‘Gran Serata Futurista’, Fabio Mauri, 1909 (PROA)

Soberano es quien decide sobre la excepción.
Carl Schmitt

Las autocracias son máquinas políticas, implacables y resistentes, que funcionan con el combustible de la arbitrariedad. Sin embargo, sus hacedores, valedores y usufructuarios insisten –para fines de propaganda y legitimación, así como por imperativos de funcionamiento administrativo y resolución de conflictos– en dotarse de leyes y retóricas aparentemente democráticas. Ciertos intelectuales, filotiránicos, sostienen a menudo semejante ficción. Por eso resulta valioso volver a las ideas de Carl Schmitt,[1] uno de los pensadores que, de modo más descarnado, ofreció aval teórico y político al despotismo contemporáneo.

Schmitt concibe el Estado como un Leviatán dedicado al mantenimiento de la paz dentro del territorio nacional y a la defensa de su integridad frente a otros contendientes globales. Esta concepción estadocéntrica del orden político tiene su horizonte, en tanto proyecto de Estado total, en el incremento de sus capacidades materiales y organizativas, así como en su creciente interpenetración con la sociedad, procesos ambos acaecidos en el paso del XIX al XX.

Aceptado con reservas por el régimen nazi –por sus tempranas críticas y su oportunismo político, ajeno a cualquier lealtad ideológica o afinidad espiritual–, Schmitt aportó una visión brutalmente diáfana del fenómeno dictatorial. Tras diferenciar la noción moderna de dictadura de su antecesora latina identificó una necesidad de poder, capaz de consagrar la decisión del autócrata por encima de cualquier consideración basada en la ley, en un esquema que convierte a ese poder, arbitrario, en fuente y garante del orden establecido.

En tiempos como los actuales, en los que tanta gente descree –de modo abierto o velado– de la eficacia y legitimidad de la democracia liberal, la promesa schmittiana resuena con un vigor amenazante y terrible.

Al reconocer la política como relación antagonista fundada en la lógica amigo-enemigo, el jurista alemán presenta al Estado como unidad política indivisible, dotada de una vocación irrestricta de poder; su misión no puede ser constreñida por deliberaciones parlamentarias o formalismos legales. La clase discutidora, decía Schmitt, atenta contra la vitalidad política de la nación. Por ello, el dictador debe comandar el Estado, detentando el monopolio ejecutivo y la potestad legislativa. Consagrando y consiguiendo la realización y efectividad de la ley, bajo el peso de la decisión. En su famosa Teología política, afirma: “La excepción es más interesante que la regla. La regla no prueba nada; la excepción lo demuestra todo. En la excepción, el poder de la vida real rompe la corteza de un mecanismo que se ha vuelto torpe por la repetición”.

El schmittiano es un pensamiento desnudo de las consideraciones éticas, jurídicas y políticas de la lógica republicana y el Estado social y democrático de derecho, pero en sintonía con tendencias políticas del mundo actual; pues Schmitt cuestiona la democracia liberal –en sus componentes de división de poderes, oposición política y modelo parlamentario– bajo los mismos cargos de nuestros populistas y autócratas contemporáneos. La denuncia por, supuestamente, provocar la desunión nacional, favorecer a los enemigos del Estado y servir de vehículo para particularismos egoístas. Argumentos similares estos a los expuestos hoy por numerosos políticos, intelectuales y ciudadanos en sus disímiles variantes ideológicas y enclaves geográficos.

Sin embargo, la argumentación detrás de semejante apuesta autoritaria es cualquier cosa menos burda. La relación entre poder constituyente y poder constituido, presente en la obra schmittiana, problematiza la naturaleza del sujeto político colectivo, titular de la soberanía moderna. En ese sentido, Schmitt nos recuerda que la noción de poder constituyente –hija de la Ilustración– establece que todos los poderes existentes están sometidos a la Constitución, cuyo titular es el pueblo. Condición que no puede ser modificada de forma arbitraria por ninguno de los órganos políticos, a los que aquella fundamenta, regula y delimita. Hasta aquí una justificación formalmente democrática de las fuentes y ejercicio del poder.

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No obstante, según postula Schmitt, la coacción externa, la agitación general y el desorden pueden afectar la voluntad libre y el ejercicio del poder constituyente del pueblo, y es deber del Estado eliminar esos impedimentos. Aparece entonces una legitimación para la imposición, con ropaje constitucional, del despotismo. Bajo esa forma, el pueblo realmente existente –socialmente diverso y políticamente plural– es despojado de todo poder autónomo respecto al Estado y sustituido por una versión homogénea, masificada, unanimista y desempoderada de comunidad y de democracia.[2]

Si revisamos las lógicas de ejercicio de la dominación en los regímenes autocráticos de Cuba y Venezuela, encontraremos una perspectiva (inconscientemente) schmittiana de uso y abuso del poder. Con inconsciente señalo la no adscripción formal de esos gobiernos al pensamiento político del jurista alemán, acompañada en los hechos por una materialización de los presupuestos schmittianos sobre el Poder y la Ley.

Una ley para la injusticia

Las autocracias insisten en dotarse de ciertos cuerpos de leyes. Ginsburg y Moustafa identifican cinco funciones principales de la ley en los Estados autocráticos: a) establecer el control social y marginar a los opositores; b) reforzar la pretensión de legitimidad “legal”; c) fortalecer el cumplimiento administrativo dentro de la propia maquinaria burocrática, resolviendo problemas de coordinación entre las facciones; d) facilitar el comercio y la inversión y e) aplicar políticas que otorgan cierta distancia política de los núcleos centrales del régimen.[3] Dentro de este paisaje de legalismo autocrático se incluye la más soberana de todas las normas: una Constitución. Las personas nacidas y formadas en naciones mínimamente democráticas verán esto como una anomalía. La Ley de Leyes, nos han dicho, ordena la vida de una República, para que los ciudadanos tengan derechos y deberes. Entonces, ¿qué sentido tendrá, para un régimen despótico, aprobar una Constitución a su medida?

Es sabido que Stalin tuvo un rol personal en la forja de la Constitución soviética de 1936,[4] que ha sido calificada como decorativa debido a la distancia entre los generosos principios democráticos proclamados y la terrible realidad. Brézhnev dejó su huella en la Constitución del socialismo realmente existente de 1977, que proscribía toda referencia a la oposición política. Otros autócratas socialistas –Mao Tse Tung (1954), Kim Il Sung (1972), Fidel Castro (1976)– impusieron su sello personal en las constituciones de sus respectivas naciones. Nicolás Maduro y, de modo subsidiario, Diosdado Cabello, han indicado los temas, ritmos y contenidos de una Asamblea Nacional Constituyente diseñada con el objetivo de reformatear la arquitectura democrática del chavismo originario.

La dictadura —comisaria primero, soberana después– se convierte para Schmitt en locus del poder.[5] La masa, indivisa y aclamante, deviene su legitimadora. Y el dictador se erige como conductor y garante. La decisión, en manos del autócrata, deviene para Schmitt prueba de validez de la norma. En relación con semejante lectura (y utilización) autocrática del derecho, expresó: “El auténtico líder siempre es también juez. De su capacidad de líder deriva su capacidad de juez. Quien pretende separar ambas capacidades o incluso oponerlas entre sí convierte al juez en líder opositor o en instrumento del mismo y busca desquiciar al Estado con la ayuda de la justicia”. Queda claro que la concentración, en manos de los autócratas de La Habana y Caracas, de las verdaderas prerrogativas ejecutivas, legislativas y judiciales de sus respectivos Estados, expresa una fusión de los roles políticos y jurídicos afines a la perspectiva schmittiana.

Hablar de un constitucionalismo autocrático, de vocación totalitaria, supone ir más allá de lo escrito en el papel, reconociendo una serie de principios rectores de la vida social y política; entre ellos, la proclamación de valores supremos –como la construcción del comunismo– que trascienden los valores y preferencias individuales autónomas y subordinan a aquellos cualquier lealtad a persona, idea u organización. Dicho constitucionalismo suprime toda separación de poderes, siendo el máximo liderazgo una fuente exclusiva de aprobación y reinterpretación arbitraria de la ley.[6] Y establece sanciones severas –en el código penal y en otras normas, a veces no escritas– frente a cualquier transgresión de aquella.[7] Revísese las ideas plasmadas en el ordenamiento legal cubano –incluida su “nueva” Constitución— así como en la fragmentada producción legislativa emanada de la Asamblea Constituyente Venezolana.

Paradójicamente, es Schmitt un pensador adscrito a la otra expresión histórica del totalitarismo (nazi), quien da mejor cuenta del modo de concebir, estructurar y ejercer la relación entre ley y poder, entre derecho y política, bajo regímenes de orientación leninista. Al reconocer la política como una relación antagonista fundada en la lógica amigo-enemigo, comprender al Estado como una unidad política soberana –no dividida entre poderes contrapesados ni atrapada por deliberaciones parlamentarias–, al privilegiar la realización y efectividad del Derecho –definiendo a la decisión como prueba de validez de la norma– y conferir al dictador el monopolio de la decisión y la potestad legislativa suprema, Carl Schmitt describe –mejor que en los textos de sus pares de la izquierda radical– aquellos elementos organizativos y los modos de acción que caracterizan el ejercicio del poder totalitario de matriz comunista.[8]

La impronta totalitaria

Para los marxistas el Estado no ha muerto ni agoniza, sino que más bien es necesario como medio para la afirmación de la sociedad sin clases y sólo entonces sin Estado, y es por ello provisionalmente todavía real: ha adquirido, en realidad, en el Estado soviético, nuevas energías y nueva vida, precisamente con ayuda de la doctrina marxista.
Carl Schmitt

Ajeno a la retórica humanista –de inspiración marxista– que subyacía al discurso estalinista, el jurista alemán presenta el poder de las dictaduras modernas desnudo de consideraciones éticas, jurídicas y políticas afines a los criterios de la democracia, la lógica republicana y el Estado de Derecho. En ese sentido, al analizar (y defender) un camino autocrático para la constitución y el ejercicio del poder en regímenes totalitarios, la obra de Schmitt se convierte en un mapa más confiable para entender la realidad de aquellos, a diferencia de la narrativa oficial del Estado de tipo nazi o soviético.Esta idoneidad explicativa remite a los contenidos antiliberales –de derecha e izquierda– persistentes tanto en el pensamiento político de la Guerra Fría. Actualidad que alcanza incluso a sofisticados intelectuales del posmarxismo, el posestructuralismo y las corrientes más actuales del llamado Derecho Crítico.[9]

En relación con lo anterior, debemos recordar que Schmitt reconoció la capacidad de cierto marxismo –el llamado marxismo leninismo, asumido como doctrina y estrategia política– para proponer rutas expeditas en función de la conquista y sostenimiento del poder estatal,[10] incluyendo en ese trance el tratamiento al enemigo. En primer lugar, comprendió que desde aquella doctrina nacía un tipo nuevo de dictadura, decisivamente distinta al dominio temporal o permanente de un autócrata tradicional. Al respecto, reconoció que “donde, como en la literatura comunista, se llama dictadura no sólo al ordenamiento político combatido, sino también a la propia dominación política ambicionada, se introduce en la esencia del concepto un cambio más amplio. Al Estado propio se le llama dictadura en su conjunto, porque significa un instrumento de transición, que efectúa él, a una situación justa, pero su justificación descansa en una norma que ya no es meramente política ni jurídico-constitucional positiva, sino filosófico-histórica”.[11]

En segundo lugar, Schmitt advirtió en los fundadores del Estado soviético la voluntad de imprimir un sello de antagonismo radical y existencial –su lógica amigo-enemigo, constitutiva de la política– a su causa. Al respecto señaló: “Quien se encuentra en lucha con un enemigo absoluto –trátese de un enemigo de clase o de raza o de un enemigo eterno sin límite– no está interesado en nuestras preocupaciones relativas al criterio de “lo político”; por el contrario, ve en ello una amenaza a su capacidad inmediata de lucha, un debilitamiento suyo a través de la reflexión, una hamletización y una relativización sospechosa, del mismo modo que Lenin rechaza el objetivismo de Struve”.[12]

Acerca de la perspectiva schmittiana sobre el derecho, sostiene que el acto y momento de la decisión –en manos del líder—le dan sentido y validez, y que frente a tal ejercicio no cabe invocar formalidades liberales ni tolerar lo que llama “reivindicaciones de criminales”. Tal lógica, trasladada a los regímenes coherentemente soviéticos, como el cubano, y aspiracionalmente totalitarios, como el venezolano, se traduce en la deshumanización del disidente –presentado como delincuente común y no preso de conciencia–, la manipulación de la justicia –con la creación de falsas pruebas, víctimas y testigos– para inculparlo, así como la negativa a las más elementales garantías para su defensa: oportuna asesoría legal, acceso pleno al expediente por parte del abogado, privacidad en el diálogo con el acusado.

En relación con semejante lectura (y utilización) autocrática del derecho, en “El Führer defiende el derecho”, Schmitt expresó: “El auténtico líder siempre es también juez. De su capacidad de líder deriva su capacidad de juez. Quien pretende separar ambas capacidades o incluso oponerlas entre sí convierte al juez en líder opositor o en instrumento del mismo y busca desquiciar al Estado con la ayuda de la justicia. Se trata de un método aplicado con frecuencia no sólo para destruir el Estado sino también el derecho”.[13] Todo atisbo de frenos y contrapesos –institucionales, legales o sociales– desaparece detrás de semejante invocación del decisionismo personalista.

Si se revisa que la iniciativa legislativa en Cuba ha estado en manos de la dirigencia del país –particularmente de Fidel Castro en su medio siglo de mandato– ; que este liderazgo y sus acciones han sido discursivamente asimilados con la noción de “la Revolución” –reconocida como “fuente de derecho” por constitucionalistas oficiales– y que ha predominado la aprobación de decretos leyes por parte del Consejo de Estado por encima de las leyes sancionadas por la Asamblea Nacional, no es difícil reconocer que la lógica jurídica schmittiana goza de buena salud en el orden cubano. Similar lógica ha animado a Nicolás Maduro, bajo el autorizo espurio de la Asamblea Nacional Constituyente, para aprobar –de modo inconstitucional– diversas políticas económicas, extensiones de prerrogativas presidenciales y restricciones a las potestades del parlamento dirigido por la oposición.

En esa forma de orden político el pueblo realmente existente –socialmente diverso y políticamente plural– es despojado de todo poder autónomo respecto al Estado y sustituido por una versión desempoderada. Es difícil no encontrar coherencia entre esta visión y las narrativas de las dirigencias cubana y venezolana que siguen sosteniendo la idea de una soberanía nacional administrada por el Estado –en los terrenos de la política y la cultura, la emigración y la economía– como límite al ejercicio de derechos de sus connacionales.

Para los casos cubano o venezolano el pueblo invocado por la narrativa oficial –inserta en las constituciones– y claramente corporeizado en las instancias de encuadre, movilización y participación estatales (circunscripciones electorales, consejos populares o comunales, asambleas municipales, provinciales y nacional) del llamado Poder Popular no es la comunidad de ciudadanos activos y autónomos del modelo republicano. El pueblo oficial es ese ente aclamante y unitario que, en momentos puntuales y en ausencia de adecuadas mediaciones institucionales y mecanismos efectivos de deliberación y rendición de cuenta, legitima ex post las decisiones del líder.

Ello supone la idea de una pseudodemocracia plebiscitaria o refrendaria –no auténticamente participativa, representativa ni deliberativa– en la que la voluntad del pueblo políticamente homogéneo, excluyente de la diversidad y anulador de los enemigos internos, se ve reflejada en la decisión del líder, con quien supuestamente comparte objetivos y valores, y que toma la forma de una supuesta democracia popular, enfrentada a la liberal burguesa, que aparece en los textos e intervenciones de constitucionalistas y funcionarios de la isla –destacando José Luis Toledo—  y, más recientemente, de sus pares –como Hermann Escarráen el país sudamericano.

Democracia otra que se concreta en Cuba en varios momentos (Primera –1960– y Segunda –1962– Declaraciones de La Habana; reforma constitucional –2002– para la irrevocabilidad del socialismo) en los que el pueblo fue convocado, en plazas o en las comunidades, para avalar masivamente las decisiones del liderazgo revolucionario. Y que asume, en Venezuela, la forma de convocatorias ilegales –dado el marco republicano, democrático y liberal, aún formalmente vigente de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela– a elecciones parlamentarias y presidenciales, cuando no a la composición de instancias supuestamente deliberativas y refundacionales, desde la Asamblea Nacional Constituyente hasta las estructuras del Polo Patriótico y el Poder Comunal.

La inspiración schmittiana, que inconscientemente anima los modelos de gobernanza autocrática de Cuba y Venezuela, da cuenta de una superposición y mixtura entre dos modos no democráticos de concebir el nexo entre ley y poder, entre Estado y Derecho. Por un lado, el Gobierno por la Ley (o Rule by Law) se expresa en ciertas leyes, más o menos establecidas, que buscan regular las relaciones sociales, económicas y administrativas bajo el predominio y mirada del Estado. La primacía de los elementos autoritarios acompañada por mecanismos para reivindicar residualmente derechos ciudadanos, cultivan el Rule by Law.

Por otro lado, el Dominio a pesar del Derecho (Rule Despite Law) se expresa en el pisoteo flagrante, por la propia autoridad, de la legalidad que ha creado. Las autocracias cerradas, al buscar proscribir toda forma de autonomía cívica, abusan contra propios y ajenos; enunciando el despotismo en su máxima e inapelable expresión, bajo la lógica milenaria de la fuerza bruta y la sinrazón de Estado. Los actos de repudio en las calles de Cuba, las incursiones de las Fuerzas de Acciones Espaciales (FAES) en los barrios de Venezuela, así como las torturas y encarcelamientos de disidentes en ambos países, son claras expresiones del Rule Despite Law.

Una amenaza permanente

Desde la dictadura Schmitt cuestiona la democracia liberal –en la forma de atributos básicos como la división de poderes y, en especial, el parlamentarismo– bajo criterios de provocar la desunión nacional, favorecer a los enemigos del Estado y servir de vehículo para intereses particulares y egoístas. Son argumentos semejantes a los expuestos por la dirigencia y académicos oficialistas cubanos y venezolanos, para cuestionar el pluripartidismo, ilegalizar y perseguir la disidencia y desestimar la posibilidad de campañas y debates dentro de los órganos y elecciones del Poder Popular y Comunal.

En ese sentido, el enfoque de Schmitt –de poder concentrado y decisionista– resulta crudamente honesto respecto a la mistificada democracia participativa del discurso oficial cubano o venezolano; aunque en la práctica coincida con el ejercicio del poder autocrático en ambas naciones. Asimismo, su visión de un soberanismo concentrado en la figura del liderazgo político somete al derecho a convertirse en instrumento del poder estatal, sea a través de los mecanismos del Rule by Law o de las prácticas del Rule Despite Law.

Conviene volver a Schmitt para analizar las falencias, aciertos y limitaciones de sus ideas; pero, sobre todo, para comprender –a través de su prosa– el verdadero rostro de las nuevas formas de despotismo que hoy se ejercen, paradójicamente, en el nombre del pueblo. Y si frente a esos regímenes autocráticos la lectura schmittiana significa constatación intelectual, puede operar como política prospectiva en aquellos rincones del orbe donde aún no han sucumbido las repúblicas liberales de masas. A fin de cuentas, en nuestro bestiario político contemporáneo se están reproduciendo de modo veloz y (no tan) velado, los schmittianos de barricada y closet. Conviene avistarlos –y combatirlos– a tiempo.


Notas:

[1] En “La dictadura”, así como en textos más breves como “El concepto de lo político”, “El Führer defiende el derecho” y “El giro hacia el Estado totalitario”, Carl Schmitt expone algunas de las ideas medulares de su pensamiento filotiránico. Para evaluaciones más recientes de su obra recomiendo William E. Scheuerman: The End of Law. Carl Schmitt in the Twenty-First Century, Rowman & Littlefield International, London/New York, 2020 y William Rasch: Carl Schmitt State and Society, Rowman & Littlefield International, London, 2019.

[2] Carl Schmitt: Sobre el parlamentarismo, Editorial Tecnos, Madrid, 1990.

[3] Tom Ginsburg y Tamir Moustafa (ed.): Rule by Law: The Politics of Courts in Authoritarian Regimes, Cambridge University Press, 2008.

[4] Tom Ginsburg y Alberto Simpser: Constitution in Authoritarian regimes, Cambridge University Press, 2013.

[5] Según Schmitt “en tanto que la dictadura comisaria es autorizada por un órgano constituido y tiene un título en la Constitución existente, la dictadura soberana se deriva solamente quoad exercitium y de una manera inmediata del pouvoir constituant informe […] El dictador comisarial es el comisario de acción incondicionado de un pouvoir constitué; la dictadura soberana es la comisión de acción incondicionada de un pouvoir constituant” (“La dictadura”, Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 193).

[6] Mark Tushnet: “Authoritarian constitucionalism”, Cornell Law Review, vol. 100, issue 2, 2015.

[7] Peter Bernholz: “The Constitution of Totalitarianism”, Journal of Institutional and Theoretical Economics, n.o 47, 1991.

[8] Para un acercamiento a la obra, vida y contexto de Carl Schmitt recomiendo, en castellano: Carl Schmitt: La dictadura, Alianza Editorial, Madrid, 2013; Héctor O. Aguilar (comp.): Carl Schmitt. Teólogo de la política, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2001; Leticia Vita: La legitimidad del Derecho y del Estado en el pensamiento jurídico de Weimar: Hans Kelsen, Carl Schmitt y Herman Heller, Eudeba, Buenos Aires, 2014 y Lorenzo Córdova: Derecho y Poder: Kelsen y Schmitt frente a frente, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Fondo de Cultura Económica, México, 2009.

[9] Cfr. William E. Scheuerman: The End of Law. Carl Schmitt in the Twenty-First Century, Rowman & Littlefield International, London/New York, 2020 y Jan Werner-Muller: A Dangerous Mind: Carl Schmitt in Post-War European Thought , Yale University Press, 2020.

[10] Para el intelectual alemán: “al marxismo, para el que el titular de todo acontecer político efectivo no es un individuo, sino una clase, no le era difícil hacer del proletariado, en cuanto conjunto colectivo, un sujeto propiamente actuante y, por tanto, sujeto de una dictadura” (Carl Schmitt: “La dictadura”, Revista de Occidente, Madrid, 1968, pp. 22-23.)

[11] Cfr. “La dictadura”, Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 25.

[12] Cfr. Héctor O. Aguilar (comp.): El concepto de lo político en Carl Schmitt. Teólogo de la política, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2001, p. 178. En otro momento de esta obra el jurista teutón celebró la noción de enemigo de clase en la praxis y discurso bolcheviques (pp. 208-209).

[13] Carl Schmitt: “El Führer defiende el derecho”, Teología política, FCE, México D. F, 2001, pp. 114-118

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