
Sus grandes libros sagrados, que él no conoce.
Son tan sagrados que no se anima a abrirlos.
E. C.
Siempre fui el primero en admitir mi ignorancia. Me animo incluso a decir que mi ignorancia es enciclopédica: lo ignoro todo de la A a la Z. Pero si lo admito no es por humildad. El trabajo del escritor, al fin y al cabo, consiste en ignorarlo todo meticulosamente y ser tan inútil e irresponsable como lo permitan las circunstancias. Así que siempre estuve orgulloso de mi propia ineptitud. Y sin embargo, eso no atenuó mi admiración por la inagotable sabiduría de Lola. San Agustín decía del tiempo, Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si me lo preguntan, no lo sé. Lola, en cambio, sabía si no le preguntaban y si le preguntaban también. ¡Santa Fanguna! Conocía todas las formas de las nubes y los nombres de los vientos; podía explicar en detalle la diferencia entre un virus y una bacteria, entre Monet y Manet, entre Poseidón y Neptuno, entre una orquesta sinfónica y una filarmónica, entre los números racionales y los irracionales (para mí, todos los números son irracionales… todos los valores despreciables). Lola hubiera podido determinar en qué momento de la prehistoria, reconocimos la regularidad de las estaciones, y si hubiera vivido en esa era, hubiera sido ella la primera en señalarlo. Podía hablar con igual desenvoltura sobre el sistema nervioso del pulpo como sobre los métodos de riego en Nairobi. Pero lo que más sorprendía era su sentido de la dirección. Como una rosa de los vientos, podía en cualquier lado y con los ojos cerrados, señalar todos los rumbos y todos los horizontes de la tierra.
Fue gracias a Lola que logramos rehacer el trayecto hacia las vías del tren; las mismas que habíamos cruzado con el bielorruso el día que llegamos al valle. No teníamos hambre pero seguimos el consejo que dan en las alturas: comer antes de tener hambre, beber antes de tener sed y abrigarse antes de tener frío. Compramos un atado de algas del río Chhu que encontramos en un puesto de pescados. La mujer nos repitió veinte veces una frase que no pudimos entender hasta que otra puestera, de lejos, nos la tradujo al inglés:
—¡Dice que van a sentir el gusto del jengibre!
A pesar de que el sol estaba alto y el piljin nos había dejado en un estado vaporoso, terminamos las algas (habíamos sentido el jengibre, y también el tomate y las semillas de sésamo), y nos pusimos en marcha para que no nos sorprendiera la tarde. Nos costaba reconocernos como una entidad separada del paisaje desleído que nos rodeaba y sin embargo un impulso claro y distinto, como diría Descartes, nos mantenía avanzando hacia esa encrucijada donde encontraríamos el milagroso shingú. O al menos eso nos habían prometido los hermanos: la casucha con un árbol enloquecido a cada lado. Caminábamos lento, sintiendo la fuerza de la gravedad como si arrastráramos los pies sobre la superficie de un planeta más extenso. Habremos recorrido muchos kilómetros por aquella planicie yerma y después por los márgenes de un sendero de ripio hasta que, al otro lado de las cataratas, divisamos las vías del tren. En medio de aquel panorama gaseoso, esas dos líneas sólidas se presentaban como una promesa. Corrí hacia ellas. En ambas direcciones, las vías estaban cubiertas por unos jaramagos que crecían altos entre los durmientes. No se percibían rastros de que por allí hubiera pasado un tren. Pero nosotros abrigábamos una secreta esperanza. De la nada, aparecieron caminando los cuatro o cinco monjes adolescentes del monasterio de Ha. Reconocí al que había posado como un tigre agazapado. Aquellos jóvenes, casi niños, se conducían con la circunspección y la gravedad de los monjes centenarios y, sin embargo, había una ligereza y una elasticidad en sus cuerpos que, vistos en grupo, hacía pensar en una troupe de circo. Aminoraron la marcha para intercambiar las cortesías de rutina pero no tuvimos tiempo siquiera de preguntarles por Gakyo-Wanchen. Entre sonrisas y reverencias, nos esquivaron y continuaron su camino hacia el sur.
Los vimos alejarse y desaparecer. Cada tanto se detenían, estáticos, cada uno en otra pose.
Acrobacias budistas.
* Este fragmento pertenece a la novela El lejano desoriente (bitácora de la felicidad), Rialta Ediciones, 2022.
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