nihilistas europeos
El escritor austríaco Thomas Bernhard

Cyril Connolly escribe: “Pascal y Leopardi deprimen y asustan porque eran enfermos, casi deformes, y por tanto su deformidad hace sospechoso gran parte de su pesimismo. ¿Son pesimistas porque están enfermos? ¿O sirve su enfermedad de atajo a la realidad, que es intrínsecamente trágica? […] En muchas de las reflexiones de Pascal se puede detectar no solo la precisión científica, sino también la morbosidad y la irritación, la injusticia de Proust”.

Este agudo fragmento del gran ensayista y diletante británico podría emplearse sin modificaciones sustanciales en cualquier introducción a una antología de los grandes nihilistas europeos en la literatura del siglo XX. En rigor de verdad bastaría con sustituir algunos nombres: Céline por Pascal; Fritz Zorn por Leopardi y, cómo dudarlo, Thomas Bernhard –supremo virtuoso de la angustia, el absurdo y la risa macabra en lengua alemana– por el bueno de Proust[1] para comprender que el problema postulado por el obeso esteta londinense sigue revistiendo una singular importancia: no es el menor de los enigmas que plantea la historia literaria.

Ahora bien, incluso en esos abismos pueden distinguirse lo que Cioran llamaba “matices de lo peor”: Céline fue básicamente un maníaco antisemita que, sin embargo, resulta también el otro gran novelista francés del siglo XX[2] (y no tiene sentido alguno intentar explicar semejante conjunción, aunque probablemente la herida que sufrió en el infierno del Somme no contribuyó demasiado a su serenidad); en cuanto a Zorn –el desdichado, talentoso y putrefacto Zorn–[3] es, acaso, el máximo ejemplo de una conciencia lúcida que se expande desmesuradamente ante el estímulo incesante y fatídico de la enfermedad y registra su derrumbamiento con implacable, estoica minuciosidad; Bernhard (sin duda el mejor de los tres) fue atenazado durante cuarenta años por la tuberculosis pero, a diferencia de Zorn (mal equipado para resistir los embates de la desdicha por su ultraprivilegiada educación suiza), el astuto campesino austríaco[4] consiguió transmutar su infortunio en una deslumbrante carrera literaria: siempre se refería a la tuberculosis como “su segundo arte” y no resulta excesivo suponer que, como en el caso de Proust (asmático) o Dostoievski (epiléptico), el inigualable, obsesivo “jadeo” de su prosa mucho tiene que ver con su enconado, incesante empeño por aferrarse a la mera existencia: pocas veces el famoso epigrama de Renard (“la gloria es un esfuerzo constante”) ha sido tan apropiado.

Bien, hemos establecido la supremacía de Bernhard en ese linaje maldito de enardecidos y enfermizos nihilistas:[5] no era precisamente algo difícil considerando la intensidad, maestría estilística y monumentalidad de sus textos. Mucho más arduo me parece dilucidar, en ese auténtico diluvio de obras maestras, aquella que –para utilizar una expresión cara al austríaco– lleva al límite más extremo su desolada visión de los hombres, la naturaleza, y todo lo demás:[6] resulta difícil decidir entre Corrección, Hormigón, Helada, El malogrado, Maestros Antiguos y tantas otras. Sin embargo, si un crítico literario más o menos objetivo (aceptemos el probable oxímoron como una provisional herramienta heurística) tuviera, pese a todo, que elegir un solo libro, un texto que epitomice los rasgos que solo a Bernhard pertenecen,[7] no es insensato suponer que el extraordinario relato Caminar resultaría, en definitiva, una elección singularmente acertada.

La nouvelle podría tener como subtítulo El laboratorio de la autodestrucción: en efecto, se trata de un texto en el que asistimos al derrumbe de al menos tres personajes[8] cuya desmesurada inteligencia (esa mirada excesiva de los grandes fracasados)[9] y ostensible “falta de talento para existir”,[10] los conduce, por diferentes vías (suicidio, insania, perdurable y absoluta tristeza) a una genuina “fábrica de aniquilación”,[11] pero aquí (a diferencia de lo que sucede en la sutil doctrina elaborada por el gran místico y heresiarca español), la devastación del yo es tan profunda que no existe ni siquiera un atisbo de trascendencia y la única luz posible al final del túnel es la del ominoso sunset limited.

bernhard | Rialta
Thomas Bernhard

¿Apoteosis del nihilismo bernhardiano que ni siquiera su macabro humor aligera?: ciertamente, pero no basta con venerar la Nada para convertirse en un gran escritor:[12] también es preciso el dominio absoluto de la forma (e incluso, si se desea ser verdaderamente grande, “el fanatismo de la forma”): Bernhard lo consigue con creces.

Así, más allá de los escalofriantes apotegmas que inundan la narración,[13] lo que asombra es la complejidad estructural del relato: hay una historia –ostensiblemente siniestra— que pugna por ser contada, pero el artífice de esta geografía infernal no pretende que su intelección nos resulte sencilla: el innominado narrador que camina junto al filósofo Oehler (maníaco de la sabiduría, experto en nihilismo, virtuoso de la desesperación) es solo el primer eslabón de un dispositivo narrativo en el cual las historias se fragmentan y el lector solo puede acceder a la información como quien reconstruye un rompecabezas particularmente abstruso: existe, por así decirlo, un enrevesado sistema de filtros que, lejos de arrojar alguna luz sobre el enigma, se complace en acendrarlo: el narrador –que parece habitar un presente perpetuo–[14] relata la historia de Oehler, quien a su vez solo está interesado en contar la de Karrer, pero únicamente puede hacerlo indirectamente, a través de lo que ha dicho a Scherrer quien, naturalmente, anota todo en su cuaderno,[15] y este documento es leído subrepticiamente por Oehler que después se lo cuenta al narrador…y todo comienza de nuevo, a la manera del fatídico eterno retorno nietzscheano.

El texto se articula como una especie de Ouroboros, una pesadilla de la que no es posible despertar pues está urdida con las sutiles hebras que dan forma a la conciencia misma de los personajes. Por supuesto, Oehler –ese gran especialista del escarnio–[16] se retuerce como escorpión en el centro de un anillo de fuego y lanza ingeniosas, interminables invectivas contra los hombres, los animales y las cosas[17] y, naturalmente, lo único que consigue es deprimirse aún más (el mundo, como él mismo suele decir, es absolutamente indiferente a nuestras tribulaciones). Sin embargo, no podemos negar que este viejo nihilista resulta, pese a todo, coherente: al final de sus profusas diatribas consigue identificar la fons et origo de su aflicción (¡el pensamiento mismo!) y entonces comienza un monólogo fatal imbuido con la energía de la desesperación que solo se detiene con el final mismo del texto: “Todo pensamiento es superfluo: la Naturaleza no necesita el pensamiento”. Por supuesto, cualquier lector avezado podría objetar: “eso es sólo una digresión; ¿dónde están sus argumentos?”.

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Pero precisamente son innúmeros los argumentos –y de gran refinamiento– que Oehler prodiga. Inútil proceder a su detallada exposición (son demasiados y suelen repetirse con despiadada insistencia);[18] más pertinente, según creo, resulta aquí recordar un aforismo de un curioso autor argentino que acaso consiga entregarnos la clave del relato: “Habitar el mundo produce cansancio y melancolía, vivir empeora las cosas, y cuando notamos que nuestro sitio es impreciso y todavía más, indecidido, nos rendimos sin ilusiones ni resistencia”. Ahora bien, si sustituyésemos vivir por pensar, tendríamos, qué duda cabe, lo más cercano a una definición del sistema conceptual postulado por Oehler: este discípulo de Schopenhauer y Wittgenstein (cuyo pesimismo y radicalidad filosófica ha ido incluso más allá de cualquier cosa concebida por sus maestros) ha accedido a la desagradable certidumbre de que si el pensamiento es conducido con la mayor potencia posible hasta sus últimas consecuencias solo puede derivar en un conjunto de axiomas que no son precisamente edificantes: “si nuestro pensamiento es el más radical y el más lúcido, así Oehler, nos vemos obligados a reconocer, tras la más breve vacilación, que todo es horrible e insoportable […] el arte de existir es siempre solo el arte de existir contra los hechos: el más difícil de todos”.

Aquí el nihilismo de Bernhard no se limita a sus habituales diatribas contra Austria y la civilización europea, sino que se expande y alcanza las dimensiones del pesimismo cósmico inmanente a eso que Steiner ha llamado tragedia absoluta: “una pieza de literatura rigurosamente basada en este postulado: la vida humana es una fatalidad […] El modelo absolutamente trágico de la condición del hombre y de la mujer considera a estos intrusos no deseados de la creación: se trata, por tanto, de una ontología negativa”: estas palabras de Steiner –que, por lo demás, no admiraba incondicionalmente al narrador austríaco– son, según creo, la mejor definición posible de la siniestra urdimbre filosófico-existencial que subyace a todas las narraciones y obras de teatro de Bernhard.

Solo me permitiría añadir que la originalidad del misantrópico “granjero de Nathal” (o, para ser más exactos, de su protagonista)[19] estriba en hacer que el pensamiento se vuelva contra sí mismo (fatal cinta de Moebius que solo puede conducir a la desdicha), reconozca en sí mismo la fuente primigenia de toda tristeza sobre la tierra: “nunca vayas demasiado lejos con tu pensamiento […] allá, en esas cumbres, solo acecha el horror y comprendemos la inanidad de toda idea […] aunque sabemos, por otra parte, que no podríamos existir ni siquiera el instante más breve sin ese absurdo, así Oehler, pensé mientras caminaba”.

Bernhard | Rialta
Thomas Bernhard

Se trata, en definitiva, de la compleja noción de límite, absolutamente esencial para comprender la poética de Bernhard: ya en Corrección el gran Roithamer (pensador que recuerda a Wittgenstein en más de un sentido) se atormentaba por alcanzar la mayor exactitud posible en su pensamiento pero no podía ignorar –era demasiado inteligente para los melifluos consuelos del autoengaño– que era ese también el camino más rápido hacia la autodestrucción: de la misma manera en Caminar, Oehler, que ha presenciado el fulminante desquiciamiento de su gran amigo Karrer (“no conoceremos a otro tan brillante como él, así Oehler”) debe admitir, mal que le pese, la acuciante necesidad de inhibir la lucidez, de socavar la potencia del pensamiento para prolongar (y soportar) la existencia:

No hay nada que podamos considerar verdadero en última instancia: la ciencia es solo la así llamada ciencia; la literatura, la filosofía, el arte, todas las cosas son solo así llamadas […] ¡Incluso lo así llamado es lo así llamado a la segunda potencia! […] ¡la estructura del mundo, una cáscara vacía, una simpleza, un espejismo ridículo para los profesores, para filósofos de segunda, para Heidegger y sus engendros! […] pero no debemos pensar en eso a menudo, así Oehler, porque no queremos terminar como Karrer […] no queremos hospedarnos en Steinhof […] la intensidad, es cierto, siempre puede incrementarse, así Oehler, pero entonces terminas en Steinhof como Karrer o te ahorcas como Hollensteiner […] en realidad el estado de completa indiferencia es el más filosófico de todos.

Así, la novela termina con dos hombres –Oehler y el narrador– caminando resignados bajo la nieve: sobre ellos se cierne la terrible intuición de que en el espacio de las grandes interrogantes metafísicas no es posible (y quizás ni siquiera deseable) arribar a conclusión alguna. Corresponde entonces a Wittgenstein (admirado por Bernhard hasta el delirio) pronunciar la última palabra: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no queda pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta”.


Notas:

[1] Que comparado con el austríaco es, ciertamente, casi un beato

[2] El mayor de todos es, obviamente, el ya mencionado Proust.

[3] El cáncer en los huesos lo convirtió en una ruina pensante.

[4] Es una de las mayores ironías en la historia literaria centroeuropea que Bernhard –ferozmente cosmopolita– se definiera en su pasaporte como “granjero” (¿acaso un homenaje a Faulkner?).

[5] Lo que no significa, ni mucho menos, responder a la pregunta de Connolly: quizá no sea posible.

[6] Muy cercana a esa terrible Weltanschauung definida por George Steiner como tragedia absoluta” (en esencia, un rechazo radical del antropocentrismo).

[7] Cualquiera puede imitarlo –y los patéticos, diligentes plagiarios proliferan– pero nadie puede escribir una oración tan demoledora como la que concluye , esa apoteosis de angustia y pesimismo ontológico.

[8] Karrer, Oehler, Hollensteiner.

[9] En el sentido que Cioran confiere a esa expresión.

[10] Así Weithamer –arquetípico personaje de Bernhard– en El malogrado.

[11] Miguel de Molinos, Guía Espiritual.

[12] La religión del vacío es solo una poderosa mitología entre tantas otras.

[13] A menudo con la devastadora “potencia de un cross a la mandíbula” (Roberto Arlt).

[14] Y no solo él: todos los malogrados que habitan este universo caído son incapaces de olvidar la más mínima desdicha y reproducen una y otra vez, en la mórbida sima de su cenagosa conciencia, los acontecimientos que han engendrado esa incomparable depresión terminal.

[15] Es un psicoanalista, es decir, uno de los personajes más aborrecidos por los narradores de Bernhard.

[16] Y en él la misantropía se convierte en una especie de Arte Supremo: odia a la gente, la naturaleza, lo artificial, los psicoanalistas, los filósofos (empezando por sí mismo), los jubilosos, los deprimidos, los sabios, los ignorantes… ¡incluso odia caminar!

[17] ¿Cosas?: ciertamente: botas, zapatos lujosos, sombreros, muebles, cuadros, esculturas, herramientas: nada inanimado es ajeno a su cólera, podríamos decir.

[18] Ese apenas soportable frenesí que convierte su prosa en el equivalente literario de la tremenda Sinfonía Manfred (Chaikovski).

[19] Las auténticas opiniones de Bernhard (si es que algo así existió alguna vez) están veladas por una sucesión interminable de máscaras: nunca podemos saber si habla en serio, ni siquiera en las entrevistas. Quizás todo forme parte de lo que él mismo llamó alguna vez “su programa cómico-filosófico”.

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