A estas alturas, la anécdota ya se ha vuelto un mito: arrancaban los años 2000 y Vince Gilligan, productor y guionista treintón de Richmond, Virginia, y su amigo, Thomas Schnauz, cranearon una serie con una premisa novedosa: que, en la misma historia, el protagonista se convirtiera en el antagonista (es decir, a un “Mr. Chips” en el Tony Montana, de Scarface). La entrevista en la que se sentaron estas bases es parte ya de los archivos de los más fanáticos de Breaking Bad: “Históricamente, en la televisión los guionistas se esfuerzan por mantener a los personajes siempre iguales durante años o incluso décadas. Cuando noté esto, el siguiente paso lógico era pensar en cómo podría hacer un programa cuyo principal tema fuese el cambio”. “¿Y si nos va mal?”, bromeó Schnauz; “armamos un laboratorio de metanfetamina dentro de un vehículo de recreación y vamos por todo el país cocinando cristales y ganando dinero”.
Han pasado 15 años desde aquel inolvidable 20 de enero de 2008, cuando los televidentes pudieron ver, por primera vez, a un apocado profesor de química que, queriendo seguir el camino correcto, barrunta; e improvisando el camino del crimen, se ve a sí mismo con su compañero desmayado en una RV, en ropa interior, apuntándole a la nada, en mitad del desierto.
Por tanto, este baile de quinceañera amerita, además de fiesta nacional, unas notas (al menos, al margen) sobre la importancia de una serie que, según Metacritic, es la única de la historia puntuada en 99 sobre 100. Porque, en realidad, Breaking Bad no retrata solamente las peripecias quijotescas de dos años en la vida de Walter White y Jesse, su (contra todo pronóstico) alumno más aventajado. En realidad, y usando el término del sociólogo Ulrich Beck, la serie consiste más en un retrato doméstico de la “sociedad del riesgo”. Y sí, porque el trasfondo de Breaking Bad son dos cosas: las consecuencias del 11-S y la gran recesión de 2008. Gilligan, entonces, comenzó a trabajar con la coyuntura “orwelliana” de la Ley Patriota, que contribuyó al resurgimiento paranoico de una de las tesis más hilarantes de toda la historia política moderna: la del “enemigo interno”. Cualquier vecino, pues, era potencialmente un terrorista capaz de desestabilizar la sociedad. Pero la Ley Patriota trajo consigo, además de la sensación de una amenaza constante, el deterioro de las condiciones laborales y, definitivamente, la claudicación del estado de bienestar.
Es lo que mayormente la primera temporada saca superficie: más que el burdo narcotraficante de la frontera, el “enemigo” de la sociedad estadounidense vive, en realidad, en el mismo sector residencial que tú, le da clases a tus hijos, carga gasolina en el mismo sitio al que pasas por las mañanas… y por eso nadie sospecha de que sea el “nuevo jugador en el ambiente de la meta”, en palabras del agente Schreder. ¿Qué es Walter White, sino un ciudadano promedio a quien la sociedad contemporánea le ha dado la espalda (y no solo eso: a punta de amarguras, lo ha modelado con el estereotipo estresante de padre de familia ejemplar?
“La única institución que se representa como fundamental (es) la familia”, opina Delicia Aguado, una investigadora muy acá, pero que no por eso deja de admirar el prodigio televisivo. Su ensayo se llama “De Walter White a Heisenberg: el camino del (anti)héroe en la sociedad del riesgo” y ahí dice que: “Pese a que este padre adora a los suyos y busca lo mejor para ellos, también está constreñido en ese exceso de ataduras sociales que exige el papel de patriarca en las sociedades actuales”. Pero luego, a medida que la serie avanza, el personaje gira y su interés ya no es proteger a la familia, si no ir hasta las últimas consecuencias en el desafío de ser Heisenberg: “De esta forma, cuanto más profunda es la transformación de Walter en un vaquero del siglo XXI, más se aleja Skyler de él, hasta el punto de apartar a su familia de su esposo bajo la premisa de que “Someone has to protect this family from the man who protects this family”.
Además de ser, entonces, un personaje quijotesco (las salidas de Walter y Jesse, su escudero, han sido comparadas con las mismas de Alonso Quijano; véase, por ejemplo: “Relecturas posmodernas del Quijote en Breaking Bad. Cultura de masas y democratización estética en la ficción serial”, de Xaquín Núñez), esta serie, de evidente manufactura posmoderna (las alusiones a la high y low culture brotan casi a cada capítulo) también resignifica los arquetipos atávicos de padres e hijos. Jesse, por ejemplo, además de un Sancho, es un Telémaco moderno, y la búsqueda de aprobación por parte de una figura paterna vertebrará buena parte de su actuar. “La imagen de Jesse en el capítulo final acariciando una caja artesanal de madera, elaborada por él mismo, nos deja la duda de si se trata del paraíso perdido de su inocencia o de un futuro más sosegado, liberado de las garras de Heisenberg”, marca Alan Sepinwall en The revolution was televised: “En su fragilidad emocional, la dependencia de Pinkman sobre su mentor se disipa únicamente en la cuarta temporada cuando Jesse encuentra, en Mike, la figura paterna que Walt rehusó ser”.
Por otro lado, es muy interesante el giro que Gilligan le da al ya aburrido “camino del héroe”, tan manido por el cine y la televisión tradicionales. Si bien Walter modifica inicialmente su faceta de anodino ciudadano y padre de familia para coquetear con la idea de un héroe (con toda esa estructura proppiana y campbellianamente manida: tiene un objetivo que cumplir, sale de casa, tiene un componente mágico –el tótem de la meta azul, por ejemplo–, va encontrando aliados y villanos y retorna a esa casa, aunque el desenlace no sea épico, sino trágico); los rasgos de, precisamente, un antihéroe (su falta de conocimiento del medio, que al comienzo lo hacen, a él y a Jesse, cometer torpezas) provocan que se complejice aún más la intriga. Pero, luego, la procuración de una identidad particular (say may name: Heinseberg) implica un giro de antihéroe en superhéroe (cuyos superpoderes son sus conocimientos de química, mismos que lo ayudan a salir de situaciones comprometedoras, desde enfrentarse a los primeros antagonistas, Emilio y Krazy-8, hasta Tuco Salamanca, y echar a andar el motor de la RV). Finalmente, la última transformación (en el desierto nietzscheano, se diría), es de superhéroe en supervillano; un supervillano que lo pierde todo, que se vuelve una amenaza hasta para su propia familia, pero que, al final, rescata de unos neonazis al único personaje con posibilidades de redimirse: el joven rosa. Dice Samuel Neftalí Fernández Pichel, en “Amado monstruo. Lo heroico y lo monstruoso en Walter White”: “Se subraya la muerte de los héroes prototípicos de conducta intachable en favor de una notable atracción del público por la villanía latente de personajes en constante lucha con sus demonios interiores”.
Se hace notoria la conciencia de Gilligan y Schnauz de producir una serie de televisión a finales de la primera década del siglo XXI, con todo un bagaje de pantallas, chicas y grandes, y de mitologías y páginas sesudas a cuestas. Porque Breaking Bad seguirá admirándose, también, como lo que Julia Kristeva llamaba un “mosaico de citas”: desde MacGyver hasta Los magníficos; desde los western hipersexualizados de Sam Peckinpah y los mafiosos de Martin Scorsese hasta los duelos en el singular paisaje desértico de Sergio Leone y los diálogos y persecuciones a lo Quentin Tarantino. Además, el modo en que absorbe y metaboliza casi todas las malas series de narcotraficantes, centradas en la lucha maniquea de los “buenos” de la DEA y los “malos” (casi siempre morenitos al otro lado de la frontera), adicional a los programas de pesquisa policial, en tanto “revitalización del noir”.
Bueno, paro aquí porque mi verborrea ya es enfermiza. Solo un último punto a considerar, al menos para esta entrada de la Broma Infinita. Además de apreciarse como un intenso producto televisivo, a 15 años de su estreno Breaking Bad puede ser también leída por su marcada pasión literaria. “Cuando oí al docto astrónomo…”, comienza a recitarle el desdichado Gale Boetticher a Walter, cuando se hacen socios en el laboratorio de Gus Frieg; versos del otro Walter, que, a la postre, provocarán la caída de Heisenberg cuando Hank descubra un ejemplar de Hojas de hierba en el baño de su cuñado. La enumeración sería puro engolosinamiento (por eso la hago): pasajes tomados de tragedias shakespearianas; el mito de Frankenstein (una criatura que se vuelve contra el creador); el pacto mefistofélico, traducido mejor que nadie por Goethe, manifiesto en ese diálogo entre Gus y Walter: “What does a man do? And a man, a man provides. And he does it even when he’s not appreciated, or respected, or even loved”. Pero, por supuesto, quien mayormente tiene asidero en la ficción de Gilligan es el tusitala, Robert Louis Stevenson: el Dr. Jekyll evidencia, paulatinamente, que su personalidad va siendo ocupada por un Mr. Hyde capaz de hacer estallar el coche de un misógino prepotente, de envenenar a un niño para su conveniencia y de persuadir, en la escena más intensa en mucho tiempo para la televisión moderna, a un antiguo narcotraficante mexicano, ahora inválido en una silla, que estalle con la misma, dentro de un asilo de ancianos en pos de una venganza común.
Dice Aguado: “Es así que Walter se convierte en causa y solución a su problema. Causa porque dejó pasar toda una carrera brillante por apostar por una vida monótona, tranquila y, en cierto modo, mediocre. Solución dado que no tarda en demostrar ser todo un superviviente capaz de solventar las problemáticas de un ciudadano aislado gracias a su propio ingenio y a su valía —afrontar los costes del tratamiento o sustentar a los suyos, primero, desenvolverse en el mundo del narcotráfico, después”.
Un hombre común que se vuelve héroe que se vuelve antihéroe que se vuelve superhéroe que se vuelve villano… que se vuelve el personaje más complejo de todos los que hemos podido admirar después de tantos años de intoxicación catódica. Y, como todo clásico, se empieza a entender mejor a la decimoquinta lectura.
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