas: eran “nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada”.
Esta cruel circunstancia condujo a los bibliotecarios a pensar que en esa totalidad debía de haber uno o varios libros que justificaran la existencia de la Biblioteca y, por lo tanto, de sus vidas. Por supuesto, nada encontraron. La inaccesibilidad de estos libros preciosos provocó una medida desesperada: “Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos”. Esta secta fue prohibida y luego desapareció. Otro tanto ocurrió con los formalistas rusos cuando Stalin sucedió a Lenin en el poder.
Lo que mueve al bibliotecario a contar su historia es resolver “los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y el tiempo”. Se trata de conciliar dos principios opuestos: el de la infinitud de la Biblioteca, de sus galerías hexagonales, de sus pisos que se elevan y descienden sin límite, con el de la vastedad finita de los libros que pueden surgir de la combinación de los veintitantos símbolos ortográficos. “Yo me atrevo a insinuar esta solución al antiguo problema: la biblioteca es ilimitada y periódica”, dice el bibliotecario. Lo único que se necesita para corroborar esta hipótesis es, nuevamente, un tiempo ilimitado: “Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden)”.
Ahora bien, ¿leyó Borges a Trotsky o se trata de una asombrosa, matemática, coincidencia?
Literatura y revolución fue publicado como libro en 1924, pero varios de los textos allí incluidos habían circulado previamente como prólogos a otras obras y como artículos sueltos. Esos años fueron también los del entusiasmo soviético de Borges, que vivió en Suiza con su familia entre 1914 y 1918 y quien, como típico adolescente idealista, celebró el advenimiento de la Revolución rusa. El entusiasmo le alcanzó, incluso, para querer aprender el idioma. Así lo recordó en una de sus conversaciones con Osvaldo Ferrari:
El idioma ruso me parece lindísimo, cada vez que he oído hablar el ruso, he lamentado el no saberlo. Y yo intenté el estudio del ruso, hacia 1918, digamos, a fines de la primera guerra, cuando yo era comunista. Pero, claro, el comunismo de entonces significaba la amistad de todos los hombres, el olvido de las fronteras; y ahora creo que representa el zarismo nuevo.
De esa misma época datan los Himnos rojos, un libro de poemas que Borges destruiría antes de su regreso a Buenos Aires. Algunos textos sobrevivieron gracias a que habían sido publicados en revistas españolas como Grecia y Ultra en el intenso periodo entre 1919 y 1921, cuando vivió en Mallorca, Madrid y Sevilla. “Gesta maximalista”, “Rusia”, “Trinchera” son los títulos de algunos de estos poemas que registran la fe revolucionaria del joven Borges. El poema “Guardia roja” es quizás el que más lo acercaría a la figura de Trotsky, en vista de que fue este quien creó y presidió las famosas unidades de combate de la clase obrera, surgidas en el contexto de la revolución de 1905 y que cobrarían protagonismo a partir de octubre de 1917.
La vuelta a la patria, el reencuentro con la ciudad natal y con sus modos de expresión lo llevarán rápidamente a desinteresarse de sus veleidades europeas. A partir de la publicación de su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), y hasta finales de los años veinte, los intereses de Borges bascularán hacia el polo opuesto de las vanguardias: la oralidad, lo popular y el criollismo. La escritura y publicación de artículos se intensificará y dará pie a tres recopilaciones de las cuales a su vez renegará hasta el punto de prohibir su reedición: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928).
Teniendo en cuenta este contexto, resultaría extraño que Borges se hubiera interesado en leer a Trotsky. Bien sea armado de un diccionario y de su rudimentario manejo del ruso, lo cual parece harto improbable, o bien sea a través de alguna traducción de Literatura y Revolución (ya desde 1924 existían varias traducciones). Lo cual explicaría que no exista ni una sola mención a Trotsky en la obra de Borges. Este silencio, sin embargo, puede ser engañoso. En primer lugar, porque la obra de Borges es muy vasta y esa esquiva mención pudiera encontrarla alguien más minucioso que yo. Y, en segundo lugar, porque Borges sí leyó a Trotsky, aunque sin saberlo. Me refiero al texto “Por un arte revolucionario independiente”, el manifiesto firmado por André Breton y Diego Rivera que Borges reseñó con marcada displicencia para la revista Hogar el 2 de diciembre de 1938 (pocas semanas antes del accidente).
Como lo cuenta Horacio Tarcus en un documentado ensayo sobre el mencionado manifiesto, este fue escrito por Breton y Trotsky durante la difícil convivencia de ambos en México. Sin embargo, a raíz de una retahíla de desavenencias, al final Trotsky retiró su firma y se acordó en cambio poner la de Rivera.
Dicho esto, se podría convenir en que hay dos posibles soluciones.
La primera, más plausible por sencilla, es que Borges sí haya leído el capítulo V de Literatura y Revolución, pero lo haya olvidado. Después del trauma del accidente y de la septicemia en el año 38 (un año particularmente difícil pues fue también el de la muerte del padre), en la encrucijada de poner a prueba sus facultades mentales, su cerebro recuperó como si fuera propia la conjetura algebraica de Trotsky. De hecho, algo así le sucedió con la escritura de “El otro”, un cuento autobiográfico de 1969, cuya estructura tomó de un cuento de Giovanni Papini que había leído y luego olvidado en su infancia.
La segunda solución es más sorprendente, pero confirmaría aquello que Trotsky denunciaba como una chifladura: que, más allá de las experiencias personales, la inspiración o el talento, un escritor pudiera llegar a formular, por el puro azar combinatorio de las palabras, la obra escrita por otro.
Yo creo, sin embargo, que Borges supo encontrar, al igual que el bibliotecario de su cuento, una tercera vía. Una solución alternativa al dilema planteado por Trotsky.
En el frontispicio de Fervor de Buenos Aires, ya Borges advertía: ”A quien leyere: Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”.
Este convencimiento lo acompañará hasta el final de su vida. En una hermosa conferencia dictada el 5 de junio de 1978, en la Universidad de Belgrano, titulada “Sobre la inmortalidad”, Borges insistirá en la esencial trivialidad de la noción de autor con respecto a la literatura:
No importa mi opinión, ni mi juicio; no importan los nombres del pasado si continuamente estamos ayudando al porvenir del mundo, a la inmortalidad, a nuestra inmortalidad. Esa inmortalidad no tiene por qué ser personal, puede prescindir del accidente de nombres y apellidos, puede prescindir de nuestra memoria […] Quizás lo más importante es lo que no recordamos de un modo preciso, quizá lo más importante lo recordamos de un modo inconsciente.
Trotsky dijo que la concepción formalista de la creación literaria exigía la inmortalidad del “creador”. Borges asiente, pero señala que esa inmortalidad no tiene por qué ser personal.
A riesgo de ahondar la trivialidad de estas reflexiones, quisiera agregar algo más. El libro de Marcus du Sautoy con el que comenzó esta pesquisa, Simetría. Un viaje por los patrones de la naturaleza, es de 2008. En Programados para crear, de 2019, Du Sautoy se dedica a indagar “cómo está aprendiendo a escribir, pintar y pensar la inteligencia artificial”. El título original es aún más sugerente: The Creativity Code. Lo cual supone, al menos, un laborioso matiz de su afirmación de que las Variaciones Goldberg solo podían haber sido compuestas por Bach.
En esta obra, en el capítulo “La fórmula para escribir canciones”, hay un apartado que de inmediato me llamó la atención: “Pushkin, la poesía y las probabilidades”. Allí, Du Sautoy habla de François Pachet, un científico y compositor francés responsable de haber creado “el primer improvisador de jazz con inteligencia artificial”. Para ello, Pachet “usó una fórmula matemática de la teoría de las probabilidades conocida como la cadena de Márkov”. Du Sautoy la describe como una serie de sucesos en la que la probabilidad de cada suceso depende solamente del suceso previo. Lleva el nombre de su creador, el matemático ruso Andréi Márkov, y se considera un aporte fundamental para la física, la biología, la informática y la estadística contemporáneas.
Aunque sus primeras formulaciones las hizo en 1906, no fue sino hasta 1913 cuando Márkov concretó sus ideas en un trabajo cuyo material de estudio era bastante exótico para las matemáticas: la novela en verso Eugenio Oneguin, el clásico de la literatura rusa de Alexander Pushkin. “Su idea no era proporcionar nuevas claves literarias, sino sencillamente usarla como fuente de datos para analizar la aparición en el texto de vocales y consonantes”, explica Du Sautoy.[1]
No obstante, aunque Márkov no buscaba nuevas claves de interpretación literaria, su hallazgo sí ha brindado nuevas claves para la producción literaria. Gracias al buscador de Google, cuyo funcionamiento también ha sido posible en parte gracias a la cadena de Márkov, encuentro la referencia a dos proyectos que combinan la escritura de poesía y la inteligencia artificial. Uno de ellos es Markomposition, creado por Marie Chatfield Rivas, que lo define como “una cadena de Márkov generadora de poesía”. El otro se llama Markov, a Game of Poems, de Alexander Raichev, que propone “una interacción humano-computadora para la escritura de poesía apoyado en textos de base y en los procesos de Márkov”.
La eternidad de la era analógica, que oponía Trotsky como obstáculo al método formalista de creación, pudiera quedar reducida a apenas unos segundos en la era de las computadoras y los algoritmos. Quizás nos estemos acercando a esa síntesis hegeliana, a ese Espíritu de la literatura que postulaba Valéry, en donde se prescindirá, de nuevo y esta vez para siempre, de los autores. Se diría que, gracias a la tecnología, volveremos a la noche prehomérica cuando los antiguos dioses tejían desdichas para que a las generaciones futuras de los hombres no les faltaran historias que contar. Solo que al tener garantizadas de forma automática y artificial el suministro de poemas e historias, ya no serán necesarias las desdichas. Seremos, al fin, dioses.
De cualquier manera, es difícil predecir lo que pasará. Habrá que estar atentos, como propuso Márkov, al encadenamiento de los sucesos. Andréi Márkov, quien murió hace ya cien años, en 1922, de una septicemia.
Málaga, agosto de 2022
Notas:
[1] En estos mismos términos, Trotsky describió el método formal: “Esta escuela [la formalista] refiere su tarea a un análisis esencialmente descriptivo y semiestadístico, de la etimología, y de la sintaxis de las obras poéticas, a una cuenta de las vocales, las consonantes, las sílabas y los epítetos que se repiten”.
Al placer de la lectura, reencontrado en estas páginas. Extraordinario.
Brillante texto, muchas gracias.