'Seguiremos el camino', Umberto Peña, 2010
'Seguiremos el camino', Umberto Peña, 2010

La carne

En uno de los cuentos fríos de Virgilio Piñera, los personajes del pueblo en antojadizo gesto de autofagia se van comiendo a sí mismos, sin estrés, poco a poco: las nalgas, los senos, los labios, los pies. La que fuera en un comienzo una iniciativa personal aislada ante la carencia de carne para el consumo –¡y el deseo de un buen filete claro está!– es pronto promulgada por el alcalde del pueblo y sorprendentemente acogida por todos y cada uno de los habitantes del lugar en una suerte de inquietante modelo de autosuficiencia orgánica que conlleva a la voluntaria, paulatina e irremediable aniquilación del individuo. No hay nada de erotismo en esta autofagia. Tampoco asistimos a un proceso catabólico, sino al simple, franco e incontrolable deseo del paladar y las vísceras urgidas por la carne.

Resumido el cuerpo –al menos temporalmente– a mera planta productora y procesadora de carne, y siendo justo las vísceras lo único intocable “por menos apetecibles” al tiempo que imprescindibles a la volición digestiva, los personajes de “La carne” progresivamente devienen literalmente la versión descarnada de sí mismos.

La antítesis implícita en el acto de comer que paradójicamente en vez de en vida para en muerte, encierra, en primera instancia, una mordaz analogía escatológica donde éskhatos y skatos van mano a mano.

Umberto Peña | Rialta
‘Pii’, Umberto Peña, 1967. Óleo sobre tela, 162×164 cm

El cuerpo

Imaginemos ahora ese cuerpo. Un cuerpo desprovisto de todas las bondades del revestimiento externo de músculos y piel al que estamos acostumbrados. Un cuerpo liberado ya por siempre de extremidades inocuas y resumido en su esencia descarnada a lo que es: un aparato eficiente para la ingesta.

El progresivo despiece de la carne del cuerpo vivo –actividad que reclama pasmosas dosis de energía– desemboca inevitablemente en un repulsivo e hiperactivo embrollo de vísceras y dientes. Eficaz sistema de cañerías que en caprichoso escarnio anatómico sobrepasa –de la boca al ano– la longitud del cuerpo humano al menos tres veces. La portentosa agencia de reducir la carne no deja de ser un proceso tortuoso de continuados movimientos espasmódicos donde se confabulan ácidos, secreciones, enzimas, mucosas, vasos sanguíneos, madeja de nervios, criptas, vellosidades, microbios que descomponen el alimento y generan en este proceso químico gases, eructos y otras flatulencias.

Las exacerbadas y perfeccionadas vísceras al efecto, en plena y continuada producción, llevan a feliz término su cometido transformando el alimento en energía e inevitablemente, en su eficiencia sistémica –como es de esperar–, claman por más carne.

Y ahí están, por supuesto, los dientes. Dientes que gritan por la carne. Dientes que asechan la carne. Maquinaria perfecta que devora, subyuga, aniquila. Maxilares sardónicos que como castañuelas se agitan en encabritado y sostenido ritmo macabro. Reflejo incondicionado de un sistema extremadamente competente y reducido en su perfección al instinto de la carne. Las mandíbulas, de cúspides afiladas para el destrozo y molares cercenadores, se articulan en bisagra perfecta que no suelta. Puede asistirse a ciertas mutaciones del sistema en el que múltiples mandíbulas en chasquido continuado –cacofonía insoportable– esperan por más víctimas.

Por supuesto, no podemos subestimar la capacidad evolutiva de un mecanismo refinado al punto. El sistema no sería perfecto si no hubiera sofisticado el dispositivo de eliminación de subproductos que comprende la materia fecal o de desecho. Siendo así, el cuerpo que ya hemos descrito, liberado de todo órgano o atavismo superfluo se funde al retrete. No es posible deslindar el comienzo y término de uno y otro, sino que es necesario asumirlos a ambos como nueva entidad. Una suerte de ciborg o semidios aterrador.

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Pues bien, ese cuerpo existe.

Trapiz, Umberto Peña, 1978
Trapiz, Umberto Peña, 1978

Entre Eros y Tánatos

Si una constante resume la obra toda de Umberto Peña es esa unidad dialógica que constituye al humano debatido siempre entre las pulsaciones de la vida y la muerte: Eros y Tánatos. Las incursiones primero en las reses, luego en los San Sebastianes, más tarde en el hombre-váter y sus Trapices, hasta su obra más reciente son todas hijas de estas pulsaciones viscerales que resumen la vulnerabilidad del humano.

Las reses desolladas encarnan en sí mismas esa contradicción que es el acto de matar para sobrevivir, “alimentarse de la muerte”,[1] al decir del propio artista, mientras que la incursión en San Sebastián implica el paso de la carne animal a la humana, marcando con ello un giro sustancial: la transgresión del acto violento dentro de la misma especie humana. La diana o blanco, de influencia pop, sustituye aquí la vulnerabilidad del vientre (“golpes bajos”), mientras que las saetas resumen el acto de agresión que para en muerte. Muertes que no se reducen a la aniquilación física, incluyendo otras tantas muertes como la espiritual o la social. En este tránsito de la res al humano es esencial para el artista una espeluznante constatación: “a la res se le concede la muerte rápida, al humano no le está concedido este privilegio. El hombre es objeto de varias muertes”. En la muerte lenta, devenida martirologio, está implícito el escarnio.

La capacidad de resiliencia del humano hace aparecer al hombre-váter. “Descubrí que el hombre sigue vivo por dentro”. Es el paso a la anatomía interior que el artista denomina triperío. Entidades autofágicas enquistadas en sí mismas como mecanismo de sobrevivencia donde se priorizan únicamente las funciones orgánicas vitales. Los títulos parten de expresiones populares o interjecciones que acentúan el proceso digestivo como reproducción de la entidad humana. Asistimos al cuerpo reducido a su condición de orificios, esfínteres, vísceras y genitales; maquinaria inacabada, impura, en constante proceso de ingestión, defecación y eyaculación, donde carne, pecado y martirio se consumen en el retrete. La serie, de profunda raigambre pop, es una declaración escatológica.

Entre el triperío y los Trapices hay años de silencio. Eso que Peña denomina la “protesta silenciosa” y en los que el artista continúa su labor creativa desempeñándose como diseñador.

Los Trapices, esculturas blandas de carácter instalativo donde lo artesanal tiene la capacidad de regenerar desde la fibra –cual víscera originaria– la vida, son una fiesta de los sentidos donde vista, tacto y olfato están indisolublemente imbricados. La colaboración es también esencial a estas piezas, así como sutiles mensajes desapercibidos, entre ellos, la imbricación íntima en el tejido de corbatas de Lezama Lima. En esta serie, predomina la vulva como fuente de vida, elemento regenerador, metáfora de ese continuum que es la vida.

Umberto Peña ‘Foo muchas veces’ detalle 1967 forest 1 | Rialta
Umberto Peña, ‘Foo muchas veces’ (detalle), 1967

Es en este angustioso y, sin embargo, profundamente humano debate existencial entre Eros y Tánatos que Peña encarna la tragedia de nuestra existencia. Pero, ¿cómo gerenciar en un mismo cuerpo abandonado a sí mismo y desprovisto de dioses, el exterminio y el sacrificio? ¿El autoaniquilamiento y la absolución? Tal vez la respuesta a tal exorcismo –si acaso existe– resida en las mismas vísceras y la res.

Para los griegos, el hígado –la víscera por excelencia– era considerado el asiento del alma humana. La figura de Prometeo, que muere y nace cada día simbolizando la fragilidad y capacidad de regeneración del humano, ofrece entonces algunas pistas pertinentes. En primera instancia, la aprobación del consumo de carne y la venia por la transgresión a través del acto de sacrificio sagrado de la res. Curiosamente, ese mismo acto comprende a un tiempo el escarnio (a Zeus) y la punición (a Prometeo).

El castigo perpetuo de Prometeo, condenado a la altura rocosa de los gélidos y volcánicos macizos del Cáucaso (hielo y fuego), donde la rapaz, puntual e imperturbable, regresa día a día a la caída del sol para devorar su hígado que inevitablemente se regenera a diario haciendo eterno el suplicio, es equiparable a la subversión de ese eje vertical inamovible que ha osado desafiar el titán. Acaso el precio a pagar por la carne.

Le pregunto entonces a Umberto que críptico, como siempre, me responde: “Caben todas las especulaciones al tratarse del hígado indudablemente.


Notas:

[1] Todos los entrecomillados proceden de entrevista inédita con Umberto Peña, 2019.

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JANET BATET
Janet Batet (La Habana). Curadora independiente, crítica de arte y ensayista. Ex investigadora y curadora del Centro de Desarrollo de las Artes Visuales y ex profesora del Instituto Superior de Arte, ambos en La Habana. Sus artículos sobre las prácticas artísticas se publican regularmente en Art Nexus, Pulse Art, Arte al Día, o El Nuevo Herald, entre otros. Actualmente vive en Miami.

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