Juan Carlos Onetti
Juan Carlos Onetti en 1993 (FOTO Casa de América)

Persiste, en torno a Juan Carlos Onetti, cierta obtusa e insidiosa mitología que lo presenta como una especie de escritor instintivo, espontáneo y antiintelectual. Según esta curiosa casuística, el gran narrador uruguayo no articuló jamás una poética, desdeñaba todas las teorías sobre la literatura y habría compuesto sus libros “por pura inspiración”. Por supuesto, basta con hojear cualquiera de sus textos (pongamos, por ejemplo, El astillero y Los adioses) para que semejante insensatez se diluya como agua en el agua,[1] pero, si alguien necesitase una confirmación ulterior, sería suficiente leer Miscelánea, una recopilación de entrevistas, prólogos y textos autobiográficos en los que Onetti, casi a regañadientes,[2] despliega su considerable saber de la forma y prodiga opiniones contundentes sobre el arte verbal que no podrían estar más lejos de las sostenidas por un “narrador ingenuo” (si algo así realmente existe: me permito dudarlo).

El artículo sobre Roberto Arlt es, sin duda, lo mejor del libro. En ese texto Onetti no sólo nos ofrece algunos juicios singularmente agudos sobre la obra del gran novelista porteño, sino que también articula lo que podríamos considerar como “su mito del origen” en tanto escritor: una conversación con Arlt –hacia 1934 en la sede del periódico El Mundo, donde el narrador publicaba sus famosas Aguafuertes— que resultó decisiva para el destino literario de Onetti. El uruguayo había conocido en Buenos Aires a Italo Konstantini, alias Kostia,[3] un lector radical que, a pesar de no haber escrito jamás una línea, era, según Onetti, “la persona más inteligente y sensible en cuestiones literarias de toda Sudamérica”. Pues bien, ese tipo absolutamente excéntrico e inimitable (algo así como Tardewsky[4] en tono menor o, si exageramos un poco, el Roberto Bazlen argentino), pudo percibir cierto talento en Onetti tras leer el manuscrito inédito de su primera novela[5] y se empeñó en mostrárselo a Roberto Arlt. Aunque la idea no lo entusiasmaba demasiado[6], el uruguayo accedió, por fortuna para nosotros pues, como ya he observado, ese encuentro con el autor de Los siete locos es uno de los momentos más fascinantes en la historia literaria sudamericana: Arlt (es decir “un compadrito porteño por antonomasia”)[7] hojeó rápidamente el manuscrito y preguntó:

—Dessime vos, Kostia, ¿yo publiqué una novela este año?

—Ninguna. Anunciaste, pero no pasó nada.

—Entonces, si estás seguro de que no publiqué nada, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año. Tenemos que publicarla.

Y ante el desconcierto de Onetti:

—Vea: cuando me alcanza el dinero para comprar libros, me voy a cualquier librería de la calle Corrientes. Y no necesito hacer más que esto, hojear, para estar seguro de si una novela es buena o no. La suya es buena y ahora vamos a tomar algo para festejar y divertirnos hablando de los colegas.

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A mi juicio, esta conversación con Arlt prefigura el destino literario de Onetti. ¿En qué sentido?: aunque muchos lo repitan como un mantra, no se trata, ciertamente, de una influencia en el plano estético: la textura profunda de su prosa nada debe al escritor argentino[8] y también resulta obvia la supremacía de los procedimientos narrativos (esa laberíntica complejidad de La vida breve, por sólo citar el ejemplo más ilustre). Naturalmente, sí podría argumentarse que la atmósfera sombría, decadente y crapulosa de algunas narraciones[9] tiene un precedente directo en los textos de Arlt, pero, en rigor de verdad, Louis Ferdinand Céline (a quien había leído en el original hacia 1933)[10] era más que suficiente para acendrar el incipiente nihilismo de Onetti. No, la influencia de Arlt es más sutil (aunque no por eso menos significativa): en este, Onetti reconoció el modelo de escritor que deseaba forjarse (como un caparazón impenetrable) ante los profesores, la crítica y los cenáculos literarios. Es decir, una figura (en el sentido que Alan Pauls le confiere al término)[11] de escritor maldito: huraño, instintivo, alcoholizado.

Una especie de sonámbulo genial que produce sus obras maestras sin saber muy bien cómo lo consigue y –sobre todo– que se niega a discutir los arcanos de la creación con académicos, críticos literarios y, en definitiva, cualquiera que se anime a preguntar. Una espléndida máscara[12] que consiguió engañar a tantos lectores cuando, precisamente, Onetti es cualquier cosa menos espontáneo y, junto a Borges y Juan José Saer, uno de los grandes artistas de la forma pura en lengua española: mucho más inteligente habría sido recordar la severa máxima de Northrop Frye (“la opinión de un autor sobre su obra es meramente una entre tantas y no posee un estatuto privilegiado”), pero supongo que resulta muy difícil abandonar los clichés que suelen cimentar nociones tan absurdas como “la espontaneidad” o “el escritor sin teorías”.

En cualquier caso, como demuestran profusamente las entrevistas reunidas en este libro, Onetti poseía opiniones en abundancia (a menudo demoledoras) sobre el arte verbal. Así, está claro que deploraba el uso excesivo del monólogo interior,[13] el didactismo moralizante, las alegorías[14] y cualquier idea sobre “la función social del escritor” (en eso su opinión era muy similar a la de Gottfried Benn).[15] Pero quizá lo más interesante sea su rechazo absoluto del nouveau roman[16] (que consiguió engañar a tantos, aunque, naturalmente, no a Borges):[17] “No me interesan los novelistas como Robbe-Grillet. Creo que ellos trabajan la literatura como una disciplina de laboratorio y en un sentido totalmente intelectual tratando de hacer una novela objetiva, casi fotográfica. Lo curioso está en que por esa vía de un supuesto objetivismo tan sólo han llegado a un casi completo subjetivismo”.

Justamente, de eso se trata: la técnica no puede convertirse en un absoluto, un ídolo al que se subordina la visión creadora del novelista, a no ser que este desee erigir uno de esos artefactos teratológicos rigurosamente ilegibles (Finnegans Wake, La celosía) que no pertenecen tanto a la literatura como a un gabinete de curiosidades verbales. Claro, en retrospectiva no es difícil reconocer la vacuidad del nouveau roman: mucho más arduo resultaba hacerlo hacia 1970, cuando Roland Barthes[18] elogiaba a esos “artistas”[19] con despreocupado desenfreno y numerosos profesores tomaban muy en serio a Robbe-Grillet, pero el adusto narrador uruguayo estaba demasiado seguro de sí mismo para prestarle atención a los veleidosos académicos: a pesar de su inveterada pose de compadrito porteño e incluso de mero malevo alcohólico con inclinaciones literarias (“soy sólo un narrador, todo eso es demasiado complicado”, etc.), [20] sus juicios estéticos poseen siempre una clarividencia devastadora. Eso le permitió apreciar a Faulkner, Céline y Proust en un período (los años treinta) ostensiblemente refractario a esos novelistas.[21] Y es que el núcleo duro de su canon personal (por así llamarlo) se constituyó muy pronto y sobre un fundamento de inapelable reciedumbre: como observó en la extensa entrevista con Emir Rodríguez Monegal, “desde el principio han sido los mismos: la Biblia, Faulkner, Proust, Céline, Cervantes, Shakespeare, Dostoievski, Hemingway […] a veces Henry James […] nunca sentí la necesidad de leer a otros”.[22] Bueno, tampoco le hacía falta: con semejantes maestros puede llegarse muy lejos y, en cualquier caso, no es necesario que un novelista lo haya leído todo (a menudo resulta más bien pernicioso).

Por otra parte, su veneración por los grandes artistas verbales no excluía la mordacidad: así, sobre la supuesta influencia de Borges en su obra: “No sé.[23] Lo que te puedo decir a esta altura de la noche es que, en un tiempo feliz y remoto, yo opiné sobre los cuentos de Borges que parecían una traducción de Bartleby, aquel cuento de Melville, ¿te acordás?… Ahora, a mí lo que me importa es el talento literario de Borges, no de dónde haya sacado los cuentos. Y por eso, cuando me hablan de él en relación con mi obra, yo me pregunto: poné ahí una serie de cuentos de Borges, y luego poné los relatos del tipo ese que escribió El astillero, ¿cómo se llama?, y mirá qué pasa. Vos, como crítico literario, encontrame la semejanza”. Más allá del sarcasmo, encontramos una penetrante observación sobre la poética borgiana: no es cierto que sus cuentos parezcan “una traducción de Bartleby” pero, si leemos con atención, podremos discernir la sutil influencia de ese extraordinario relato en algunos textos del argentino. Y no se trata de un comentario aislado: opiniones tan agudas como esa proliferan en casi todos los artículos y conversaciones recopiladas en el libro. Ante ellas, la vetusta mitología de un Onetti poco refinado desaparece como si nunca hubiese existido. Paul Valéry escribió: “En general (al menos desde Baudelaire) todo gran escritor es también una conciencia crítica de primer orden”. Sin duda alguna, Juan Carlos Onetti pertenece al exclusivo grupo de artistas verbales descritos en la espléndida máxima del poeta francés.


Notas:

[1] Sería inconcebible para un autor escribir con semejante maestría si no poseyera una comprensión muy clara de todos los recursos formales a su disposición. Lo que sucede es que en este caso (y en muchos otros: Faulkner, Thomas Bernhard, Fleur Jaeggy, por sólo citar los más notables) las teorías del autor sobre la composición literaria se articulan exclusivamente en sus textos de ficción: todos los escritores de primer orden tienen una autoconciencia absoluta de los procedimientos estéticos, pero no todos desean hacer explícita su poética. Como señala Ricardo Piglia: “Todo escritor es un teórico de la literatura. Puede manejar teoría equivocadas, ese es otro asunto. Pero un escritor, si realmente escribe, quiero decir si no se limita a redactar libros, hace una experiencia de reflexión sobre la literatura, siempre. Hay una relación entre la teoría y la escritura que está siempre ahí. Yo creo que cuando uno corrige, por ejemplo, tiene una teoría del estilo; cuando uno resuelve cerrar un relato de una forma y no de otra tiene una teoría de la estructura”.

[2] A la manera de la famosa (e hilarante) entrevista en el programa español A Fondo. Quien la haya visto recordará cómo los largos silencios y la reticencia de Onetti a comentar sus libros desconcertaron al entusiasta presentador. No estaba preparado para el extremo laconismo y la impasibilidad del inescrutable uruguayo quien, sencillamente, habría preferido no decir nada (y en eso seguía el ilustre precedente de su ídolo Faulkner).

[3] Sí, el mismo tipo que inspiró Nombre falso de Ricardo Piglia. De hecho, parece probable que también haya sido precisamente este texto el modelo utilizado por Piglia cuando relató en el primer volumen de su Diario (así como en numerosas entrevistas) su mítico –y absolutamente ficcional– encuentro en Mar del Plata con el gran escritor (imaginario) Steve Ratliff (el mentor que le habría gustado tener: una mezcla de Kostia –talentoso pero ágrafo– con Arlt, el crápula genial).

[4] El gran pensador fracasado de Respiración Artificial.

[5] Que más tarde desapareció: sólo se publicaría cuarenta años después.

[6] Incluso en esta época inicial sólo estaba interesado en escribir y no, como tantos otros, en el supuesto glamour de la vida literaria (conocer autores célebres, etc.)

[7] Aunque Onetti añade que “esta definición no puede ser traducida y llevaría horas explicarla, tal vez sin acierto posible”.

[8] Y de hecho, está claro que la mayor influencia (por momentos avasalladora) es la de Faulkner e incluso no sería excesivo escuchar los ecos de la famosa traducción borgiana de Las palmera salvajes en algunos relatos de los años cuarenta. Más adelante, el uruguayo trascendió ampliamente a sus precursores, pero esa es otra cuestión.

[9] Verbigracia: El pozo, El infierno tan temido, Los adioses.

[10] Me refiero, por supuesto, a la primera edición francesa de Viaje al final de la noche (1932).

[11] “El escritor on stage, en quien convergen y se funden un ADN literario inconfundible, una o muchas biografías y un sofisticado dispositivo de puesta en escena”.

[12] Piglia escribe jocosamente que “Onetti se hacía el arrabalero pero leía a Faulkner en inglés”. Y no sólo a Faulkner, por cierto.

[13] “Ahora es difícil encontrar una novela sin las correspondientes paginitas dedicadas a la corriente de pensamiento de algún personaje, desprovistas de signos gramaticales, a fin de que el subjetivismo se haga más objetivo. Es un buen recurso para alcanzar las clásicas trescientas páginas, no obliga a respetar nada y es justamente tan útil y desenfadado como para gastar un espacio caprichoso en referir sueños de protagonistas”. Naturalmente, su desdén no incluía a James Joyce: fue uno de los primeros escritores sudamericanos en apreciar la grandeza del Ulysses.

[14]El astillero no es una alegoría, ya te dije que no me interesa ese tipo de novela. No hay alegoría de ninguna decadencia. Hay una decadencia real, la del astillero, la de Larsen”.

[15] Ver sobre todo “El problema de la poesía lírica”.

[16] Que Onetti no apreciara a esos personajes me tranquiliza: siempre pensé que la admiración de Saer por Robbe-Grillet y Butor era misteriosa.

[17] “La afirmación de esos novelistas franceses, Robbe-Grillet y Butor, de que yo influí en ellos no tiene sentido. ¿Cómo puedo influir en esos libros larguísimos? Algunas novelas no ocurren en la realidad, sino en la cartografía, y el autor se extravía en indicaciones cardinales.” ( en el Borges de Adolfo Bioy Casares).

[18] Un ensayista genial pero también, qué duda cabe, un provocateur de primer orden.

[19] Según Macedonio Fernández, en casos como este las comillas son de rigor pues, si los examinamos de cerca son sólo, según su idiosincrásica expresión “relativamente artistas”.

[20] Sí, claro: y Faulkner sólo era un farmer que escribió Absalón, Absalón por casualidad.

[21] Pensemos que, junto a Onetti, sólo Borges comprendió la importancia de Faulkner. En cuanto a Céline, no es exagerado suponer que, al menos en Hispanoamérica, el uruguayo fue el único capaz de entender la radical novedad que suponía el estilo de Viaje al final de la noche: ni siquiera José Bianco (por lo demás, afrancesado hasta la médula) lo consiguió.

[22] Aunque, por supuesto, aquí sólo se refería a los clásicos: todo el mundo conoce su desmedida afición por la novela negra.

[23] Pero, como demuestra a continuación, sí que sabía.

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