José Manuel Mesías
'Cards', José Manuel Mesías, 2024, óleo en panel de metal

Mi abuela estaba más muerta que viva cuando explotó aquella bomba que estremeció el centro de La Habana. Mi abuela no abría los ojos. Cerrados a cal y canto. Y justo la mañana que los abrió un poco, se oyó la bomba. Yo acababa de moldear una calavera diminuta de plastilina. Esa noche, volver a estar frente al súcubo, me dejó con unas ganas tremendas de hacerle una escultura. Pero en vez de una escultura pequeña del súcubo me salió una calavera que me rodaba por el centro de la palma de la mano. Puse la calavera en la ventana.

Me quedé dos veces con mi abuela en el hospital. Las dos veces por la noche comí hongos. Era la única manera de escapar de ahí. No era mi primera vez comiendo hongos solo. Mi abuela a mí no me necesitaba para nada. Lo único que necesitaba era un suero que le duraba toda la noche y un culero desechable gigante. El acompañante a los pies de la cama de mi abuela era obligatorio. En mi casa nos rotábamos. Mi hermana nunca se quedó. Mi mamá se quedó cuatro veces. Mi papá una vez. Mi abuela se murió en la cuarta visita de mi mamá. Mi mamá se dio cuenta mucho tiempo después de que mi abuela estuviera bien fría.

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‘The dawn from purgatory’, José Manuel Mesías, 2022-2024, óleo y pastel sobre lienzo

La segunda noche que comí hongos en el hospital no tuve un viaje feliz. Hubiera preferido una noche de insomnio mirando las gotas del suero. La primera noche si fue un buen viaje. Después de reírme de mi mismo como un imbécil, la cama de mi abuela se alejó demasiado. El cuarto se me hizo larguísimo. Llegué a pensar que la cama era un bulto cualquiera. Una caja de cartón que parecía una cama con un trozo de poliespuma encima. Algo que no me importaba y que yo no tenía que cuidar. Me puse los audífonos. Spotify: “Tonight, Tonight” de The Smashing Pumpkins. En bucle. Recuerdo mucho color naranja inundando todo el cuarto y un cohete como el del videoclip de “Tonight, Tonight” dando vueltas por el techo. Un barquito portugués flotando a mi lado. Y unas sirenas, como las del mismo videoclip, cantando alrededor mío y del barquito portugués. Las sirenas llevaban puñales en la mano. Como esas espadas de la baraja española que parecen más puñales que espadas cuando no son ni el As, ni la carta 2, ni la 3, ni la Sota, ni el Caballo, ni el Rey de Espadas. Era de día y yo seguía pensando en el cohete de Smashing Pumpkins sobrevolando un techo naranja. Mi mamá vino a relevarme y salí del hospital sin una gota de sueño.

La segunda noche en el hospital fue mi segundo encuentro con el súcubo. Debió haber pasado mucho tiempo desde que tragué la amalgasa de hongos, rato masticándolos, haciendo esa pasta que a todos les parece amarga. Pero fue solo tragar y ver inmediatamente al súcubo. La primera vez que comí hongos estaba en Canasí con tres amigos. Aún hoy los tres hablan con agrado de aquel día. Yo no. Me juré que si alucinar era estar cerca de un demonio con alas, entonces escarbar racimos de hongos alucinógenos entre la mierda de una vaca no era buena idea para mí. Esa vez le dije a uno de los tres amigos que un demonio me estaba mordiendo el hombro. Yo no sentía la mordida, solo unas ganas tremendas de gritar como si me estuvieran arrancando un pedazo. El demonio me mordió el cuello. Luego la frente. Aunque las mordidas seguían sin dolerme, cada vez que el demonio abría la mandíbula yo pensaba que me iba a morir del susto. Mi amigo me dijo que no le dijera demonio, que le dijera súcubo, que a él le gustaba más como sonaba esa palabra, que él también lo estaba viendo, que era una cosa imponente con unas alas enormes, pero que no le hiciera mucho caso porque la iba a pasar peor, que no me iba a morir, que yo solamente estaba en un mal viaje. Mi amigo comenzó a recitar en alta voz poemas de Baudelaire aprendidos de memoria y movía los brazos exageradamente como si nadara. Nos gritaba que era un goldfish saltando de una pecera. Dejó de prestarme atención. Yo cargando con el susto más grande de mi vida. No supe manejar aquello de tener un demonio susurrándome en el tronco de la oreja, mientras me dejaba el cuerpo repleto de más y más mordidas.

'Súcubo', José Manuel Mesías, 2024, tinta sobre papel montado en un panel de metal
‘Súcubo’, José Manuel Mesías, 2024, tinta sobre papel montado en un panel de metal

El súcubo volvió a hablarme bien bajito en el hospital. —José, cuánto tiempo ¿verdad?–. Empezaron las mordidas. Estas eran más lentas y largas. El súcubo se tomaba todo el tiempo del mundo para morderme. A veces, encajaba su mandíbula con una precisión milimétrica donde ya me había mordido. Mi abuela se sentó en la cama y apareció a su lado una esperanza bastante grande. Mi abuela la comenzó a acariciar. La esperanza movía las alas a cada rato. —Esos bichos verdes traen muy buena suerte —me dijo el súcubo con su hocico bastante cerca de mi boca. Igual que la otra vez no sentía las mordidas. Igual que la otra vez estaba petrificado del susto. Hasta que comencé a no estar muy seguro de si estaba sintiendo dolor o no. Mi abuela miraba las mordidas como si nada y comenzó a indicarle al súcubo donde morderme. Fue entonces que el súcubo me mordió y sentí dolor de verdad. El corazón se me trabó en la garganta. Una madrugada larguísima. Mi abuela se reía.

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Detalle de ‘Súcubo’, de José Manuel Mesías, 2024, tinta sobre papel montado

Salí del hospital con los ojos pegados del sueño. Roto. Nunca más me iba a meter un hongo en la boca. Toda la ciudad andaba preguntándose si la bomba era un atentado. Había gente hablando de guerra. Histeria. No había caminado tres cuadras cuando sonó el móvil. Mi abuela se había muerto. Una enfermera le dijo a mi mamá que tal vez ya estaba muerta antes de yo irme. Me senté en una acera y di gracias a todos los santos por no tener que quedarme más en ese hospital. Recordé las vacaciones con mis abuelos en la casa del cayo. La carretera roída y llena de cangrejos. El Chevrolet de mi abuelo reventando cangrejos hasta doblar en la curva que nos llevaba a la casa.

Marqué el móvil. Le dije a mi mamá que había dejado una calavera de plastilina en la ventana del cuarto. Que me guardara la calavera lo mejor que pudiera en el bolso. Envuelta en algo. Mi mamá no se demoró casi nada en mandarme una foto. Ya habían cerrado la ventana. En la palma de la mano de mi mamá había un pedazo de plastilina sin forma. La foto de un pellizco.


* Este texto fue publicado como palabras al catálogo de la exposición the stream bed, de José Manuel Mesías, que se puede ver en la galería Andrew Reed, de Nueva York, desde el pasado 22 de febrero y hasta el próximo 23 de marzo.

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