El poeta y periodista independiente cubano Raúl Rivero en 2005, en Madrid.
El poeta y periodista independiente cubano Raúl Rivero en 2005, en Madrid. EL NUEVO HERALD

Raúl Rivero cayó preso en La Habana y nunca más volvió a vivir en libertad. La celda de castigo en la que Fidel Castro lo encerró tras la primavera de 2003 lo acompañó para siempre. La cerradura de la reja tapiada con una plancha de metal chirrió también en el exilio, la huella de Canaleta lo mismo en Madrid que en Miami.

Aislado, Raúl se abandonó a sí mismo hasta prolongar, más tarde, las costumbres a las que lo llevó el encierro: dejó de moverse y de asearse, convivió con sus pies y sus tobillos tumefactos, renunció a planes, amigos y médicos, a tratarse la verruga que, con aspecto de coliflor, le brotó bajo el ojo izquierdo, secuela de la letrina por la que cada noche lo visitaban las ratas, y del hilacho de agua podrida que le regalaban cinco minutos al día, a lo largo de una pared inmunda, tatuada de mensajes desesperados.

Mientras la verruga crecía, se entregó a la espera, a la actitud de que cada día era, en realidad, un tiempo que ya no le correspondía (“La nada es este cuchillo / sin hoja y sin empuñadura”).

Solo su generosidad impidió que perdiera también el interés por quienes le rodeábamos. Roto por dentro, me consta que los ratos de alegría que nos concedía lo dejaban hundido. Sin que lo confesara nunca, pues perteneció a ese mundo ya casi extinto en el que quejarse no era lo que se esperaba de los hombres.

En abril de 2005 nos reencontramos en la zona de protocolo del aeropuerto de Barajas, en Madrid. La presión internacional había obligado al régimen a excarcelarlo con una “licencia extrapenal” por motivos de salud. La Seguridad del Estado lo hostigó hasta el último minuto. Salió de Cuba en secreto. Pidió a las autoridades españolas que yo estuviera en el aeropuerto. Lo vi llegar junto a su esposa Blanca y su hija Yeni, empujando él la silla de ruedas en la que venía postrada su madre. Un grupo frágil, vapuleado y asustado. Sus primeros pasos en el exilio, tan inseguros como los del Padre Varela en el invierno neoyorquino de 1823, aunque en aquel salón de Barajas no hubiera hielo ni peligro de resbalar.

Apareció la prensa. Hubo preguntas y declaraciones de rigor. Luego nos dirigimos a un apartahotel discreto, en la esquina de mi casa, donde pudieran descansar y reponerse, los teléfonos desconectados, instrucciones precisas en la recepción. Almorzamos jamón y fruta. Por la noche fuimos a comer a un restaurante madrileño con varios miembros del ejecutivo español. Un camarero se acercó a la mesa y recitó a gran velocidad los platos fuera de carta. Blanca dio un salto en su silla.

“¡Un loco!”, me dijo al oído. Tuve que calmarla, explicarle que la reducción de Pedro Ximénez o la merluza a la donostiarra no eran parte de un dislate.

El sábado, a la hora exacta de la muerte de Raúl en Miami, yo estaba en ese mismo restaurante, al que nunca más había vuelto. Tuve que irme. Lloré sin rumbo por el Madrid de los Austrias, tratando de recordar aquel poema suyo que dedicó a Milena, a Violeta Rodríguez y a mí, cuando nacimos. “Los hijos de mis amigos”, creo que se llamaba.

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Pablo Díaz Espí y Raúl Rivero en Madrid, en 2006.
Pablo Díaz Espí y Raúl Rivero en Madrid, en 2006. DIARIO DE CUBA

Fumador empedernido, enamorado del barroco y del Siglo de Oro, siempre vi a Raúl Rivero como una especie de cubano total.

Su memoria y sus vivencias contenían toda la isla. El periodismo y la poesía lo hicieron bilingüe, le dieron herramientas para lo tangible y lo intangible; conoció la república y la revolución; el campo y la ciudad, los cuentos de los guajiros y las noches de farra; las luces de la farándula y la oscuridad de los solares; la radio y la TV; el soneto, la décima y el punto; las bromas nocturnas de las jóvenes redacciones noticiosas y literarias; el comunismo y la relación con Moscú, donde fue corresponsal de Prensa Latina; la vida de Nicolás Guillén, en la intimidad y como apparátchik que se escondía y excusaba cuando el poder lo reclamaba para alguna abyección.

Hasta que en 1991 dijo basta. Entonces firmó la Carta de los Diez, que reclamaba libertad para los presos políticos y cambios democráticos, y asumió las consecuencias.

(“Ocho policías / en mi casa / con una orden de registro / una operación limpia / una victoria plena / de la vanguardia del proletariado /que confiscó mi máquina Cónsul / ciento cuarenta y dos páginas en blanco / y una papelería triste y personal / que era lo más perecedero / que tenía ese verano.”)

En 1995 fundó la agencia de noticias CubaPress, y se convirtió en pionero del actual periodismo independiente cubano. Estigmatizado, apartado de las instituciones y abandonado por amistades que no querían contaminarse, guio a los primeros reporteros, comenzó a airear una realidad que muy pocos se atrevían a denunciar.

En la primavera de 2003 fueron a buscarlo a su casa de Centro Habana, en medio de una oleada represiva que acabó con 75 periodistas y activistas detenidos. Hay una foto de la patrulla que se lo lleva, rodeada de vecinos desarrapados. Igual que al resto, lo juzgaron en cuestión de días. Él pensó que era el fin cuando, durante el proceso, en la modorra de una sala repleta de esbirros, sin prensa extranjera ni garantías, los jueces cabeceaban y la fiscalía hablaba de traición a la patria (“lo pavoroso del asunto / no es que yo haya querido / dar mi vida un día / sino que ahora / me la quieren quitar”).

Finalmente, la condena fue de 20 años.

Empezaron entonces los viajes de Blanca a la prisión, nuestros mensajes en clave.

Tras la celda de castigo, lo peor resultó el enorme tornillo que, cada noche, cerraba la reja de la galera. Hacía falta una llave pico de loro para abrirlo y cerrarlo. A veces la llave se perdía. “El día que haya un incendio aquí, nos morimos”, me dijo una vez.

Allí vio a los presos inyectarse petróleo y excremento, cortarse las venas, tragarse alambres y sacarse los ojos.

Pero su prisión fue un error táctico del régimen. Su presencia entre los presos de la Primavera Negra hizo más fácil la campaña internacional por la liberación de los 75. Entonces pasamos una semana al teléfono, llamando sin parar a intelectuales, artistas y políticos de todo el mundo, solicitándoles sus firmas y su apoyo. Recuerdo con especial agradecimiento la implicación de la periodista Rosa Montero, el soporte sin matices de gente como los directores de cine Fernando Trueba y Pedro Almodóvar, o de los escritores Günter Grass y Antonio Tabucchi, quien me llamó de madrugada, tan pronto oyó el recado que le había dejado horas antes.

Cuando Raúl llegó a Barajas nos abrazamos, y con él se reforzó la presión por la libertad de los demás, que finalmente consiguieron el activismo de las Damas de Blanco y la huelga de hambre de Guillermo Fariñas, ambos premios Sájarov del Parlamento Europeo.

Los años que Raúl, Blanca y Yeni pasaron en Madrid estuvimos muy unidos. Fueron los años en los que se concibió y nació Diario de Cuba, en los que visitamos Segovia y Sigüenza y bebimos whisky y cantamos en el Tony 2. Sin embargo, puesto que a Raúl le costaba cada vez más salir y tener gente a su alrededor, nunca concretamos los planes de ir a Moguer, el pueblo natal de su querido Juan Ramón Jiménez.

Por último, no sería justo, en un texto sobre Raúl Rivero, dejar de mencionar el rasgo más marcado de su personalidad: su ingenio, su humor.

Nunca conocí a nadie tan gracioso, y este es un juicio compartido por muchos de quienes lo rodearon.

Las anécdotas serían infinitas, por lo que solo referiré una:

Escasos días después de su llegada a Madrid, fuimos invitados a un festival de literatura en Molde, Noruega. Hicimos escala en Ámsterdam. Con su piel cetrina, su pelo blanco, cortado a lo Príncipe Valiente, su actitud reservada, la cadenita de oro siempre a la vista sobre el pecho abierto, su traje plateado, su inmensidad y su baja estatura, Raúl resaltaba en la fila de nórdicos que esperaba para abordar el avión como un patriarca gitano de regreso a su clan. Unos policías se acercaron y, discretamente, lo invitaron a apartarse.

Inmediatamente uno de ellos empezó a cachearlo, de una manera tan enfática que debí mirar a mi alrededor, buscando la cámara oculta de un programa de televisión. Nunca había visto nada igual. El agente, joven y delgado, tuvo que abrazarse a la inmensidad tonelística de Raúl mientras lo manoseaba, metiéndole las manos por dentro del saco y la camisa.

No fue todo.

Acto seguido se arrodilló ante él y le introdujo las manos y los brazos por las perneras del pantalón hasta la altura de los muslos, moviéndolas con fruición, de tal modo que una ventolera muy particular, en el ambiente tranquilo de la terminal aérea, parecía cebarse exclusivamente con Raúl. Luego, aquel Eolo de uniforme, aún arrodillado, le zafó el cinturón, que le quedaba a la altura de la cara, se lo quitó, y pasó a cachear el área de la cintura, abrazándole una vez más.

Casi perdemos el avión. Debimos correr para llegar a tiempo. Yo estaba entre apenado y molesto por el percance. No hablé.

Fue Raúl quien, tan pronto nos sentamos, muy serio, dijo: “Y no me dio ni un besito. Ni su teléfono. Lo extraño.”

Aquella tarde llegamos a Molde, y en la noche leería, entre otros poemas conversacionales, estos versos:

La patria puede ser también
la nieve en tu ventana
no por nieve
¡patria porque la miras!


* Este texto fue publicado originalmente en Diario de Cuba.

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