Fotograma de ‘Better Call Saul’
Fotograma de ‘Better Call Saul’

Se suele usar a Shakespeare como blasón de calidad, en comentarios que se pretenden eruditos. Mucho para hablar de televisión, mutándolo en marketing rancio, equivalente a declarar que un habano es de Vuelta Abajo o un vino de Burdeos. Una costumbre de mal gusto, un fardo en el lenguaje de la crítica. Y quizás sea la coletilla más repetida para referirse a Walter White el personaje principal de la serie Breaking Bad.

A mi juicio la serie debe ser valorada a partir de sus virtudes propias. Breaking Bad en especial resultó ser una muy buena exploración sociológica de la sociedad norteamericana, en este oscuro período de desintegración de la clase media. El argumento genera un eco que atraviesa el desierto de los valores asociados al mito burgués de recompensa por el trabajo duro. Un manual del crimen en tiempos de crisis.

Vince Gilligan, el creador de la serie, juega a una baza simple pero eficaz. Según su rudimentaria sociología; en la vida hay fundamentalmente dos vías al crimen, una nacer en un entorno hostil de sálvese quien pueda, en la que replicas eso que ves y se produce un fenómeno natural de adaptación. Naciste en el crimen y no tienes las agallas o la suerte de escapar. Serás una nueva pieza del engranaje en una tradición. Luego el asunto será tratar de ir sobreviviendo y respetar los códigos: leave the gun, take the cannoli.

La otra vía es la de aceptar el crimen cuando ya tus otras opciones de intentar ser asimilado por la sociedad han muerto. No vas a ser aceptado por tu falta de disciplina, o porque encajas mal en el sistema, o porque ese sistema necesita sacrificarte por el bien de otros. Tú eres un cabrón cínico desencantado de una cadena establecida para la réplica, la imitación y el apego a ciertos (falsos) valores. Luego delinques, te sientes a gusto, casi eufórico, y será cuestión de manejarlo y tratar de vivir al margen del sistema sin que te jodan: you are in the game.

La primera variante es una más afín a un tipo de series de las que Los Sopranos sería el epítome. La otra halla en Breaking Bad su mejor versión hasta la fecha, aunque su spin-off, Better Call Saul puede estar a su altura. El relato de la transformación del mediocre Jimmy McGill en el rutilante Saul Goodman. Un nuevo intento de Vince Gilligan en la búsqueda de la respuesta a una pregunta: ¿el que se asocia con el crimen por qué lo hace?

Cartel promocional de 'Better Call Saul'
Cartel promocional de ‘Better Call Saul’

Better Call Saul atrapa con facilidad, su arranque tiene un ritmo mucho más fluido que el del inicio de Breaking Bad. En las primeras temporadas los creadores se notan más preocupados por desplegar todo el carisma de Saul que por la historia en sí. El conflicto se define en las temporadas sucesivas, y pega con fuerza gracias a una historia de menos sobresaltos que la de su predecesora, pero a la vez más adulta, que descansa sobre los hombros de un personaje tan rico como lo fuera Walter: incluso intuyo que envejecerá con más frescura.

Este proyecto, al exigir un rigor extra (todos sabemos cómo termina) posee una mayor cohesión entre las temporadas, los saltos temporales son impolutos y hay un muy buen gusto para desarrollar antiguas referencias. La serie es spin-off, precuela y tímidamente secuela, pero, aunque ya sepamos el devenir de la mayoría de los personajes, los creadores supieron mezclar los ingredientes de la intriga sin exageradas dosis de absurdo. Y Better Call Saul es una excelente acta de juicio en clave dramática del que pierde el rumbo. Es una traducción de esa hermosa frase, casi aforismo bíblico, de Mike Ehrmantraut, otro de los personajes clave de la serie: uno toma un camino y ya no sabe luego como regresar.

Better Call Saul significa también una mejoría notable en la creatividad, la edición y la puesta en escena. Se nota que es un universo creado por Gilligan y solo se adhiere a la antigua disciplina de una estética de la que ya se había comprobado el valor, para pulirla. Nuevo México sigue siendo sinónimo de esos planos amplios, con paisajes crudos, desolados, de sangre embarrada en polvo y sol lisérgico. Un planeta con mil y una variantes de la terracota que se mueve, engarzado al ritmo de un tono irónico y vintage, como de pop ochentero o comercial cutre. La misma fragancia con más cítrico y almizcle.

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Saul Goodman es la máscara que se inventa Jimmy McGill, su visión macarra de lo que es un superhéroe. En varias escenas de la serie, lo vemos frente al espejo oficiando la transformación, ajustando el disfraz. Encarna el hedonismo algo vulgar del nuevo rico, la idea de placer como modo de vida, pero hipotecando ese placer al peligro, a la vida de outsider, la única a la que parece predestinado. El equilibrio en la vida de McGill se da cediendo siempre al impulso nefasto de delinquir encarnado en Goodman, escoger el camino herrado es su única garantía de responsabilidad.

El protagonista, sin embargo, nunca es despreciable, sus códigos chapotean en la certeza cínica de que el sistema es una gran mentira que promete gratificaciones inmediatas a necesidades fekas. Jimmy/Saul además oficia como abogado y su personaje nos obliga a replantearnos cada minuto qué es eso a lo que llamamos justicia. Esa mitomanía encarnada en el espectáculo supremo del juicio, un proceso mitad teatro solemne, mitad enrevesada transacción financiera, algo que la serie tiene un muy buen gusto en mostrar tal cual. No hay significado alguno que no sea el de la supervivencia y el poder. Discípulo de Sam Rothstein, Saul sabe ya por intuición que hay tres maneras de hacer las cosas: la correcta, la incorrecta y la suya. Necesita ser a un tiempo paria y burgués, lo primero como única vía de conseguir lo segundo. Su divisa es atacar un orden que constriñe su naturaleza y le impide labrarse una identidad. Se resiste a los códigos que lo obligan a vivir a la sombra de su hermano, al que la sociedad acepta como verdaderamente talentoso. Tiene dos opciones cuando la tapia del mundo idílico del éxito se cierra, aceptar la mediocridad y la condescendencia, o matar al portero… and of course It’s better call Saul.

Goodman es un tipo que, en buena medida, se define y se transforma en relación a sus contrastes, y su contraparte notable en la serie está representada por Chuck, su hermano mayor, y el socio de este, Howard Hamlin. Ambos abogados correctos, apegados a una etiqueta sobria, ejemplos pulcros de la hipocresía. Son todo aquello que Saul no puede ser: disciplinados, concienzudos, calculadores, arquetipos del éxito. Música culta, auto alemán, corbatas de seda, pasadores de oro, traje a la medida y golf en club solo para socios. Saul, en cambio, mete las manos en la mugre, sus clientes son yonquis y prostitutas de motel, su auto es un desastre, sus trajes siempre le encajan mal y tiene pésimo gusto para las corbatas. Aun así sabe que puede ser mejor que ellos, pero no siendo Jimmy, el graduado por correspondencia de la Universidad de Samoa. Es un hecho que la única victoria aunque agridulce que saborea Saul, es ver como la agencia construida por su hermano y Howard desaparece.

Fotograma de 'Better Call Saul'
Fotograma de ‘Better Call Saul’

Hay también una especie de reverso en el personaje de Ehrmantraut. Un quelonio de piel correosa, que respeta el peligro, pero ha sido entrenado para vivir en él y conservar la calma. El azar le fija un destino entre la escoria, pero sigue respetando códigos que no encajan en el caos del narco. Una vez aceptado que es corrupto y que ha pagado un precio, decide que no puede, ni quiere, desechar su único talento si de ello depende el bienestar de su familia. Establece un equilibrio entre el desapego y la firmeza. Para entendernos: Mike, a diferencia de Saul, no ve el crimen como un juego (a él le toca matar), pero sabe que el hampa le hace sitio para comer en su mesa. El arco narrativo que describe su personaje en la temporada dedicada a la construcción del laboratorio subterráneo es impecable.

No obstante, la sorpresa mayúscula de la serie tiene que ver con que en su centro se desarrolla una clásica historia de amor. El mejor espejo para Saul es Kim Wexler (y viceversa), y cuando dos espejos se miran Satanás hace su truco favorito. Agotada la fórmula de parejas aquejadas por la incomunicación, de mujeres que convertían en un agobio la vida familiar, obligando a nuestros héroes televisivos a buscar un escape o sumirse en la depresión; a los creadores de la serie les pareció bien ir a tono con los tiempos: se inventaron un personaje femenino que es pareja sentimental y, a la vez, la mejor cómplice de Saul. Partners in crime, versión light y sexy, un hombre y una mujer que no solo se respetan y admiran, también disfrutan de esa química extra del deseo destilado en el peligro.

Bob Odenkirk y Rhea Seehorn brindaron en esta serie el nivel más alto de un dúo actoral que haya visto en mucho tiempo, en especial en los momentos en que les toca defender la escena juntos. La sintonía entre personajes y actores hace la frontera invisible. Flotan suspendidos sobre esa relación entre Kim y Saul tan llena de sutilezas, de aprender a expresar de forma orgánica, verbal y físicamente, todos los traumas que arrastran como individuos, taras que van madurando en la dosis justa en el transcurso de la serie. Se vuelven tan entrañables que su historia termina por ganar preeminencia sobre cualquier otra intriga, podrás olvidar muchas cosas de esta serie, pero no la densidad, la calidez de las mañanas de Nuevo México, los cigarrillos y el café entre Kim y Saul. Por ello, de los muchos finales que pudo tener, el escogido nos parece el mejor. Un final lleno de misterio, de dolor, de ausencia y melancolía, como un verso que describe la ilusión de felicidad.

La serie donde sigue resultando infantil es en la versión que ofrece de los mexicanos, esa horda de desequilibrados sin un gesto identificable de humanidad, con muy pocos matices y de quienes no nos interesa conocer el pasado. También es lamentable la exploración del carácter de Gustavo Fring en su faceta de homosexual reprimido, por ejemplo, en esa conversación snob y falsa sobre viñedos franceses que sostiene con el sommelier de su restaurante favorito, una caricatura chabacana del gay pretencioso. Aun así, el costado mexicano de los hombres del narco está mucho mejor defendido a nivel global que en su precedente y no solo porque diseñaron en Lalo Salamanca un muy buen antagonista, hay detalles dispersos que en conjunto hacen más compleja la imagen de los latinos.

El final de la serie se siente como un homenaje. Creando un paralelismo con la novela de Dickens A Christmas Carol, donde tres fantasmas visitan al solitario y mezquino Scrooge, se ofrece una posibilidad de redención a Saul enfrentándolo a sus contrapartes de la serie. Escuchar de nuevo a los fantasmas de esa galaxia creada por Gilligan relatando cada uno dónde perdió el norte moral, es también una respuesta a la pregunta que motivó su despliegue, el cierre idóneo para un recorrido que incluye dos series y una película. Pero es en esas respuestas que me siento estafado, sobre todo con Walter White, quien resulta tuvo la oportunidad de triunfar con un startup. Esa infantil ética norteamericana que lleva en el bolsillo del traje un rotulador magenta para subrayar su moral hipócrita nos dice, después de todo lo que hemos visto, que, con el éxito de una empresa, cha chán, everybody happy.

Y aún con esa traición la serie es buena, porque la certeza que me hace incomodarme maduró en las entrañas de su argumento. A pesar de los creadores, hay una verdad, como el último cigarro entre Kim y Saul, en su centro, que es también un hacha que tala lo podrido de esa cultura. Y para absorber eso que de contracultural tienen mucha de las mejores series de la televisión es mejor olvidar a Shakespeare porque aquí no significa nada, a lo sumo la repetición de una fórmula. Si te hablan de Shakespeare piensa en el Rey León, en los ojos de Nala.

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