James Joyce

Ya en su etapa más madura como escritor, Jorge Luis Borges escribió desdeñosamente sobre el logro literario de James Joyce, después de haber sido, en su juventud, uno de sus lectores más entusiastas. Ese cambio de actitud responde al vínculo que tuvo Joyce con un género que Borges consideró en decadencia, próximo a la extinción: la novela moderna. En un ensayo de Discusión, Borges escribe: “Chesterton, apenas ayer, escribía: «La novela bien puede morir con nosotros». El instinto de Flaubert presintió esta muerte, que es la que está aconteciendo –¿No es el Ulises, con sus planos y horarios y precisiones, la espléndida agonía de un género?”[1] En sus reseñas de Finnegans Wake, Borges es aún más categórico al expresar su frustración con la empresa novelística joyceana, calificando sus neologismos como monstruosidades y el hermetismo del libro como un ejercicio antiestético irredimible: “Finnegans Wake”, escribe Borges, “es una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico y que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes”.[2] En su “Fragmento sobre Joyce” , escrito en la ocasión de la muerte del escritor irlandés en 1941, Borges alega que, a pesar de las “imperceptibles y laboriosas correspondencias que la estructuran”, la vasta novela de Joyce es indescifrablemente caótica, [3] y en su Introducción a la literatura inglesa, cita el juicio de Virginia Woolf que describe al Ulises como una gloriosa derrota”.[4] Es decir, a pesar de respetar el genio verbal de Joyce, Borges consideró que Joyce “debió suplir” su incapacidad para la síntesis poética “con arduas e inútiles simetrías y laberintos”, y que su compulsiva experimentación técnica dejó el género novelesco en un estado de desintegración irreversible. Para Borges, la obra de Joyce confirma el agotamiento y fin del género pronosticados por Ortega y Gasset en su ensayo Ideas sobre la novela, impelido por la idea de que la novela no puede rendir frutos de vigencia en la modernidad.[5]

El acercamiento lezamiano al debate sobre Joyce y el agotamiento de la novela ocurre en un texto que, como el “Fragmento sobre Joyce” de Borges, se escribe como un obituario literario. “Muerte de Joyce” se publica en marzo de 1941 en la revista Grafos de La Habana.[6] Al igual que Borges, la lectura que hace José Lezama Lima de Joyce está mediatizada por lo que la crítica europea ha decretado sobre la obra. La voz del autor resume los múltiples temas –académicos y sensacionalistas– generados por la percepción de la obra joyceana como revolucionaria y obscena. La estrategia alusiva de Lezama adquiere una peculiar y enigmática densidad ausente en Borges. En lugar de resumir los argumentos de otros críticos a la manera del argentino, Lezama da por contado el conocimiento del lector de los mismos. Así, más allá de las referencias transparentes a la censura, las alusiones –en su mayoría– son acertijos oblicuos, tal como la mención del “intento y la manera de los isabelinos”, comentario que solo comprendemos si estamos familiarizados con el espíritu renacentista del primer libro de poemas de Joyce, Música de cámara, de 1907. El desciframiento cabal de “Muerte de Joyce” requiere así la consulta activa de fuentes críticas. Al añadir la dificultad de las referencias ocultas –muy al estilo de la propia ficción joyceana– el discurso lezamiano apela al lector para que investigue profunda y comprometidamente el tema. La erudición oracular de “Muerte de Joyce” solicita del lector una excursión al archivo literario de la modernidad, lo que implica que cualquier inversión hecha para adelantar la interpretación de la obra joyceana se justificará con creces. Lezama, sin duda, discrepa de la minimización que hizo Borges del logro novelístico de Joyce.

El ensayo de Lezama se puede leer como un catálogo condensado de las posturas críticas asumidas frente al valiente nuevo mundo joyceano que le fueron accesibles cuando pasaba horas de lectura en la Biblioteca Nacional en tiempos en que esta se encontraba en el Castillo de la Real Fuerza.[7] Lezama arguye que algunos de los lectores profesionales de Joyce han “impuesto sus preferencias” al poner énfasis en la novedad de la obra y los segmentos chocantes sin reconocer la universalidad inmemorial de la mayoría de sus elementos. Estos lectores –entrenados, según él, en el “seminario alemán” de filología– no comprenden lo que constituye realmente lo literario en Joyce, ya que no reconocen la participación de lo poético en el texto y, por eso, lo interpretan como un discurso exclusivamente lingüístico y técnico, es decir como una ingeniería narrativa. Lezama cree que la persistencia de la obra de Joyce reside precisamente en su falta de excepcionalidad, ya que la misma se hizo “como se hacen todas las obras: la lucha adolescente entre el sexo y el dogma, el ritmo de la voz y cierta heterodoxia superficial que va en busca de una ortodoxia central”. “Muerte de Joyce” es una lectura antivanguardista de la obra del irlandés.

Lezama concluye su ensayo introduciendo un concepto sacramental y pseudoocultista: la otra vida (afterlife) del texto. El cubano así reformula el reclamo que hizo Joyce cuando escribió sobre un lector insomne que dedicase la vida entera a la interpretación de su obra.[8] Se trata de ese lector que precisamente inspira en Borges la creación de su memorioso Funes –de cierta manera, parodia de la obra de Joyce–, cuya monstruosa mente sería la única capaz de la consecutiva y recta lectura de las cuatrocientos mil páginas del Ulises. Lezama hace un llamado ritual a este lector:

Ahora que la marcha de su obra se detiene, pidamos el nuevo lector que ya él se había ganado. Si él había afirmado que a su obra le había dedicado su vida, y que por lo tanto reclamaba que el lector le entregara su vida también, deseémosle ese tercer lector capaz de jugarse su vida en una lectura, no afanoso de suceder sus preferencias, sino que tenga para una sola lectura la presencia y la esencia de todos sus días.

Lezama construye así una cadena de imágenes de muerte y resurrección donde la escritura y la lectura son procedimientos que sirven para extender y perpetuar la vida. La lectura resulta ser un reto a la muerte, ya que este lector “se juega la vida” en el proceso de ofrecerse a la novela al “sacrificar sus preferencias” críticas y ser absorbido en la dedicación total al texto. “Muerte de Joyce” considera esta muerte como una parada provisional en el camino hacia un destino transcendente, ya que es después de la muerte cuando Joyce alcanzará su apogeo, resucitado en el “nuevo lector”.

La idea de la “otra vida” del texto ayuda a explicar la conclusión críptica del ensayo, donde Lezama describe al “nuevo lector” como el “solitario y misterioso lector resuelto como un escriba egipcio”. Esta alusión al Libro de los Muertos –el Faraón contrata al escriba para que produzca una guía que pueda orientarlo a través de ultratumba de vuelta a la vida– no representa a la momia como una pieza arqueológica. El escriba contempla el cadáver de su señor convencido de su resurrección. Retrato del artista adolescente, Ulises, Finnegans Wake –las diferentes manifestaciones de la novela joyceana– se tornan en metáforas para la resurrección en el análisis de Lezama. La inversión tropológica de las asociaciones de la novela joyceana con muerte y decadencia en la lectura de Borges permea la lectura que hace Lezama y define su visión del objetivo de la novela moderna como género.

La página de Lezama sobre Joyce se debe leer entonces como una declaración significativa de su propia catolizante escatología literaria en la que la muerte no puede igualarse a la extinción, sino que representa la garantía de otra vida. El autor de Paradiso manipula el tropo de la muerte textual/autorial para así introducir sus ideas sobre el sistema poético del mundo, donde la encarnación de la poesía en la nueva novela barroca sirve de confirmación de cómo lo poético constituye una resistencia en el tiempo. Lezama separa lo literario de lo finito: la novela poética está hecha de una substancia incorrosible, inextinguible. Escritura y lectura, género e historia, poesía y novela, están entrelazados en el concepto lezamiano de la resurrección. El acto de leer a Joyce es una convalidación de la inmortalidad por la imagen. La página sobre Joyce no solo se debe leer como la refutación de la finitud sugerida por Borges, sino como el anticipo del futuro proyecto novelístico en Paradiso y Oppiano Licario. Joyce no representó una agonía o una caducidad para Lezama sino “el comienzo de la otra novela”, una nueva forma que trata, como la Comedia dantesca, de comunicar la eternidad que invisible nutre la persistencia de lo literario.[9]

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Es comprensible entonces que el juicio tremendamente positivo que hace Lezama de Joyce le lleve a una estrategia de aplicación y mejoramiento del proyecto novelístico joyceano en su propia obra, a su decisión –tras años de producir su espesa y exuberante poesía– de escribir, como indica en una carta a Rodríguez Feo en 1953, una novela cuando las posibilidades de la novela están siendo nulas”.[10] De acuerdo con esta cronología, se podría aplicar una teoría de fuente y derivación, centro y periferia, modelo e imitación, tomando a Lezama como un reflejo de Joyce en la casa de espejos de la literatura latinoamericana. Sin embargo, la creación en Lezama de una “novelística de la dificultad” de corte tan joyceano no debe verse como un caso de simulación o derivación eurocentrista o una importación del primer mundo de tecnología vanguardista al imitador “periférico” sediento de novedades. La relación no es de dependencia sino de identificación y anagnórisis: estamos ante el excéntrico americano usurpador del barroco imperial reconociéndose en el indómito y orgulloso irlandés que domestica y reconstruye el lenguaje de los amos, el habanero que hace culto al mito fundacional del Martí mártir viéndose en el dublinés obsesionado con la caída del héroe independentista Parnell.

Más relevante en el caso de Lezama que en los demás seguidores de Joyce en América Latina es la residencia común en una insularidad que alcanza el absoluto de una teleología. Joyce y Lezama eran ambos conscientes de la anomalía de su trasfondo insular en el contexto de una tradición literaria continental, e intentaron reconfigurar el espacio del mundo para que coincidiese con las dimensiones de sus islas. Esta identificación en las “noches insulares” produce la feroz simetría que visualizamos al comparar sus espejeantes obras. El cubano busca desatar una revolución expresiva en su idioma de una contundencia equivalente a la que provocó el irlandés en el inglés literario. Ambos ingenian una nueva textualidad que logra, entre otras cosas, conjurar la complejidad arquitectónica y cultural de la ciudad portuaria isleña, deleitable y a veces lamentable laberinto para las deambulaciones del artista adolescente. Paradiso así produce una cartografía del espacio caracterológico de La Habana tan precisa y concienzuda como la que hace el Ulises con Dublín. Expuestos a poderosas tradiciones católicas que dejaron una reconocida huella en su producción literaria, el agnóstico Joyce cultivó un jesuitismo que hizo a su literatura irónica y ensimismada, mientras que Lezama, el creyente, celebró la barroca sensualidad del ceremonial litúrgico. Sin embargo, la disciplina escolástica adquirida por este trasfondo provee el andamiaje conceptual que sostiene la vastedad enciclopédica que estos autores buscan plasmar en sus textos. Paradiso, Oppiano Licario, Ulises y Finnegans Wake se plantean como summas de conocimiento cultural que agotan y renuevan las posibilidades del lenguaje literario. Lezama comparte los planos del proyecto con los propios mentores de Joyce: Tomás de Aquino, Giordano Bruno, Nicolás de Cusa, San Agustín, Dante y Vico. Es decir, su relación con Joyce no es tanto intertextual como meta-intertextual. Finalmente, como Joyce, Lezama conceptualiza sus novelas como aparatos productores de epifanías donde el juego entre lo particular y la totalidad, la cuidada atención en prevenir que la enunciación poética singular sea diluida por la fuerza hidráulica de cualquier patrón narrativo, y la celebración del exceso y lo oscuro como vehículos de la gnosis literaria, enriquecen una estética de la dificultad en la que se requiere alcanzar un punto equivalente al de la revelación; punto donde se resuelve o se reformula el enigma, donde el nudo semántico se desata para volverse a anudar, donde el laberinto rinde los misterios de su diseño.

Lezama y Joyce buscan generar una experiencia literaria más elevada a través de estrategias gemelas de complicación textual: múltiples esquemas míticos y simbólicos participan en el entramado novelesco de sus obras; una profusa red de alusiones eruditas requiere que el lector salga del texto siguiendo la pista de las fuentes para desembocar en una totalizante biblioteca occidental; se conceptualiza el lenguaje como un rompecabezas semántico de subida artesanía que el lector debe descifrar continuamente; la línea narrativa se bifurca o se enreda dibujando laberintos. Tanto Lezama como Joyce consideran la lectura de su obra como un trabajo arduo pero jubiloso que, como lo hermético y lo oculto, puede rendir nuevos placeres y conocimientos. En Joyce, como en Lezama, solo lo difícil estimula.

A diferencia de Borges, Lezama está de acuerdo con el postulado joyceano de que este complejo placer se logra a cabalidad en el género novelesco. Lo sistemático de la refracción de la estética textual joyceana en la novela lezamiana se hace patente en la deliberada simultaneidad de presencia de las tres novelas del irlandés en Paradiso. En esta se integra en un sistema muchos de los principios que diferencian y singularizan Retrato…, Ulises y Finnegans Wake. Paradiso se podría leer como una hipóstasis de la trinidad novelística de Joyce que logra, a través de la superposición de los estratos simbólicos, temáticos y técnicos que requieren para su desarrollo cabal todo el tránsito de su carrera como escritor, un discurso cuya riqueza y posibilidad semiótica se aproxima a la que Joyce logró en su lengua.

Ulises en Paradiso

Para cuando Lezama escribe “Muerte de Joyce” ha ocurrido una amplificación en las interpretaciones del Ulises disponibles al lector hispano más allá de las reseñas que Jorge Luis Borges y Antonio Marichalar redactaron justo tras la aparición de la novela en los años veinte.[11] Durante los cinco años que le toma a Salas Subirat traducir el Ulises (que, incidentalmente, comienzan con la aparición de Finnegans Wake en 1939), surge en América Latina un pequeño auge de interés en la obra “suprema” del irlandés. En revistas y editoriales porteñas se publican en traducción muchos ensayos hoy canónicos sobre el Ulises que sirvieron de ejercicios anticipatorios (y de promoción) a la llegada de la novela en español en 1945.[12] Estos ensayos popularizan el intrincado rol de los paralelos con la Odisea en el diseño del Ulises y la lógica de la aplicación de diferentes técnicas experimentales según un plan predeterminado. La lectura del Ulises como una obra de un vanguardismo anárquico, expresionista o surrealista –que fue la que mayormente hizo Borges en su reseña de 1925– se desprestigia como planteamiento crítico. La que hace Lezama es, por lo tanto, una respuesta a todas las voces que participan en esta amplificación crítica.

A pesar de que todo apunta a que Lezama leyó la novela en traducción francesa, su manejo del inglés era suficientemente bueno como para que citara en “Muerte de Joyce” una línea del capítulo conocido como “Ítaca” que no aparece en el estudio de Stuart Gilbert, que menciona en su ensayo.[13] El habanero muestra así una familiaridad cabal con una novela que el mismo Borges alegó no haber terminado nunca. Al evaluar los descuidos que han hecho los críticos, Lezama escribe: “Durante mucho tiempo, para aumentar sus peligros los lectores del cuantioso Ulysses reclamaban la escena del burdel, los monólogos, abandonando la polémica sobre el Hamlet en la Dublin Library, o la bellísima página sobre el color y lo vital”. Al favorecer la discusión que hace Esteban de Hamlet en el episodio “Escila y Caribdis” y el poético lenguaje estelar del episodio “Ítaca” (donde aparece “la bellísima página”) y rechazar el Walpurgisnacht de “Circe” y el monólogo experimental interior de “Penélope”, Lezama se muestra como un lector discernidor tanto de la totalidad del Ulises (no un lector de retazos, como se autodescribe Borges) como de las polémicas que suscitó la novela. Detrás del follaje verbal del estilo lezamiano, distinguimos los juicios que hicieron del Ulises Valéry Larbaud, Ernst Robert Curtius, Wyndham Lewis, Ezra Pound, T. S. Eliot y Stuart Gilbert. Entre estos, el cubano rechaza la apreciación tecnicista y realista que enfatizaron Curtius, Pound y Lewis para afirmar el esquema simbólico y las correspondencias míticas que fueron propuestas y desarrolladas por Larbaud, Eliot y finalmente Gilbert (con ciertas reservas en el caso de Eliot, como vemos en La expresión americana).[14] Más allá de una tecnología o ingeniería narrativa, a Lezama le atrae la coherencia simbólica lograda en el cosmos –no el caosmos— del Ulises.[15]

La especial atención que Lezama otorga a los paralelos simbólicos que estudió Gilbert en su libro de 1930 se evidencia en su postulación de una interpretación de la novela de acuerdo con “la reminiscencia de la teología jesuita en sus temas más utilizados”, en especial la demonología. En “Muerte de Joyce”, propone que las categorías usadas en los tratados de exorcismo de la orden de Jesús para la catalogación de demonios podrían constituir aun otro orden simbólico en los capítulos del Ulises. Según este esquema, cada capítulo se construye de acuerdo con un vicio diabólico que requiere expulsión, con lo que se confirma el esencial –aun si problemático–jesuitismo de la novela. Asmodeo así determina el tema de la carne en el burdel de “Circe”, el parto del “Ganado del sol”, la excrecencia en “Calypso”, la eyaculación en “Nausicaa” y la menstruación en “Penélope”; Mammon representa la gula en “Los devoradores de loto”, la publicidad de “Escila y Caribdis”, la confrontación de “Cíclope” y la llegada en “Eumeus”; Belcebú, la magia animista e infernal que predomina en “Sirenas” y “Circe”.

No debe extrañarnos entonces que Paradiso –que Lezama comenzó a conceptualizar a partir de 1945 y el “auge” joyceano adopte más visiblemente lo que T. S. Eliot llamó el método mítico en el Ulises— aunque de forma más germinativa de mitos, menos crepuscular y pesimista, como anota Lezama en sus comentarios sobre “Mito y cansancio clásico” en La expresión americana — en lugar de reproducir superficialmente la experimentación técnica–. Es por eso que, de todos sus interlocutores críticos, el único que Lezama se digna en identificar en “Muerte de Joyce” es Gilbert, quien se dedicó, sobre todo, a “señalar la parodia de las aventuras de Odiseo”.

No debemos, sin embargo, interpretar esta preferencia como evidencia de la falta de maestría y sofisticación en los mecanismos narrativos de la novela que algunos le achacan a Lezama, considerándole un novelista naif. Lezama practica a la perfección lo que Joyce formuló como la técnica del laberinto, ejemplificada en el episodio de “Las rocas errantes” en Ulises; la coreografía de puntos de vista en el “solarete” del Vedado del capítulo tres; la alternancia de las diferentes narraciones oníricas del capítulo doce; y la convergencia de diferentes episodios simultáneos en el ómnibus del capítulo trece.[16] Lo que quiero señalar es que Lezama no ejercita ni barajea las técnicas joyceanas por mero alarde experimentalista, sino que ensalza al Joyce mitopoético por encima del artífice vanguardista. La comprensión y aplicación en Paradiso del método mitográfico del Ulises es única, ya que muchas otras novelas de herencia joycena en América Latina han optado adoptar fragmentaria y derivativamente los recursos técnicos del monólogo interior, el pastiche o el neologismo, sin atisbar la complejidad cosmovisiva por la que esta tecnología se pone en uso.

Bajo esta luz, podemos leer las referencias al Ulises en “Muerte de Joyce” como un boceto anticipado de la temática y diseño de Paradiso. Es, efectivamente, su prolegómeno. La lista de preferencias lezamianas –el motif de la búsqueda en la travesía, el debate sobre la naturaleza de la creatividad de Shakespeare, lo estelar de “Ítaca”, el ritmo prosódico del inglés que crea Joyce, el intento de producir heteróclitamente una nueva ortodoxia– enumera los puntos coincidentes que Paradiso comparte con el contenido y la composición del Ulises. Tanto en una como en otra se escenifican sendos debates que actualizan el simposio platónico y enfatizan la vigencia del dialogismo socrático en la constitución de la novela como género. La discusión sobre la naturaleza andrógina de la creatividad masculina que se lleva a cabo en la Dublin Library tiene así su equivalente en las especulaciones postuladas por Cemí, Fronesis y Foción en el capítulo nueve de Paradiso sobre la sexualidad que asumirán los eunucos en el cielo. Sin embargo, son los paralelos estructurales con la Odisea y otros mitos clásicos los que Paradiso refleja con mayor prominencia. Aunque el asunto de Paradiso parezca una saga familiar al estilo de Los Buddenbrooks de Mann o tenga un parentesco con el proyecto reminiscente proustiano, el uso de las correspondencias míticas hace de la obra lezamiana la búsqueda épica y transcendental que hace un hijo huérfano por su padre ausente o por una figura que sustituya esa ausencia. Tal como el Ulises adapta la telemaquia homérica en la figura de Esteban, aquí Cerní es la encarnación de Telémaco quien, en busca del padre, encuentra una figura paterna sustituta, tal como lo es Atenas transfigurada en Mentor en la Odisea, el personaje de Leopoldo Bloom –encarnación de Odiseo– en el Ulises u Oppiano Licario en la Ítaca cubana de Paradiso. Aun cuando el Ulises es el relato omnívoro de un día en Dublin y Paradiso una saga genealógica que surca cuatro décadas, la disposición de los capítulos de Paradiso muestra la estudiada estructuración de aquellos en el Ulises. Bajo los arabescos de la prosa, los mismos pilares ocupan puntos idénticos en estos laberintos y los encuentros y desencuentros de Telémaco y Ulises en las calles dublinesas o habaneras ocurren en coyunturas equivalentes. Antes de encontrarse en “Circe” y fundirse en “Ítaca” hacia la conclusión de la novela, Esteban y Bloom se cruzan en tres momentos del día sin reconocerse: en el tranvía de las doce de Hades, en la biblioteca a las dos en “Escila y Caribdis” y en el hospital a las diez en “Los Bueyes del Sol”. Los linajes de los Olaya y los Cerní se cruzan con Oppiano Licario tres veces antes del encuentro final en la funeraria. Licario rescata a Alberto Olaya del bar infernal del capítulo tres; acompaña al Coronel en el lecho de su muerte, donde acepta hacerse padre poético de Cemí, y desde donde lo vislumbra a lo lejos, como lo hace Bloom con Esteban desde el tranvía. Licario se topa con Cemí en el fabuloso ómnibus del capítulo trece que cataliza el encuentro final del capítulo catorce.

Al adaptar este esquema telemático en Paradiso, Lezama demuestra que entiende que en el Ulises la postergación del encuentro entre Bloom y Esteban es una táctica novelística para generar un punto de revelación que ilumine y dé sentido, por medio del encuadramiento que logra el mito homérico, a lo que a lo largo de cientos de páginas luce en la novela como una acumulación de detalles triviales, monólogos desorientados y aconteceres sin rumbo. La mejor evidencia de este ponderado examen de la función de la Telemaquia en Ulises se encuentra en las breves anotaciones que hizo Lezama de lo que pudo ser su primera lectura de la novela en 1937. En una nota con el título “Joyce y Proteo”, encontrada en la carpeta dos, fechada 1936-1939, de su papelería conservada en la Biblioteca Nacional, Lezama comenta el propósito estético de la posposición de la reunión del Telémaco y el Ulises joyceano. Podríamos, por lo tanto, leer este documento como un plan organizativo de la red de intersecciones que ocurren entre Cemí y Oppiano Licario en Paradiso, y de la idea de que su encuentro final producirá la culminación de la novela:

El tercero de los diez y ocho episodios que componen el Ulises de James Joyce, termina la parte que corresponde a la Telemaquia de la Odisea. Bloom-Ulysse [sic], el hombre medio moderno, héroe poco heroico, no ha entrado todavía en escena y es el joven Stephen Dedalus (Telémaco), Hamlet irlandés, que ocupa el primer papel. Stephen es de pura cepa irlandesa, Bloom de origen judío, pero de esta misma oposición resulta que el uno encuentra su complemento en el otro y en toda la primera mitad del Ulises el lector presiente que pronto o tarde se establecerá una descarga que –uniendo estrechamente estos dos polos opuestos– aclarará hasta en sus menores detalles este vasto fresco de la vida moderna que es el Ulises, el cuadro más perfecto que se ha hecho hasta ahora de las s[f?]utilezas conscientes y subconscientes que constituyen la vida int[f?]erior del hombre normal del siglo veinte. Proteo contiene múltiples alusiones, ciertos pasajes oscuros que se aclaran solamente después de la entrada de Bloom, hacia el fin del Ulises. Tres veces durante el día 16 de junio de 1904, estos dos protagonistas pasan por el lado del otro sin establecer el menor contacto, y es tan sólo en la noche cuando de pronto la tempestad que se ha estado incubando durante todo el día encima de Dublín estalla, que Ulises y su hijo espiritual traban amistad.

De igual forma, los dos protagonistas de Paradiso se cruzan sin conocerse formalmente hasta la conclusión, donde el mismo fuego de revelación que Lezama reconoce en el “clímax” de Ulises ilumina la “comunión” de Cemí y Licario. Como el Ulises, Paradiso organiza una profusión de alusiones y episodios oscuros que solo “se clarifican” cuando el encuentro con Licario culmina el Eros del adolescente en busca de un padre-mentor que pueda orientarlo en la constitución de una interpretación poética del mundo. Lezama aquí ya visualiza en el Ulises el juego entre enigma y desciframiento, misterio y epifanía, opacidad y transparencia, oscuro y claro, que determinará la dinámica semiótica en la textualidad de Paradiso. Como Bloom aconsejando a Esteban en el “Ítaca”, Licario impartirá su sabiduría a Cemí en su propio velorio rehusando, como el obstinado Finnegan, a permanecer quieto en la muerte, reclamando su derecho a la resurrección. La cuidadosa construcción mítica de Paradiso no solo demuestra la premeditada estructuración simbólica que críticos desde T. S. Eliot hasta Richard Ellmann y Hugh Kenner han estudiado en el Ulises, también revela que la idiosincrática adaptación que hizo Joyce de la telemaquia homérica se encuentra en la misma médula de su primera conceptualización como novela. Esto se confirma en otro “punto culminante” de la obra: la entrega de Fronesis de su poema a Cemí (que no fortuitamente se llama “Retrato de José Cemí”) en donde se lo rebautiza con el nombre “Thelema Semí”. Eloísa Lezama Lima y Cintio Vitier han propuesto una serie de interpretaciones convincentes de esta apelación, desde el uso alquémico o rabelesiano del término “thelema” hasta el rol del vidente Telemus en la octava rapsodia de la Odisea.[17] Propongo que también leamos este nombre como un elegante apócope para Telémaco. Con este onomástico, el poema de Fronesis nos representa a Cemí como un hijo de Ulises que vive ligado al dogma órfíco del soma-sema cifrado en la transformación del apellido Cemí en “Semí”. Los estudiosos del orfismo han visto cómo este culto se caracteriza por la idea soma-sema, cuerpo-tumba, que considera al cuerpo como una prisión o una tumba que encarcela el alma. Este nombre sintetiza pues la armonización de lo homérico con lo órfico que intenta Paradiso, la metempsicosis de Cemí-Telémaco en Orfeo y de Licario-Ulises en Pitágoras. Así, se lleva el método mítico joyceano a regiones de una mayor y casi delirante complejidad. Esteban Cemí: José Dédalus: Telémaco Semí: Ulises órfico: el alma poética despega de la tumba-cuerpo en una búsqueda del padre-origen, y lo reencuentra en lo estelar.


Notas:

[1] Jorge Luis Borges: “Vindicación de Bouvard y Pécuchet”, Discusión, Alianza Editorial, Madrid, 1983, p. 121.

[2] Jorge Luis Borges: “El último libro de Joyce”, El Hogar, Buenos Aires, 16 de junio de 1939. Tomado de Jorge Luis Borges, Textos cautivos: ensayos y reseñas en El Hogar (1936-1939), ed. por Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal, Tusquets Editores, Barcelona, 1986, p. 328. Ese mismo año, Borges publicó otro ensayo corto sobre Finnegans Wake, “Joyce y los neologismos”, Sur, año 9, n. 62, noviembre, 1939.

[3] “Fragmento sobre Joyce”, Sur, año 10, n. 77, febrero, 1941; reproducido en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Editorial Celtia, Buenos Aires, 1982, p. 168.

[4] Jorge Luis Borges: Introducción a la literatura inglesa, Columba, Buenos Aires, 1965, pp. 61-62.

[5] Cfr. José Ortga y Gasset, “Ideas sobre la novela”, reproducido en Notas sobre la novela y el teatro, Alianza Editorial, Madrid, 1982. Basta considerar las siguientes citas para convencernos del carácter irreversible que Ortega atribuía a la “crisis” de la novela: “Acaece, en efecto, que se venden menos novelas que antes y que relativamente aumenta la demanda de libros con contenido ideológico. Si no hubiera razones más intensas para afirmar la decadencia de este género literario, bastaría ese dato estadístico para sospecharla” (p. 16). “En suma, creo que el género novela, si no está irremediablemente agotado, se halla, de cierto, en su periodo último y padece una tal penuria de temas posibles, que el escritor necesita compensarla con la exquisita calidad de los demás ingredientes necesarios para integrar un cuerpo de novela” (p. 19). Desarrollo con más amplitud mi interpretación de la lectura “pesimista” que hace Borges de la obra joyceana –examinando las referencias explícitas e implícitas a Joyce, tanto en sus ensayos como en sus ficciones– en mi artículo “Barroco Joyce: Jorge Luis Borges and José Lezama Lima’s Antagonistic Readings”, en Karen Lawrence (ed.), Transcultural Joyce, Cambridge University Press, 1998, pp. 63-93.

[6] José Lezama Lima: “Muerte de Joyce”, Grafos, n. 9, febrero-marzo, 1941, pp. 89-90; reproducido en José Lezama Lima: Obras completas, tomo II, Aguilar, México, 1977, pp. 236-238.

[7] Sobre la asombrosa capacidad de lectura de Lezama Lima durante su juventud, consúltese los testimonios incluidos en Carlos Espinosa, Cercanías de Lezama Lima, Editorial Letras Cubanas La Habana, 1986.

[8] “The demand that I make of my reader is that he should devote his whole life to reading my works”. Citado en Ricard Ellman, James Joyce, Oxford University Press, Revised Edition, 1983, p. 703.

[9] La noción lezamiana de una novela “otra” se esboza en su estudio de Rayuela, “Cortázar o el comienzo de la otra novela”, en José Lezama Lima, La cantidad hechizada, Unión, La Habana, 1970. Hay múltiples e importantes referencias a la obra tardía de Joyce en este ensayo.

[10] José Rodríguez Feo: Mi correspondencia con Lezama Lima, Ediciones Unión, La Habana, 1989, p. 130.

[11] Cfr. Jorge Luis Borges: “El Ulises de Joyce”, Proa, año 2, n. 6, 1925, pp. 3-6; reproducido en Inquisiciones, Gleíser Editor, Buenos Aires, 1925, pp. 20-5; Antonio Marichalar: “James Joyce en su laberinto”, Revista de Occidente, n. 6, 1924, pp. 177-202.

[12] Cfr. Valéry Larbaud: “Ulises”, trad. de J. M. Guarnido, Alfar, año 24, n. 85, 1945; Edmund Wilson: “James Joyce y el Ulises”, trad. de José Salas Subirat, Davar, n. 1 y 2, 1945; Jacques Mercanton: “James Joyce”, trad. de J. M. Guarnido, Contrapunto, n. 4 y 5, 1945; Carl G. Jung: ¿Quién es Ulises? Buenos Aires: Santiago Rueda, 1945; Herbert Gorman: James Joyce: el hombre que escribió Ulises, trad. de Máximo Siminovich, Santiago Rueda, Buenos Aires, 1945.

[13] Stuart Gilbert: James Joyce’s Ulysses: A Study, Vintage Books, New York, 1955 (primera edición, 1930).

[14] En el primer capítulo de La expresión americana, titulado “Mito y cansancio clásico”, Lezama enumera sus reparos al clasicismo algo acartonado y poco “germinativo” de T. S. Eliot, criticando el pesimismo de las conclusiones arribadas a través del “método mítico” que aplica Eliot en su lectura del Ulises:

Sabemos que en el caso peculiar de Mr. Eliot, el método mítico era más bien mítico-crítico, conforme a su neoclasicismo aoutrance, que situaba en cada obra contemporánea la tarea de los glosadores para precisar su respaldo en épocas míticas. No le preocupaba a Eliot la búsqueda de nuevos mitos, pues él es un crítico pesimista de la era crepuscular. Pesimista en cuanto él cree que la creación fue realizada por los antiguos y que a los contemporáneos solo nos resta el juego de las combinatorias. (José Lezama Lima: La expresión americana, ed. de Irlemar Chiampi, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 57.)

Tenemos que señalar que la objeción es a la dimensión crítica, estéril, árida de Eliot, no a la renovación del poder de lo mitopoético evidenciada en el Ulysses. Lezama no ve a Joyce como un autor “pesimista o crepuscular”, sino como un “creador” originalísimo. Así lo explícita en el último capítulo de La expresión americana, “Sumas críticas del americano”, pp. 157-161.

[15] Tomo prestado el término del estudio de Umberto Eco, The Aesthetics of Chaosmos: The Middle Ages of James Joyce, trad. del italiano por Ellen Esrock, Harvard University Press, 1982.

[16] Sobre “la técnica del laberinto”, véase el capítulo dedicado a “Wandering Rocks” en Stuart Gilbert, Ob. cit., pp. 227-239. También, Wendy Farris, Laberinths of Language: Symbolic Landscape and Narrative Design in Modern Fiction, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1988.

[17] Cfr. Cintio Vitier: “[Nota 22 al capítulo XI]”, en José Lezama Lima, Paradiso, edición crítica de Cintio Vitier, ALLCA/UNESCO, París, 1988, pp. 514-515.

* Una primera versión de este texto se publicó en la revista puertorriqueña La Torre, año 2, n. 6, 1997, pp. 475-496.

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CÉSAR A. SALGADO
César A. Salgado es Profesor Asociado del Departamento de Español y Portugués, y asesor de posgrado del Programa de Literatura Comparada de la Universidad de Texas en Austin. Ha impartido seminarios sobre cultura visual y literaria del Barroco del Nuevo Mundo, estudios comparativos sobre James Joyce, literatura e historiografía del Caribe, el grupo Orígenes en la historia literaria cubana y teoría crítica. Es conocido sobre todo como crítico e historiador literario y cultural en los estudios cubanos, puertorriqueños y latinos. Es autor de From Modernism to Neobaroque: Joyce y Lezama Lima (2001); coeditor de TransLatin Joyce: Global Transmissions in Ibero-American Literature (2014) y de dos obras de referencia publicadas por Gale Cengage: Latino and Latina Writers (2004) y Cuba (2011). Con Juan Pablo Lupi ha editado recientemente una colección de ensayos académicos sobre los legados de los autores del grupo Orígenes: La futuridad del naufragio: Orígenes, estelas y derivas (2019).

1 comentario

  1. El autor es, dentro del very exclusive Club Lezama, la máxima autoridad en las analogías entre Lezama y Joyce. Cf. «Introducción» a «Todo Paradiso», Ed. Verbum, Madrid, 2021.

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