“Me gustan mucho los primeros años de mi diario porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad” (Ricardo Piglia, Crítica y ficción). Las palabras del escritor argentino son quizás la mejor introducción posible a un libro como La novela luminosa (2005), de Mario Levrero.
Se trata de uno de los poquísimos textos de la literatura latinoamericana que consigue acercarse al ambicioso proyecto estético de Flaubert: escribir un libro sobre nada que se sostenga por la pura fuerza del estilo. Claro, es muy probable que esta no haya sido la intención inicial de Levrero: en efecto, lo que pretendía era narrar ciertas experiencias que catalogaba como “luminosas”[1] pero muy pronto debe reconocer lo descabellado que resulta semejante proyecto: “Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.”
Sin embargo, aún necesita escribir algo (ha recibido una beca literaria bastante generosa) y comprende que su incapacidad de expresarse puede ser un tema tan bueno como cualquier otro.[2] Así, el libro es (al menos superficialmente) el testimonio de un fracaso, un largo relato sobre la imposibilidad de escribir la novela proyectada, una insistente meditación sobre las supuestas limitaciones de Levrero como artista que, irónicamente, se convierte en el más interesante de sus relatos.
La estructura del texto es bastante sencilla: en la primera parte (“Diario de la beca”), Levrero registra minuciosamente su lucha contra el hastío: no sabe qué hacer con tanto tiempo libre, no tiene ninguna idea novedosa para su proyecto literario y el ocio tan anhelado se convierte en otro motivo de angustia. Para combatirlo, recurre a diversas prácticas que pronto se convierten en verdaderas obsesiones: jugar en la computadora, escuchar tangos, frecuentar las librerías de uso, consultar el I Ching y lamentarse de sus enfermedades con todo el que lo visite. Podría pensarse que la reiteración de semejantes trivialidades es propensa a inducir en el lector un aburrimiento insondable pero lo que sucede es… todo lo contrario: desde el inicio Levrero consigue articular un discurso tan exasperante como seductor, una prosa con una cadencia casi hipnótica que, a pesar de su aparente monotonía, resulta tan adictiva como la de Thomas Bernhard. Hay, quizás, más allá de las florituras estilísticas, dos razones fundamentales para esto: para empezar, la ironía incesante, el humor negro y la autoparodia que permean todo el relato; luego (inextricablemente unido a todo lo anterior) la manera en que el escritor introduce sus incontables enfermedades en el texto, convirtiéndolo en una especie de Retrato del artista como valetudinario y comediante.[3]
Hay algo admirable en esta lucha incansable contra el hastío y la futilidad, en esta perseverancia inflexible que se niega a sucumbir ante el vértigo de la rutina: Levrero, tan aficionado a los escritores “menores”, parece compartir la muy poco romántica concepción de Jules Renard sobre la creación literaria: “En literatura, sólo existen los bueyes. Los genios son los más gordos, los que penan dieciocho horas al día de forma infatigable. La gloria es un esfuerzo constante.” De todas formas, no sería acertado sostener que el único interés del libro radica en su singular tesitura estilística: también son poco comunes lo que podríamos llamar sus opiniones contundentes. En efecto, Levrero no desdeña lo que solemos considerar como clásicos (el ya mencionado Kafka, Cervantes), pero reserva su entusiasmo para los así llamados “géneros menores”: novela negra, policiales británicos y diversos thrillers (de James Ellroy, Eric Ambler y John le Carré a ciertos relatos poco conocidos de Somerset Maugham).[4] En cuanto a la música, aprecia a Mozart, Stravinski, Villalobos y algunos tangos, pero nada puede modificar su aborrecimiento (el término no es excesivo en su caso) por Beethoven y la ópera: aunque no llega quizás a los extremos de Naipaul, podemos apreciar aquí una poderosa individualidad inasequible a los listados canónicos y las opiniones mayoritarias.
Indiferente también a la fama y el éxito comercial: al adentrarnos en la segunda parte del libro comprendemos que lo que Levrero ha pergeñado aquí es el anti-bestseller definitivo, el libro anticomercial por excelencia: en vez de tratar de conferirle al menos una apariencia de orden a las deslavazadas anotaciones que componen la casi totalidad del texto (azarosas, fragmentadas, caóticas), el escritor uruguayo medita sobre la imposibilidad de registrar las epifanías y sobre el fracaso total que, en relación a sus expectativas, supone el así llamado “diario de la beca”. La segunda parte es, por tanto, la explicación de los límites de la representación en la primera, convirtiendo el libro en un objeto verbal más o menos inclasificable, una extraña mezcla de diario, reflexión teórica y relato sobre nada en particular que, en su irreductible extrañeza, es quizás lo más interesante en la prolífica obra de Mario Levrero.
Notas:
[1] Al parecer, se trata de epifanías más o menos cercanas a la experiencia mística, aunque el propio Levrero reconoce lo delirante que parece todo esto.
[2] “Un buen poema sobre el fracaso es un triunfo.” (Philip Larkin)
[3] En cuanto a enfermedades y miserias corporales de todo tipo, Levrero no tiene nada que envidiarle a Kafka. Con una diferencia clave, sin embargo: mientras el escritor checo se las arregla en su diario para conferir a todos sus padecimientos un significado profundo, una especie de dignidad metafísica (Kafka posee en grado superlativo lo que Cioran llamaba “la imaginación de la desgracia”), el uruguayo se limita a registrar su decadencia con la abrumadora impasibilidad de un tipo refractario a toda ilusión.
[4] En esto, claro, tiene un antecedente ilustre en la literatura uruguaya: el Onetti que en su vejez sólo leía las obras de Faulkner e innumerables novelas policiales.