Lydia Cabrera en su casa en Quinta San José

El pasado año, en una polémica sobre la paternidad martiana del cuento “Irma”, desarrollada a través de cubaencuentro, un buen coterráneo residente desde hace décadas en Estados Unidos salió en defensa de mis puntos de vista oculto tras el seudónimo El Cubañejo Andarín, que alcanzó una resonancia tal por su conocimiento del asunto y la certeza de sus puntos de vista que muchos pensaron era yo mismo disfrazado. En honor a él, cuya identidad se me ha prohibido develar, y a su simpático seudónimo, da inicio hoy esta columna incitadora del diálogo, no de la polémica, aunque tampoco la rehúye si la motivación lo amerita.

Cubañejerías pretende ofrecer a los visitantes de Rialta Magazine un remanso apacible para la lectura, desde una perspectiva actual, de textos creativos o de índole crítica y hasta promocional o divulgativa, escritos por autores cubanos o extranjeros del pasado y relacionados con el variopinto espectro de la cultura cubana, en todos los casos rescatados del olvido al que, por causas diversas, han quedado relegados en ya antañonas publicaciones en franco y acelerado proceso de desaparición. Cubañejerías no intenta recrearse nostálgicamente en un pasado que fue y no volverá a ser, sino presentar obras, personajes y acontecimientos del solar patrio, rastreados en esa “selva oscura” e insuficientemente explorada que es la prensa periódica cubana (insular o extraterritorial, que de todo un poco habrá en ella), de manera que pueda ir conformándose una nueva “flor oculta” que enriquezca y diversifique nuestra visión presente y futura de la cultura cubana en sus diversas manifestaciones y exponentes, sin mirar a un lado u otro, sino con la vista puesta sólo en su grandeza y peculiaridades. En Cubañejerías, sólo al autor del texto le será dada la palabra para que se comunique con su nuevo lector. El creador de la columna fungirá únicamente como informado mediador entre el texto rescatado y el lector, sin ínfulas doctorales o doctrinales de ninguna especie.

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Como primera muestra se presenta un olvidado texto de María Zambrano sobre Lydia Cabrera, con el cual se desea recordarlas en ocasión de los primeros veinticinco años de la desaparición física de ambas, ocurrida el año anterior. Notables exponentes de la literatura en lengua española, cada una con un mundo creativo particular, parecieran unidas, sin embargo, por sus sabias inmersiones en los honderos más profundos del ser humano. Esta primera aproximación de María Zambrano al peculiar orbe creativo de Lydia Cabrera en su libro Porqué… cuentos negros de Cuba (La Habana, Eds. CR, 1948, 263 pp.) apareció en el diario habanero El Mundo (10 de marzo de 1949) y hasta donde se ha podido indagar no está recogida en las varias compilaciones de los ensayos y artículos de María Zambrano publicados en Cuba, como tampoco se le cita en las bibliografías de la autora cubana. Al año siguiente daría a conocer María en la importante revista Orígenes (año VII, número 25, 1950, pp. 11-15), de la que fue asidua colaboradora, un texto completamente diferente sobre esa misma obra de Lydia, este sí ampliamente conocido y citado.

Queden todos, pues, con esta primicia, disfrútenla y los más interesados en ambas autoras y sus obras respectivas cotéjenla con la de Orígenes para obtener una visión más completa del pensamiento de María Zambrano sobre ese libro de Lydia Cabrera. Queden, además, con la promesa de futuros textos igualmente rescatados del olvido debidos a autores como José Martí, Julián del Casal, Nicolás Guillén, Jorge Mañach, Pablo de la Torriente Brau, Emilio Ballagas, Carlos Montenegro, Eugenio Florit, Lino Novás Calvo, José Lezama Lima, Calvert Casey, René Ariza, entre otros que serán, sin dudas, bien acogidos.

Ricardo Hernández Otero
Desde Athens, Georgia, a 28 de agosto de 2017

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Lydia Cabrera y su último libro

Por María Zambrano

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La atroz desdicha de nuestra época proviene de eso que ha sido ostentado como su mayor gloria; todavía no parece haberse agotado el ciclo de ese intento humano de vivir lejos de los Dioses: de lo divino, de lo sagrado. Nuestra época es orgullosamente “profana” y hasta muchos de los que dicen seguir una fe, la justifican, cuando viene el caso con argumentos parecidos a que “es necesaria para resguardar determinado orden social o económico” o cosas por el estilo, como si la fe, y más aún, la caridad, se hubieran quedado sin fundamento en el alma de los llamados “cultos” y hubieran dejado su hueco a no se sabe qué fantasmas que no podrán jamás llenarlo.

Un vacío poblado de fantasmas, también de terribles monstruos, que ninguna victoria alcanzada ha podido disolver, constituye “la estructura” de eso que llamamos mundo actual. Y en él nos sentimos agobiados –cada vez más– por esa mezcla, pocas veces conseguida en la historia: una actividad incesante y una desolada esterilidad. Se escribe demasiado y apenas nada; se construye constantemente y los ojos sólo advierten lo que se les sustrae: viejos edificios o árboles ancianos; la misma hierba, la más humilde y persistente de las llamadas que la tierra dirige al cielo que, puntualmente la visita cada mañana. Diríase que la desolación de la hora proviene de que en el mayor vértigo de “construcciones” que el planeta haya conocido, apenas se erige sobre él nada que signifique una llamada a los cielos, un templo.

Templo es en primer lugar, la casa de Dios consagrada debidamente; pero lo vienen a ser, en cierto modo, toda obra que los hombres hacen para llamar a lo divino, toda apelación a la gracia, todo intento de recoger estos resquicios del paraíso perdido que hasta ahora, ninguna acción humana había podido cegar. El ímpetu de edificar un templo se confunde con el anhelo de recobrar el paraíso, como vemos en esas encantadoras historias de los últimos promovidos a la santidad en estos tiempos; piedad y belleza brotan juntas. Y así, encontramos, por ejemplo, en la historia de la pastora Melanie cómo la sagrada aparición llegó a posarse sobre la piedra que la niña cubría todas las mañanas de flores, llamándola su Paraíso. Una piedra basta cuando ha sido recogida, puesta aparte, como simple llamada a lo divino.

Pero lo hemos olvidado, no nos dejan ya lugar, espacio físico y anchura del ánimo para que este ímpetu originario brote; todo lo originario se debate asfixiado para encontrar su “espacio vital”, el más vital de los espacios que es el que el alma precisa para respirar y aspirar, para que la inspiración, alimento primero, penetre y vivifique a la vida. Lo cual sucede casi a la perfección en el mundo de la cultura. Allí donde se decide o se cree decidir el futuro, en el “mundo histórico”.

Y es en el mundo alejado de los sucesos de la Historia (en aquellos territorios olvidados por el famoso río), donde encontramos en forma fragmentaria, como recuerdo inextinguible de un gran pasado, columnas, capiteles, o simples piedras, trozos de lo que fue un templo edificado espontáneamente por los hombres, cuando no había obstáculos para satisfacer esa necesidad primera, elemental, que las diversas teorías explicativas del hombre –psicológicas o antropológicas– han dejado en la sombra. Templos de piedra o de palabra, poesía siempre, que dice cómo no se puede vivir sin llamar a lo que anda sobre nuestras cabezas, sin imaginarlo, sin figurárnoslo de algún modo.

No faltan, naturalmente, investigadores con todo el instrumental científico que descubren día por día esos fragmentos del pasado de la vida alejada de la historia. Esas huellas de grandes culturas que hoy llamamos folklore. Pero aquí viene otra vez lo que al principio se decía: demasiado y muy poco; pues en la selva de las investigaciones suele faltar, bajo el rigor del método, esa disposición última y primera, que hace saber tratar adecuadamente el objeto que se investiga. Porque solamente puede recoger los trozos de un templo quien lleve en su alma algo del ímpetu de construirlos.

Es ese anhelo de levantar templos lo que encontramos en Lydia Cabrera; en su incesante y piadosa persecución de las huellas del pasado, en ese constante inclinarse que se olvida de la fatiga, para recoger la belleza y la piedad escondidas; la que vive y se expresa en corazones y labios de una raza en la que nuestro desarraigo de “blancos” ha dejado de reconocer a la nodriza, a la vieja nodriza sabedora de secretos sutiles, de esos que ayudan a mantener limpio y fiel el corazón; remedios para la impiedad, para el orgullo, para nuestra torpeza de seres que han dejado caer la más alta Religión que hayan recibido los hombres. Y así, no hay contradicción ni desmentido alguno para el que se siente apegado a la Religión cristiana, entre sus altas verdades y las humildes piedras del templo derruido. Lydia ha sabido escuchar a su nodriza como las gentes de limpia estirpe y si ha podido recogernos estas piedras del pasado antes de que se las lleve la corriente del río de la historia, es porque acude a reparar aquellas de templos venerables que la incuria de nuestra civilización deja a diario deshacerse. No sólo el folklore de la raza antes sometida, templos consagrados a la más pura tradición conocen su desvelo, porque siempre anda dispuesta a servir a la piedad y a la belleza; su único y múltiple oficio.

Si este libro Porqué… último regalo que Lydia nos hace, parece responder a un pregón que nuestros oídos acuciados por la sed nos han fingido oír: remedios para los ojos cegados por edificio, para oídos doloridos las palabras estériles, para el corazón, que, aterido, amenaza retirarse a lugares de donde no ha de volver; remedios para el tedio, para la fealdad que se filtra por las paredes, para el peor de nuestros tormentos: la angustia, hija de la soberbia. Y entre ellos, erguida, la alta pura flor de la alegría.

Porqué... Cuentos negros de Cuba (1948), de Lydia Cabrera
Porqué… Cuentos negros de Cuba (1948), de Lydia Cabrera

Pues, ¿qué remedios podrán ofrecerse a nuestros padecimientos si no esos recogidos en el secreto paraíso aún intacto sobre la tierra? Lydia se ha adentrado –desde siempre– en ese íntimo paraíso escondido de su Isla de Cuba. Las islas parecen haber sido siempre la cuna de los Dioses –Creta, Java–, el lugar preferido de las revelaciones de la poesía, como si la levedad de su tierra entre cielo y mar, aligerase un tanto la natural pesadez de la vida humana, el peso de la caída. Las islas son mágicas y la de Cuba envuelta en su luz azul parece encontrase en ese instante en que los dioses dormidos van a despertar; en que van a liberarse de su sueño miles de formas encerradas en el tronco de la ceiba, y que se va a hacer visible la danza adivinada allí, en el templo ligero que forman las cañas bravas y que la llamada a lo alto de la palma real está a punto de obtener una respuesta. Lydia es mensajera de esos misterios, elegida por ellos para su poética revelación.

Todos los lugares de la tierra poseen su trozo del paraíso que se entreabre o se cierra, según las leyes que la Historia nunca se molestó en descifrar. Pues no basta que el paraíso secreto exista; durante muchos siglos puede dormir su misteriosa vida mientras los hombres vagan perdidos, sin encontrar eso que llaman “si mismos” y que la pura conciencia sin inspiración no hallará jamás. En el principio estará siempre la inspiración, el soplo que despierta a la vida dormida o encerrada en los seres de la naturaleza, en ese transmundo, paraíso, sin cuya revelación la vida humana es simple pesadilla, sueño oscuro en su laberinto.

Por el laberinto de aire y hojas, de flores y caña, nos conduce este libro con el mismo estremecimiento de la flor del cactus, cuando se abre a medianoche obedeciendo a una secreta señal de las estrellas. Así, un ligero sonido de flauta parece haber guiado a la que siempre estuvo esperándolo, a quien lo oyó sin volver la cabeza. Guía obediente a la llamada del misterio, Lydia, guardando la justa medida entre la palabra y el silencio cumple la vieja ley órfica, cifra perenne de toda Poesía. Poética cifra reveladora del secreto de un País, en la cual sus múltiples, diferentes y hasta contrarias almas que lo habitan encuentran su armonía.

La cifra que es ley de la armonía, de la concordia, está antes y ha de servir de cimiento a las leyes que los hombres proclaman. Sin esta ley musical, poética, cifra de piedad y belleza, ningún pueblo puede lanzarse en persecución de su historia, y así, la poesía de este libro de Lydia Cabrera corresponde exactamente a la vida de alguien que no dejando ver esfuerzo, ni fatiga –restando importancia a su constante acción– amasa los cimientos de la ley de la armonía.

Tomado de El Mundo, edición de la mañana, año XLVII, número 15 156, jueves 10 de marzo de 1949, página 10, columnas 2-3 [Sobre el título del periódico: El Nuevo Mundo]
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RICARDO HERNÁNDEZ OTERO
Ricardo Luis Hernández Otero (La Habana, 1946) es investigador y profesor universitario. Por cuatro décadas laboró en el Departamento de Literatura del Instituto de Literatura y Lingüística de Cuba. Sus campos de especialización comprenden aspectos como la prensa cubana, el vanguardismo y la obra de José Martí, entre otros. Es coautor, con J. Domingo Cuadriello, de Nuevo diccionario cubano de seudónimos y autor de las compilaciones Escritos de José Antonio Foncueva, Revista Nuestro Tiempo, Crónicas [de Excelsior] de Alejo Carpentier, Sociedad Cultural Nuestro Tiempo: resistencia y acción, Mirta Aguirre: España en la sangre; España en el corazón. Actualmente se desempeña como Jefe de una Redacción en la Editorial Nuevo Milenio y está al frente de la Revista de Literatura Cubana en su nueva época.

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