László Krasznahorkai
László Krasznahorkai

Roberto Calasso escribe: “Sin embargo […] esos escritores operaban como si la literatura absoluta fuese una especie de metafísica natural, insoslayable […] refractaria a cualquier condicionamiento social, que no se basa en cadenas de conceptos sino en entidades heteróclitas: fragmentos de imágenes, ritmos, gestos, formas de todo tipo. Esta es, precisamente, la palabra decisiva: forma. Repetida a lo largo de los siglos, bajo las razones más variadas y las especies más diversas, mantiene aún el aspecto de ser –cuando se habla de literatura– el fondo que está debajo de todo fondo”.

Hay pocas definiciones comparables de este fenómeno; ninguna mejor: el considerable pensador italiano –que no era precisamente modesto y prodigaba con generosidad las definiciones– no solía equivocarse cuando se ocupaba de estas cuestiones y la potencia heurística de su concepto ayudará a pensar el hecho literario durante mucho tiempo. Que existan todavía numerosos artistas verbales a la altura de tan augusta definición es, sin embargo, otro asunto: sospecho que sobran los dedos de las manos para enumerar aquellos autores que, en efecto, continúan creando literatura absoluta (en los confines de la mera producción de volúmenes: hay una gran diferencia entre escribir y redactar… que no puede ser mostrada a quien no la reconoce intuitivamente). En cualquier caso, hay un esteta contemporáneo sobre quien no albergo la menor duda: me refiero al gran prosista húngaro László Krasznahorkai. Y, aunque todos sus libros son, qué duda cabe, obras maestras por derecho propio, acaso el texto más extraño, intenso y sublime que ha pergeñado jamás sea su (por así llamarlo) “relato japonés”: Al norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río.

Se trata de un texto esencialmente inclasificable que participa tanto de la ficción como del relato de viajes y aun del ensayo antropológico: en una especie de Japón soñado (pues, en rigor de verdad, resulta imposible que el territorio aquí representado corresponda exactamente a alguna ciudad japonesa cuya existencia empírica sea comprobable)[1] el “nieto del príncipe Genji”, protagonista del texto, desciende de su tren en Kioto y se adentra en la ciudad en busca del monasterio que posee “el jardín zen más hermoso del mundo”. Bien, la alusión al volumen más famoso de la literatura japonesa clásica es tan obvia como desconcertante… pero ¿qué significa? No pretendo tener la respuesta pero aventuraré una conjetura: la elección de este personaje –una especie de reencarnación del protagonista de la más prominente novela clásica– le permite al autor señalar desde el principio que, pese a las extraordinariamente minuciosas, casi maníacas, descripciones de Kioto que proliferan en el relato, no tratamos aquí con un texto “realista’’ (sea cual sea la definición que alguien provea de tal concepto): en esta narración “el nieto del príncipe Genji’’ es un mero “ojo’’ que, como en ciertas novelas francesas,[2] registra, con apenas imaginable atención, todo lo que lo rodea: en este caso –para fortuna del lector– el esplendor que fue (y, en cierta forma, es) Kioto.

Habiendo dicho eso, sin embargo, la alusión al texto más prestigioso del canon japonés también indica la intención de Krasznahorkai de ir mucho más allá de la petulante composición de una “novelita oriental’’ al estilo de Cesar Aira o Mario Bellatín: tratamos aquí con la inmersión profunda de un consumado artista verbal en el tortuoso, casi infinito laberinto de la cultura japonesa: su atención a los detalles resulta abrumadora; su conocimiento, enciclopédico; su estilo, supremamente complejo. Es, sencillamente, una nueva irrupción de ese extraño objeto, la literatura absoluta, en la obra de Krasznahorkai: otros podrán, acaso, redactar textos más o menos exóticos sobre Japón; el prosista húngaro articula una representación de Kioto –la antigua capital japonesa y centro simbólico de esa cultura– cuya autenticidad nos deja sin resuello: nada señala a su autor como extranjero y de no contemplar su nombre en la portada sería fácil pensar que nos encontramos ante un relato del único gran epígono de Kawabata (al menos por su capacidad para evocar atmósferas de inmarcesible belleza).

Así, por ejemplo, en esta descripción de una pagoda zen: “aunque sobre la superficie llana, cubierta con guijarros blancos y sumamente pulcra se alzaba, en este caso, a la izquierda una pagoda de tres plantas con su característicos tres techos parecidos a alas, una torre de madera noblemente estructurada que en su origen guardaba las reliquias de Buda, que, en efecto, anhelaba y prometía la presencia de Buda en persona y que no disponía de ninguna verdadera entrada, de ninguna verdadera puerta, de ninguna señal de abertura alguna, sino solamente de ventanas cegadas que no miraban a ninguna parte, de puertas cegadas que no daban a ninguna parte, de tal modo, pues, que se alzaba como un edificio completamente cerrado hasta una altura de tres pisos, en el que nadie podía entrar y del que nadie podía salir y que en verdad era, por tanto, la casa de Buda, donde durante mil años no lo había perturbado el hombre, durante mil años no lo había ofendido el hombre, donde él llevaba, si es que estaba, mil años intacto e invariable, mil años de aire y mil años de polvo, mil años de pesadas tinieblas y mil años de secretos, o sea, que lo habían mirado durante mil años, todos los días, en todos los miles de millones de momentos de duda, escrutando, temiendo, avergonzándose y no entendiendo nada, estúpidamente, examinando y midiendo y calculando y preguntándose si, habiendo permanecido mil años, realmente seguía hoy allí dentro’’.

Naturalmente, el estilo es, por así decirlo, Krasznahorkai Gran Reserva:[3] las repeticiones constantes, el atinado uso de las aliteraciones, las dilatadas, complejas oraciones que parecen volver sobre sí mismas (el estilo como ouroboros): ningún otro prosista contemporáneo alcanza, quizás, una intensidad semejante (y, en este sentido, sus predecesores inmediatos son, sin duda alguna, Bernhard y Sebald), pero la cuestión va más allá de las –considerables– proezas estilísticas: Kioto, esa vasta, compleja, deslumbrante metáfora de la cultura japonesa tradicional, ha sido imaginado –soñado incluso– en sus detalles más nimios: la descripción del monasterio y de la naturaleza es tan ardua, tan elaborada, que podría intuirse el deseo de aludir con palabras a “una presencia real’’[4] más allá de estas.

Y si se tratase de un texto occidental ad usum no sería ciertamente una hipótesis inverosímil. Sin embargo, aunque el autor técnicamente no pertenezca a la civilización asiática, su texto se encuentra tan imbuido de todos los fastos, de toda la pompa de la cultura japonesa y de los preceptos del budismo Zen –“esa religión sin Dioses’’– que debemos rechazar esa conjetura: hay, según creo, otra senda hermenéutica mucho más productiva (y quizás incluso más de una). Pero antes de abordar esa enrevesada exégesis me parece conveniente dilucidar la cuestión de la casi absoluta soledad del “nieto del príncipe Genji” a lo largo del relato. En efecto, en cierto sentido, solo hay un personaje identificable, aunque no esté dotado precisamente de lo que podríamos llamar una “conciencia” susceptible de análisis sicológico: todo lo que podemos conocer del “nieto del príncipe Genji” son sus actos exteriores –por así decirlo– y en ningún caso la motivación[5] de estos. Pero, por supuesto, en manos de semejante prosista eso no implica disminución alguna en la complejidad de lo narrado, sino más bien todo lo contrario: sencillamente se produce una transferencia de toda esa densidad semántica hacia el plano estilístico y estructural: a la ausencia de “profundidad sicológica” el húngaro opone una inapelable respuesta: el rigor formal, siempre el rigor formal. Habiendo dicho eso, la soledad del “nieto del príncipe Genji” no es, en última instancia, absoluta: el relato se estructura mediante un hábil contrapunto de compartimentos estancos: en la primera serie de episodios encontramos meramente al mítico personaje en su onírica visita a “la sagrada ciudad de Kioto”. Hay, sin embargo, una segunda instancia compuesta de magistrales comentarios sobre la construcción del monasterio y la composición de los sutras, sobre la escritura de los manuscritos sagrados: allí sí aparecen, como es natural, numerosos constructores, artesanos y monjes anónimos que, a lo largo de los siglos, edificaron el majestuoso monasterio y copiaron los inapreciables manuscritos. Y aunque estos fragmentos –o si lo prefieren, capítulos– se intercalan a lo largo del relato, durante mucho tiempo no hay interacción alguna entre el protagonista y estas diligentes sombras. Ahora bien, estos fragmentos (cuyo argumento, si es que de un argumento se trata, sería la edificación misma del monasterio y de su biblioteca) no carecen de importancia: por el contrario, se imbrican, inextricables, con la cuestión del sentido en el relato, la senda hermenéutica a la que ya he aludido: observé como la extremadamente minuciosa descripción del monasterio podría sugerir la existencia de una “presencia real” que fundamenta en última instancia las palabras y de la que estas extraen la posibilidad misma de un significado.

Pero ya he precisado también que semejante interpretación resulta demasiado “occidental” (o, si lo prefieren, demasiado dependiente de una conjetural “trascendencia”) y debe ser rechazada. Una exégesis mucho más coherente sería, según creo, leer estas arduas descripciones como una dilatada meditación del autor sobre el estilo y la estructura que despliega el texto: una alegoría sutilmente sinuosa de su propia forma, un comentario metaficcional sobre la poética de Krasznahorkai. Esto resulta particularmente plausible en los largos pasajes sobre la fabricación de los “manuscritos sagrados” que contienen los sutras: “los primeros textos de los sutras se escribieron con pincel y tinta china sobre estas tiras de bambú, se escribieron con mano segura en talleres diminutos y mal iluminados, sobre hojitas de bambú delgadas y de diferente tamaño según su importancia, que luego se ataban unas a otras –de manera bastante ingeniosa, aunque también un tanto enrevesada– con cintas de seda o tiras de cuero, creando de este modo los primeros libros de bambú, que eran los más antiguos y que no se guardaban allí, en la biblioteca de sutras, sino, con las piezas más valiosas, en el armario situado en la parte trasera del altar principal del pabellón de oro […] pero más tarde en vez de escribir los textos de los sutras sobre bambú o sobre tablillas empezaron a hacerlo sobre una seda nívea que, una vez inventada y difundida, no tardó en ser tejida expresamente con este fin, de forma que se establecía la longitud del texto a escribir, se cortaba luego la seda a la medida, se entretejían las rayas que habían de separar las columnas de ideogramas, se escribían los textos sagrados entre estas líneas trazadas con tinta roja o negra y luego se envolvía todo con suma pericia, plegándolo o enrollándolo, para introducir finalmente toda la obra en una seda azul, de tal modo, pues, que estos preciosos ejemplares se guardaban con sumo cuidado, como es lógico, en la oscuridad permanente del kyozo, a lo largo de las paredes o en los estantes primorosamente lacados de la llamada biblioteca interior, más pequeña y cuadrada, construida en el centro del santuario”.

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Se trata, entonces, de una sacralidad, por así decirlo, autorreferencial: basada en la belleza y el contenido de los propios manuscritos, en “la sacudida estética” –el término pertenece a Gottfried Benn– que estos pueden suscitar: algo muy cercano al efecto producido por la literatura absoluta. Bien, hemos establecido que el artefacto verbal pergeñado por Krasznahorkai está compuesto por dos narraciones casi autárquicas: la primera se desarrolla en torno al “nieto del príncipe Genji”; la segunda entrelaza sucesivos ensayos sobre todo lo relacionado con la construcción del monasterio y la fabricación de los “manuscritos sagrados’’. Pero he dicho casi autárquica y el adverbio resulta importante: en efecto, hacia el final del texto el protagonista, extenuado, se desmaya: al volver en sí los elusivos monjes aparecen –en el presente del relato, por así decirlo–[6] y conocemos el objetivo de esta visita a “la sagrada ciudad de Kioto”: “el nieto del príncipe Genji” ha leído un volumen del periodo Tokugawa[7] titulado Cien hermosos jardines y, obsesionado con la descripción del centésimo (“el jardín escondido”, “el jardín zen más hermoso del mundo”), ha atravesado Japón en busca de esa maravilla: el monasterio descrito en el texto es el único lugar donde no ha explorado y, naturalmente, procede a hacerlo con enorme entusiasmo.

Pero todo es en vano: finalmente comprende que no encontrará jamás el anhelado jardín porque, como le hacen notar los monjes, este solo existe en el viejo manuscrito[8] que, para colmo, ha perdido. Y es también aquí que se devela la ensambladura invisible que relaciona las dos partes del relato: ambas representan, a su manera, la génesis y preponderancia de la imaginación creadora; ambas articulan complejas alegorías de la literatura absoluta. Así, con este extraordinario texto sobre un Kioto soñado, Krasznahorkai ha conseguido, acaso, acercarse más que ningún otro de sus contemporáneos al imposible anhelo de Flaubert: “Escribir un libro sin tema que se sostenga por la pura fuerza del estilo”. Se trata, qué duda cabe, de un logro considerable.


Notas:

[1] En el Kioto contemporáneo solo una pequeña parte de la ciudad corresponde a la descripción de Krasznahorkai.

[2] Por supuesto, eso es solo una tenue analogía: nada más alejado de esos áridos, soporíferos textos que la deslumbrante, onírica narración de Krasznahorkai.

[3] “No debemos ceder en la intensidad”, escribió en su cuaderno un personaje de Bernhard. Se refería al rigor del pensamiento pero podría ser también, mutatis mutandis, el lema inscrito en el escudo heráldico de Krasznahorkai.

[4] Es decir, en el sentido de George Steiner le confirió a la expresión: una manifestación de lo sagrado.

[5] En esto Krasznahorkai se insertaba en un largo linaje de escritores centroeuropeos que, a partir de Kafka, rechazaron cualquier posibilidad de representar la así llamada “vida interior”.

[6] Antes solo figuraban –silenciosas comparsas– en los fragmentos sobre la edificación del monasterio.

[7] Es más, lo ha leído en el periodo Tokugawa: la implicación es que el personaje tiene, como mínimo, trescientos años.

[8] Por lo demás, ya era una práctica común en la dinastía Ming –y los japoneses pronto la imitaron, refinándola– describir jardines imaginarios: portentosos santuarios verbales, auténticos laberintos erigidos con palabras.

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