Susan Sontag, París, 2002. Fotografía Annie Leibovitz (detalle)

¿Existió de verdad Susan Sontag? ¿No ha sido la Sontag uno de los mayores trucos de nuestros tiempos transmodernos: un invento, un cerebro construido por varios, un cyborg? ¿Existió realmente la autora de Yo, etcétera, y de ese extraordinario ensayo llamado Sobre la fotografía? Sus entrevistas, sus fotos, sus anécdotas, su célebre liberalismo casi orgiástico, ¿existieron de verdad?

Para acceder un poco a la Sontag “real”, nada mejor que Siempre Susan (2013), el libro de la novelista y ensayista Sigrid Nunez, pareja sentimental de David Rieff –hijo de la escritora–, quien convivió varios años junto a este en el 340 de la Riverside Drive, aquel apartamento del que se “comentaba cualquier cosa”.

Y digo nada mejor, porque este libro, a diferencia de los propios textos de Rieff sobre su madre, carece de todo intelectualismo, de toda pulsión retórica, de toda obsesión con el aura o grandeza de la norteamericana. Más que un ensayo o constructo, Siempre Susan es una especie de cámara contracultural. Filma sencillamente lo que sucede alrededor de los “monstruos” Sontag y así lo muestra: sin afeites, sin adornos, con agradecimiento casi.

Gracias a esta estancia, la Nunez –estudiante de veinticinco años cuando comenzó a trabajar como secretaria de la reconocida escritora– compartió horas de conversación y comida con Joseph Brodsky, el gran poeta y premio Nobel ruso, quien, recuerda, era una de las personas más directas y alegres que circulaba por aquel New York de la era Reagan…; con María Irene Fornés, la conocida dramaturga cubana y amante de la Sontag en los años sesenta, justo cuando su teoría sobre lo camp se convertía en moda y sus textos sobre cine (Resnais, Godard, Bresson…) enseñaban a entender la imagen-tiempo de otra manera.

Asistió a representaciones teatrales “que en otra circunstancias hubiera ignorado”; leyó y discutió muchísimo sobre libros, escritores, política (la Sontag se consideraba en posesión de una “cabeza europea”). Escuchó confidencias de primera mano (y de segunda y de tercera…, ya que en casa de su nueva familia nadie callaba nada) y, por supuesto, también se vio abocada a esa envidia que rodeaba al apartamento de Riverside Drive.

Envidia que hacía que el mundillo intelectual comentara las cosas más enloquecidas sobre el flujo de relaciones que se establecían “allí dentro” (la cópula entre Susan Sontag y su hijo era lo más inocente que se cuchicheaba) o intentara burlarse, cada vez que pudiera, de la manera arrogante que tenía esta última de concebir el mundo. Sin embargo, ¿era esa envidia, esa mezquindad tan intelectual de los intelectuales chiquiticos, de alguna manera justificada? ¿Desacoplaba demasiado Susan Sontag ante una New York que vista desde lejos figura como el centro contracanónico del mundo pero que no deja de ser, de una manera u otra, también provinciana, encogida, chismosa, cínica, según quién y cómo se mire?

A pesar de que Sigrid Nunez dice no comprender el porqué de las críticas a su mentora, lo cierto es que traza el retrato de una mujer caprichosa, snob –demasiado quizá–, cultísima, risueña y déspota a la vez. Una “quejica crónica”, haciendo alusión a esa manía de la ensayista a reclamar compañía constantemente.

“No podía soportar tomarse el café matutino o leer el periódico a solas. De hecho, recién salida de la cama parecía especialmente necesitada de escucha. Hablaba sin cesar sobre lo primero que le venía a la cabeza, y por alguna razón, a esa hora siempre estaba consumida por la indignación. Algo acerca de su vida la molestaba, o quizá le enfureciera algo que vio en la primera página del Times. En estos momentos me recordaba notablemente a mi madre alemana…”

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Y ante este melting pot de sentimientos, Sigrid Nunez elabora uno de los retratos más equilibrados que se puedan trazar sobre alguien tan intenso y a la vez con tantos pliegues como la Sontag. El retrato, por decirlo así, de una madrastra no-alemana. Una madrastra que a la vez que le abría los ojos, la castigaba.

Posdata: Hace ya algunos años, asistí en Berlín a una de las mejores exposiciones sobre Susan Sontag que ha circulado en los últimos tiempos. Casi toda la fotografía que Annie Leibovitz, última de sus amantes, le había hecho a esta desde que empezaron a convivir juntas hasta su muerte. Allí estaban todas las Sontag. La Sontag viajera y la Sontag que se baña en una tina. La Sontag risueña y la Sontag concentrada. La Sontag maternal y la Sontag arrogante, que disertaba y disertaba escuchándose hasta el cansancio… No sé si alguna vez se ha recogido en libro este fenomenal archivo, aunque supongo que sí. En caso contrario, Siempre Susan, de Sigrid Nunez, sería su mejor prólogo. Pocas veces, fotos y libros, han narrado con tanta intimidad lo mismo.

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