Julián Rodríguez tiene un plan…
Y este consiste, básicamente, en ir rompiendo bloques. Los que separan arte y literatura, el cultivo rural y el cultivarse, América Latina y España, editar libros y curar artistas.
Ese plan lo cumple a rajatabla.
Como escritor, es pionero a la hora de combinar en la narrativa contemporánea española dos asuntos, en apariencia distantes, que años después conocen el éxito: el campo y el arte.
Eso sí, rebajando la algarabía de ambos temas, a los que dotó de naturalidad sin naturalismo, de actualidad sin fetichismo. Cortando, de cuajo, la tendencia pintoresca del primero y la pulsión frívola del segundo.
Ahí quedan sus libros como evidencia de esa cirugía: Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás, Ninguna necesidad, Santos que yo te pinte, Cultivos…
Como editor, sigue la estela de sus propios editores, Constantino Bértolo o Claudio López Lamadrid. También nos remite a Roberto Calasso, con esos textos para las contracubiertas que están a un nivel inalcanzable para otros colegas del mundo editorial. Un mundo al que llega desde una extracción humilde que mantiene como raigambre, pero que no lo lleva ni al desclasamiento servil ni al revanchismo.
Su ambición es olímpica: siempre se presenta más fuerte, más lejos, más alta.
Es un rompehielos.
Como galerista, no tiene el menor interés en inocular lo contemporáneo en el arte español, sino al contrario. Esto es, recuperar lo español en el arte contemporáneo, siguiendo esos lenguajes híbridos que vienen después que uno ha derrumbado muros.
Por eso abre la aventura de su galería Casa sin Fin con una exposición-libro de Joan Fontcuberta. Y por eso busca artistas –Pedro G. Romero, Javier Codesal, Iván Candeo— que tienen un plus literario dentro de una obra que siempre está más allá del arte.
Lo que afirma Daniel G. Andújar sobre su impronta como galerista sirve para todo lo que hace Julián: allí por donde pasa, cambia el modelo.
En todos y cada uno de sus capítulos, esta obra única es, por lo demás, un ejercicio de pedagogía para autodidactas.
* * *
Julián Rodríguez tiene una teoría…
Esa teoría consiste en pensar a España como una provincia de Iberoamérica.
Y como tal, impone un catálogo que destroza la frontera entre los dos continentes, a los que considera un territorio indistinto mediado por un charco. Nunca zurcido por una misma lengua –las metáforas del territorio de la Mancha y otros spots al uso–, sino por las muchas lenguas, y los muchos acentos, que componen este espacio al que trata desde una igualdad ética contraria a la jerarquía editorial que España sigue manteniendo sobre sus excolonias.
El nombre de la editorial que funda con Paca Flores —Periférica— es, desde el principio, un manifiesto diferente de geopolítica literaria.
Si no entiendes a Rita Indiana, Yuri Herrera, Juan Cárdenas, Diamela Eltit o Valentín Roma, no te preocupes. Ya los entenderás mañana. No hace falta un glosario que te los traduzca a la primera, sino seguir editándolos, haciendo común una lengua diferente dentro de un mismo idioma público.
El problema aquí es que, a diferencia de ese plan ejecutado con exactitud, esta teoría no está escrita.
* * *
Así que yo tengo una teoría sobre el plan y la teoría de Julián Rodríguez…
“Tú lo que tienes es un trabalenguas”, me dice.
Y así nos vamos a la noche…
A desenredar planes hechos, una teoría sin escribir y un trabalenguas que, en la medida que las horas avancen, ya solo se quedará en un dialecto jíbaro. Perfecto para que no se entienda nada.
Es momento de inventar la enésima versión de una correspondencia (inexistente) y preparar una exposición (posible) de Félix González Torres con Martin Kippenberger.
Lo observo, entonces, acarreando en su mochila una obra completa con apenas cincuenta años. Y colijo que cualquier faceta separada de esa obra se bastaría para dar por satisfecha cualquier vida. Menos la suya, claro. Con esa trayectoria aplastante; escrita, editada y expuesta en las distintas iniciativas que lideró. Un legado tangible a la vez que infinito.
Entiendo también que su autoridad como editor, galerista y gestor cultural viene de su grandeza intelectual, el único patrimonio con el que se planta en un mundo que sigue siendo todavía clasista e incólume a la movilidad social.
Por eso, cuando recupera clásicos –Maupassant o Balzac– nunca es para insuflarles una agenda contemporánea, sino al revés: lo hace con la esperanza de que ofrezcan algún recurso para menear el presente.
En esa cuerda, no hay libro más “periférico” y actual que el de Joseph Joubert: Sobre arte y literatura. Una pieza comparable a Más allá del bien y del mal, de Nietzsche.
En una de sus páginas, se lee este epigrama: “Antes de emplear una palabra hermosa, hazle un sitio”.
El sitio que ocupa Julián Rodríguez es de una tremenda belleza, de una integridad desconcertante. No conozco a nadie que lo haya atravesado y no haya crecido.
Al contrario que los agujeros negros, de allí siempre se sale mejor.
Y así se lo digo, tambaleante, mientras amanece.
Disertando sobre sus planes hechos, sus teorías por escribir, mi trabalenguas que dice explicarlos.
Pero ya la jornada no da para más.
Y llega ese instante en el que Julián sabe cortar como nadie el derrape.
El minuto exacto de alejarse con su media sonrisa, su torpe manera de mecerse y –siempre, siempre– un As escondido en la manga.
* Este texto pertenece a la compilación Ejercicio sentimental. El universo literario de Julián Rodríguez, coordinada por Antonio Sáez Delgado, y publicada en 2022 por la Editora Regional De Extremadura.