László Krasznahorkai
László Krasznahorkai

En cierta biografía de Elias Canetti encontramos una extraordinaria anécdota que arroja una inesperada luz sobre el que acaso sea el más extraño de sus libros: “Alguien le preguntó qué pensaba de El rey Lear. Canetti respondió: «Mis amigos dicen que Auto de Fe es insoportable… El rey Lear también es insoportable»”. Bueno, nadie osó sugerir jamás que la modestia fuese una de sus muchas cualidades, pero, aun así, resulta abrumadora la insolencia, la lacónica autoconfianza de un artista verbal que se atreve a compararse con Shakespeare.

Pero, por divertido o presuntuoso que resulte, eso no es, en rigor de verdad, lo que aquí nos interesa: mucho más importante es la idea de que existen obras maestras absolutas, en los confines más recónditos del arte[1] que, por su intransigente radicalismo estético en términos de estilo, profundidad conceptual o complejidad estructural (y en ocasiones todo lo anterior al mismo tiempo), desafían cualquier horizonte de expectativa de los lectores –sin excluir a aquellos más refinados– y se erigen como abruptas cumbres verbales que solo la tenacidad más extrema permitirá conquistar. Muy pocos libros pertenecen inequívocamente a tal categoría: Corrección, Las benévolas, Blood Meridian, el ciclo tebano de Sófocles, la Orestíada de Esquilo, los textos tardíos de Beckett o Kaddish por el hijo no nacido, Imre Kertész, están entre los más notables. También las supremamente complejas narraciones del novelista húngaro László Krasznahorkai.

A menudo me he preguntado qué clase de libro podría pergeñar un artista verbal que decidiese empezar precisamente donde Thomas Bernhard terminó:[2] solo en la torrencial prosa de Krasznahorkai he vislumbrado una respuesta verosímil. En efecto, el escritor húngaro ha aceptado el desafío implícito en el extremismo estilístico del “granjero de Natal” (a Bernhard le gustaba definirse como farmer, en la mejor tradición faulkneriana. para contraponerse a los intelectuales vieneses que aborrecía) y conducido su obra a regiones tan desoladas que habría sido casi imposible conjeturar su existencia antes de conocer sus textos: dispositivos verbales investidos de tal densidad que casi presuponen, como quería Joyce, “la existencia de un lector ideal acosado por un insomnio eterno”: solo pueden encontrarse aquí esos placeres difíciles que Harold Bloom asoció con la más intransigente grandeza estética y la noción de “entretenimiento” ni siquiera se plantea.

Ahora bien, aunque todos los textos de Krasznahorkai corresponden rigurosamente a esa descripción es en su novela Guerra y guerra donde este aventajado discípulo de Bernhard ha creado uno de los más desconcertantes artefactos de la literatura contemporánea. Roithamer, el atribulado protagonista de Corrección, era un “equilibrista que avanza descalzo sobre un alambre de púas”, tambaleándose siempre, a pesar de su ostensible genialidad –¿o acaso precisamente a causa de esta?– en el borde mismo de la locura y el obsesivo, tortuoso estilo de Bernhard reproducía tales contorsiones. Sin embargo, incluso en los momentos postreros de ese libro extraño y apenas soportable (cuando el personaje se adentra en las profundidades del ominoso bosque de Aubrach en busca del cono perfecto que ha construido), Bernhard le había conferido a su protagonista un mínimo de sensatez, algunos jirones de cordura en medio de la enfermiza lucidez que lo impulsaba a “corregirse”, cierta serenidad que podía detectarse aun en medio de la incesante repetición de frases sibilinas: al parecer incluso el escritor austríaco retrocedió ante la intimidante tarea de representar una mente en pleno delirio.

Ningún escrúpulo semejante parece atenazar a Krasznahorkai: Giorgy Korin, el gárrulo protagonista de su novela es ya un maníaco total cuando la narración comienza: a los 44 años ha experimentado una suerte de epifanía negativa[3] que lo anonada y pulveriza de manera definitiva. Y todo habría terminado ahí mismo –el tipo había decidido que solo le quedaba suicidarse– pero, como providencial Deus ex machina, interviene la literatura: Korin encuentra un prodigioso manuscrito (“lo más sublime que se había escrito jamás”) en el pequeño archivo de provincias donde trabaja y decide que no puede desaparecer sin haberle ofrecido al mundo esa maravilla: viajará a New York, lo subirá a Internet para tornarlo impermeable a la devastación del tiempo[4] –o cualquier otra vicisitud– y su irrisoria existencia habrá sido justificada.

Ahora bien, en todo este colosal embrollo solo dos cosas resultan obvias incluso para el más competente de los lectores: primero que Korin está más allá del delirio (y eso hace que se convierta en el menos fiable de los narradores: por todo lo que sabemos el “sublime manuscrito” podría existir sólo en su desenfrenada imaginación) y, en segundo lugar, que incluso si el manuscrito existiese, ir “al centro del mundo” no resultará, ni mucho menos, sencillo sino más bien todo lo contrario. Y eso es precisamente lo que sucede: aunque el volumen comienza in media res (Korin está en Budapest a punto de abordar un vuelo a New York), las peripecias del delirante archivista en su trayecto del pequeño pueblo a la capital de Hungría son absolutamente rocambolescas y solo podemos conjeturar que en Manhattan no le irá mucho mejor: tras vender todo lo que posee para financiar el viaje, el tipo cose el dinero al forro de su única muda de ropa y se pone en camino: a lo largo de su trayecto desgrana su interminable, implacable monólogo y se lo inflige a cualquiera lo suficientemente desafortunado como para sentarse a su lado: una narración torrencial, entretejida con frases sibilinas,[5] consideraciones filosóficas, expresiones interminables que se pliegan sobre sí mismas, devastadores lugares comunes, acertijos, anécdotas, repeticiones… y todo lo demás: es la apoteosis del estilo que Flaubert anheló alcanzar en algunos pasajes de su correspondencia[6] o –si prefieren un referente más cercano en el tiempo– “el estilo como forma absoluta de ver las cosas” de Gottfried Benn, ese otro fundamentalista estético.

Pero, en rigor de verdad, Krasznahorkai supera incluso las más delirantes expectativas de esos ilustres maestros: no porque su libro carezca de tema (tiene incluso más de uno) o porque no sepa “contar una historia” (narra como mínimo dos de la mayor complejidad imaginable: la del propio Korin, en primer plano y aquella inscrita en “el maravilloso manuscrito”, cuyos fragmentos el autor intercala cuando los monólogos de Korin amenazan con tornarse más o menos indetenibles), sino porque la intensidad, barroca majestad y lúgubre implacabilidad del estilo vuelve irrisoria cualquier pretensión de que el argumento pueda interesarnos tanto como su espléndida retórica: aunque Krasznahorkai, como buen discípulo centroeuropeo de Bernhard, posea, cómo dudarlo, una sombría imaginación creadora, es por encima de todo la muy inusual cualidad alucinatoria de su prosa lo que determina su grandeza estética: no importa demasiado lo que un hombre narra, cuando la manera en que lo narra está investida del desolador, oscuro fulgor de lo canónico, “de lo perfecto que se quiebra” (Scholem).

Y la preponderancia del estilo se despliega también en esa narración intercalada: resulta difícil creer que el manuscrito exista más allá de la vertiginosa conciencia de Korin: esa historia confusa –aunque no exenta de belleza– sobre cuatro viajeros que naufragan en Creta (¿y qué hacían en Grecia exactamente?: nunca se postula una respuesta y, en todo caso, a nadie parece importarle) es narrada con el mismo estilo convulso y supremamente idiosincrásico que Korin utiliza para comunicar su desolación. Ahora bien, a menos que estemos dispuestos a creer en una más que improbable coincidencia, es obvio que no existe –que nunca ha existido– manuscrito alguno: Korin teclea en su buhardilla de New York –o relata a todos aquellos que lo rodean– eso que dice haber leído,[7] las palabras que brotan de su alucinada conciencia, esa insondable ciénaga desde donde vislumbra con lucidez terminal la futilidad de todo esfuerzo: “Si solamente quedara una frase, esta sería, en mi caso, que nada tiene sentido, observó Korin […] y se quedó mirando por la ventana […] Creo que después no hay nada, dijo Korin […] y agregó: solo una gran oscuridad […] y después apagan incluso esa gran oscuridad”.

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En realidad, su historia es una dilatada glosa a la frase de Cicerón: “Porque filosofar es aprender a morir”. Pero Korin ha sustituido el dudoso consuelo de la metafísica –“esa ilustre suma de perplejidades” (Borges)– por la postergación intrínseca a todo relato ambicioso que se despliega como un monstruoso rizoma: mientras quede algo por narrar será posible suspender, siquiera por algún tiempo, la corrección definitiva, crear una ilusión de sentido mientras el relato no se detenga: eso explica que narre esta deslavazada historia desde todos los ángulos posibles, volviendo una y otra vez al principio (“start over again, dijo Korin, lo había buscado en el diccionario”), situando a los personajes en Grecia (durante el siglo XX), en Venecia (siglo XIII), en Alemania (siglo XV), en Roma (siglo II); incorporando variaciones, sustituciones, repeticiones: la única justificación de ese hombre que ha experimentado cómo se resquebraja todo fundamento, que ha escrutado ese abismo que le devuelve la mirada, es convertirse en una portentosa máquina narrativa y acceder a una suerte de perennidad en el lenguaje, esa áspera cinta de Moebius: “Sin duda quería concentrarlo todo en una única frase, concentrarlo todo en un único, profundo y definitivo respiro”.

Sin embargo, ni siquiera allí puede sustraerse a la desesperanza: ser un maestro del arte verbal implica también (sobre todo), la conciencia de sus límites (“porque cuando estaba a punto de conseguirlo, o eso pensaba, el lenguaje dejaba de funcionar y no servía para lo que debía servir”) y solo en la casi infinita postergación –que en última instancia es la novela misma– resulta posible erigir un frágil remedo del significado: “A veces me gustaría mucho detenerme y dejarlo todo así […] y agregó con suma parsimonia: porque se ha interrumpido dentro de mí y me canso[…] pero aún faltan muchas frases y ahora acaba de llegar la nieve”.


Notas:

[1] Quizá Valéry aludía a algo muy parecido cuando escribió sobre “las cumbres de la más alta serenidad […] que están necesariamente desiertas”. Bueno, no hay que ser tan pesimista cuando se trata de literatura.

[2] Algunos críticos alemanes han sugerido –y no es tan exagerado como podría parecer– que Corrección representa el límite más extremo al que puede acceder un narrador sin desembocar en el caos o la ininteligibilidad. No comparto esa opinión (después de todo ahí está Finnegans Wake y los especialistas en Joyce se lo toman muy en serio), pero comprendo su desasosiego.

[3] “Empezó de golpe, sin introducción ni pálpito, ni preparativos ni impulso; el descubrimiento se precipitó sobre él justo en un momento dado de su cuadragésimo cuarto cumpleaños y enseguida le resultó tremendamente doloroso […] estaba sentado a la orilla de un río, estaba sentado pues, dijo, y, en efecto, se le clavó de pronto, explicó, el reconocimiento de que no comprendía nada de nada […] de súbito se vio terriblemente estúpido a sus cuarenta y cuatro años […] cuarenta y cuatro años en los que, como un idiota, había creído entender el mundo, aunque lo cierto era, como pudo apreciar entonces junto al río, que no entendía nada y no solo no entendía nada sino que, y eso era lo peor, el descubrimiento no venía acompañado por algún saber nuevo […] todo era un pavoroso embrollo […] y lo cierto es que esa tarde Korin reflexionó de forma terriblemente profunda sobre el universo y se devanó los sesos […] pero no pudo entender nada […] y Korin llegó a tener la sensación de que tal complejidad era en sí el sentido del mundo […] hasta allí llegó y no cejó en su empeño hasta que empezó a dolerle la cabeza”.

[4] “Sí, explicó Korin con una sonrisa misteriosa […]aquello que se llamaba Internet devenía en el primer fenómeno de la historia que implicaba en la práctica una posibilidad de inmortalidad […] se consolidó en él la convicción de que tenía que inscribir aquella maravillosa obra poética encontrada en el archivo en esa red llamada Internet”. Naturalmente, uno se pregunta por qué no podía hacer eso desde Budapest, pero pedirle lógica a un personaje así es tan absurdo como intentar comprender la Trinidad.

[5] “Ya no me importa morir, dijo Korin, y, señalando un estanque cercano, preguntó: ¿aquellos son cisnes?”.

[6] Así, Flaubert: “Lo que me gustaría escribir es un libro sobre nada, un libro que se sostenga por la mera fuerza de su estilo de la misma manera que la tierra, suspendida en el vacío, no depende de nada exterior a sí misma para sostenerse; un libro que, en cierto sentido, no tendría tema, o al menos uno en que el tema sería casi invisible, si es que algo así es posible”.

[7] Pero el tipo no sabe inglés y, como es natural, los norteamericanos ignoran con plenitud el húngaro: no es exagerado suponer que en última instancia solo habla consigo mismo.

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