Cartel promocional de 'Better Call Saul
Cartel promocional de 'Better Call Saul'

“Lo que todos los productores de estas series compartían era la ambición, aparentemente ilimitada, de tipos a quienes, por una vez, se les ha dado la oportunidad de hacer Arte en un medio despreciado durante décadas. Y como Hollywood parecía empeñarse en alcanzar los más profundos abismos de mediocridad”. Esta sarcástica respuesta de Alan Ball, creador de Six Feet Under, estaba absolutamente justificada en relación con la interminable letanía de David Chase sobre el tiempo perdido trabajando en Los Soprano cuando debería haber estado haciendo películas durante todos esos años: “¿En serio?”, dijo Ball. “Ve y pregúntale de mi parte, ¿qué películas?”.

Aunque no exento de exageraciones,[1] el pasaje citado asombra por su lucidez y diáfana exposición de algunos rasgos esenciales en la producción audiovisual norteamericana de las últimas dos décadas: por más que intenten disimularlo, resulta obvio el descenso, en ocasiones abisal, de la calidad en el cine norteamericano (con las excepciones de rigor, naturalmente).

Ahora bien, más allá de otros factores que probablemente nunca conoceremos, sospecho que la clave de esa ostensible decadencia reside en un hecho innegable que Martin señala astutamente en su libro: los mejores guionistas –irritados por la mediocridad y mezquindad de los productores en Hollywood– decidieron (tras la auténtica inversión de todos los valores que supuso Los Soprano)[2] probar suerte en ese “medio despreciado” por la así llamada aristocracia cultural de Nueva Inglaterra[3] y California. La apuesta era sumamente arriesgada, pero, asombrosamente, funcionó… ¡y de qué manera!: un verdadero diluvio de series producidas en los últimos veinte años justifica, por una vez, el slogan escogido para promocionarlas: “The Golden Age of TV”. En efecto: ante nosotros se despliegan (por sólo nombrar las mejores), The Wire, Mad Men, Breaking Bad, Deadwood, House of Cards, Game of Thrones,[4] obras maestras rotundas, de inapelable grandeza estética. También, qué duda cabe, Better Call Saul, la excelente precuela de Breaking Bad cuya última temporada comentaré en este breve artículo.

Tras el enorme, inesperado, y apenas concebible éxito de Breaking Bad,[5] Vincent Gilligan, creador, principal guionista y productor de la serie, se encontraba, por así decirlo, en la encrucijada definitiva: podía retirarse tras haber forjado una narración audiovisual de primer orden que también había triunfado comercialmente[6] o, sobrecogedora perspectiva incluso para alguien tan talentoso como él, podía inclinarse por no ceder en la intensidad y crear una nueva serie que, como mínimo, no fuera inferior a su aclamado relato sobre el ascenso y caída de Walter White (que algunos, entre los que no me encuentro, consideran la mejor serie de todos los tiempos). Bien, nadie puede decir que Gilligan carezca de coraje: pudo haberse retirado al sur de Francia con sus millones, como David Chase,[7] pero eligió el camino más difícil: Better Call Saul, con su complejidad argumental, maestría formal[8] y, en definitiva, sostenida calidad a lo largo de casi todos sus episodios resulta un fenómeno tan raro como la tercera temporada de The Wire,[9] sobre todo considerando que se trata de un spin-off, acaso la más arriesgada modalidad de narración audiovisual y, sin duda alguna, la menos exitosa[10] (al menos hasta ahora).

Porque, no nos engañemos: pocas cosas resultan tan arduas como repetir el desenfrenado éxito de Breaking Bad, en particular si te propones lograrlo con un relato audiovisual que proviene directamente de esta última: en el mejor de los casos sólo conseguirás realizar una versión pasable pero ostensiblemente inferior al original; en el peor te arriesgas a pergeñar un bodrio irredimible (y todos pensarán entonces que retirarse a Francia habría sido lo mejor: ¿para qué insistir cuando has alcanzado lo más cercano a la perfección?). Pero Gilligan perseveró[11] y consiguió filmar esa admirable rareza: Better Call Saul, con su mezcla de estilos,[12] sus diálogos ingeniosos, su abigarrada visualidad –probablemente única–[13] y su recio, extraordinario guion[14] (inaccesible a la incoherencia o el mero caos que han arruinado tantas producciones en principio prometedoras)[15] representa otro triunfo de la imaginación creadora y una considerable expansión del universo simbólico ya vislumbrado en Breaking Bad: se ha dicho de ciertos músicos (Mozart, Bach, Wagner) que resulta suficiente escuchar un par de notas de cualquier obra para reconocerlos:[16] no de otra forma sucede con el vasto, enrevesado universo visual creado por Gilligan: el primer plano de casi cada capítulo de Better Call Saul no se parece al de ninguna otra serie[17] y de manera inmediata sabemos que estamos precisamente allí, en el autárquico universo creado por Gilligan y sus guionistas:[18] muy pocos han conseguido algo semejante.

Cartel promocional de 'Better Call Saul'
Cartel promocional de ‘Better Call Saul’

Pero analicemos la serie más de cerca: aunque no se trata de una obra perfecta, como pronto veremos,[19] es preciso reconocer la esencial reciedumbre conceptual y coherencia dramática de la narración a lo largo de sus seis enrevesadas temporadas,[20] sin excluir, naturalmente, la última que, según creo, no cede en la intensidad sino todo lo contrario.[21]

Como todos saben, el tema o concepto que impulsaba Breaking Bad era aparentemente sencillo, pero incuestionablemente eficaz: Gilligan se propuso transformar a Walter White (en principio, un tipo bastante común) en una especie de Al Capone operando en el peculiar, a menudo desértico paisaje de Nuevo México. Así mismo, en Better Call Saul, contemplamos la metamorfosis de Jimmy McGill, estafador de poca monta, hasta convertirse en el exuberante y absolutamente corrupto abogado Saul Goodman: asociado de diversas organizaciones criminales, un canalla inveterado sin escrúpulo alguno para quien el dinero y el éxito son los únicos objetivos deseables y aun concebibles.

Por supuesto, Jimmy McGill no siempre fue así, o al menos no del todo: la serie narra precisamente su catastrófico, estruendoso hundimiento moral, su particular descenso ad inferos, podríamos decir. Así, el espectador contempla, sucesivamente, cómo destruye a su propio hermano, se involucra cada vez más con la organización criminal de Gus Fring,[22] perpetra numerosas estafas –cada vez más serias y deplorables– y, en definitiva, hacia el final de la sexta temporada, va demasiado lejos: para un estafador profesional como McGill, esencialmente refractario a la violencia,[23] hacer negocios con miembros de un cartel mexicano e involucrarse en las sangrientas guerras civiles de una organización semejante[24] era alcanzar el punto definitivo de no retorno, por más que, con arrogante confianza en sus considerables recursos,[25] no se diese cuenta en el momento de que su hundimiento era definitivo. Pero todo esto puede apreciarse con absoluta claridad, en la última temporada… y hacia allá nos dirigimos.

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A lo largo de todo este complejo relato audiovisual, Gilligan había utilizado la prolepsis generosamente y con innegable eficacia: muchos capítulos comenzaban con una imagen enigmática, ominosa y supremamente significativa: verdaderas cifras de la temporada que prefiguraban –a menudo con acendrado simbolismo– el nada envidiable destino de los personajes:[26] ese procedimiento había surgido durante la filmación de Breaking Bad y Gilligan, sin duda con la colaboración de Peter Gould y los otros guionistas,[27] lo refinó sin cesar hasta convertirlo en un incomparable instrumento de precisión: nadie maneja como él la creación de imágenes que sugieren lo que podríamos llamar “the impending doom”[28] que acecha a los personajes;[29] nadie, tampoco, se acerca siquiera a su portentosa habilidad para alternar incesantemente entre planos temporales y articular una visión total de lo narrado (esto es, crear, mediante la acumulación de todos los elementos pertinentes la ilusión de un telos o sentido definitivo para su relato).

Ahora bien, la diferencia entre Better Call Saul y Breaking Bad, especialmente en la así llamada “segunda parte de la última temporada”,[30] es la profusa utilización del blanco y negro para señalar que se narran acontecimientos posteriores a la huida de Saul tras el nefasto final de Breaking Bad:[31] me refiero, naturalmente, a su patética vida como vendedor de hamburguesas en un centro comercial de Nebraska. Y es que, como mismo Gilligan dividió en dos partes[32] la última temporada, existe también, en los últimos seis capítulos una subdivisión ulterior: hasta el episodio nueve se narran las complejas vicisitudes de la guerra entre Fring y Lalo Salamanca y, al mismo tiempo, se consuma la transformación definitiva de Jimmy McGill en Saul Goodman: cuando su esposa Kim, acaso el único personaje importante con algo parecido a una conciencia, lo abandona, el protagonista pierde todo escrúpulo y se abandona a la corrupción más desenfrenada: en rigor de verdad, el objetivo primordial de la serie[33] ya se ha alcanzado y todo podría terminar allí, con Saul firmando desdeñosamente los papeles de divorcio (o más bien fingiendo indiferencia porque si algo está claro es que Kim Wexler fue la única persona que realmente importó para él).[34] De hecho –y es probable que muchos no lo vean así, qué se le va a hacer– creo que la escena en que Kim dialoga con Pinkman habría sido un espléndido final para la serie: en particular el plano donde vemos a Kim alejándose bajo la lluvia tras su lacónica réplica[35] me parece insuperable.[36]

Fotograma de 'Better Call Saul'
Fotograma de ‘Better Call Saul’

Sin embargo, los productores, evidentemente, tenían otra opinión, y continuaron narrando: a partir del décimo episodio el punto de vista experimenta un giro radical y entonces todo se muestra, precisamente, en blanco y negro (con algunos flashbacks filmados a todo color que se utilizan para clarificar importantes detalles del pasado):[37] es la deprimente grisura de la existencia del protagonista en Nebraska bajo el ridículo seudónimo, vagamente polaco, de Gene Takavic: un desierto de pobreza y aburrimiento aderezado con lancinantes punzadas de miedo a que los federales lo descubran.

En una situación como esta a nadie puede sorprenderle que Saul, estafador inveterado, vuelva a las andadas, por así decirlo, especialmente tras haber sido reconocido por un ridículo aspirante a criminal que –inverosímil coincidencia– también se había mudado a Nebraska. Al principio, Saul sólo accede a participar en un robo para librarse del chantaje, pero, a partir del capítulo once,[38] pierde todo freno y se sumerge en la más repugnante vileza.[39] Como es natural, eso no podía durar demasiado tiempo –después de todo los federales seguían su pista diligentemente– y en el último capítulo, tras una serie de grotescas peripecias, el notorio estafador es arrestado. Y aquí, lamentablemente, los guionistas cometen, según creo, algunos errores: no resulta creíble, siquiera por un instante, que el tipo, tras haber logrado el mejor trato de la historia legal norteamericana, experimente un súbito deseo de redención y lo arroje todo por la borda para impresionar a una mujer que lo abandonó y, para colmo, acababa de volver a rechazarlo.

No se trata de si el tipo merecía o no lo que le sucedió, sino de la esencial coherencia que debe mantener toda narración: en el universo simbólico de esta serie –al menos hasta el capítulo doce– sólo hay lugar para la ruina ética total del protagonista y no para un más que dudoso arrepentimiento en el último instante.[40] Y, sin embargo… y sin embargo: estas leves imperfecciones son apenas insignificantes partículas, gotas en la oceánica inmensidad de una de las mejores narraciones audiovisuales jamás realizadas (e incluso en estos últimos tres capítulos hay momentos magistrales):[41] Gilligan ha conseguido crear una serie casi tan buena como Breaking Bad: no conozco un elogio mayor.


Notas:

[1] Después de todo, aún existen directores como Paul Thomas Anderson, los hermanos Coen, Tarantino, Scorsese y algunos otros (en rigor de verdad no demasiados) que continúan haciendo películas del más alto nivel.

[2] Dilucidar de qué manera una serie de televisión sobre grasientos mafiosos de New Jersey pudo ser tan influyente en el panorama audiovisual norteamericano es precisamente el objetivo de Brett Martin en Difficult Men: aquí sólo señalaré que nada parecido se había hecho antes, y que la grandeza posterior habría sido impensable sin este gran precursor: David Chase y James Gandolfini cambiaron las reglas del juego para siempre.

[3] Ante todo, New York, pero también Boston y Filadelfia.

[4] Al menos hasta la penúltima temporada.

[5] El propio creador de la serie reconoce que nunca esperó algo así y de hecho estuvieron a punto de cancelarla tras el primer capítulo.

[6] Y los dedos de las manos sobran para contar otros casos así: nunca olviden que The Wire, para referirme al ejemplo más notorio, fue un relativo fracaso comercial en sus primeras temporadas y sólo cuando, años después, apareció la serie completa en el formato DVD fue reconocida como la obra maestra sin paliativos que ahora todos elogian (aunque sospecho que no todos la han visto en su totalidad, ni mucho menos). En cualquier caso, al principio las cosas eran muy diferentes.

[7] Aunque este último, según creo, era mucho más viejo.

[8] ¡Ese talento tan poco frecuente para la narración sin palabras!

[9] Y todo el que la haya visto sabrá a lo que me refiero.

[10] Incluso en la historia del cine es notoria la escasez de secuelas exitosas (o de precuelas, si vamos a eso: no me pareció gran cosa el film de David Chase narrando la juventud de Tony Soprano, pero ese es otro asunto). Quizás The Godfather II sea la gran excepción.

[11] Bueno, la terquedad es casi un sine qua non en el caso de los productores de las grandes series: si David Chase no hubiese sido una curiosa mezcla de genio creativo, despótico showrunner y tipo radicalmente intransigente (sabemos que sólo cedió una vez ante las infinitas exigencias de la HBO para que hiciera cambios en el guion) pueden estar seguros de que no habría logrado filmar el primer capítulo de Los Soprano.

[12] Entre el thriller brutal (aunque con una estructura narrativa de notable complejidad: esto no es, por fortuna para nosotros, otra ridícula, repetitiva y supremamente aburrida serie al estilo de, digamos, 24 Horas…, una de las peores, sin duda alguna) y la farsa desenfrenada, rozando por instantes la así llamada slapstick comedy de los años treinta.

[13] Lo que no significa, ni mucho menos, que no puedan alcanzar efectos magistrales utilizando sólo el blanco y negro, como ya veremos.

[14] Naturalmente, sin eso último nada es posible, pero muchos parecen haberlo olvidado.

[15] Recuerden lo que sucedió con Lost: los guionistas rizaron tanto el rizo del argumento que al final no sabían cómo desenredarlo, y el ininteligible final –digan lo que digan sus acérrimos defensores– era la consecuencia inevitable.

[16] Y esto sucede también con la prosa de algunos maestros: si escrutamos con atención media cuartilla de Faulkner, Proust, Saer, Onetti o Thomas Bernhard experimentaremos, como una brusca epifanía, la abrumadora certeza de que nadie más podría haber escrito algo así.

[17] Y buena suerte imitándolo (algunas cosas, sencillamente, no pueden aprenderse): la voluntad sólo te lleva hasta cierto punto (asumiendo que la tengas); el talento es lo más escaso en el desolado paisaje de la narración visual contemporánea; el auténtico genio una luz cruel que sólo ilumina a quien la sostiene.

[18] Entre esos el más importante es Peter Gould, coproductor de la serie: ha escrito varios capítulos del más alto nivel.

[19] Por otra parte, ¿cuál lo es?

[20] Con sus incesantes contrapuntos de planos temporales, que enriquecen lo narrado con una miríada de matices, pero también exigen un espectador atento a las complejidades del guion: aquí no hay lugar para la contemplación despreocupada o esa especie de hipnosis que suele atenazar a los consumidores de productos elaborados para lo que alguien ha llamado “the lowest common denominator” (los filisteos en el sentido que Flaubert confería a ese término): ese no es, enfáticamente, el caso de Gilligan y su obra maestra.

[21] A pesar de algunos defectos menores en los últimos tres capítulos, según veremos.

[22] El archienemigo de Walter White en Breaking Bad.

[23] Es decir, refractario a participar en actos de esta índole, y no precisamente por alguna objeción ética: al menos hasta los últimos capítulos de la serie el único rasgo que, en cierta medida, “redime”, a este personaje cobarde, codicioso y mezquino es su sentido del humor, su hilarante exuberancia verbal comparable —mutatis mutandis— a la de Falstaff: ambos, a pesar de su vileza, encarnan una vitalidad arrolladora.

[24] Cuando ayuda a Fring en su lucha personal contra Lalo Salamanca, un importante capo del cartel radicado en Michoacán. Por supuesto, lo que acabó de hundirlo fue colaborar más tarde con el astuto, despiadado e imprevisible Walter White.

[25] Era, por supuesto, una ilusión que pagaría muy cara: “Pride comes before the Fall”, como suelen decir los angloamericanos.

[26] Un ejemplo clásico es el inconfundible automóvil de Hamlin abandonado en una playa desierta en uno de los últimos capítulos.

[27] El showrunner ha insistido, memorablemente, en la naturaleza esencialmente colectiva de su proyecto: “Lo peor que nos han legado los franceses es la teoría del autor: es una estupidez. Nadie hace una película solo y ciertamente es imposible realizar una serie como esta sin un equipo de gente muy talentosa, especialmente los guionistas: allí está la clave de lo que hacemos”.

[28] Algo así como ruina inminente e inexorable.

[29] Pero en este caso –y nunca se insistirá lo suficiente– como resultado de sus propias decisiones: alguien dijo que carácter es destino y nunca fue tan cierto como en esta serie: no hay fatalismo alguno –todo podría haber sido diferente–, pero los personajes siempre siguen su vocación (por así decirlo) y, como es natural, nada termina bien para ellos.

[30] Aunque para mí se trata simplemente de la última temporada: todo lo demás son juegos de palabras.

[31] Para él, Walter White, Jesse Pinkman y tantos otros, si es que no para todos: hay algo del pesimismo y la irrevocabilidad de No Country For Old Men en el apocalíptico desenlace de la historia de Walter White: claro, la diferencia es que no existe ningún Anton Chigurth pero, por lo demás, “everything is doom and gloom”, como dice Thomas Ligotti en su libro más importante: puede afirmarse que no hay ganadores en Breaking Bad, y eso, como todos saben , es algo muy poco frecuente en la televisión norteamericana.

[32] Por más artificial que resulte, como ya he observado. Ahora bien, lo que llamo la subdivisión sí que resulta sumamente significativa.

[33] Que también pudo haberse llamado Becoming Saul.

[34] Pues, naturalmente, no se trata –por fortuna para los espectadores– de una soporífera telenovela: aquí “la procesión va por dentro” e incluso alguien como Saul o, mejor dicho, sobre todo alguien como Saul, no puede permitirse mostrar en público sus emociones: sus clientes aceptan con entusiasmo un canalla, pero ciertamente no tolerarían un canalla sentimental.

[35] Pinkman: “Entonces, ¿el tipo de verdad es un buen abogado o qué?; Kim: “Al principio, cuando lo conocí, lo era”.

[36] Y todo lo que sucede después, hasta el capítulo trece, tiene un tono algo forzado, como si los guionistas necesitaran dejar claro que Saul era un tipo despreciable: bueno, pero el problema es que eso ya lo sabíamos: no es preciso enfatizar lo obvio.

[37] Puntos ciegos de la narración, por así decirlo.

[38] Precisamente después de fracasar en un postrero y supremamente patético intento de “arreglar las cosas” con Kim… ¡tras seis años sin verla!: supongo que, como suelen decir los habitantes del sur profundo, “Hope Springs Eternal”.

[39] Agravar la locura de su hermano ya había sido repulsivo: ahora se supera a sí mismo e intenta estafar a un tipo con cáncer terminal.

[40] Saul, que sólo cree en el dinero –recuerden su conversación con Mike en el desierto– no se plantea jamás tomar una decisión fundamentada en la ética: la existencia del imperativo categórico kantiano es para él algo tan ilusorio como los dragones de la fantasía épica.

[41] La conversación de Saul con Walter White sobre el arrepentimiento; el sombrío final, que despliega una frialdad, un pesimismo tranquilo, una estoica aceptación de lo irremediable que mucho se parece al “Cállate ante el destino” de los antiguos y en vano buscaríamos en otras obras contemporáneas.

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