‘La siesta’, Guillermo Collazo, 1888

“Habíamos llegado a un punto en que la realidad se confundía con la ficción, de modo que ni nosotros mismos acertábamos a separar esta de aquella”, escribe Dulce María Loynaz al recordar las formas de habitar, por ella y sus hermanos, la que llama la casa de Bárbara, protagonista de Jardín. “De otra manera no se explicaría que aun estando solos, esto es, sin espectadores, mantuviéramos la misma conducta. Ni se explica que mi hermano Carlos Manuel se paseara en hábito monacal horas enteras, por los senderos más recoletos del jardín, absorto en la lectura de un libro que se llamaba Derechos y deberes de los párrocos. Ni que mi hermano Enrique durmiera con una calavera sobre la almohada, ni que mi hermana Flor lo hiciera cubierta de joyas que al día siguiente amanecían rotas, al extremo de que, una vez, el platero, cansado de componerlas, le preguntó si hacía prácticas de boxeo con ellas puestas”.

Terminada en 1935, Jardín se mantuvo inédita por casi veinte años hasta su publicación en 1951, en la editorial española Aguilar. La primera edición nacional ocurrió en 1993, un año después de que Loynaz recibiera el Premio Cervantes. Es una primera novela que carga el peso de ser recibida como obra de madurez. En el “Preludio” su autora expone la decisión de subtitularla y asignarle una anunciación lírica: teme que no cierre, que no haya una estructura más reconocible por la que circulen señas de género, que el volumen se deshoje y los capítulos “echen a volar”. “Previendo ese final”, declara, “he querido añadir a la palabra novela el adjetivo lírica, que más que paradoja viene siendo como una atenuante, como una explicación”. A pesar de haber sido relegada como poema en prosa –un gesto reincidente para más de una novela cubana, en lo que sería ya una tradición que parece empeñarse en no reconocer su novelística—, la obra no negocia la autorización para ser percibida como novela a pesar de sus deformaciones; por el contrario, anuncia que precisamente por ser novela le es posible deformarse.

Su manejo del género comienza por liberarlo de la construcción de una trama para probar qué tipo de sostén queda, cuánto de la representación puede resolverse en la escritura y qué entra por primera vez en sustitución del realismo; qué nueva ceremonia de lectura tiene lugar, es decir, cómo crear un nuevo lector y replantear la autonomía de la literatura al proponer otras percepciones del tiempo y el espacio en la forma de la novela, que produzca literatura dentro de la literatura y realidad dentro de la realidad. En otras palabras, cómo habitar la ficción.

Loynaz practicó la poesía y la prosa, escribió libros fuera de género donde los formatos de la ficción y la no ficción albergan el relato de viajes, el ensayo y las memorias. La denominación lírica fijada en el título de Jardín es próxima a un aviso sobre estas costumbres, que no permanecieron como préstamos a su narrativa y contagiaron también el lirismo de obras posteriores. Sus libros Poemas sin nombre, Poemas náufragos y Melancolía de otoño, son volúmenes de poesía en prosa que admiten la forma del cuento, la crónica y el apunte, sin pasar por la unidad del verso. Esta idea de la literatura separada de restricciones genéricas queda extendida en Jardín. Su escritura rehace la memoria personal y propone el relato continuo y desbordado del devenir de un personaje inseparable de su escenario mínimo. En el ensayo de 1950, “Mi poesía: Autocrítica”, Loynaz expone sus ideas sobre las facultades de la inestabilidad de género: “a veces la Poesía gusta de refugiarse en una forma última, la de la prosa simple. No la del poema en prosa cuya existencia generalmente breve se concreta a la exposición de la propia idea poética, sino a la de la prosa que se emplea en hacer una narración, una descripción, una exposición de algo que no es la poesía misma”.

Con el “Preludio” de las primeras páginas se define el rechazo a un código específico de representación (personajes, trama, demarcación del tiempo, historicidad). Como ejercicio del acceso, Loynaz practica la revelación del procedimiento entendido como obra: hacer novela como parte inseparable del resultado novela. Durante los años de su escritura ya el género es un campo abierto a sus posibilidades. Al presentarse como novelista, Loynaz no respondía exclusivamente a un contexto local: al escribir Jardín entraba en el debate global de la novela como expresión literaria.

El resumen más conocido de su argumento es la historia de una mansión ajardinada donde habita una mujer, Bárbara, que contrasta en archivos y experiencias los tiempos superpuestos en una cuadrícula de la ciudad. En la novela hay, sin embargo, una formulación de lo urbano que no es central al relato, que aparece como una fuerza distante, pues sus escenarios, notablemente arquitectónicos, se encuentran en la periferia de la ciudad y desde allí se asoman a definirla. Si aún cuando se propone suspender una coordenada geográfica y temporal, resulta una ficción inseparable del escenario habanero, es por haber anclado sus referentes, sin necesidad de revelarlos, en el barrio de El Vedado. Es este, con sus regulaciones urbanísticas –manzanas cuadradas de cien metros, bordeadas por cuatro metros de portal, cinco de jardín, cuatro para acera y parterre de arbolado público–, quien ofrece el diseño que permitió la imagen y la temporalidad de una ciudad ajardinada. Este contexto consigue para la novela la zona en que la realidad se modela desde la ficción: el lugar donde alguien duerme cada noche con joyas o con una calavera en la almohada o, sin intención de serlo, pasa el día vestido de fraile.

El primer episodio de Jardín es conocido hasta por sus falsos lectores y por momentos amenaza con arrastrar toda la novela. Es el tipo de capítulo que con facilidad se convierte en sinopsis y argumento portátil de la lectura total. La luna comienza a temblar y cae hasta incrustarse en un mirador en la azotea de la casa; sus pedazos llegan al jardín, a los pies de Bárbara. Ella levanta la luna caída y escoge el lugar más tibio para enterrarla. En ese exterior de interiores que es el jardín, se establece el contacto con la tierra, con la ilusión de un tiempo anterior a lo urbano. El entierro de la luna se cruza con la mirada prometida en la cita del poeta portugués Teixeira Pascoaes con que abre la novela: “Sólo los animales encuentran natural la Naturaleza”. El jardín queda presentado como un espacio pretendidamente natural en los límites de la ciudad, donde un evento fantástico ha dado paso a la primera ceremonia y a una forma de habitar.

Pero Jardín no es una obra sobre la ciudad del pasado, ni trata de fijar una época anterior que se perdería de no ser transpuesta en la escritura de la novela tradicional. Por el contrario, es la solución simultánea a la novela por venir y a una ciudad imaginada. Con la ascensión de Bárbara al techo de la mansión, el jardín recupera sus proporciones iniciales y el personaje evade la pulsión de extraviarse en él. La visión de altura avanza desde la contemplación de una ciudad arquetípica y antigua hasta la imagen futurista: “Ve crecer la ciudad; la ve crecer empujada por su viva esperanza; ve brotar, como espigas en un campo de milagro, chimeneas altísimas, racimos de chimeneas que obscurecen el cielo con su humo. Ve afilarse las torres y rajarse las calles –heridas apretadas, venas túrgidas por donde corre la negra sangre de la ciudad–, ve los altos edificios metiendo la testa entre las nubes […] ¡La ciudad, la ciudad! ¡Ah, si creciera de una vez, si acabara de hincharse como fruta madura, y alcanzara con sus casas nuevas la vieja casa de Bárbara… ¡Y vinieran las casas sobre el jardín, y desapareciera el jardín devorado por la piedra, triturado por las enormes fauces de cemento de la urbe hasta no dejar de él más que unos pocos canteros de rosales podados y raquíticos!”. Esta visión se cumplirá como una profecía de la que quedan huellas al final del libro.

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En Fe de vida, Loynaz cuenta que cuando los hermanos desentonan con las normas de urbanidad, la familia les deja un ala de la casa rodeada de jardines. Ellos se dedican a rehacerlos: “Puentes inverosímiles colgando de los árboles, armaduras tártaras que teníamos por gran desdicha no poder atribuir a alguno de nuestros antepasados, y de la cual todavía Flor afirma que le vio un día levantar un brazo sobre ella; vitrinas de abanicos, cuarzos, marfiles y objetos raros, traídos de lejanas tierras […]”. El jardín termina poblado con pavos reales blancos, flamencos, cacatúas y monos traídos de Venezuela. Los nuevos inquilinos evitan la luz eléctrica y levantan arañas de cristal para alumbrarse con velas. Intercambian los horarios del día y la noche, y para demostrarlo obligan a sus invitados a cenar al amanecer. “Me inclino a creer que era más bien un juego, pero que nosotros estábamos de tal manera identificados con los papeles que nos habíamos asignado, que ya no los jugábamos, sino que los vivíamos”. Al superponer la ficción de la novela a la parcela de la realidad, al conservar en esa superposición el terreno del inmueble y el jardín, es posible también leer el contagio de los mundos privados: de Bárbara a los jóvenes bárbaros, de la ficción a la barbarie de la soledad.

La desorientación del poeta español Juan Ramón Jiménez, al entrar en 1937 al mundo creado por los hermanos Loynaz, queda registrada en la ansiedad de su escritura para el perfil que hace de la hermana mayor. Detiene la vista en una jaula de ratas llena de hojas secas, en una columna invertida de monedas de plata. Cree reconocer en un vaso sucio en el suelo el mismo vaso en que García Lorca bebió años atrás una limonada y por primera vez logra explicarse de dónde salió “todo el delirio último de la escritura de Lorca”; imagina que el vaso que le corresponda en su visita se incorporará luego al museo de los ilustres vasos usados. Al despedirse en el jardín ya no reconoce el exterior, se sorprende de la calle, la ciudad, el hotel.

La ciudad de Jardín, deseada y temida, aún no ha llegado. Con el fin del siglo XX, El Vedado se había convertido en un jardín desbordado. Aunque su referente real es una casa de infancia, distante de la otra, con el tiempo el poema “Últimos días de una casa” se ha apropiado de la voz de la mansión de Jardín. En un extremo más ominoso y caricaturesco, la casa misma se ha vuelto la escritora. El fantasma subsiste en la extensión de su nombre. Una tarde se me apareció. En un mercado de 16 escuché sus letras. Alguien preguntó por las libras de papas que correspondían y el vendedor dijo, con la voz cortante y ágil de quien no tiene tiempo para explicarse porque lo que revela es algo obvio, aunque críptico, pero por encima de todo obvio, algo que quien se acercara a comprar debería saber de antemano y no preguntar para no hacerle perder el tiempo que lo separaba a él de la balanza y a la balanza de la desaparición de cada uno de los sacos hasta dejarlo otra vez solo ante la tierra hecha polvo sobre la acera por donde yo caminaba sin querer caminar, el vendedor respondió: “Dulce María Loynaz por persona”. Qué gran herencia, en medio de El Vedado. Su nombre vuelto contraseña de una cifra, el índice de lo cifrado. Porque para él, como para casi todo el que cumple un servicio involuntario, decir las cosas claras es asumir el lugar donde no se quiere estar. Es necesario alterar el lenguaje para no quedar atrapado por la realidad. En aquel instante, el vendedor habitaba su propia ficción y en su evocación dejó entrever el mundo armado de voces que para él tenían una proximidad tal vez trastornada, pero que le permitían resguardarse. Yo no quiero estar aquí pesando papas a dos libras por persona, pensaba; ergo, Dulce María Loynaz.

Giorgio Agamben ha notado que cuando un niño se encierra no busca ser encontrado: “Los niños encuentran un placer especial en esconderse; y no por ser, al final, descubiertos. El placer reside en el hecho mismo de estar escondidos, en el meterse dentro del cesto de la ropa sucia o en el fondo de un armario, en el acuclillarse en un rincón de la buhardilla hasta casi desaparecer; un deleite incomparable, una agitación especial a la que no están dispuestos a renunciar por ninguna razón”. La soledad de Bárbara a lo largo de la novela refuerza la intimidad de la lectura. Aunque en la Cuarta y Quinta partes aparecen otros personajes opacos, sus acciones se mantienen ajenas también para el narrador. La condición única del acto de leer queda limpia en la observación de las rutinas de un personaje solitario.

Cuando no se tiene público, como Bárbara, el único testigo posible es el lector. En su juventud, los hermanos de la casa novelada habitaban la ficción porque sus soledades eran vividas como leídas por un desconocido. En los momentos en que más solos estaban alcanzaban la nitidez de la ficciones y se volvían más legibles para un lector remoto. Cuando hacemos algo solos con la ambición de ser vistos pero con la certeza simultánea de no ser observados, nos escribimos. Quien se aísla no quiere ser encontrado. Quiere ser leído.

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