Carlos Reygadas

Usualmente vemos en pantalla la decadencia de las sociedades occidentales, estamos fílmicamente habituados a esa ajena neurastenia. Sociedades europeas, por lo común, la norteamericana también y, por supuesto, siempre el decaimiento sueco, el peor de todos, desde Escenas de un matrimonio (1973), de Ingmar Bergman, hasta Force Majeure (2014) de Ruben Östlund.

Lo que no sospechábamos es que existiera una decadencia latina: un cinismo mexicano, cubano o peruano. A excepción de la ocasional dictadura, consideramos a los “países de allá abajo” naciones saludables. “Nada más falso”, dice el director Carlos Reygadas. Porque de nuestros países el resto del mundo tiene una imagen romántica, estática, mareada de mariachis y maracas, rociada de canela y café producido según bellas ideas de comercio justo –aunque el comercio histórico, cultural y metafísico quede eternamente atascado en la unilateralidad y la estolidez.

Esa región baja y pintorescamente agraria, una plantación sureña para un Starbucks que funciona como Tara pre-bélica, tiene un solo problema identificable y fácilmente adjudicable: el así llamado “problema migratorio”.

Como si 40 millones de mexicanos hubiesen decidido, de golpe, ir a pasear a Chicago, el asunto suele explicarse como congestión de tráfico, embotellamiento de pueblos, un inconveniente aislado, sin causas ni consecuencias aparentes, y que, en último análisis, es achacable a las pinches democracias occidentales, a sus líderes y demagogos, a sus fallidas constituciones y economías.

Supongo que también puede decirse que los países latinos, privados de una verdadera decadencia, carecen de actualidad, y que continúan siendo, aún hoy, no la cosa en sí, sino el artefacto cultural que adorna repisas de antropólogos. El mito del buen salvaje, según lo explicó Carlos Rangel, mutó en el del buen revolucionario, y no creo exagerado afirmar que regresa ahora como “buen emigrante”.

Tal es la razón de que, en el ámbito de la academia norteamericana (la hollywoodense y la otra), Venezuela se traduzca en “Chávez”, “bolivarismo” y “revolución”, y no en “Rangel”, “aristocracia” y “modernidad”. El problema principal sería, entonces, de traducción y, por esa razón, concierne exclusivamente a las pinches democracias occidentales, a sus viejos estereotipos, al jingoísmo de sus mataburros.

Sobre estas premisas descansa, como una pirámide invertida, la última película de Carlos Reygadas, de estreno mundial en la ciudad mesoamericana de Los Ángeles.

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Lejos de Boyle Hights

El pueblo que vemos en Huntington Park, al este de Los Ángeles, o en los remates de Boyle Heights, ¿es todo México? ¿El México de Betty la fea y Jorge Ramos envuelto en la cobija de las Chivas de Guadalajara? ¿Podría alguien decirnos dónde está el verdadero México? ¡El mero-mero!

En Nuestro tiempo (2018), escrita, dirigida, actuada y editada por el clan Reygadas (Carlos, Natalia, Eleazar, Rut…) el norteamericano reyoyo aficionado al cine extranjero puede echar un vistazo de mirahuecos al otro México: güero, ojiverde, blanquecino, confiado, cinematográfico, anclado a su rancho, gravitatorio y no migratorio, centrípeto y no centrífugo, con plenos derechos, de viajar, de aprender, de estudiar en Harvard y en Hollywood… ¡Un México alien!

Para esa raza, el cielo y USA son equidistantes, uno nunca demasiado lejos del otro. Criar toros y escribir poesía parecen ser las únicas ocupaciones que se permite la clase privilegiada –¿o deberíamos llamarla la casta dominante?–, y son esas las faenas de Juan Díaz, el protagonista, bardo y torero en la mejor tradición de la Nueva España.

Sólo en el microcosmos de la élite se cultiva la decadencia: Ester (Natalia López), la esposa del insigne escritor (y del director, en la vida real), vive encerrada en su privado laberinto, y no con un único minotauro, sino con toda una majada. En una escena cruel, de esas a las que nos ha acostumbrado el cine de Reygadas, un toro bravo hunde los cuernos en la panza de un mulo y lo destripa. El toro es la materialización de un terror indetectable y ubicuo, que, junto a la ferocidad mitológica del paisaje, es el gran hallazgo del director chilango.

Si en Force Majeure, del Ruben Östlund, la avalancha de nieve establece el punto de crisis entre marido y mujer, el momento en que la autoridad del hombre cede y se desploma, en Reygadas todo sucede en el rancho, que es el spa azteca, especie de refugio naturista de la aristocracia criolla. Entre sus cercas de púas ocurre un drama psicológico que es la parodia de Bergman y Woody Allen, pleno de conmoción y comicidad cotidianas.

Nuestro tiempo abre con una escena en la laguna de la finca, donde unos adolescentes rubios, acompañados de sus encantadores primitos, chapalean en las aguas fangosas, navegan la corriente oscura en bote inflable. El tiempo pasa en inocentes juegos pueriles. El lodo salutífero cubre sus cuerpos hermosos: es la representación de la vita activa de una raza aparentemente –sospechosamente, provisionalmente, ¿definitivamente?– superior.

En México, las órdenes se dan en forma de pregunta. “¿Me halas la soga del bote?”, “¿Me enlazas el torete negro?”, “¿Me alcanzas una chela?”. Las peticiones se expresan en una peculiarísima sintaxis a la que Reygadas arranca encantadoras viñetas, momentos en los que aparece como el émulo de José Guadalupe Posada. Porque en cada rancho se hablan dos idiomas, el del poder y el otro, y este último tiene un timbre dulce y amenazante que se escucha poco en el cine, pero que abunda en el repertorio de la ranchera y en el submundo lírico del narcocorrido.

Dentro de ese orden socio-lingüístico, un vaquero naco se presenta a las puertas del rancho con una modesta petición:

—Patrón, pos vengo a pedirle a usted… ya sé que me dirá que no… a ver si pudiera, patrón, por favor… no sé cómo decirle, pos, si puede… patrocinarme.
—¿Patrocinarte de qué? –responde Juan, ganadero ocasional y poeta laureado.
—¡Patrocinarme con una camioneta, patrón! ¡La mía se dañó!

La escena está enmarcada en las jambas del portón, y el campesino llega escoltado por su mujercita, que mira al aire, y un hijo adolescente, que sirve de contrapeso visual, y moral, al retrato de familia en apuros. El norteamericano reyoyo de la última luneta sabe que estos mexicanos son sus vecinos “ilegales”, aunque no haya oído hablar jamás de un poeta pastor de Tetla de la Solidaridad (un pueblo real en Tlaxcala).

La semántica del vocablo patrocinio tampoco se le escapa al patrón, que es, ante todo, un artífice de la palabra. El rapsoda sonríe, satisfecho de su hallazgo, contento de poder levantar un giro precioso del natural y guardarlo para alguna escena futura.

Que el cineasta tenga acceso a la gran industria del espectáculo le permite ahorrarse el trabajo de transcripción: Reygadas filma la vida tal como ocurre. Los indios actúan para una cámara oculta que recoge la lengua viva y la deposita en la vitrina de un museo sin paredes. La misma operación artística expone las tripas del mulo y la lengua del naco.

Tauromaquia estética

La película ocurre, entonces, en dos niveles, el escrito y el cinematográfico. Ester y Juan se intercambian cartas, notas, recados recelosos. La crisis marital se expone en pantallas de móvil y en páginas de cuadernos. Vemos la escritura de Reygadas sobre papel, su frenética taquigrafía. Leemos correos electrónicos y mensajes de texto por encima del hombro del camarógrafo. Espiamos conversaciones, humanas y digitales.

La digitalización ha traído una literalidad, una nueva poesía, y otra sobreescritura. La izquierda se burla de Donald Trump, precisamente por aquello que es más moderno en él: el ejercicio del poder popular desde la cuenta de móvil. ¡Como si la izquierda no gobernara por otros medios, o como si el poder –o la vida– no estuviera ya en otra parte! Del mismo instrumento de poder se valen Juan y su esposa: lo epistolar. Es decir, aquel del que se sirvió Choderlos de Laclos para montar su drama de alcoba en el XVIII.

Hillary Clinton destruye miles de correos comprometedores, y esa memoria dura constituye la verdadera sede del poder imperial, la prueba de una guerra sucia librada por teléfono. La guerra telefónica derrocó nada menos que a Muamar el Gadafi, y el rey desnudo terminó expuesto, como suelen exponerse las cabezas de reos en los videojuegos, sodomizado por un Android. De Ceausescu a Gadafi el medio virtual ha ganado mediumnidad, es decir, ha ganado poderes sobrehumanos.

Reygadas filma un poder que emana, como en un gran calendario de piedra, de otro gran mexicano, Carlos Slim, entronizado en alguna gran oficina de la gran Tenochtitlán, manipulando los hilos de las grandes comunicaciones. En México todo es desaforado e inconmensurable, y el cine de Reygadas quiere abarcar la monumentalidad mexicana, escuchar el diálogo polifónico nacional como si fuera un concierto de tímpanos, y casi lo consigue, aunque por rodeos. Nuestro tiempo es la última faena de una corrida sangrienta cuyo ruedo está en todas partes y su centro en ninguna. Agarrar al diablo por los cuernos, en la más extraordinaria tauromaquia, sería una descripción apta de la carrera de Reygadas, desde Japón (2002) hasta Post Tenebras Lux (2012).

Chespirito y el demonio

El poeta burlado propicia el romance de Ester y Phil sin calcular consecuencias. El triángulo taurino conlleva la castellana imagen de la esposa que le pone los cuernos al marido, nada menos que con un gringo trotamundos domesticador de bestias (¿hay aquí otra metáfora de La Malintzin?). El domador es el cómico norteamericano Phil Burguers, entrenado en la escuela francesa de payasos de Phillippe Gaulier, y famoso por su personaje de Dr. Brown.

El Juan de Reygadas, director en su primera incursión actoral, vendría a ser una especie de Chespirito. Idolatrado en México, Chespirito requiere clarificación fuera del circuito de Televisa, y resulta un referente demasiado estrambótico para el público global. De todas formas, ahí está, y a ese nivel provinciano, en el que caben referencias inconcebibles, se produce el encuentro de Chespirito y Dr. Brown.

Hay algo de payaso de rodeo en el personaje de Juan, mientras que Phil personifica al pobre diablo que acepta una situación impuesta por el juego de poder doméstico, una charada azteca compleja y nunca exenta de peligros. Reygadas es experto en crear contextos de alta tensión, no hay otro director que consiga hacernos sentir “lo sublime” latinoamericano como él, acaso porque no existen maestros latinoamericanos del macabro. En Post Tenebras Lux vemos aparecer al mismísimo Satanás en forma de cabrón, y ese viejo demonio retorna en la escena de la fiestecita familiar en Nuestro tiempo, encarnado en el tío rockero con máscara tolteca bajo el antifaz de Kiss.

Final (casi) feliz

Pero, al contrario de JapónBatalla en el cielo, Luz silenciosa o Post Tenebras Lux, este artefacto cultural de tres horas de duración tiene un final feliz, o al menos, anticlimático. La película no termina en el crimen sino en la resignación. Nuestro tiempo no es una tragedia griega (τραγῳδία: canto de macho cabrío) como las otras, sino una farsa, una glorificada novela de Televisa.

Nos quedan las dudas de si el director se filmó a sí mismo, y a su vida real, conyugal, con la misma franqueza con que ha enfrentado a su clase y a su medio, y si decidió mostrarse al desnudo delante de la cámara para entregarnos la más desolada confesión, tan extemporánea como la de cualquier naco –y de paso arrancarle otra, en cámara, a su propia mujer.

Con extraordinaria destreza, Reygadas crea un personaje inolvidable, el regalo de México al reparto de la decadencia, su tropezante entrada al mundo de la actualidad. Porque, Nuestro tiempo es también un estudio detallado, obsesivo, y a veces agobiante, del acoso a que se ve sometida una mujer bajo sospecha, así sea con la anuencia morbosa del cornudo, que no sabe cuánto arriesga realmente. El Juan Díaz de Carlos Reygadas rompe todos los estereotipos masculinos, su perversa libido no había sido explorada antes en el cine latinoamericano, ni su contagiosa locura, al menos, desde la época de Archibaldo de la Cruz.

Reygadas cierra la exploración de su tiempo, que es también el nuestro, con una lección de darwinismo social. En la última escena, dos toretes se enganchan por los tarros en una lucha a muerte que compendia y salvajiza el argumento de la película. La brutal secuencia de bullying concluye en el despeñamiento del toro más débil, que cede a las embestidas del macho dominante. El pobre animal cae desnucado, barranca abajo, patas arriba, 800 kilos de pura belleza y heroísmo, y aunque el corazón nos da un vuelco, sabemos que, en el fondo, se trata de la parábola más antigua del mundo, un crimen que aceptamos con absoluta naturalidad.

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