Ernest Hemingway pescando a bordo del yate Pilar

Un pasaje muy socorrido de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América enumera los derechos básicos que la República tiene la obligación de garantizar a los ciudadanos: la vida, la libertad y… la búsqueda de la felicidad (the pursuit of happiness). Qué haya querido decir exactamente Thomas Jefferson con esta última expresión es todavía objeto de debate, pero todo parece indicar que –inspirada en el liberalismo político que informaba el pensamiento de los Padres de la Independencia– habla de una especie muy objetiva y muy específica de felicidad: la prosperidad económica. Hay también quien especula con que, según los usos semánticos del inglés norteamericano de finales del siglo XVIII, pursuit no debe entenderse en un sentido potencial, desiderativo o eventual sino como actualidad: no la búsqueda, por lo tanto (o la persecución), sino la posesión concreta de esa concreta felicidad.

“The Pursuit as Happiness” es el título de la última sección de Green Hills of Africa, un libro de memorias sobre safaris en Tanzania que Ernest Hemingway publicó en 1935. Se trata de una ingeniosa parodia de la frase de Jefferson que modifica no sólo la correspondencia sintáctica de los términos, sino también que subvierte radicalmente su significado. En las antípodas de cualquier sentido burgués de la propiedad de bienes materiales, los textos que Hemingway reúne bajo ese título tratan de la frugal felicidad –esta sí subjetiva, y sólo cuantificable, si acaso, por la concentración de adrenalina en sangre– que genera el desafío al mundo de lo salvaje, y de la persecución en su sentido más literal: la caza.

“The pursuit as Happiness” es el título que eligió Patrick Hemingway, segundo hijo del escritor, para un relato inédito, exhumado el pasado junio, sobre otro tipo de persecución también muy estrechamente vinculado en el imaginario colectivo a la figura de Hemingway: la pesca. El descubrimiento corrió a cargo de Seán Hemingway, nieto de Ernest, mientras investigaba para la preparación de una nueva edición de El viejo y el mar en el archivo de su abuelo que custodia la biblioteca presidencial John F. Kennedy de Boston. El relato se publicó el pasado junio en The New Yorker, precedido de una entrevista con Seán Hemingway.

Este relato, escrito en primera persona y ambientado en La Habana, tiene una inspiración claramente autobiográfica, pues ocurre dentro del marco de una temporada de pesca de la aguja en la primavera del año 1933 en la que Hemingway participó y que ya había sido el tema del artículo “Agujas por el Morro: una carta cubana”, la primera de una serie de colaboraciones de Hemingway en la revista Esquire a lo largo de los años treinta, tanto periodísticas como literarias (allí apareció, en 1936, Las nieves del Kilimanjaro). El artículo, que salió publicado en septiembre de 1933, recoge las experiencias de Hemingway a bordo del yate Anita junto a su dueño, Joe Russell, propietario del mítico bar habanero Sloppy Joe’s y presentado como experto en peces espada y como contrabandista de bebidas alcohólicas, y junto al veterano pescador cubano Carlos Gutiérrez, “el mejor pescador de agujas y peces espada en toda Cuba”.

Tanto el propio Hemingway como Russell (denominado Mr. Josie), en primer plano, como Gutiérrez (Carlos) y el Anita, de fondo, son los personajes principales de “La persecución como felicidad”. Además, claro, de “la maldita aguja más grande que haya nadado nunca por el océano”. Que el narrador se llame Ernest Hemingway, y que el argumento esté “basado en hechos reales”, podrían hacernos vacilar a la hora de considerarlo un relato más bien que una obra de non-fiction. No obstante, creo que Seán Hemingway tiene toda la razón cuando, en la entrevista con The New Yorker, apuesta por leerlo como un cuento. Es cierto que en la obra de Hemingway se vuelven borrosas las fronteras entre ficción y no-ficción, y que, así como en sus reportajes o crónicas no es inusual la presencia de procedimientos fictivos como el diálogo, la focalización de la narración y la dramatización de acontecimientos, muchas veces sus relatos se nutren de experiencias directas del autor, o de material narrativo que previamente formó parte de textos periodísticos.

Es esto lo que ocurre con “La persecución como felicidad”, en el que Hemingway reutiliza mucha de la información contenida en “Agujas por el Morro”, desde la descripción de la habitación del hotel Ambos Mundos y La Habana y su litoral, hasta detalles técnicos relativos a la pesca y a la etología y morfología de la aguja. Sin embargo, justamente en ese parentesco temático radica la diferencia fundamental que hay entre ambos textos, pues en el artículo todo eso es, ni más ni menos, información: es decir, la relación de ciertos datos y eventos que tiene su fin en esa misma relación; en el cuento, en cambio, la representación de la ciudad, de la situación política de Cuba en 1933 –que padecía por entonces el violento crepúsculo de la dictadura de Gerardo Machado, y que Hemingway condensa en trazos breves pero de gran expresividad– y los accidentes de la pesca de la aguja están ahí para enmarcar (y definir, y confrontar, y revelar) la acción y el carácter de unos personajes tan bohemios como metódicos, que parecen compensar la errancia que habitan con la entrega voluntariosa y obcecada a la felicidad que procuran en la persecución de una aguja descomunal.

Pero es el mismo relato el que nos deja vislumbrar, a través de un sutil efecto especular, su mejor definición. Esto ocurre cuando el personaje-narrador Hemingway comienza a dedicar el tiempo libre entre las faenas en el mar a “escribir un cuento que esperaba que fuera del agrado de Mr. Josie. En él entraban el Anita y el litoral y las cosas que nosotros sabíamos que habían pasado y yo intenté  meter en él la sensación del mar y las cosas que habíamos visto y olido y oído y sentido día tras día”. Es decir, a ejercer como autor del cuento que leemos ahora bajo el título de “La persecución como felicidad”.

En la entrevista con The New Yorker, Seán Hemingway expresa su intención de incluir este relato en la edición que prepara de El viejo y el mar; aunque no cree que “La persecución de la felicidad” haya sido un mero ejercicio preparatorio para la celebérrima noveleta que tanto influyera –según consta en las propias actas del jurado– en la concesión a Hemingway del Premio Nobel de Literatura en 1954, el nieto del escritor opina que la reunión de estos textos sería enriquecedora para ambos dado el hecho de que comparten, cada uno a su modo, el mismo tema central: los rigores de la pesca de la aguja en el litoral habanero. Yo añadiría, sin embargo, que esa innegable afinidad de tema hace de “La persecución de la felicidad” una mala compañía para El viejo y el mar, un relato que –como han apreciado en toda justicia Dwight Macdonald y Umberto Eco– es una cumbre del kitsch literario del siglo XX, y que se mantiene a una distancia sideral de la proverbial eficacia narrativa del mejor Hemingway (el de “El río de los dos corazones”, “Las nieves del Kilimanjaro” o “La breve y feliz vida de Francis Macomber”).

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Sin pretender remontar “La persecución como felicidad” a la altura de las obras maestras de Hemingway, nadie podrá negar que se trata de un relato que exhibe una notable economía de composición y sobriedad estilística, en franco contraste con los énfasis melodramáticos de El viejo y el mar –una obra que marca el punto de fusión de la famosa teoría del iceberg–, con su representación sentimental y antropomórfica de la naturaleza y su obvio simbolismo cristológico. Acaso no quepa una mayor divergencia con el cariño, la amistad y la lástima declamatoriamente profesada por el Viejo hacia el mar y sus criaturas, entre ellas el enorme pez que nada en las aguas de ambos relatos, que el aura sublime –es decir, radicalmente irreductible a patrones de comprensión culturales o humanos– dentro de la que es situada la salvaje desmesura de este animal en el cuento que aquí presentamos, a la que responde también la peculiar y ambigua felicidad que deriva de su persecución.

Juan Manuel Tabío


La persecución como felicidad

Ernest Hemingway

Ese año teníamos planeado pescar agujas en las costas cubanas durante un mes. El mes comenzó el 10 de abril y para el 10 de mayo teníamos veinticinco agujas y el contrato de alquiler del yate había vencido. La cosa hubiera sido entonces comprar algunos regalos para llevar a Key West y llenar el Anita con una gasolina cubana sólo un poco más cara de la que hubiera sido necesaria para hacer el trayecto, despacharlo todo y regresar a casa. Pero el pez grande no había aparecido.

—¿Quieres intentarlo otro mes, Cap? –preguntó Mr. Josie.

Él era el dueño del Anita y lo estaba alquilando por diez dólares al día. El precio usual del alquiler era entonces de treinta y cinco al día.

—Si quieres quedarte, puedo bajarla hasta nueve dólares.

—¿De dónde sacaríamos los nueve dólares?

—Me los pagas cuando los tengas. Tienes buen crédito con la Standard Oil Company en Belot, a la otra orilla de la bahía, y cuando cobremos la factura podré pagarles con el dinero del alquiler del mes pasado. Si nos coge mal tiempo, puedes escribir algo.

—Está bien –dije, y pescamos durante otro mes.

Para entonces teníamos cuarenta y dos agujas y todavía las grandes no habían empezado a aparecer. Había una corriente oscura y pesada hacia la parte del Morro –a veces podía haber acres enteros de cebo– y los peces voladores saltaban desde debajo de la proa y los pájaros estaban todo el tiempo en la faena. Pero no habíamos sacado ninguna de las enormes agujas, aunque todos los días estábamos atrapando, o perdiendo, aguja blanca y un día atrapé cinco.

Éramos muy populares en toda la costa porque troceábamos toda nuestra pesca y la regalábamos, y cuando dejábamos atrás el Castillo del Morro y subíamos por el canal hacia los muelles de San Francisco con una bandera en alto con una aguja, podíamos ver cómo la multitud se echaba a correr hacia los muelles. El pescado valía ese año entre ocho y doce centavos la libra comprado a un pescador, y el doble de eso en el mercado. El día que llegamos con cinco banderas, la policía tuvo que cargar a las porras contra la multitud. Estuvo feo y mal. Pero ese era un año feo y malo en tierra firme.

—La maldita policía corriendo a nuestros clientes habituales y cogiéndose todo el pescado –dijo Mr. Josie.

—Vete al diablo –le dijo a un policía que intentaba agarrar una aguja de diez libras.

—No había visto tu fea cara hasta ahora. ¿Cómo te llamas?

El policía le dio su nombre.

—¿Está en el libro de compromisos, Cap?

—Nop.

El libro de compromisos es donde anotábamos los nombres de las personas a las que les habíamos prometido pescado.

—Anótalo en el libro de compromisos para la próxima semana con un pedazo, Cap –dijo Mr. Josie.

—Ahora, policía, vete al diablo y dedícate a aporrear a alguien que no sea amigo nuestro. Ya he visto suficientes desgraciados policías en mi vida. Vamos. Agarra el garrote y la pistola y lárgate del muelle a menos que seas un policía del muelle.

Finalmente, la pesca fue troceada y distribuida según el libro y el libro quedó repleto de promesas para la próxima semana.

—Tú llégate al Ambos Mundos y lávate, Cap. Date una ducha y te encontraré allí. Luego podemos ir al Floridita y conversarlo todo. Ese policía me sacó de quicio.

—Tú también sube y date una ducha.

—No. Puedo quedarme limpiando aquí sin problema. No sudé tanto como tú hoy.

*   *   *

Así que tomé por la calle adoquinada que servía de atajo hacia al hotel Ambos Mundos y averigüé si tenía correspondencia en la carpeta y luego subí en el ascensor al último piso. Mi habitación estaba en la esquina noreste y los alisios soplaban a través de las ventanas y la mantenían fresca. Miré desde la ventana a los tejados de la parte vieja de la ciudad y hacia el puerto y vi al Orizaba salir lentamente del puerto con todas sus luces encendidas. Estaba cansado tras una faena con tantos peces y me entraron ganas de meterme en la cama. Pero sabía que si me recostaba podría quedarme dormido, así que me senté en la cama y miré por la ventana y observé a los murciélagos que cazaban y entonces, finalmente, me desvestí y me duché y me puse una muda de ropa limpia y bajé al vestíbulo. Mr. Josie estaba esperando en la entrada del hotel.

—Debes estar cansado, Ernest –dijo.

—No –mentí.

—Yo estoy cansado –dijo–. Sólo de verte sacar pescado. Son apenas dos por debajo de nuestro récord de todos los tiempos. Siete y el ojo de un octavo.

Ni a Mr. Josie ni a mí nos gustaba pensar en el ojo de un octavo pez, pero siempre habíamos registrado así los récords.

Caminábamos por la estrecha acera de la calle Obispo y Mr. Josie miraba todos los escaparates iluminados de las tiendas. Nunca compraba nada hasta que no llegara el momento de regresar a casa. Pero le gustaba mirar todo lo que estaba en venta. Dejamos atrás las dos últimas tiendas y el puesto de billetes de lotería y empujamos la puerta de vaivén del viejo Floridita.

—Será mejor que te sientes, Cap –dijo Mr. Josie.

—No. Estoy mejor si me quedo de pie en la barra.

—Cerveza –dijo Mr. Josie–, cerveza alemana. ¿Qué vas a beber, Cap?

—Daiquirí helado sin azúcar.

Constante preparó el daiquiri y dejó suficiente en la coctelera para dos más. Estaba esperando por que Mr. Josie sacara el tema. Lo sacó enseguida que llegó su cerveza.

—Carlos dice que tienen que llegar el mes que viene –dijo.

Carlos era nuestro socio cubano y un gran pescador comercial de aguja.

—Dice que nunca ha visto una corriente así y que cuando empiecen a llegar será algo como nunca hemos visto. Dice que tienen que llegar.

—Me lo dijo a mí también.

—Si quieres intentarlo por otro mes más, Cap, puedo dejártelo en ocho dólares al día y puedo cocinar, para que no tengamos que gastar dinero en sándwiches. Podemos entrar a la cala a almorzar y yo cocinaré allí. Estamos sacando esos bonitos rayados todo el tiempo. Son tan buenos como el atún pequeño. Carlos dice que puede conseguirnos cosas que estén baratas en el mercado cuando vaya por carnada. Entonces podemos cenar por las noches en el restaurante Perla de San Francisco. Anoche comí bueno allí por treinta y cinco centavos.

—Yo no comí anoche y ahorré dinero.

—Tienes que comer, Cap. Tal vez es por eso que estás un poco cansado hoy.

—Ya lo sé. ¿Pero estás seguro de que quieres intentarlo por otro mes más?

—No tiene por qué estar varada por otro mes más. ¿Por qué íbamos a dejarlo cuando los grandes están por llegar?

—¿Tienes algo mejor que hacer?

—No. ¿Y tú?

—¿De verdad crees que van a llegar?

—Carlos dice que tienen que llegar.

—Entonces imagínate que enganchemos uno y que con este equipo que tenemos no podamos habérnoslas con él.

—Tendremos que habérnoslas con él. Siempre vas a poder llevártelo si comes bueno. Y nosotros vamos a comer bueno. Además, he estado pensando en otra cosa.

—¿En qué?

—Si vas a acostarte temprano y mantienes cero vida social, puedes levantarte con la luz del día y empezar a escribir y para las ocho puedes tener una jornada de trabajo cumplida. Carlos y yo lo tendremos todo listo para salir y tú no tendrás más que subir a bordo.

—Bien –dije–, cero vida social.

—Esa vida social es lo que te consume, Cap. Pero ni siquiera hablo de cero en lo absoluto. Sólo déjala para los sábados por la noche.

—Muy bien –dije–, cero vida social exceptuando sábados por la noche. Ahora bien, ¿sobre qué me sugieres que escriba?

—Eso va a tu cuenta, Cap. No quiero interferir con eso. Siempre que has trabajado lo has hecho bien.

—¿Qué te gustaría leer?

—¿Por qué no escribes buenos cuentos sobre Europa o allá por el oeste o cuando estuviste de vagabundo o en la guerra o ese tipo de cosas? ¿Por qué no escribes uno sobre el tipo de cosas que tú y yo conocemos? Escribe uno sobre lo que el Anita ha visto. Podrías tirarle la suficiente vida social como para hacerlo interesante para todos.

—Me estoy retirando de la vida social.

—Es cierto, Cap. Pero tienes bastante para recordar. Retirarte no te vendrá mal por ahora.

—No –dije–. Muchas gracias, Mr. Josie. Empezaré a trabajar por la mañana.

—Lo que creo que tenemos que hacer antes de empezar con el nuevo sistema es que tú te comas esta noche un enorme filete en su punto para que mañana estés fuerte y te levantes con ganas de trabajar y en buena forma para pescar. Carlos dice que los grandes están al llegar un día de estos. Cap, tienes que estar en tu mejor forma para ellos.

—¿Crees que otro de estos me puede hacer daño?

—Caramba, Cap, claro que no. No tienen más que ron y un poco de zumo de limón y marrasquino. Eso no va a hacerle daño a un hombre.

En ese preciso instante dos chicas que conocíamos entraron en el bar. Eran chicas muy lindas y estaban frescas para la noche.

—Los pescadores –dijo una en español.

—Los dos grandes y fuertes pescadores de regreso del mar –dijo la otra chica.

—C.V.S. –me dijo Mr. Josie.

—Cero Vida Social –confirmé.

—¿Ustedes tienen secretos? –preguntó una de las chicas. Era una chica endiabladamente guapa y en su perfil no se notaba la ligera imperfección donde el derechazo de algún viejo amigo había maculado la pureza de líneas de su nariz bastante bonita.

—El cap y yo estamos hablando de negocios –dijo Mr. Josie a las chicas, y se fueron a la otra punta del bar.

—¿Estás viendo lo fácil que es? –preguntó Mr. Josie.

—Yo me ocuparé del servicio social y tú todo lo que tienes que hacer es levantarte temprano en la mañana y escribir y estar en buena forma para pescar. Pescados grandes. De esos que pueden llegar a más de mil libras.

—¿Por qué no permutamos? –dije–. Yo me encargo del servicio social y tú levántate temprano por las mañanas y escribe y mantente en buena forma para pescar pescados grandes que pueden llegar a más de mil libras.

—Lo haría con gusto, Cap –dijo Mr. Josie seriamente–. Pero tú eres el único de nosotros dos que puede escribir. Y eres más joven que yo y tienes mejor aptitud para hacerte cargo de la pesca. Yo estoy metiendo en el yate lo que me imagino que cueste la depreciación del motor, de la manera en que yo lo manejo.

—Lo sé –dije–. Yo trataré de escribir bien, también.

—Quiero seguir estando orgulloso de ti –dijo Mr. Josie–. Y quiero que tú y yo capturemos la maldita aguja más grande que haya nadado nunca por el océano y pesarla legal y cortarla y dársela a los pobres que conocemos y ni un pedacito a ningún desgraciado policía aporreador de este país.

—Así lo haremos.

En ese momento una de las chicas nos hizo una seña desde la otra punta del bar. Era una noche tranquila y no había en ese sitio más nadie que nosotros.

—C.V.S. –dijo Mr. Josie.

—C.V.S. –repetí yo ritualmente.

—Constante –dijo Mr. Josie–, aquí Ernesto quiere un camarero. Vamos a ordenar un par de filetes grandes en su punto.

Constante sonrió y le hizo una seña con el dedo a un camarero.

Cuando dejamos detrás a las chicas para ir al comedor, una de ellas tendió su mano y yo la estreché y susurré solemnemente en español: “C.V.S.”.

—Dios mío –dijo la otra chica–. Están metidos en política y en un año como este.

Estaban impresionadas y un poco atemorizadas.[1]

*   *   *

Por la mañana, cuando la primera luz del día me despertó desde el otro lado de la bahía, me levanté y empecé a escribir un cuento que esperaba que fuera del agrado de Mr. Josie. En él entraban el Anita y el litoral y las cosas que nosotros sabíamos que habían pasado y yo intenté meter en él la sensación del mar y las cosas que habíamos visto y olido y oído y sentido día tras día. Trabajé en el relato cada mañana y pescamos todos los días y capturamos buenos pescados. Me entrené duro y cogí todos los peces de pie, en vez de estar sentado en una silla. Pero el pez grande no acababa de llegar.

Un día vimos a uno, que venía remolcado del bote de un pescador comercial al que le hundía la proa mientras que, cada vez que la aguja saltaba, agitaba el mar como lo haría una lancha a motor. Ese se escapó. Otro día, en medio de una turbonada, vimos a cuatro hombres que intentaban encajar uno, ancho y profundo y de un púrpura oscuro, dentro de un esquife. La aguja pesó quinientas libras y vi los enormes filetes en que lo rebanaron sobre la meseta de mármol en el viejo mercado.

Entonces, en un día soleado, con una profunda corriente oscura, con el agua tan clara y tan cercana que se podían ver los cardúmenes en la bocana del puerto a diez brazas de profundidad, dimos con nuestro primer pez grande en las inmediaciones del Morro. En esos días no había ni tangones ni soportes para cañas y yo estaba soltando sólo un aparejo ligero, con la esperanza de coger un jurel en el canal, cuando este pez picó. Surgió en una ola y su pico parecía un taco de billar recortado. Detrás, su cabeza lucía enorme y parecía tan ancho como un bote. Luego nos dejó atrás a gran velocidad, cortando una línea paralela al yate y haciendo que el carrete se vaciara tan rápido que estaba caliente al tacto. Había cuatrocientos metros de línea de un hilo de quince hebras en el carrete y la mitad se había salido para el momento en que llegué a la proa del Anita.

Yo llevaba las agarraderas que habíamos construido en la cubierta de la casa. Habíamos practicado esta táctica de ataque sobre la cubierta de proa donde uno podía aferrarse con los pies a la roda del yate. Pero nunca lo habíamos practicado con un pez que te pasara como un tren expreso que atraviesa una estación local sin detenerse, y con un brazo que sostenía la caña, que se agarraba y se clavaba en la línea de crujía, y la otra mano y los pies descalzos aferrados a la cubierta mientras el pez nos arrastraba tras de sí.

—¡Engánchala, Josie! –grité–. Se lo está llevando todo.

—Está enganchada, Cap. Ahí va.

En ese punto yo tenía un pie aferrado a la roda del Anita y el otro contra el ancla de estribor. Carlos me tenía sujeto por la cintura y el pez estaba brincando delante de nosotros. Cuando brincaba lucía tan grande como un barril de vino. Era plateado bajo el sol brillante y pude ver las anchas franjas púrpuras que cruzaban sus costados. Cada vez que brincaba, salpicaba como un caballo que se cae de un despeñadero y brincaba una y otra y otra vez más. El carrete se había calentado demasiado como para poder seguir sosteniéndolo y el rollo de hilo iba adelgazando cada vez más a pesar de que el Anita perseguía al pez a toda velocidad.

—¿Puedes sacarla un poco más? –llamé a Mr. Josie.

—No en esta vida –dijo–. ¿Cuánto tienes?

—Poco, maldita sea.

—Es grande –dijo Carlos–. Es la aguja más grande que he visto nunca. Si tan sólo se detuviera. Si tan sólo bajara. Entonces correríamos hacia ella y recogeríamos el hilo.

El pez hizo su primer recorrido desde el Castillo del Morro hasta detrás del Hotel Nacional. Por ahí fue más o menos por donde fuimos. Luego, con menos de veinte yardas de hilo en el carrete, se detuvo y fuimos a su encuentro, recogiendo todo el tiempo. Recuerdo que había un barco de la Grace Line delante de nosotros con el bote de prácticos negro que iba hacia el pez y yo estaba preocupado porque pudiéramos obstruirle su paso cuando entrara. Después recuerdo haberla observado mientras enrollaba y luego intentando abrirme paso hacia la popa y viendo que el barco ganaba velocidad. Ella venía bastante lejos de nosotros y el bote de prácticos tampoco nos iba a obstruir.

Ahora estaba yo en la silla de cubierta y el pez iba de arriba a abajo y nos quedaba un tercio del hilo del carrete. Carlos había derramado agua de mar en el carrete para enfriarlo y derramó un cubo de agua sobre mi cabeza y mis hombros.

—¿Cómo lo llevas, Cap? –preguntó Mr. Josie.

—Bien.

—¿Te lastimaste en la proa?

—No.

—¿Pensaste alguna vez que habría un pez así?

—No.

Grande. Grande –repetía Carlos en español. Temblaba como un perro de caza, un buen perro de caza.

—Nunca había visto un pez así. Nunca. Nunca. Nunca.

*   *   *

No volvimos a verlo durante una hora y veinte minutos. La corriente estaba muy fuerte y nos había llevado hasta el otro lado de Cojímar, que estaba como a seis millas de donde el pez se había sumergido por primera vez. Yo estaba cansado pero mis manos y pies estaban en buena forma y le estaba dando hilo bastante firmemente, siempre con cuidado de no tirar bruscamente ni de sacudir. Ahora lo podía mover. No fue fácil. Pero era posible si el hilo se mantenía más acá del punto de inflexión.

—Va a subir –dijo Carlos–. A veces los grandes hacen eso y puedes engañarlos mientras todavía estén inocentes.

—¿Por qué sube ahora? –pregunté.

—Está desconcertado –dijo Carlos–. Y tú lo estás llevando. No sabe de qué se trata.

—No dejes que lo sepa nunca –dije.

—Pesará más de novecientas en la balanza –dijo Carlos.

—Mantén tu boca cerrada con él –dijo Mr. Josie–. ¿No quieres trabajarlo de otra forma, Cap?

—No.

Cuando lo vimos supimos cuán realmente grande era. No se puede decir que fuera temible. Pero era imponente. Lo vimos lento y silencioso y casi inmóvil en el agua con sus grandes aletas pectorales como dos largas guadañas púrpuras. Entonces vio el yate y el hilo empezó a salirse del carrete como si fuéramos remolcados por un automóvil, y empezó a saltar hacia el noroeste mientras botaba agua desde ambos lados con cada salto.

Tuve que ir a la proa de nuevo y lo perseguimos hasta que se sumergió. Esta vez se largó casi hasta el otro lado del Morro. Luego me hice camino hacia la popa otra vez.

—¿Quieres un trago, Cap? –Mr. Josie preguntó.

—No –dije–. Que Carlos ponga algo de aceite en el carrete y no lo derrame y tú ponme un poco más de agua salada.

—¿De verdad no puedo conseguirte nada, Cap?

—Dos manos y una espalda nueva –dije–. El hijo de puta está tan fresco como lo estaba al principio.

La próxima vez que lo vimos fue una hora y media más tarde, bastante más allá de Cojímar, y saltó y se desprendió de nuevo y tuve que irme hasta la proa para perseguirlo.

Cuando volví a la popa y pude volver a sentarme, Mr. Josie dijo: “¿Cómo está, Cap?”

—Está igual que siempre. Pero la caña está empezando a perder la flexibilidad.

La caña estaba jorobada como un arco totalmente tensado. Pero ahora, cuando la levanté, no se enderezó como debía.

—Todavía puede dar de sí –dijo Mr. Josie–. Puedes llevártelo para siempre, Cap. ¿Quieres más agua en la cabeza?

—No todavía –dije–. Me preocupa la caña. El peso le ha hecho perder la flexibilidad.

Una hora más tarde, el pez llegaba firme y bien y haciendo grandes y lentos círculos.

—Está cansado –dijo Carlos–. Ahora va a entrar suave. Los brincos le han llenado las bolsas de aire y no puede irse profundo.

— La caña cedió –dije–. Ahora sí que no se va a enderezar.

Era cierto. La punta de la caña ahora tocaba la superficie del agua y cuando se levantaba para levantar el pez y se enrollaba el carrete para recoger hilo la caña no reaccionaba. Ya no era una caña. Era como una proyección del hilo. Todavía era posible ganar unas cuantas pulgadas de hilo cada vez que se levantaba. Pero eso era todo.

El pez se movía en lentos círculos y mientras se movía hacia el arco exterior del círculo se llevaba hilo del carrete. En el círculo interior yo lo recogía. Pero como la caña había perdido la flexibilidad no era posible someterlo ni tener ningún dominio sobre él.

—Esto está malo, Cap –le dije a Mr. Josie. Nos llamábamos Cap indistintamente–. Si se le ocurre bajar ahora a morir, nunca podremos levantarlo.

—Carlos dice que va a subir. Dice que ha cogido tanto aire con los brincos que no puede irse profundo y morir. Dice que esa es la manera en que los grandes siempre se comportan al final cuando han brincado mucho. Le conté treinta y seis brincos y puede que me haya perdido alguno.

Este fue uno de los parlamentos más largos que nunca le había oído a Mr. Josie y yo estaba impresionado. En ese preciso instante el pez grande empezó a tirar hacia abajo una y otra y otra vez. Yo estaba intentando frenar con ambas manos el cilindro del carrete y llevando el hilo casi a su punto de inflexión y sintiendo cómo el metal del cilindro giraba en lentas sacudidas debajo de mis dedos.

—¿Cómo estamos de tiempo? –le pregunté a Mr. Josie.

—Has estado con él tres horas y cincuenta minutos.

—Pensé que habías dicho que no podía bajar y morir –le dije a Carlos.

—Hemingway, él tiene que subir. Sé que tiene que subir.

—Pues díselo a él –dije.

—Tráele un poco de agua, Carlos –dijo Mr. Josie–. Tú no hables, Cap.

El agua helada me sentó bien y la escupí sobre mis muñecas y le dije a Carlos que me tirara el resto del vaso en la nuca. El sudor picaba en los lugares de mis hombros que el arnés había raspado, pero hacía tanto calor bajo el sol que la sangre no se sentía caliente. Era un día de julio y el sol estaba al mediodía.

—Ponle un poco más de agua salada en la cabeza –dijo Mr. Josie–, con una esponja.

Justo en ese momento el pez dejó de sacar hilo. Se quedó quieto por un tiempo, tan sólido como si fuéramos remolcados a un muelle de concreto, y luego lentamente comenzó a subir. Recuperé el hilo, enrollándolo sólo con la muñeca, ya que no había ningún resorte en la caña y estaba tan fláccido como un sauce llorón.

Cuando el pez estaba como a una braza de la superficie, de modo que pudimos verlo con el aspecto de una larga canoa a franjas púrpuras con dos grandes alas sobresalientes, empezó a ir en círculos lentamente. Yo mantuve toda la tensión que pude sobre él, para tratar de acortar el círculo. Estaba sujetándolo hacia esa dureza absoluta que indica la fuerza de ruptura del hilo cuando la caña fue abajo. No se rompió bruscamente o de repente. Simplemente se desplomó.

—Corta treinta brazas de hilo del aparejo grande –le dije a Carlos–. Yo lo iré sujetando en los círculos y cuando vaya a entrar podremos sacar suficiente hilo como para amarrarlo al hilo grande y ahí cambiaré de caña.

Ya no era cuestión de capturar el pez para un récord mundial ni cualquier otro tipo de récord, pues la caña se había roto. Pero ahora era un pez golpeado y tendríamos que capturarlo con nuestro pesado equipo. El único problema era que la caña grande estaba demasiado rígida para el hilo de quince hebras. Ese era mi problema y yo iba a tener que solucionarlo.

Carlos estaba arrancando un hilo blanco de treinta y seis hebras del gran carrete Hardy y lo medía con sus brazos extendidos mientras lo sacaba de las guías de la caña y lo dejaba caer en cubierta. Sujeté al pez todo lo que pude con la caña inútil y vi que Carlos cortaba el hilo blanco y sacaba una buena cantidad de él a través de las guías.

—Muy bien, Cap –le dije a Mr. Josie–. Ahora tú coge este hilo cuando entre en el círculo y recoge suficiente para que Carlos pueda amarrar los dos hilos. Sólo recógelo suave y despacio.

El pez entró con seguridad haciendo su círculo y Mr. Josie fue recuperando el hilo tramo a tramo y pasándoselo a Carlos, quien lo iba anudando al hilo blanco.

—Ya los tiene atados –dijo Mr. Josie. Todavía le quedaba como una yarda del hilo verde de quince hebras y sujetaba el hilo activo en sus dedos cuando el pez llegó al límite interior de su círculo. Solté mis manos de la caña pequeña, la dejé caer y tomé la caña grande que Carlos me tendía.

—Corta cuando estés listo –le dije a Carlos.

A Mr. Josie le dije:

—Suelta la parte sin atar suave y despacio, Cap, y yo voy a ir arrastrando muy, muy lentamente hasta que demos con él.

Estaba viendo el hilo verde y el pez grande cuando Carlos cortó. Entonces oí un alarido como nunca he oído proferir a un ser humano en sus cabales. Era como si toda la desolación pudiera destilarse y hacerse sonido. Entonces vi que el hilo verde resbalaba lentamente por los dedos de Mr. Josie y luego observé cómo se iba perdiendo hasta quedar fuera de vista. Carlos había cortado el lazo equivocado de los nudos que había hecho. El pez estaba fuera de vista.

—Cap –dijo Mr. Josie. No lucía muy bien. Entonces miró su reloj–. Cuatro horas y veintidós minutos –dijo.

***

Bajé a ver a Carlos. Había estado vomitando en la cabeza y le dije que no se sintiera mal, que eso podía pasarle a cualquiera. Su cara marrón estaba todo trancada y estaba hablando en una voz baja y extraña, así que apenas podía oírlo.

—Toda mi vida pescando y nunca había visto un pez así y vengo a hacer esto. He arruinado tu vida y mi vida.

—Caramba –le dije–. No debes decir esa clase de tonterías. Ya atraparemos bastantes peces más grandes.

Pero nunca lo hicimos.

Mr. Josie y yo nos sentamos en la popa y dejamos el Anita a la deriva. Era un espléndido día en el Golfo, sólo con una ligera brisa, y miramos hacia la costa con las pequeñas montañas que se erguían detrás. Mr. Josie estaba poniéndome mercurocromo en los hombros y en las manos, donde se habían pegado a la caña, y en las plantas de mis pies descalzos, donde la piel estaba descarnada. Luego preparó dos whiskey sours.

—¿Cómo está Carlos? –pregunté.

—Está bastante quebrado. No hace más que estar ahí arrodillado.

—Le dije que no se echara la culpa.

—Ya. Pero ahí está, echándose la culpa.

—¿Qué tal se te antojan los grandes ahora? –pregunté.

—Es todo lo que quiero hacer –dijo Mr. Josie.

—¿Lo manejé bien para ti, Cap?

—Caramba, sí.

—No. Dime de verdad.

—Supuestamente el alquiler vence hoy. Ahora pescaré gratis, si quieres.

—No.

—Yo lo preferiría así. ¿Recuerdas cómo se fue hasta el Hotel Nacional como si nada?

—Lo recuerdo todo sobre él.

—¿Has estado escribiendo bueno, Cap? ¿No es muy difícil hacerlo temprano en la mañana?

—He estado escribiendo todo lo bueno que puedo.

—Tú síguelo así y a todo el mundo le irá bien para siempre.

—Puede que pase de ello mañana por la mañana.

—¿Por qué?

—Tengo mal la espalda.

—Pero tienes bien la cabeza, ¿no? No escribes con la espalda.

—Me van a doler las manos.

—Caramba, puedes sostener un lápiz. Ya verás que por la mañana a lo mejor te sientes con ganas.

Curiosamente, así ocurrió y trabajé bien y a las ocho habíamos salido del puerto y fue otro día perfecto, sólo con una ligera brisa y la corriente frente al Castillo del Morro, como el día anterior. Ese día no sacamos ningún aparejo ligero cuando llegamos al agua clara. Ya lo habíamos hecho demasiadas veces. Yo rebané una gran sierra, que pesaba sobre las dos libras, con el único equipo realmente grande que teníamos. Era la pesada caña Hardy y el carrete con el hilo blanco de treinta y seis hebras. Carlos había vuelto a colocar las treinta brazas de hilo que había sacado el día anterior y el carrete de cinco pulgadas estaba lleno. El único problema era que la caña estaba demasiado rígida. En la pesca de altura, una caña demasiado rígida mata al pescador, mientras que una caña que se flexiona como es debido mata al pez.

Carlos sólo hablaba cuando se le hablaba y todavía estaba en su duelo. Yo no podía permitirme mi duelo porque tenía demasiado dolor y Mr. Josie nunca había sido un hombre de duelos.

—Toda la mañana no ha hecho más que sacudir la maldita cabeza –dijo–. No va a sacar ningún pescado de esa manera.

—¿Cómo te sientes, Cap? –pregunté.

—Me siento bien –dijo Mr. Josie–. Anoche fui al centro y me senté y escuché a esa orquesta femenina en la plaza y me bebí unas cuantas botellas de cerveza y luego fui a lo de Donovan. Fue un infierno ahí.

—¿Qué clase de infierno?

—Un infierno nada bueno. Malo. Cap, me alegro de que no hayas venido.

—Cuéntame –dije, sosteniendo la caña bien hacia el lado y a lo alto para que la gran sierra colgara al borde de la estela. Carlos había puesto el Anita a seguir el borde de la estela alrededor de la fortaleza de La Cabaña. El cilindro blanco de la carnada brincaba y se clavaba en la estela y Mr. Josie se había instalado en su silla y rebanaba otra sierra para carnada en su lado de la popa.

—En el bar de Donovan había un hombre que aseguraba ser capitán de la policía secreta. Dijo que le gustaba mi cara y dijo que estaba dispuesto a matar a cualquier hombre en aquel lugar como un regalo para mí. Traté de calmarlo. Pero él dijo que yo le agradaba y quería matar a alguien para demostrarlo. Era uno de esos policías especiales de Machado. Esos policías aporreadores.

—Los conozco.

—Eso supongo, Cap. De todas formas, me alegra que no estuvieras allí.

—¿Y qué hizo?

—Seguía queriendo matar a alguien para mostrar lo mucho que yo le agradaba y yo no dejaba de decirle que no era necesario y que simplemente tomáramos un trago y se olvidara de eso. Así se calmaba un poco y luego volvía a querer matar a alguien.

—Debe haber sido un buen tipo.

—Cap, era despreciable. Intenté hablarle del pez para sacarle eso de la mente. Pero él dijo: “Una mierda tu pescado. Nunca cogiste ningún pescado. ¿Ves?”. Así que yo le dije: “Está bien, una mierda el pescado. Convengamos en eso y los dos nos vamos a casa”. “Qué carajo nos vamos a ir a casa”, dice él. “Voy a matar a alguien como regalo para ti y una mierda el pescado. No hubo ningún pez. ¿Lo captas?”. Así que entonces le dije buenas noches, Cap, y le di mi dinero a Donovan y este policía lo arrojó de la barra al suelo y le puso el pie encima. “Qué carajo te vas a ir a casa”, dijo. “Eres mi amigo y te vas a quedar aquí”. Así que le dije buenas noches y le dije a Donovan: “Donovan, siento que tu dinero esté en el suelo”. No sabía lo que este policía iba a intentar hacer y no me importaba. Me iba a casa. Así que tan pronto hago por irme este policía empuña su arma y comienza a sacudir a pistola limpia a un pobre gallego que estaba ahí bebiendo una cerveza y que nunca había abierto su boca en toda la noche. Nadie le hizo nada al policía. Yo no hice nada, tampoco. Estoy avergonzado, Cap.

—Esto ya no va a durar mucho más –dije.

—Lo sé. Porque no puede. Pero lo que más me disgustó fue que ese policía dijera que le gustaba mi cara. ¿Qué puñetera clase de cara tengo yo, Cap, para que un policía como ese diga que le gusta?

A mí me gustaba mucho la cara de Mr. Josie, también. Me gustaba más que la cara de casi todo el mundo que conocía. Me había tomado mucho tiempo apreciarlo porque era una cara que no había sido esculpida para un éxito rápido o superficial. Había tomado forma en el mar, en el lado de los bares donde se hace dinero, jugando a las cartas con otros jugadores, y en empresas de alto riesgo concebidas y ejecutadas con fría y exacta inteligencia. Ninguna parte de la cara era apuesta salvo los ojos, que eran de un azul más radiante y extraño que el del Mediterráneo en su día más luminoso y claro. Los ojos eran fabulosos y la cara ciertamente no era bella y ahora lucía como un cuero ajado.

—Tienes una buena cara, Cap –dije–. Probablemente la única cosa buena que hay en ese hijo de puta es que pudo verlo.

—Bueno, voy a estar haciendo el vago hasta que este asunto termine –dijo Mr. Josie–. Estar sentado ahí en la plaza con la orquesta femenina y la chica que canta, estuvo bien y maravilloso. ¿Cómo te sientes de verdad, Cap?

—Me siento bastante mal –dije.

—¿No te lastimó en el estómago? Siempre estuve preocupado mientras estuviste en la proa.

—No –dije–. Es en el principio de la espalda.

—Las manos y los pies no alcanzan para nada y enticé el arnés –dijo Mr. Josie–. No me raspará tanto. ¿De verdad trabajaste bien, Cap?

—Claro –dije–. Meterse es un vicio infernal y salir es casi tan duro.

—Sé que un vicio es algo malo –dijo Mr. Josie–. Y el trabajo probablemente mata más gente que cualquier otro vicio. Pero contigo cuando lo haces, entonces no te importa un demonio nada más.

Miré a la costa y estábamos frente a un horno de cal, cerca de la playa donde el agua era muy profunda y la Corriente del Golfo casi podía llegar a la orilla. Había un poco de humo que salía del horno y pude ver el polvo de un camión que se movía a lo largo de las rocas de la costa. Algunos pájaros se afanaban sobre un trozo de cebo. Entonces oí a Carlos gritar: “¡Aguja! ¡Aguja!”

Lo vimos al mismo tiempo. Estaba muy oscura en el agua y, cuando la miré, su pico salió del agua detrás de la sierra grande. Era un pico feo, redondo y grueso y corto, y los peces de atrás se recogieron todos bajo la superficie.

—¡Dejen que lo coja! –gritó Carlos–. Lo ha cogido en la boca.

Mr. Josie estaba enrollando su anzuelo y yo estaba esperando por la tensión que significaría que la aguja había cogido realmente la sierra.


Notas:

[1] En el original, las siglas N.S.L. (correspondientes a No Social Life) coinciden con las de la National Security League, una organización nacionalista y militarista cuya etapa de mayor actividad se extendió entre las dos guerras mundiales. Esto, y el hecho de que la influencia de la NSL parece haber llegado a Cuba, explica la confusión de la muchacha.

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1 comentario

  1. Muy bien. Y buena nota introductoria, aunque exagere los defectos de El Viejo y el mar. Ah, y cuidado en la traducción, Sobran esos «habérnoslas» en los diálogos. Nadie habla así, ni en la desafortunada Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, adjetivo que le tomo prestado a Abilio Estévez.

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