En su más reciente libro, Rumbos sin Telos (Rialta Ediciones, 2017), el ensayista, catedrático y profesor universitario cubano Román de la Campa examina diacrónica y críticamente algunas de las corrientes de pensamiento y paradigmas teóricos de la segunda mitad del siglo pasado y lo que va del presente (deconstrucción, poscolonialidad, subalternidad, neoliberalismo, estudios culturales, estudios trasatlánticos). El objetivo es someter a escrutinio y cuestionamiento algunas de las más encomiadas y utilizadas perspectivas metodológicas, conceptos, ideas y nociones que han dominado los estudios sobre la cultura, la historia y la política de América Latina en los centros académicos de Europa y Estados Unidos básicamente. Sin abandonar los temas y problemáticas que le han atraído a lo largo de su labor intelectual, De la Campa se posiciona entre los dilemas del mundo contemporáneo y desde ahí reconoce, valora y ofrece direcciones analíticas ante las paradojas de los imaginarios y la sensibilidad poscoloniales, los procesos y mecanismos de integración de las comunidades hispanas –entre ellas los intelectuales y escritores– en Estados Unidos, las nuevas expresiones de la cultura literaria que ponen en entredicho la relación tradicional de raigambre moderna con el concepto de Estado-Nación, o la dificultad que supone el estudio de sucesos históricos y políticos desde determinadas expresiones artístico-literarias. Motivado por la lectura de los distintos trabajos que componen el volumen y por la sensación de que en cada uno de los postulados finalmente publicados perviven líneas de reflexión que quedaron apenas sugeridas y suspendidas para una argumentación posterior, le propuse al profesor de la Universidad de Pensilvania me concediera la oportunidad de conversar con él sobre varios de los aspectos que pone a discusión en su libro. Su consentimiento fue el principio de una extensa glosa a sus palabras impresas y una muestra de su predisposición a actualizar siempre el diálogo con esos fenómenos de este siglo xxi que conciben continuamente nuestra manera de relacionarnos con las nociones de cultura, saber, nación, raza o historia. Más que interrogarlo me limité a lanzar al aire algunas ideas y comentarios que le fueran propicios al profesor para reflexionar, para discursar. El resultado de ese ejercicio es esta entrevista.
Roberto Rodríguez Reyes (RRR): Este nuevo libro sigue con una práctica ya reconocible en algunas de tus obras anteriores; partes de la lectura crítica de varios de los discursos preeminentes sobre los temas que te interesan y terminas brindando una cartografía de las corrientes reflexivas y epistémicas en boga, actualizando a los lectores de las principales discusiones, conflictos, paradojas en el pensamiento contemporáneo y valorando críticamente todas ellas, asumiendo una postura siempre desde un análisis inclusivista, plurívoco, multidisciplinario incluso. En Rumbos sin Telos, por ejemplo, creo percibir que constantemente esbozas dos grandes tendencias en los estudios culturales y literarios latinoamericanos en los últimos años: una que se inclina hacia la teoría política, que, digamos, maneja un concepto de cultura asociado a eventos y fenómenos de carácter político (acaso resumido en tu frase: “El intelectual académico, o de cualquier otra estirpe, encontrará la política aunque no la busque”); y otra que parece derivar patrones culturológicos del estudio de las expresiones artístico-literarias procedentes de regiones y tradiciones particulares. ¿Hallas algún conflicto entre ambas posturas o consideras que se estén asumiendo excluyentemente? ¿En qué medida percibes en la actualidad la politización de la vida cotidiana? ¿Hasta qué punto sería lícito aseverar que las sociedades están más politizadas hoy que, digamos, en la década del sesenta (al calor de la utopía) o durante la Guerra Fría?
Román de la Campa (RDC): En un sentido muy marcado por el mercado y la imagen mediática, todo se siente con mayor intensidad e inmediatez, es decir, más político. El reportaje de noticias ya no distingue entre la realidad y la ficción. Podría decirse que hay más política y menos politización al mismo tiempo. En la esfera que gobierna la producción del conocimiento esta inmediatez impulsa un nuevo pacto utilitario en la escala de valores que le resta a la universidad y los campos disciplinarios la acostumbrada distancia para articularse. Ni siquiera las ciencias duras quedan exentas. Decía Naomi Klein hace poco que hoy Nike vende la idea de trascendencia por medio del deporte, Starbucks la de una comunidad y Apple la idea de revolución. Todo esto, dicho sea de paso, demarca en gran medida el auge de los estudios culturales y otras miradas interdisciplinarias que intentan abordar la política en tanto cotidianidad mediatizada por el mercado, una oferta inagotable y difícil de aprehender. El énfasis actual en la afectividad, por ejemplo, es una dimensión cuyos teóricos principales –pienso en Brian Massumi– definen como algo opuesto a la significación. Busca captar cómo se siente lo que ya no se explica o no se entiende.
Pero esto no implica que la sociedad esté politizada, ni que la teoría política actual inspire causas trascendentales. La cotidianidad ya no se orienta a partir de un discurso colectivo y liberador anclado en las utopías modernas. Las propuestas democráticas y los llamados al poder constituyente devienen manipulaciones electorales cada vez más obvias y hasta burdas, tanto en la derecha como en la izquierda. Entre tanto, la universalidad, ese compás que orientaba la teoría política desde Hegel, se comunaliza a partir del deseo individual como nunca antes. Queda, por supuesto, el antropoceno y el deber planetario, con todo lo que ello implica para el universo, un gran desafío para el pensamiento filosófico y político existente.
RRR: Entre los distintos paradigmas teóricos que son referidos y valorados en el libro muestras cierta reticencia hacia la efectividad heurística de la deconstrucción. Sin embargo, en muchos de los trabajos académicos y estudios de posgrado en varias de las universidades en América Latina y el Caribe todavía las ideas de Derrida, Foucault pululan o se hacen perceptibles en esas prolongaciones más o menos políticas de la deconstrucción que son los estudios poscoloniales y de género. ¿Por qué crees que la desconstrucción pasó como propuesta teórica del campo de los estudios culturales al político? ¿Es la deconstrucción como propuesta epistemológica un proyecto fallido? ¿Con qué aportes epistemológicos y prácticos te quedarías?
RDC: Intento delimitar la autosuficiencia con que se ha esgrimido la deconstrucción en el terreno literario latinoamericanista, pero igualmente estimo que no hay filósofo contemporáneo fuera de su alcance. Lacan, Foucault, Barthes, Laclau, Butler, Žižek, Rancière, Agamben, Deleuze y por supuesto Derrida, entre muchos otros, responden a su amplio legado, si bien de formas muy distintas. Aún más, la literatura de Borges, Lezama y Lispector, tres de los más grandes escritores del siglo xx, puede encontrar en la deconstrucción las mejores lecturas. En ese sentido amplio e impuro este quizá sea el prisma intelectual más incisivo del siglo xx, si acaso una señal de su pertenencia a nuestra época, en la cual hay un déficit de teoría política. Quizá por ello se van vinculando los terrenos de los estudios literarios y la deconstrucción con el análisis político desde finales de los ochenta, empezando con los Espectros de Marx, el conocido libro de Derrida que inicia un estilo de crítica temprana del neoliberalismo partiendo de Shakespeare y la promesa postsocialista del marxismo.
Como suele ocurrir con el pensamiento filosófico que se vuelve paradigma académico, el rigor inicial de la deconstrucción se va mermando. Ciertas nociones se van popularizando por un lado o se preservan enclaustradas en el lenguaje de grupos de iniciados por el otro. Hoy todo el que busca perturbar inmanentemente las estructuras principales del ser o la sociedad cree que deconstruye, sin más. Sabe o intuye que los cambios profundos no vendrán primordialmente desde un afuera que aguarda para tomar el poder. Curiosamente esto se manifiesta ahora en la derecha también. El llamado pensador del equipo Trump, Steve Bannon, por ejemplo, ha dicho que su proyecto político parte de la deconstrucción del Estado profundo. En su caso se trata de una ofuscación derechista ante el desequilibrio que la competencia capitalista representa para todos los estados, inclusive los más acostumbrados al privilegio imperialista. Cree posible reinventar el nacionalismo en nombre de la raza blanca norteamericana. Lo curioso aquí no es la nostalgia revisionista que lo informa sino que para hacerlo se arrime a la deconstrucción, una palabra que seguramente elude su entendimiento pero que esconde un poder conceptual capaz de atraer tanto a la derecha como a la izquierda. Ambos lados han descubierto que el Estado-Nación fraguado en la era liberal no se sostiene en la era neoliberal. La pregunta es qué vendrá después y sobre todo cómo hacer política mientras tanto, puesto que pudiera ser un período muy largo que pide otras formas de pensar. El neofascismo de la derecha se ha vuelto más resbaladizo y la deconstrucción afiliada a la izquierda anhela una democracia por venir a muy largo plazo.
RRR: Por lo general fuera de los predios académicos uno se tropieza con autores que parecen convencidos de que ciertos constructos conceptuales que generan epistemes, métodos, enfoques (v. gr. deconstrucción, posmodernidad, poscolonialidad, trasatlántico, etc.), se pueden convertir, en ocasiones, en obstáculo para reconocer y valorar fenómenos de las realidades de ciertos países y regiones; o sea, que dichos constructos y sus derivaciones terminan concibiéndose como una red de fundamento simbólico y metalingüístico capaz de poner en crisis lo que constituye su principal función, la cognoscitiva, que se ejerce de acuerdo con cierto régimen de verdad.
RDC: Toda la morfología “pos” es cuestionable, sobre todo cuando se presenta como moda impuesta o como un nuevo saber que conduce al agotamiento teórico; en parte por la inmediatez utilitaria de la cultura actual que desprecia la dificultad conceptual; en parte por el oscurantismo de ciertas formas de lectura satisfechas con el espacio conquistado en los recintos de la academia. Hay de todo, pero hay diferencias. Dos elementos de tu pregunta exigen más precisión. Una es la nación, la otra, la verdad que le corresponde. Por supuesto, esto nos lleva directamente a las formas del saber, digamos esa función “cognoscitiva” vinculada a la realidad nacional, sobre todo partiendo de la historia cultural que se suele hacer desde la literatura, puesto que en las artes puras hay más latitud. La música y la pintura sin duda guardan cierta pertenencia a lo nacional, pero en el fondo se desbordan, no resisten fronteras espaciales. La literatura, sin embargo, por su condición de arte que comparte su lenguaje natural con la historia, tiene menos latitud, pero en el fondo, si es arte, también se distancia. Borges es sin duda argentino, pero su procedencia nacional no conduce a la mejor forma de valorarlo como fenómeno literario. Se le ha achacado lo de ser europeo, pero es un planteamiento simplista. Carpentier presenta otro ejemplo. Se ha dicho que es burgués y afrancesado, otra manifestación del temor a la literatura, la cual estorba al historicismo cultural nacionalista, ya sea de derecha o izquierda. Se trata de un debate antiquísimo que siempre se repite. A fin de cuentas, la inquietud en torno a la literatura y la mirada refractaria que esta ofrece a la realidad es tal que a menudo termina en sospecha o condena.
En cuanto a los constructos conceptuales que mencionas es necesario deslindar las diferencias entre ellos y ver hasta qué punto definen diferentes campos de estudio. Es el propósito de lo que en alguna medida intento hacer en Rumbos sin Telos (Rialta Ediciones, 2017). Un deslinde importante sería la diferencia entre el poscolonialismo anglosajón y el latinoamericano. El primero enfatiza el cruce de estatuto colonial de larga historia al de naciones que logran independizarse bien entrado el siglo xx, con un énfasis que si bien suele ser histórico, también busca pertenencia en la literatura moderna y pensamiento teórico que atañe a la contemporaneidad. El otro gira hacia el reclamo de un espacio más constitutivo de los siglos xv y xvi en América Latina, algo que la modernidad europea suele ignorar, con un énfasis particular en la función que tuvo el episteme racial fraguado en ese momento. Se trata por ende de una historicidad colonial latinoamericana más cercana al discurso de la historia, la antropología o la filología que a la literatura. En cuanto al constructo “trasatlántico”, lo entiendo como un nuevo hispanismo literario globalizado, una envoltura pluralista si acaso más impulsada por la función editorial y sus mercados que por una teoría que lo explique.
Sobre la posmodernidad no hablo mucho en el libro, en parte porque considero que fue una apuesta de época que vino y se fue. No obstante, formuló una envoltura sociológica que dio entrada a todo el aluvión teórico que la excedía, es decir, las formas distintas en que el marxismo se iba acercando a la materialidad discursiva en los ochenta, una intuición filosófica del declive que esperaba en el ochentainueve. Fue por eso un discurso atrevido en su momento. Fredric Jameson todavía insiste que es pertinente, pero estimo que el constructo corresponde al momento anterior al declive del socialismo oficial y el advenimiento del neoliberalismo. No obstante, y más allá del rótulo “posmo”, sería interesante recordar dos libros fundamentales sobre esta apuesta, La condición posmoderna (1979) de François Lyotard y La condición de la posmodernidad (1990) de David Harvey. El primero quizá haya sido más popularizado, el segundo siempre me ha parecido más interesante y hoy quizá permita una relectura intrigante en cuanto a los cambios disciplinarios que se manifiestan a partir de los noventa. La posmodernidad, para Harvey, exigía sobre todo un análisis del espacio en tanto forma simbólica, un acercamiento muy sugerente que hacía partiendo de su entrenamiento como geógrafo británico. En las dos décadas subsiguientes, el autor cambia su óptica, consagrándose como un crítico marxista del neoliberalismo anclado en Estados Unidos, una mirada primordialmente histórica.
RRR: Dices que hay “un latinoamericanismo que, en gran medida, consagra la nación desde la estética”; y es que el discurso literario y el pensamiento político latinoamericano se han caracterizado por explorar, a veces obsesivamente, el tema de la identidad ya sea nacional, regional o hemisférica. ¿Se trata de un discurso en la actualidad en crisis?
RDC: Intentaré acercarme a tu pregunta recordando dos aportes casi opuestos que subyacen en la obra de Ángel Rama. El conocido libro Transculturación narrativa (1982) viene primero; en sí constituye una metáfora que le sirvió a Rama para pensar la literatura latinoamericana como un sistema capaz de integrar grandes diferencias entre países y aun dentro de cada uno, es decir distinciones antropológicas y lingüísticas. Todas las corrientes narrativas se juntaban en el caudal estético de la literatura. El esquema sugería también una especie de patria literaria latinoamericana escrita fundamentalmente en español y si acaso portugués. El eje de todo ello era el modernismo puesto que fue allí donde se forjó por primera vez una idea del saber a partir de la literatura, si bien era un saber esquivo y refractario, pero era al mismo tiempo un gran estatuto de la modernidad, ya que esta sólo se sostiene a partir de autonomías relativas.
El cruce casi opuesto, posterior a la transculturación, fue la metáfora de La ciudad letrada (1984), un libro muy citado y poco leído. Aquí se pierde de vista la fuerza del modernismo literario y su función constitutiva de la modernidad en las repúblicas latinoamericanas. El énfasis radica en la arquitectura, física y gramatical, de una lógica colonial que se articula desde el inicio de la Colonia a partir de signos sin referentes, una labor letrada que va creando mapas de ciudades en el vacío y discursos legales diseñados fundamentalmente para ordenar y gobernar lo desconocido. Era otra forma de entender la modernidad, pero ahora forjada mucho antes del modernismo. Era también una reja discursiva. Rama concluye, antes de morir, que este es el legado latinoamericano, un orden letrado autorreferencial pero no liberador. La función de la literatura de pronto ocupa otro espacio, acaso más turbio y menos monumental. Sólo aquella que disturbe el orden de los signos concurre en la resistencia.
RRR: En algún momento del libro también hablas de “estudios posliterarios”. ¿Tiene eso que ver con los modos en que los escritores contemporáneos latinoamericanos negocian con las prácticas, símbolos, discursos, leyes resultantes de constructos político-culturales modernos como nación, identidad, patria, Estado?
RDC: Listaré cinco formas de pensar la mirada posliteraria que informan paradigmas de la crítica y proyectos literarios en la actualidad, algunas más complejas que otras, todas definidas por la coyuntura posterior a 1989, ninguna completamente de mi parecer:
a) La literatura se oficializa en la academia como un discurso burgués que se celebra por su capacidad de auscultar la interioridad del sujeto moderno que se sabe siempre en crisis. Esta valoración va perdiendo terreno en la era neoliberal, la cual exige más atención a la imagen visual y los estudios culturales, los cuales se consideran más populistas porque filtran, reflejan o representan más directamente la realidad social o política de las clases medias cuya escolarización pasa más por el cine y la televisión que por las letras.
b) La literatura es un discurso anclado en la nación que no se sostiene en la era neoliberal porque el Estado-Nación tampoco se sostiene como antes. Su estatuto será otro. En el mejor de los casos, la literatura nacional se estudia a partir de debates políticos que esconden una historicidad nostálgica, en otros como testimonio de su derrota por ser una manifestación del estado liberal que el neoliberalismo va dejando atrás en formas muy contradictorias.
c) La literatura latinoamericana que se consagra como institución nacional se archiva como tal, es decir, a partir de historias literarias ajustadas a los imaginarios racializantes del criollo o del que se cree descendiente de europeo. Históricamente esto atañe tanto a las derechas como a las izquierdas. En la etapa actual se agotan los diversos indigenismos, tropicalismos, africanismos, transculturaciones y otros acercamientos análogos que nutrían esos archivos nacionales a la hora de acercarse a la otredad.
d) La literatura es una institución que se establece como campo de estudio durante la modernidad. Establece valores a los cuales remite continua y creativamente, formando así cierta autonomía relativa como campo de estudio inspirado en diversos formalismos que devienen del legado saussureano. Llega a celebrarse en el siglo xx como todo un conocimiento partiendo de esa autonomía autorreferencial. Hoy, sin embargo, esa forma de saber y sentir rebasa el orden literario, por lo tanto su autonomía no permanece. Hay literatura pero su articulación remite a imaginarios múltiples donde la escritura y la confección tecnomediática participan activamente. La facultad fabulatoria y poética del sujeto sigue en pie, no han desaparecido los escritores, pero la literatura busca otros caminos. El escritor entra en contacto con otras formas de acercarse a la universalidad, ya no se siente llamado exclusivamente por la nación, aunque no deja de ser parte de ella.
e) La crisis de las humanidades incumbe sobre todo a los estudios literarios, por la importancia y el espacio que ocupan en la academia y la nación. Hay que repensarla para que rinda más utilidad en el momento actual, acercándola al pensamiento científico partiendo de sus contenidos, no de su análisis formal. Una vertiente sería la mirada ecológica, que la lleva al estudio del medio ambiente. Otra forma de repensarla parte de la digitalización de textos y archivos, lo cual permite concebir una literatura mundial como la de Franco Moretti. Inspirado en las ciencias Moretti propone organizar el trabajo en equipos que ya no buscan la singularidad artística de los textos ni métodos de lectura que la celebren. El interés entonces radica en la trama o argumentos principales de las obras, los cuales son agrupados a partir de temas que se repiten formando una especie de estructura profunda. De tal modo se ostenta una democratización sociológica de contenidos que permitiría procesar toda la literatura del mundo en los laboratorios computarizados, rindiendo un saber científico. No hay que conocer otros idiomas u otras culturas nacionales para ello. Se les pide a los hablantes de cada particularidad lingüística o nacional que formen equipos locales y sometan la información pertinente al equipo central que maneja la computación.
RRR: Uno de los temas que te son caros es el de los intelectuales latinoamericanos en Estados Unidos, y justamente tu libro no sólo dedica ciertas reflexiones al respecto, sino que está plagado de destacados nombres como Antonio Cornejo Polar, Josefina Ludmer, Julio Ortega, Sylvia Molloy, etc. ¿Cómo valorarías esa migración intelectual de pensadores latinoamericanos a los centros académicos de países desarrollados en la construcción de los discursos teóricos y en la reflexión sobre las culturas en América Latina a finales del siglo xx y lo que va de siglo xxi? ¿Crees en ese reclamo que a veces suena a cantatas de resentimiento de que los discursos sobre la literatura y culturas latinoamericanas se urden y “se imponen” desde Estados Unidos y España?
RDC: El clérigo, los abogados y los profesores de literatura comparten la condición profesional de exégetas ante sus respectivos textos sagrados. Citar la Biblia, la constitución o el canon literario, por ejemplo, ocupa un espacio muy particular en el contexto de una nación. Podría decirse que la sostienen en el sentido más profundo, es decir, en el uso especializado del lenguaje. Los tres códigos con el tiempo se establecen como tradición de lectura. Como tal suelen compartir una metodología que carece de presupuestos teóricos, o los disimulan: la cita habla por sí misma, no hace falta interpretarla partiendo de teorías externas porque el texto en sí agota el significado. Esto, claro está, se complica y contradice cuanto el exégeta se entrega al comentario para explicar citas que en el fondo no se entienden tan fácilmente. De pronto el tiempo y el espacio irrumpen como agentes de cambio, hay que imaginarse entonces exactamente cómo se leyó en el momento de creación, algo que todo buen exégeta sabe manejar con sabiduría e imaginación.
Importa también observar divergencias entre naciones y culturas, puesto que la exégesis siempre depende de un anclaje institucional. En América Latina, por ejemplo, la literatura nacional parece haberse establecido con mayor sacralidad que la legalidad o la religiosidad. De ahí la importancia que se le ha dado al escritor como voz nacional. Martí no es sólo un escritor, es un apóstol. Leerlo en público es como asistir a una misa. En Estados Unidos, la literatura ocupa otro espacio porque la tradición puritana se confirma en la Biblia, texto que se empleaba para alfabetizar y conquistar terreno al mismo tiempo, sobre todo, en el siglo xix. El discurso de la ley, anclado en la constitución, eventualmente ocupa un espacio importante en la exégesis nacional, pero siempre aferrado a la supuesta intención original de sus autores, algo que en el fondo se entiende mejor si se parte de una lectura fundamentalista de la Biblia.
RRR: A pesar de tu trabajo con temas de América Latina y tu vida académica desde Estados Unidos en predios donde, ya sabemos, en ocasiones se propician ciertas direcciones de investigación, ciertos modos, Cuba ha estado para ti siempre en la mira. La reseña que generara una polémica con Rafael Rojas a propósito de su libro publicado en inglés ha sido ampliamente leída y revisada en esta nueva edición. Una de las cosas que se pone en evidencia en tu lectura son los riesgos o escollos a los que conduce historiar la política de un país a partir de su historia literaria.
José Lezama Lima y Virgilio Piñera proveen dos ejemplos clásicos de literatura que resiste acoplarse al discurso historicista nacional, ya sea de derecha o de izquierda. Todo el que haya leído con cierto cuidado La expresión americana o La Isla en peso, por ejemplo, se sabrá enfrentado a un reto conceptual que exige mucho más que ubicarlos en listas de síntomas contextuales. Quizá por ello ambos son cada vez más leídos, aún en el siglo xxi. Decir que cultivaron un nihilismo esquivo a la República del cuarenta y que por ende su obra es conducente a la revolución socialista es una queja que se parece bastante a otra aparentemente opuesta, a saber, que ese nihilismo mantuvo un compromiso con la república mediatizada porque no se comprometió lo suficiente con la revolución. Dos formas de no leer sus obras como literatura, dos formas de amarrar la literatura a la ideología nacionalista, o lo que sería de mayor importancia para mí, dos formas de no pensar la nación desde obras que la desbordan.
RRR: ¿Estarías de acuerdo conmigo en que hay mucho por hacer en el pensamiento político sobre Cuba, entre otras cosas, una historia de los procesos políticos en la isla que dialogue (o discuta) toda la producción en ese campo que se ha hecho al interior o desde cierto sector de la izquierda latinoamericana, una historia del pensamiento intelectual y político que tal vez tenga otro tipo de relación con la jurisprudencia institucional de la cultura y la educación en Cuba?
Mi respuesta quizá se encuentre en lo ya dicho, pero se me ocurre otra idea colindante. El pensamiento político suele ser provincia de las ciencias sociales, aunque los aportes más atrevidos en el campo de la teoría política vienen de la filosofía, la cual guarda más cercanía con los estudios literarios durante todo el siglo xx. Esto quizá explique por qué el diálogo entre estos campos no sea tan nutrido, y aún menos entre cubanos, tanto en la isla como fuera. Lo que se dice entonces sobre el pensamiento político suele ser muy predecible y poco inclinado al diálogo con otras fuentes. Pienso por ejemplo en el populismo actual, de derecha e izquierda, el cual sin duda exige un análisis político más allá del filosófico, pero es difícil hacerlo prescindiendo de lo que ha trabajado Ernesto Laclau. Algo parecido se podría decir en cuanto a Slavoj Žižek y sus análisis del entorno postsocialista. Es difícil leerlo pero su experiencia socialista, su conocimiento de Hegel, al igual que su afán por el cine y el sicoanálisis proveen un acercamiento altamente innovador. La obra de Judith Butler sería otro ejemplo. Hay muchos debates actuales sobre su influencia en América Latina en particular, algo que algunos ven como todo un movimiento político-académico impuesto por sus seguidores, pero en el fondo es ya imposible dejar de trabajar la gran diferencia que hay entre el género y la sexualidad.
RRR: Si me lo permites para terminar vuelvo sobre algunos de los debates que han generado los diversos modos de pensar y entender fenómenos políticos y culturales de la Cuba de los últimos setenta años. Posiblemente tan vieja como la primera oleada migratoria cubana hacia Estados Unidos, la idea de una literatura cubana del exilio se ha estado fraguando sobre todo desde la perspectiva de sus instancias constituyentes (sujetos, instituciones, publicaciones, etc.) fuera de Cuba. En los últimos años y con los cambios en las políticas migratorias, el aumento del flujo de información gracias a la internet, etc. es posible percibir el afianzamiento de un sector amplio de escritores y artistas que cada vez más parecen consolidar y consumar, con sus obras, con la diversidad de pensamiento, la proliferación de instituciones, publicaciones periódicas, editoriales, con la pluralidad de calidades expresivas y los modos de cobrar identidad y autonomía, aquello que muchas veces se creyó desde el interior más o menos oficialista de la isla como una farsa de urdimbre eminentemente política. Desde hace varios años editoriales, premios, instituciones extranjeras unidas al trabajo de configuración, reinterpretación y legitimación de los críticos, ensayistas, escritores cubanos, tanto fuera como dentro del país, parecen haber estado contribuyendo a la idea de que el núcleo duro del canon de la literatura cubana de la segunda mitad del siglo xx y hasta la fecha se halla en el exilio, o al menos, que su constitución está signada por esa circunstancialidad “offshore” (si se me permite el préstamo), diaspórica si se prefiere. Existiendo una gran diferencia entre los sistemas literarios en el extranjero que funcionan de modos y con mecanismos casi completamente diferentes a como funciona la “institución cultura” al interior de la isla, ¿cómo verías tú la posibilidad de configurar un canon, o si lo prefieres, de trazar una cartografía de la literatura cubana contemporánea, claves y bongós aparte, por supuesto?
RDC: Tu pregunta exige examinar lo que significa “fraguada” en el exilio. Habría que distinguir entre escritores, lectores, lenguajes y olas migratorias. Hay, obviamente, escritores cubanos que emigraron a diferentes partes del mundo desde los sesenta. Pienso en Cabrera Infante, Sarduy y más tarde Arenas, entre otros, autores que ya tenían una obra hecha y conocida. Más allá de los casos excepcionales habría que pensar en las olas migratorias. El exilio cubano inicial, digamos hasta el Mariel (1980) no nutría una comunidad particularmente interesada en la literatura como expresión nacional. Se interesaba si un escritor conocido se exiliaba como dato político, pero su relación con el mundo artístico y cultural era distante. Aquí habría que considerar el valor que se le daba a la literatura en Cuba antes y después de la revolución, al igual que la subvención del plano artístico y la politización del mismo que esta se propuso como parte de su proyecto, pero eso es un tema que excede lo que puedo decir aquí. A partir del Mariel comienza a verse en Miami la presencia de una comunidad con vivencias culturales que iba renovando lo que se sentía en el exilio como cubanidad. Eventualmente esto se ve en España también. En las décadas subsiguientes se solidifica una suerte de código de tal modo que se va fraguando en el exilio un contexto distinto para las vivencias de nuevas migraciones cubanas que vivieron la cultura y la literatura en una forma mucho más directa que el exilio histórico. Ese sería el eje del fraguar. La mayor parte de esos escritores y lectores de literatura escriben en español y desde una cultura cubana cercana a la que vivieron en la isla. Pero es un número cada vez mayor, un núcleo dinámico que genera ese “offshore” en vivo y en internet, tan amplio que es capaz de proveer un contexto de lectores para escritores como José Kozer, cuya obra surge mucho antes, pero ahora encuentra más cancha.
Nota que las nuevas generaciones del exilio histórico sí producen una manifestación cultural cubano-americana en inglés primero y luego en español, sobre todo en el contexto musical. Ejemplos de ello serían Gloria Estefan desde los setenta y luego Pitbull. Hay también algunos escritores que corresponden a esta coyuntura y que escriben fundamentalmente en inglés, si acaso el más conocido sería Oscar Hijuelos. Son, a mi modo de ver, manifestaciones anteriores al fraguar que destacas, aunque sin duda también cobran más cancha con el “offshore”. Pienso, por ejemplo, en el contexto de los museos de arte visual cubano que han surgido en Miami, en particular el Pérez.
En cuanto al canon cubano, lo dejo en el aire.
* Esta entrevista apareció originalmente en Panoramas. Scholarly Platform, publicación del Centro para los Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Pittsburgh.