¿Cuándo nace Jorge Luis Borges? ¿Cuándo muere, realmente? ¿Quién verdaderamente ha sido –y aquí el pretérito es perfecto– aquel al que le gustaban los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson?
Esta semana, la efeméride ha corrido como animal desenjaulado: este 14 de junio se cumplieron 35 años de su deceso, mismo que, como cada detalle de su intimidad y cada palabra pronunciada por esos labios delgados (labios siempre de viejo, que nunca imaginamos besando), sigue siendo pasto para las especulaciones.
¿Enfisema pulmonar, cáncer de hígado?
Un par de días antes de su muerte se había trasladado con María Kodama a su nuevo departamento en la Grand Rue de Ginebra, ciudad que conoció a sus quince años, pero que en 1986, con setenta más, debió de sentir paradójica: por un lado, debido a la miopía degenerativa ya no podía ver, lo que se dice ver realmente, aquello que, junto a su madre Leonor (la doña Leonor inmensa de las biografías; la doña Leonor que ha sido dibujada tan grotescamente como una Venus de Willendorf que nunca dejó de llevar al hijo en las entrañas) seguro lo deslumbró siendo un adolescente: la capilla de los Macabeos, el jardín inglés, la Maison Tavel, uno que otro chocolatín espléndido que se le derretía en el paladar. Pero, por otro, sí que había hiperdesarrollado una capacidad de, diríamos, razonar afectivamente; capacidad vinculada, más que a enfriar todo con silogismos ingrávidos, a asociar paisajes, personajes y textos entrañables. Y ese emotivo raciocinio, según lo narrado por Epifanía Úveda, Fanny, su nana por casi cuarenta años en Buenos Aires, en su libro El señor Borges, debe haberlo hecho sufrir.
En serio.
“Me acuerdo de esa tarde en la que él se iba”, cuenta la nana; “me dijo: «Fanny, no me quiero ir, no me quiero ir». Él lloraba agarrado de la cama. Estaba muy enfermo y decía que no quería morirse en otro país. «Mis uñas y mis dientes se van a quedar aquí», me decía siempre. En realidad, las uñas puede ser, pero los dientes no porque eran postizos. Y yo le decía: «Pero quédese, si los médicos le dicen que es mejor que no viaje»”. Y aquí la imagen final cae para esta efeméride como un balde de agua con hielos: “Él me miró. Me dijo: «adiós, Fanny» y se fue temblando”.
Qué contraste, pues, con la especulación que Adolfo Bioy Casares hace en su diario Borges, cuando, al saber de la muerte del amigo, escribe: “14 de junio de 1986: Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo, me encierro: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno debe ocultar”.
¿De verdad?
¿Se ocultaba Borges en Suiza de la vergüenza de una enfermedad mortal?
¿Qué habrá sentido Borges, un hombre al que sólo le quedaba eso, sentir y dictar cosas, sin poder siquiera mirar por una ventana, mirarse las manos, mirarse el sexo inútil al mear o las arrugas de la frente en un espejo, en ese instante final? ¿Habrá sentido que, ¡la puta que los reparió!, en realidad no valía la pena irse a Ginebra, cerquita de Estocolmo, por si le daban el Nobel, porque ahí ya no se cumpliría su profecía autoproclamada en el poema donde Buenos Aires y él eran uno: “aquí mi sombra en la no menos vana / sombra final se perderá, ligera. / No nos une el amor sino el espanto; / será por eso que la quiero tanto”?
Quién sabe.
Da lo mismo, al parecer.
Es otro momento que se perderá en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia.
Hace poco, ordenando papeles durante la cuarentena, María Kodama halló un manuscrito: el cuento “Silvano Acosta”, lo último que Borges le dictara, en noviembre de 1985. Se trataba de un hombre poco real, porque habitó la historia –y la argentina, para más INRI– y no la literatura; un traidor que en 1871 recibió la pena máxima por órdenes del coronel Francisco Borges, el mítico abuelo, por haberse pasado a las montoneras de López Jordán. “Sé que le debo una reparación que no llegará”, le dijo a Kodama, y comenzó a dictarle: “Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Lo que me ha tocado es un tenue hilo que me une a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte”.
¿Estarán cifradas en esas palabras truncas, en ese cuento que seguramente será subastado, seguramente rapiñado, seguramente sepultado por las terribles y ociosas fórmulas académicas, sus últimas palabras?
Porque la específica escena final, la inmanente, la que se consigna en un género menor como la biografía, es de risa. La revela Bioy en su diario: “Me consuelo pensando que Borges no murió solo. Estaba con María y dos amigos, Bernès y Bianciotti. Bernès me refirió que Borges sintió la muerte quince días antes: «Ha llegado. Está aquí». Le pregunté si la había descrito. «Sí, dijo que era algo externo, rígido y frío». Luego se repuso un poco y Bernès lo grabó cantando “La morocha” y otros tangos. En la grabación, Borges ríe con la risa de siempre. Hacia el final, Bernès le leyó el cuento “Ulrica”. Borges comentó: “Soy un escritor”. Murió recitando el Padre Nuestro. Lo dijo en anglosajón, en inglés antiguo, en inglés, en francés y en español… «por si acaso», explicó con una sonrisa débil”.
No ha pasado tanto. Treinta y cinco años es una distancia que cualquier corredor medio puede hacer hacia atrás cuando se trata de literatura. Pero a veces viendo sus fotos –sobre todo las que le hiciera Richard Avedon, esas fotos como con mala onda–, pienso que esa vida tan consagrada a la cultura, tan racionalmente sentida y por lo tanto trascendente a lo efímero y lo cotidiano, tuvo que haber tenido una muerte entre líneas. Acostado –y, no me lo quito de la cabeza: apenado en Ginebra por no morir en Buenos Aires–, escuchando el cuento “Ulrica” y rezando el padrenuestro representa el conformismo para quien fuera Bioy, quien fuera Bernès y quien es María Kodama.
El conformismo de la academia es alimentar al otro, a Borges, al que le ocurren las cosas, cuyo nombre aparece en una terna de profesores y la literatura lo justifica. Pero ya sabemos que los artículos académicos son otra rama de la literatura fantástica.
Para otros, los inconformistas, la muerte es un dato, pero también una anécdota: quizás, siete meses antes de su fallecimiento, y mientras le dictaba ese cuento a Kodama, Borges estuviera averiguando, como ocurría con cada trama urdida (remítase usted a “Tema del traidor y del héroe”, “La memoria de Shakespeare”, “Los teólogos”, “El jardín de senderos que se bifurcan”), que su encuentro con la pálida ya se había cifrado mucho antes, en 1871, no como Borges sino como Silvano Acosta, por las mismas razones –traición a la causa; si no, ¿por qué morir lejos?– y a manos del único héroe legendario capaz de moverlo de una dimensión tan pedestre como esta, a otra inmortal: el temerario abuelo Borges Lafinur.
Quién sabe.
Otro momento que se perderá en el tiempo, igual que lágrimas en la lluvia de Entre Ríos, ahí donde cayó Acosta.
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