Rutinas
En los pliegues de la vida cotidiana se ocultan alternativas anónimas y banalidades infinitas. El tiempo vacío y la comunicación muda del óleo de Rufino Tamayo expresan una vanitas moderna que se cuela por los poros de la rutina diaria. Las vanidades de la vida aparecen rotas en muchas obras de arte, como cuando aparecen en fragmentos banales que contingencias extrañas han reunido de manera tan absurda, como la leche y la sangre en las fotografías de Andrés Serrano. ¿Tienen sentido? Un día cualquiera, el 12 de abril de 1924 en la Ciudad de México, los pintores estridentistas inauguraron una exposición en el Café de Nadie, el lugar que se habían apropiado para sus tertulias cotidianas. El pintor Ramón Alva de la Canal quiso darle sentido en su óleo a esos estridentistas que no querían nada, pero ambicionaban todo. Acaso las tertulias estridentistas tenían el mismo sentido que el cenáculo de calcetines lavados en la fotografía de Wolfgang Tillmans.
Lo cotidiano alberga una heterogénea variedad de rutinas religiosas, laborales o educativas. Es el reino de lo repetitivo, del lugar común, del acontecimiento ordinario o familiar. En la carta que el poeta Mayakovsky dejó antes de suicidarse, el 12 de abril de 1930, explicó que la historia se había terminado y que ahora “la barca del amor se ha estrellado contra la vida cotidiana”. La heroica excepcionalidad erótica de la poesía se topaba con el duro granito del eterno retorno de lo mismo. En ese suelo rocoso se anclan las estructuras institucionales del poder, de la trascendencia y de las vanidades. Los espíritus rebeldes y trágicos que han querido “cambiar la vida” han descubierto con frecuencia que nada se modifica sin conmover antes las estructuras de la comedia cotidiana.
Pero en el lugar mismo donde el poder hunde sus raíces podemos hallar también lo que Henri Lefebvre llamó “la humilde razón de lo cotidiano”. Esta razón es una fuente de resistencia contra la trivialidad de una existencia ahogada por un anodino fluir de los sentidos.
Paisajes
¿Cómo escapar de la vida petrificada, de la circularidad de la existencia diaria, del encierro anónimo? Desde el siglo XVI pintores como Albrecht Altdorfer inventaron el paisaje, un espacio que en los cuadros desplazaba o minimizaba las figuras humanas y abría una puerta de salida. Por supuesto, ahora lo sabemos, el paisaje fue un simulacro de huida, una apariencia de fuga hacia el mundo externo. Pero fue una huida hacia adentro, hacia un panorama interior inalcanzado por las rutinas cotidianas. Alba de la Canal salta del asfixiante cubismo del Café de Nadie a los cerros de Guerrero. José María Velasco y el Doctor Atl escapan hacia los amplios y espectaculares espacios naturales. Las figuras humanas desaparecen, se vuelven intrascendentes o aparecen muertas, colgadas de los árboles en los campos áridos que pinta Francisco Goitia.
El artista habla de la naturaleza para inventar un mundo de texturas nativas vírgenes y exóticas. Es necesario un teatro vegetal y mineral para enmarcar el drama de unos seres que carecen de nicho natural y que viven dislocados. Es necesario crear artificiosamente un espacio natural para sentirse parte del mundo. Pero es un efecto plástico, un doblez astuto del espacio que permite que los hombres, por un momento, se sientan integrados a la naturaleza.
La escapatoria aparece allí donde la civilización ordena artificialmente a la naturaleza. Los árboles obedientes, erguidos como formando un ejército de madera que desciende de la montaña o solitarios como centinelas, dejan vibraciones en el aire y nos revelan la presencia del drama. Cuando el artista encarna en la naturaleza su cotidianeidad se borra y su figura se confunde con las aguas, las raíces y la tierra.
La naturaleza parece invadir los espacios del hogar, los jardines son pequeños agujeros en la textura de la vida cotidiana que nos conectan con un más allá liberador, las ventanas son una esperanza de que otra vida es posible, las calles se vacían de las habituales muchedumbres.
Por supuesto, todo ello es una ilusión. No hay escapatoria. El paisaje es una representación de nuestro claustro mental. Los volcanes, los desiertos y los bosques crecen dentro de nosotros. Tenemos la impresión de que nos comunicamos con el cosmos. Los paisajes parecen lugares tranquilos y calmados, pero en realidad están repletos de signos y señales inquietantes que debemos descifrar. La ladera de la montaña parece torturada por el tiempo, la barranca simula una herida. La vegetación es amenazadora
Y de repente una tela de Tamayo nos recuerda que en plena naturaleza nos asalta el terror cósmico. Es el terror que, como creían los filósofos románticos, inspiran los paisajes sublimes. La naturaleza es aterradora porque sus leyes son totalmente ajenas a la moralidad humana, a las costumbres que nos atan a la existencia cotidiana. Ya lo había advertido Voltaire en el poema que escribió después del gran terremoto de 1755 que devastó Lisboa:
Elementos, animales, humanos, todo está en guerra.
Hay que confesarlo, el MAL está sobre la tierra.
Identidades
Ni la naturaleza ni los dioses nos salvan del terror, de la inmersión profunda en la disolvencia de las costumbres y los valores morales. Es el mensaje pesimista de Voltaire. Pero hay otros caminos, otras huidas. Podemos refugiarnos en las identidades. Los pintores, como los políticos, han inventado toda clase de identidades colectivas: indígenas, antiguas, campesinas, obreras, culinarias, regionales, nacionales, eróticas. Y, desde luego, tenemos el ancho mundo de los retratos individuales, desde las imágenes autobiográficas, hasta las fotografías de identidad y los retratos de personas definidas o de “tipos” representativos de grupos, étnias, edades o profesiones. La carga identitaria se encuentra tanto en la Coatlicue de Feliciano Peña como en la imagen doble para un billete de cinco dólares de Sam Durant.
En cierto modo se trata de una reinscripción en la vida cotidiana, pero acompañada de un salvoconducto que garantiza el perfil de nuestras identidades frente al delirio anónimo de las rutinas cotidianas. De hecho, en el Café de Nadie pintado por Alva de la Canal están inscritas en letras las identidades de algunos de los escritores retratados.
Las identidades encapsulan el flujo de la vida y anquilosan las experiencias. Encadenan la existencia a esencias inmutables e inflexibles. La identidad de un héroe o de un pueblo queda cristalizada en un arquetipo muerto. Encerrada en la vitrina de un museo con las luces apagadas. Hemos escapado de la banalidad cotidiana y de la disolución de la civilidad en el paisaje para quedar encerrados en la jaula de las identidades.
Juegos
Los artistas han buscado muy diversas salidas de este encierro. Una de ellas es la introducción del juego y del azar, tan bien explorados en música por John Cage con sus pianos preparados. Los populares juegos de azar que dibujó José Guadalupe Posada son un buen ejemplo. Desde luego, la representación realista, abstracta o simbólica de la protesta es otra alternativa, sea que se refleje la lucha zapatista en la obra de Diego Rivera o que se represente el beso del huevo en Gabriel Orozco: desde la lucha popular que derrama ríos de sangre hasta el combate metafísico contra lo absurdo, el arte explora todas las aristas de la resistencia.
Se ha dicho que por ello en el seno del arte moderno surge un impulso destructivo. Un historiador tan sensible como Jacques Barzun no ha dudado en calificar como un proceso de decadencia el desarrollo cultural que desemboca, entre otras cosas, en el arte moderno, y no porque los artistas carezcan de talento, de energía o de sensibilidad moral. Hay un descenso, dice Barzun, porque hay una pérdida de posibilidades, pues tanto las formas de vida como del arte parecen agotadas, hay repetición y frustración, se extiende el aburrimiento y el cansancio. Todas las negaciones y rechazos del pasado clásico, renacentista o romántico y del presente gris, industrial y burgués son animados por un impulso que, en algún momento, llega a proponer la destrucción de la idea misma de arte al insertarlo de manera indistinta en la vida cotidiana.
Otro historiador coincide en esta interpretación pesimista del arte actual. Eric Hobsbawm considera que las artes visuales han experimentado un fracaso histórico en el siglo XX. Más que ninguna otra forma de creación artística, las artes visuales han sufrido las consecuencias de su obsolescencia tecnológica. Hobsbawm critica la actitud de quienes quisieron destruir los lenguajes clásicos para lanzarse audazmente a un abismo donde les esperaba la incomunicación, ya sea por manipular lenguajes supuestamente primigenios ya olvidados y reprimidos, o bien por expresarse mediante formas que la gente no entendía, pues estaban selladas bajo la lápida de un futuro muerto. Acaso a esta condición inquietante se refiere Giorgio Agamben cuando dice que el artista moderno ve ofuscada su relación con el mundo real, pues vive un desgarro que aniquila sus contenidos: el artista, dice, se ha convertido en un hombre sin contenido.
¿Se trata de una rebelión fracasada? Alguna vez el cineasta Werner Herzog dijo, brutalmente, que el arte contemporáneo es un naufragio. Por supuesto, el arte moderno no viaja en un barco que sigue una ruta hacia algún puerto. La extraordinaria diversidad de expresiones plásticas impide pensar en ellas como víctimas del naufragio del buque que las lleva. No hay buque, no hay ruta, no hay puerto. Y, por ello, no puede haber naufragio. Aun así, nos podemos preguntar –como hace Hobsbawm– si las vanguardias hallaron nuevas maneras de mirar el mundo, para sustituir a las viejas. Su respuesta es contundente: el siglo XX experimentó una profunda revolución en el modo de mirar y aprehender el mundo, pero las artes visuales (la pintura y la escultura) no fueron parte de este gran cambio. La pregunta que hay que agregar es la siguiente: ¿el rechazo a la disciplina y la rebeldía han contribuido a este supuesto fracaso? En la medida en que hay una renuncia al principio de representación, es muy posible que ello provoque un importante grado de aislamiento e incomunicación del arte moderno. Por otro lado, es cierto que estas nuevas expresiones han realizado una exhaustiva exploración, nunca antes realizada con tal amplitud, de recursos visuales para expresar sentimientos o estados espirituales.
La preferencia por recursos no tradicionales ha estimulado la capacidad de percibir emociones estéticas generadas por objetos, texturas y colores en los espacios no artísticos que nos rodean y con los que convivimos. Por ejemplo, el cubismo, además de ofrecer una mirada pluridimensional en un solo plano, más que plasmar en forma simultánea puntos de vista diversos, nos enseñó a descifrar, en las líneas rectas y las figuras geométricas de la tecnología industrial, ingredientes que despiertan nuestra sensibilidad y nos dicen cosas que necesitamos saber. De alguna manera, el arte de vanguardia, además de romper las barreras entre vida cotidiana y expresión estética, nos permitió reconocer formas visuales animadas en el contorno urbano e industrial: en el detritus y la basura tanto como en las superficies nuevas de los últimos modelos de artefactos útiles. De igual manera, una especie de puesta en escena de señales visuales del contorno moderno ayuda a la gente a entender, soportar e incluso criticar o rechazar la sublime irracionalidad del mundo que nos rodea. A su vez, en un curioso proceso de retroalimentación, la rebeldía artística ha influido enormemente en el diseño industrial, la publicidad y la arquitectura, una de las dimensiones en que sin duda no ha fracasado. Hay que reconocer que en muchos casos todas estas aportaciones han significado el sacrificio de las obras mismas, que no sobreviven, en beneficio de la cultura de su época. Pero el sacrificio y la autoaniquilación no son forzosamente un fracaso o un naufragio. Se han hundido en el mar de la vida cotidiana.
* Este texto es una versión modificada de uno escrito para el catálogo de la exposición La invención de lo cotidiano, Museo Nacional de Arte, México, 2008-2009.