Julian Barnes
Julian Barnes

“Quizás la erudición de primer orden sea tan rara como como el gran arte o la poesía’’, nos dice George Steiner. Aunque, como es natural, el apotegma del gran pensador y polígrafo puede suscitar nuestro escepticismo, se trata, qué duda cabe, de una idea con notable potencial heurístico que el propio Steiner ha explorado con su acostumbrada agudeza tanto en el breve ensayo de donde proviene la cita como en volúmenes mucho más sustanciales.[1] Pero en cualquier caso, más allá de su cuestionable exactitud, lo que no puede negarse es la curiosa escasez de representaciones literarias convincentes de grandes eruditos: no han existido muchos en la historia; ha habido, acaso, aun menos en la ficción. Entre los escasos textos que acceden a una rara combinación de verosimilitud y dignidad estética podemos incluir El discípulo del filósofo (la obra maestra de Iris Murdoch protagonizada por el severo y casi genial pensador John Robert Rozanov), el rocambolesco relato La república del narrador holandés Joost de Vries (con su representación del enigmático Josip Brik) y, por encima de todos, la recreación ficcional de Ludwig Wittgenstein en Respiración Artificial, de Ricardo Piglia. También, según creo, la novela Elizabeth Finch, del proteico, prolífico escritor británico Julian Barnes.

Barnes es uno de los más versátiles artistas verbales chapoteando en el casi inabarcable océano de la literatura contemporánea en lengua inglesa: un narrador notoriamente elusivo cuyos libros –más allá de la cortesanía que casi todos despliegan– son tan diferentes entre sí que alguien no familiarizado con su obra podría pensar que Inglaterra, Inglaterra y El loro de Flaubert –por solo mencionar los más conocidos– fueron pergeñados por dos narradores que nada comparten.

Por supuesto, se trata de un efecto de superficie: una lectura cuidadosa revela que todos los libros comparten al menos tres características esenciales: la incesante elegancia estilística, una ironía sutil, soterrada, que, ciertamente, no abunda en las letras contemporáneas, y cierta cualidad difícil de definir que quizás pueda expresarse mejor con el termino italiano sprezzatura: algo así como la capacidad de transmitir ideas complejas y construir arduas estructuras narrativas sin que el lector sea demasiado consciente del esfuerzo: algo que se acerca a la máxima latina según la cual –parafraseo– “el arte consiste en ocultar el artificio”.

Esta compleja poética ha producido decenas de volúmenes: ahora Barnes, con 75 años, vuelve a escribir una pequeña obra maestra: Elizabeth Finch. Se trata, como ya he señalado, de un complejo relato en el que un discípulo (no del todo carente de brillantez y fascinado por el funcionamiento de una mente de primer orden) intenta reconstruir, siquiera parcialmente, la vida, opiniones y grandeza de su mentora Elizabeth Finch, a través de una breve biografía que incluirá numerosas citas de la admirada filósofa. Pero Neil –tal es el nombre del discípulo– pronto comprueba que escribir lo esencial sobre la prodigiosamente lúcida profesora y erudita no dependerá exclusivamente de su considerable tesón y nada desdeñable inteligencia: esas admirables cualidades son apenas la condición de posibilidad –y en ningún caso una garantía de éxito– para pergeñar una biografía más o menos coherente (y no hablemos ya de una notable).

En efecto, muy pronto Neil comprende las dificultades epistemológicas inherentes al género, sobre todo cuando se pretende escribir sobre alguien que, según creyó, estuvo muy cerca de encarnar la sabiduría: si, incluso para él (que la conoció, o creyó conocerla,[2] durante décadas), Elizabeth Finch continúa sumida en las más ‘’profundas tinieblas’’ (para utilizar una frase frecuente en los Upanishads cuando se alude a la ignorancia sobre cuestiones esenciales), ¿qué puede esperarse de aquellos personajes[3] a los que, diligentemente, entrevista?

Por supuesto, existen otras fuentes de información sobre la erudita y la biblioteca que ha legado a su discípulo predilecto –para su gran sorpresa: jamás había sospechado siquiera que Finch lo estimase tanto– no es la menor de estas: miles de libros rigurosamente anotados y decenas de miles de cuartillas cubiertas por sus apuntes son acaso, razona Neil, la clave definitiva para acceder, como mínimo, a su historia intelectual: a estas alturas ha renunciado a reconstruir lo que podríamos llamar su “vida más allá de las ideas”.[4] Pero, a medida que lee, comprende que se ha adentrado en otro laberinto: la naturaleza fragmentaria de estas anotaciones y –¡qué sorpresa!– su enorme complejidad parecen desafiar también cualquier indagación sistemática: en sus tenues conatos de reconstruir la personalidad de Elizabeth Finch –el misterio y esplendor de su presencia– había logrado, al menos, esbozar algunas observaciones generales,[5] pero los cuadernos de notas –por llamarlos de alguna forma– son una auténtica geografía desconocida, un abrupto territorio donde apenas resulta posible avanzar: en cuanto Neil, tras escrutar con la mayor atención cientos de páginas, cree haber determinado “el timbre distintivo de su pensamiento”, aparece un nuevo fragmento que contradice sutilmente la supuesta afirmación apodíctica, y cinco páginas más tarde otra que anula la anterior: el pensamiento de Finch (el más asistemático que concebirse pueda) es una áspera cinta de Moebius adversa a la noción misma de certeza.

Esto, qué duda cabe, habría desanimado a muchos biógrafos, incluyendo, probablemente, a algunos considerablemente más calificados que el protagonista, pero Neil continúa, pese a todo, su investigación sobre Elizabeth Finch y todo lo relacionado con ella: es el más terco de los epígonos –sin duda algo de los hábitos de pensamiento de Elizabeth Finch (si bien no su agudeza) y de su pertinaz estoicismo se han adherido a él, inextricables– y perseverará hasta componer un texto que algo recoja del oscuro esplendor que imantó[6] Elizabeth Finch. Aun así, mientras escruta los cuadernos de notas lo impresiona el interés de su mentora por Flavius Claudius Julianus, el último emperador pagano del imperio romano,[7] que intentó, durante su muy breve reinado (361- 363) contener el avance del cristianismo y restaurar el culto en los templos a las antiguas deidades olímpicas. Fracasó, como es natural, pero ha fascinado durante siglos a muchos intelectuales,[8] incluyendo a la enigmática Finch que, al parecer, llegó a considerar su reinado una especie de hito en la historia intelectual de Occidente. Neil no comparte ni comprende semejante fascinación, pero considera que escribir un ensayo sobre alguien tan apreciado por Finch puede ser un magnifico preámbulo al libro que se propone pergeñar sobre la erudita.[9] Al principio Neil se dedica al nuevo proyecto con gran entusiasmo: lee no solo casi todo lo escrito sobre el emperador[10] en la Antigüedad, sino también decenas de libros de historiadores profesionales del siglo XX que han sopesado con escrupuloso rigor todas las fuentes disponibles y, por si fuera poco, las copiosas ficciones que, a lo largo de diecisiete siglos, ha suscitado la memoria de Flavius Claudius Julianus.

Cubierta de la edición en español de 'Elizabeth Finch'
Cubierta de la edición en español de ‘Elizabeth Finch’

Y, efectivamente, logra escribir una suerte de monografía –no precisamente académica, pero eso es lo de menos– sobre el personaje que, prudentemente, consigna al –considerable– cajón de proyectos que no publicará. Y no porque no esté bien escrito o carezca de rigor, sino más bien por razones opuestas: el ensayo, precisamente por haberse basado en el minucioso escrutinio de casi todas las fuentes disponibles y su dilatado análisis, es una densa urdimbre de contradicciones que apenas permiten sacar algo en claro, realizar una afirmación incontrovertible a través de la bruma acumulada durante diecisiete siglos.

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Aun así, Neil piensa que haberlo escrito le permitirá abordar el texto que realmente le importa: “Completar el ensayo sobre Flavius Claudius Julianus me calmó y alentó. Por supuesto, no se lo mostré a nadie, porque no había nadie a quien mostrárselo excepto a Elizabeth Finch […] pero me había probado a mí mismo que no era el rey de los proyectos inacabados […] podía comenzar el libro sobre Elizabeth Finch”.

O eso pensaba. Pero, naturalmente, las cosas no son tan sencillas: el bueno de Neil termina por comprender que, en cierto sentido, es tan difícil producir una biografía más o menos coherente de su admirada mentora como escribir una monografía sobre el último emperador pagano, y en última instancia podría ser incluso más arduo: precisamente porque muchos creyeron conocerla y proliferan las anécdotas, esencialmente contradictorias, sobre ella, el abismo de la personalidad de Finch se torna auténticamente insondable: no se trata aquí, como en el caso de la monografía en torno a Flavius Claudius Julianus, de documentos susceptibles de ser ponderados mediante la así llamada “crítica de fuentes”: ningún instrumento filológico puede acercarse siquiera a la grandeza de sus conferencias, jamás grabadas, y mucho menos discernir qué es pura mitología o, por el contrario, recia certeza, en las numerosísimos, contradictorios fragmentos a los cuales Neil intenta –con terca, admirable y absolutamente fútil diligencia– conferir un sentido (esas notas deslavazadas y fascinantes son, por cierto, gran parte de la novela que ahora leemos).

En definitiva, el abigarrado documento tampoco puede ser publicado y va a parar al ya mencionado cajón donde “quizás dentro de cien años alguien lo lea como una novela”: el autor parece sugerir que no hay –que no puede haber– una solución verosímil al enigma que encarnó Elizabeth Finch: así, Barnes no se ha limitado a escribir un relato incesantemente ameno: su novela es también una sostenida meditación sobre el precario estatuto epistemológico de cualquier biografía.


Notas:

[1] Verbigracia, el extraordinario ensayo sobre el sinólogo Joseph Needham en Los libros que nunca he escrito.

[2] ¿Es posible, a fin de cuentas, establecer con rigor la diferencia?, se pregunta el protagonista hacia el final del relato… y, ciertamente, el estatuto epistemológico del género depende de cómo se articule la respuesta.

[3] En su mayoría, antiguos discípulos de la pensadora que no se interesaron demasiado por ella.

[4] Una dilatada conversación con el hermano de Finch, un tipo campechano, pero absolutamente refractario a la filosofía o cualquier “lectura profunda”, durante la cual comprende, atónito, que aunque este conocía muchas más anécdotas sobre la erudita, en el fondo no tenía, ni mucho menos, un conocimiento privilegiado sobre su ilustre familiar (a su manera sabía tanto como él; es decir, tan poco como él) lo ha disuadido de manera definitiva.

[5] Verbigracia: “Parecía poseer una calma que no era de este mundo […] su dicción era formal, su vocabulario ligeramente arcaico […] su poderoso pensamiento brotaba sin vacilaciones de ninguna índole, completamente formado, con una estructura gramatical perfecta […] original, osado, deslumbrante […] su voz, ligeramente ronca, articulaba ideas con precisión y lucidez casi intimidantes”. O, de manera más general: “La veo con absoluta claridad, muchos años después, en el ojo de la mente: Era esbelta, elegante, erudita, fumadora, estoica […] era, sin discusión posible, la persona más inteligente que haya conocido”.

[6] Y eso no resulta fácil porque, pese al diamantino rigor de su inteligencia, Elizabeth Finch fue ante todo una gran filósofa ágrafa: había en ella una curiosa reticencia a poner por escrito sus ideas, bueno, para ser más exactos, una gran reticencia a publicar: hay miles de páginas manuscritas en su legado, pero se trata de un pensamiento sin un centro visible que mucho recuerda el de los filósofos antiguos… sin excluir, por cierto, a gran parte de los estoicos: las Meditaciones de Marco Aurelio no fueron escritas con la intención de publicarlas, ni mucho menos (de hecho, según la influyente exégesis de Pierre Hadot, el libro se fue articulando como un cuaderno de notas estrictamente privado donde el único emperador-filósofo transcribía algunas máximas esenciales de la doctrina como recurso mnemotécnico, y en cuanto al manual de Epicteto se trata de apuntes tomados por los discípulos. Por otra parte, no puede descartarse que la renuencia de Elizabeth Finch a publicar se relacionara con la existencia de algo así como una “doctrina filosófica secreta” que reservaba para sus poco concurridas conferencias (aunque, por supuesto, no había tampoco allí muchos que pudiesen percibirla, pero eso no podía importarle menos: “que el que tenga oídos para oír, oiga”, habrá pensado). No es una noción desconocida en la historia de la filosofía, al menos desde Platón. Y, en ese sentido, resulta poco probable que le preocupase la coherencia de notas que no tenía la menor intención de publicar.

[7] Hay centenares de fragmentos y epigramas sobre el personaje en los papeles de Finch: solo Goethe, curiosamente, parece haber sido más importante para ella.

[8] Se trata, probablemente, de un malentendido: novelistas, pensadores, dramaturgos y sobre todo poetas lo han idealizado con inagotable fervor: Kavafis, por ejemplo, escribió más textos sobre él que sobre cualquier otro personaje de la antigüedad; en cuanto a Swinburne, casi todos los –erróneos– lugares comunes que rodean al personaje se derivan del poema que le dedicó, es decir, de la distorsionada percepción que un intelectual victoriano tuvo de un hombre del que lo separaban quince siglos. Sin embargo, el auténtico emperador Flavius Claudius Julianus era, probablemente, mucho más complejo y, ciertamente, mucho menos “romántico” que esa vasta sucesión de ficciones.

[9] Y el aparentemente sensato, pero en última instancia espurio razonamiento es que si logra articular un texto más o menos coherente sobre Flavius Claudius Julianus a una distancia de 1700 años entonces escribir sobre Elizabeth Finch se convertirá, por así decirlo, en una empresa menor: se trata, por supuesto, de una pertinaz ilusión.

[10] Incluyendo la plúmbea, soporífera prosa de los apologetas católicos en los siglos III y IV: nadie, por razones obvias, apreció menos al último emperador pagano, pero al menos podrían haberse esforzado para refinar el estilo de sus invectivas, que ahora resultan rigurosamente ilegibles.

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2 comentarios

  1. Que sarta de tonterías malesescritas y que derroche de pacotilla seudoerudita! Todo lo que manosea Ubaldo queda rebajado a puro diletantismo, desvirtuado por la estolidez y la falta de estilo. Lo cual se refleja negativamente en las aspiraciones desmedidas del proyecto cultural Rialta. Pero las notas al pie son realmente los clavos que remachan el carricoche crítico ubaldiano. De Juliano queda la reconstrucción de “Contra Galileos”, que es un documento fundamental, basado en citas de Cirilo de Alejandría, y claro que siempre que se hable del Apóstata deberá consultarse la magnífica pieza “Emperador y Galileo” de Henrik Ibsen, de 1873, que el mismo dramaturgo consideraba su obra maestra. Si Juliano ha sobrevivido como personaje literario ha sido gracias a Ibsen.

    https://www.tertullian.org/fathers/julian_apostate_galileans_1_text.htm

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