Juan José Saer (FOTO Ulf Andersen)

“No tengo paz y estoy contento”
Juan José Saer

Los ciento dos textos de El arte de narrar, único poemario que a lo largo de una vida fue publicando Juan José Saer, se dividen en cuatro bloques: un primero, fechado entre 1960 y 1975, dedicado a Juan L. Ortiz y Aldo Oliva; otro, titulado “Por escrito”, con poemas de 1960 al 1972; “Noticias secretas”, del 1972 al 1982, y “La guitarra en el ropero”, de 1981 al 1987. Con este conjunto, Saer pone a prueba una narrativa en recorrido hacia su ars poetica, donde ambos mundos se intercambian y equilibran en el cuestionamiento de lo real: “bienaventurados / los que están en la realidad, y no confunden sus fronteras.”

También pone a prueba este libro la fuerza narrativa de Saer, a través de diálogos intercalados –el de Rafael y José que conversan debajo de un carro, arreglándolo; el de una madre con su hija en un supermercado, etc.–: “Ahora veremos juntas la televisión / y en un momento dado nos preguntaremos, como todas las noches, en qué somos nosotras más reales que esas sombras, para las que ya todo, en un antes improbable, pasó.” El arte de narrar confirma la capacidad de Saer de trasladar el lugar cotidiano al lugar existencial, y nos muestra sus dudas constantes sobre la posibilidad de una realización personal. Aparecen también historias donde, poco a poco, nos inmiscuye en la cuestión de lo nacional, del territorio: “Lo nacional / equidista sabiamente / de la sangre y de las banderas / y se da, para la lengua, en el rigor. La infancia / es el sólo país, / como una lluvia primera / de la que nunca, enteramente, nos secamos.”

O sea, que por más que quiera obviarlo, lo real y lo nacional –como la lluvia que nos cae encima– son una lección pendiente siempre para el autor. Así la escritura, ese centro que mueve no sólo a los personajes y sus vidas en las novelas de Saer, atraviesa en zigzag un río (político y poético) entre frases que desencadenan los problemas de la existencia, y que son traídas de vuelta a estos poemas, como ese: “nudo negro que se trae, desde la infancia, adentro, y que se trata de sacar, como se puede”.

El arte de narrar traspasa las fronteras no sólo de los géneros –de las épocas–, sino de las estructuras de sus propios poemas, permitiéndonos entrar en esa: “discordia perpetua del llanto y la geometría” –como llama Saer, en uno de sus versos, a la diferencia entre la forma que ocupa el texto y los sentimientos que se irán vaciando dentro de ella como en un molde de cera.

Algunos de los poemas de este libro son rimados, aunque en la mayoría sobresale ese sentimiento de angustia que sobrepasa cualquier forma específica que pretenda reducirlos. Como si esa angustia, que hay que “sacar, como se puede”, no dependiera de la forma ya, sino de esa impotencia en forcejeo con lo real que será el verdadero cuenco donde caen las palabras en el reto de prolongar aquellos instantes que abaratamos –y perdemos– en la desconfianza del presente, y que nos dejan sólo una brecha entre las preguntas que quedaron pendientes sobre la civilización, ahí donde está la escritura como único hiato: “¿quién verá en ese ramo de otoños y veranos / la caída del agua?”

Saer nos hace replantearnos la duda y el escepticismo sobre lo que vendrá, pero, sobre todo, sobre esa labor realizada en el: “aquí-ahora”; ese rol cumplido o no, en el lugar y en el presente de ese sujeto que al final del libro –y de su vida– se derrumbará bajando una escalerita de palabras entrecortadas: “de uno / que vino / y / clic / se fue.” Por eso, “cae, rígido, el moscardón, que confundía mundo y deseo / y ahora / no es más que polvo del camino”.

“La ruleta” es un magnífico poema dedicado a Turguénev, en el que Saer mira a través de James, de Flaubert y del propio escritor ruso: “¿qué puede esperar él sino es más que un poeta?”, se pregunta, disminuyendo su propio rango ante la sociedad, y ante el valor de un Turgueniev capaz de “entregar trescientos rublos sin hacer el más mínimo gesto”. Se separa de cualquier jerarquía que no sea la impuesta por lo real que, a la vez, agobia con el descrédito de su miseria y que, además, lo juzgará durante un trayecto de vicisitudes. No obstante, “al trayecto que ya pasó se lo come la niebla”, que vuelve paisaje aquellas sensaciones que se rumian.

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Y, lleno de interrogaciones, atraviesa esa llama que lo devora y convierte todo en cenizas: “¿qué de leña? Si hay algo que arde, y ¿cómo?, y ¿por qué? Del nacimiento a la muerte, / la hoguera / en el centro, y alrededor sino levanta la cabeza, cenizas”. Los poemas, parece decirnos, también terminarán por arder, aunque estén dedicados a “La venus de Willendorf”, “Venus y Adonis”, “Príapo”, “Acteón”, “Danae”, “A una cabeza de Safo de Lesbos”, o ese dedicado a la máquina de escribir como una figura antigua o mitológica más, titulado “Leche de la Underwood”, donde “ya no se sabe / en qué mundo se está, / y sobre todo si se está en un mundo”. El mundo se vuelve lo que él saca del interior de otros restos y el lugar en que queda “la carne de las cosas”.

“Rubén en Santiago” es un largo poema-ensayo sobre Rubén Darío donde se habla del precio que tiene que pagar el gran bardo para ser aceptado en los medios franceses y cómo tiene que demostrar su valía. “Habrá que volverse un amanuense / si se quiere mirar al mundo desde arriba”, increpa Saer, porque “únicamente una mano decrepita, deslizándose de izquierda a derecha y sembrando, con tinta roja, sobre hojas blancas, un signo incomprensible / en los que otros dicen oír / el canto de las estrellas” llegará a la gloria, aunque pretendan colocarlo como: “un epígono, un anciano ridículo”.

Hay otro texto donde la escritura se revierte contra sí misma: “Llamemos libros / al sedimento oscuro de una explosión / que cegó, en las mañanas del mundo, los ojos y la mente y encaminó la mano / rápida, pura, a almacenar recuerdos falsos / puras memorias verdaderas […] lo que han visto y que no está”. Saer hace notar el presupuesto de engaño en que consiste la literatura, que falsea los acontecimientos y los recuerdos, en busca de una verdad sobre el producto dado que, alguna vez, algún tiempo, fue cierta, pero que ya no lo es. En “Reales” aparece esa: “imagen no sin fundamento de un viaje seco y bronceado, avanzando, en miniatura por campos de trigo”, donde “no existe nada, nada, no hay, aunque estalle / ante nuestros ojos, ninguna realidad.”

La pérdida de la realidad acompaña casi todos los textos de El arte de narrar. Una realidad que se denigra y desintegra cada vez más, en la mente, en la escritura, en los paisajes, en el propio ser, hasta llegar al poema donde se encuentra frente a la tumba de Sartre y le dice al filósofo que yace ahí: “tú no ser es mi estar”. Y, en este verso, queda encerrada la filosofía del escritor: su negación de un lugar, porque, “nadie está, aunque parezca estar”.

El arte de narrar está a favor de una imagen de lo real que no sea concentración, síntesis o permanencia, sino algo más allá: un gesto, un acto de provocación. Es esa provocación que un gran narrador hace cuando se enfrenta con sus residuos, que “lo indeterminado, adentro, aniquila”, entre aquellos tormentos que han quedado de todo lo escrito que aún lo devoran, para lograr este libro de poemas narrativos que nos golpean –como ocurre también con el único poemario de Malcolm Lowry–, y donde ese solo libro es suficiente para sedimentar una potencia creativa no resuelta a través de la prosa. “Algo irrepetible hecho de repetir estaciones internas olvidadas, no te abandonan”, porque “la helada azul, más tarde, no tendrá qué quemar.” El poeta Saer no ha encontrado ese lugar limítrofe –ni quiso– porque supo: “que no había para nosotros / otro mundo / sino que este no era real”.

Miami, 25 de junio 2020

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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