El escritor húngaro Imre Kertész escribe:
He vuelto a percatarme de que nada me interesa de verdad salvo el mito de Auschwitz. Cuando pienso en una nueva novela, vuelvo a pensar en Auschwitz. Cualquier cosa que piense, pienso en Auschwitz. Cuando en apariencia hablo de otra cosa, hablo de Auschwitz […] Y estoy seguro, segurísimo, de que no se debe sólo a motivos personales: es el trauma más grave del hombre europeo desde la Cruz.
Ante semejante declaración de principios, resulta casi inevitable preguntarnos si el autor no exagera o se engaña a sí mismo: ¿acaso no se trata precisamente del tema agotado por excelencia?; ¿acaso no existen ya miles, e incluso decenas de miles de volúmenes sobre ese asunto?;[1] ¿ Acaso –lo que sería más grave aunque, ciertamente, comprensible– no cede al más pueril autoengaño cuando niega la importancia de los “motivos personales”?[2] Y sin embargo, y sin embargo: Kertész, ese atormentado judío húngaro que no se conforma con haber sido otra cifra en los vastos, minuciosos anales del Infierno, es por encima de todo un artista verbal de primer orden, un escritor tan lejos del sentimentalismo[3] desenfrenado como de la ampulosa retórica que suelen inficionar los textos sobre el tema: en pocas palabras, precisamente el autor que, a través de su implacable rigor estético, nos convence de que la cuestión está muy lejos de haberse agotado. Y, aunque todos sus volúmenes sostienen el nivel más elevado, ningún otro consigue alcanzar, según creo, la abrumadora intensidad de Liquidación, su novela postrera: auténtico sol negro en la literatura europea del siglo XX.
Ahora bien, más allá de su incomparable dilucidación de las atrocidades nazis, no sería exagerado sostener que la originalidad esencial de Kertész reside en pergeñar narraciones que, pese a ocuparse ostensiblemente del así llamado Holocausto,[4] y todo lo relacionado con este, son, también, algo más: densas parábolas filosóficas con una compleja arquitectura narrativa que meditan sobre algunos tópicos que suelen agazaparse –velados, silenciosos– en los confines más recónditos del pensamiento:[5] lo que sólo algunos de los más extraordinarios artistas verbales (Beckett, Bernhard, Primo Levi, Jean Améry, Dostoievski, Faulkner, Cormac McCarthy) han conseguido abordar sin precipitarse en la banalidad o la enojosa reiteración.
Pero consideremos el texto en sí mismo: se trata de un relato que articula una dilatada investigación[6] (literaria, filosófica, histórica y, naturalmente, también empírica: todo no se limita a conjeturas sobre el asunto) en torno a dos cuestiones inextricables: el suicidio del atormentado, supremamente nihilista, escritor B y el destino postrero de un manuscrito más o menos mítico: la novela –supuestamente extraordinaria– que B habría escrito y todos los personajes buscan, sin haberla visto jamás. La obra comienza en Budapest, un día sin especificar de 1999: Keseru, antiguo editor, intelectual ágrafo en estado de depresión casi terminal y, con toda probabilidad, el único amigo que el misantrópico B tuvo jamás, continúa obsesionado, nueve años después de la muerte de aquel, con la conjetural novela de B (“no podía no haberla escrito”), que él considera como la cifra definitiva de la existencia tanto de B como de sí mismo (“Por eso tuve que buscar su novela desaparecida. Porque la novela contenía, probablemente, todo cuanto yo debía saber, todo cuanto aún se podía saber”): todo el texto se articula en torno a esa búsqueda de un manuscrito que, acaso, no ha existido jamás.
Pero si leemos con atención, semejante empresa no resulta, en definitiva, tan insensata como podría parecerle a un observador superficial: en efecto, aunque solo el atormentado B se ha “corregido” (para utilizar un término caro a Thomas Bernhard), todos los personajes del relato son candidatos de primer orden a la angustia más extrema y la autodestrucción: en esta despiadada geografía simbólica creada por Kertész la terrible, interminable, inaudita sombra del Holocausto[7] continúa ejerciendo su maligna influencia cincuenta años después del final de la guerra[8]: un atroz, radical nihilismo impregna el texto de principio a fin,[9] y quizá sólo el recuerdo de B y la obsesión más o menos maníaca con sus manuscritos permiten a estos residentes del primer círculo dantesco conservar un endeble fundamento existencial.
Ahora bien, en un grado mucho mayor que los otros personajes,[10] Keseru, devastado por la melancolía (y atenazado con frecuencia por la tentación de aniquilarse), necesita aferrarse con el máximo vigor posible (en su caso, no demasiado) al recuerdo de B y sus manuscritos: patética existencia de supernumerario que, sin embargo, es para él la única posible. Así, tras una mañana observando a los transeúntes con expresión más o menos bovina, el editor hojea una obra de teatro[11] de su amigo suicida y experimenta –¡portento de portentos!– una especie de sacudida emocional: “Notó Keseru que comenzaba a apoderarse de él la pasión lectora, extraña pasión y funesta para su vida[12] […] Keseru fue hojeando la pieza: le gustaba este estilo, este humor amargo y macabro”.
Por supuesto que sí: es lo que él habría querido escribir, pero “el espíritu sopla donde quiere” y el bueno de Keseru no tenía una onza de talento: debía conformarse con el vicario éxtasis de la lectura. En esto punto no resulta insensato preguntarse por la curiosa fascinación que la vida, la obra y –ante todo– la muerte de B, ejercen sobre todos los personajes: ¿Quién era, en definitiva, el así llamado B?
Responder con probidad semejante incógnita –dilucidar ese enigma esencialmente inextricable– requeriría varias docenas de páginas: nos contentaremos aquí con algunas observaciones preliminares: lo que nadie puede ignorar sobre B, el hecho que califica, define y, acaso, predestina tanto su vida como su gesto postrero (aquel movimiento inconcebible más allá de las palabras)[13] puede resumirse, de manera brutal pero acertada, en unas pocas frases: B era un judío; B era un judío nacido en Auschwitz en diciembre de 1944;[14] B era un judío nacido en Auschwitz en diciembre de 1944 que sobrevivió, contra toda esperanza, y no pudo superar jamás el horror de continuar aquí mientras los seis millones –incluyendo a su madre— eran menos que polvo. “Survivorʼs guilt” es el término acuñado por el psicoanálisis de posguerra para tipos como él pero , en rigor de verdad, ese término tan prolijo ni siquiera se acerca al infierno de la existencia cotidiana de B, a su conciencia anegada incesantemente por el espanto, a la ciénaga definitiva que otros se permitían llamar su pensamiento: Auschwitz, la herida abierta, supurante, purulenta, fétida, incurable; Auschwitz, cicatrices, lo imborrable, pesadillas, sudor frío, la ontogénesis del miedo que irrumpe e invade el noveno círculo de los cielos concéntricos; Auschwitz, un tatuaje en el muslo (en el caso de B, sus brazos eran aún muy cortos), dos letras, el nombre del campo y un número cualquiera.
Y por si esto fuese poco: saberlo todo, pero no recordar, en verdad, nada (aunque le bastaba con mirar su muslo para comprender lo esencial: la herida abierta que fue su vida). Todo eso bastaría, supongo, para transformar a cualquier hombre en un maníaco o depresivo absoluto, pero B había ido mucho más allá: se había adentrado en las más recónditas, fuliginosas regiones del resentimiento, se había instalado en el límite más extremo del odio por los otros y por sí mismo:[15] su nihilismo, de una dureza adamantina, resultaba, como su lucidez misma, vertiginoso, agresivo, casi criminal, y no excluía, ciertamente, el más profundo desdén por la palabra y todas las pompas de la palabra. Naturalmente, eso no es algo que nos sorprenda pues allí donde –para citar las palabras del más ilustre pesimista de nuestra época—“no hay nada que hacer, ningún lugar a donde ir, nada que ser y nadie que valga la pena conocer”,[16] difícilmente se conferirá a la literatura un lugar privilegiado: como observó Pavese –ese otro gran fracasado enfermo de lucidez terminal– cuando se llega a cierto punto nada pueden hacer ya las palabras.[17]
Se comprende entonces que, tras haber comenzado su obra en el punto mismo donde algunos amargados terminan,[18] para continuar luego con un grandioso cántico de tinieblas en el que devastaba, con una lógica implacable, cualquier atisbo de sentido en este mundo… o el otro (por lo demás, inexistente) y la noción misma de felicidad,[19] B decidiera poner fin con una inyección de morfina a ese amorfo amasijo de tribulaciones que algunos llamaron su vida. Pero antes debía negar también la esperanza postrera de su único amigo:[20] página por página, laboriosamente, destruye la “novela definitiva sobre Auschwitz” (así Keseru), demostrando que, en definitiva, era un verdadero filósofo en el sentido que Pierre Hadot confirió a esa expresión:[21] es decir, un tipo que encarna su doctrina, no un académico más que se limita a esbozar teorías ingeniosas.
Ya Oblath –arquetipo de todo lo que no era B– había señalado astutamente que en el caso de su amigo sí podía hablarse de una filosofía original y con profundas consecuencias empíricas (acaso sólo Wittgenstein, en el siglo XX, pudo pensar y vivir de manera semejante): “se trata de filosofía, dijo Oblath. De una postura metafísica radicalmente negativa. De una lógica llevada hasta el final con todas sus consecuencias”.
En efecto: y precisamente por eso no podía dejar[22] tras de sí el enésimo relato sobre lo que, por su naturaleza misma, resiste el mero lenguaje y todas sus argucias: cuando se ha descendido como B, Celan o Jean Améry “al fondo de los fondos” (por el motivo que sea: no nos corresponde a nosotros hacer distinciones) no existe ya coartada estética alguna y el superviviente[23] se hunde en el presente eterno de la desesperación más extrema, en su propia “noche oscura del alma”: allí los libros son menos que polvo, conocimiento de desolación en estado puro, inútil detritus que no salva: “al final, dijo B, solo perduran la nada, la oscuridad y el silencio” pero resulta obvio que para Kertész, en este acerbo “tratado de tribulación”, es siempre la primera la más poderosa.[24]
Notas:
[1] Aunque es preciso admitir que, en rigor de verdad, cuando se escribió ese pasaje –1973– había muchos menos. En cualquier caso, no modificó la frase en sucesivas reediciones: hacia el año 2000, con diez mil libros (la cifra es rigurosamente verídica) publicados sobre los campos de exterminio nazis, volvió a incluir el fragmento sin cambiar una palabra.
[2] Después de todo, estuvo casi un año en Auschwitz y varios meses en Buchenwald.
[3] Desafortunadamente, son innúmeros los autores que, inexplicablemente, suponen que la literatura es sobre todo una cuestión de intenciones y no de efectos: como si abordar “un gran tema” –sea lo que sea que eso signifique– garantizase de manera instantánea la calidad de lo escrito. Sin embargo, ese no es –enfáticamente– el caso: las intenciones carecen de valor en el ámbito estético.
[4] Aunque prefiero utilizar, para referirme al genocidio nazi, el sencillo pero demoledor título del gran historiador Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos (los interesados pueden consultar la edición definitiva en lengua española, Akal, 2003).
[5] La catástrofe del nacimiento (Kertész resulta un más que entusiasta lector de Thomas Bernhard, como ya veremos); la tentación del suicidio; el necesario fracaso de la literatura (y de todo artefacto verbal: a la Historia tampoco le va demasiado bien en manos del escéptico esteta húngaro) allí donde intenta acceder a la representación del auténtico horror (la faceta Wittgenstein de Kertész: “De lo que no se puede hablar es preciso callar”) y, muy relacionado con esto, su radical noción sobre lo intransferible de la experiencia individual: “Quien estuvo allí jamás podrá salir; los que no estuvieron, nunca podrán entrar”: postura epistemológica muy criticada incluso por quienes lo admiran: ¿ acaso –inquieren– solo pueden hablar sobre los campos aquellos que, por puro azar, sobrevivieron?: Kertész replicaría, con displicencia, que haber estado es, efectivamente, una condición necesaria, pero en ningún caso suficiente, para escribir algo que se aproxime a la crudeza de la verdad (por lo menos si eres un artista verbal: la Historia –concede a regañadientes– es otro asunto, aunque en el fondo descrea de los académicos y toda su erudición, como ya he observado).
[6] “Se narra un viaje o se narra una investigación. ¿Qué otra cosa se puede narrar?” (Piglia, Crítica y ficción).
[7] Aquí señalo un extraordinario rasgo de Kertész que lo singulariza en medio del diluvio de textos sobre el tema: el exterminio de los judíos no se muestra casi nunca directamente (al menos en este volumen: Sin destino es otro asunto, aunque incluso allí los parámetros de la representación son muy diferentes de la casi totalidad de lo escrito sobre el tema, pero esa es una cuestión vasta y enrevesada que no puedo abordar aquí): solo se alude al horror, aunque de manera constante, eso sí.
[8] ¿Lo dijo Faulkner?: “El pasado nunca ha muerto. Ni siquiera es pasado”
[9] No es esta una lectura para las “almas bellas” aficionadas a Rodrigo Fresán o al muy sobreestimado Paul Auster.
[10] El Doctor Oblath (profesor de filosofía, escéptico de estricta observancia); Judith (doctora y antigua esposa de B, también judía); Sarah (editora, postrera amante de B) y Kurti (esposo de Sarah, intelectual fracasado y enfermizo).
[11] Liquidación: Comedia en tres actos: naturalmente, de comedia solo tiene el nombre y podemos apreciar el ingenioso juego de espejos urdido por Kertész al situar la pieza dramática de B en el cuerpo de la narración: el relato se articula con un incesante movimiento pendular entre lo narrado, mediante un uso magistral del estilo indirecto libre que privilegia la perspectiva de Keseru, y lo contado por la pieza dramática misma: hay, en ese sentido, dos narraciones paralelas, aunque, en rigor de verdad, apenas difieren: la así llamada ”Comedia en tres actos” resulta una suerte de comentario al texto principal que refuerza el abrumador pesimismo del relato.
[12] Y aquí el personaje se engaña: ¿qué tendría de no contar con la literatura?
[13] Así Pavese, ese supremo especialista de la desdicha, en el final de su Diario: “No más palabras, un gesto. No escribiré más”.
[14] Hubo realmente algunos poquísimos casos como este, y la tasa de supervivencia resultaba inferior al 0,01.
[15] Entre otros pasajes, citemos solamente este: “Odiaba el nombre que había recibido de sus padres, como odiaba a sus padres y a todos cuanto habían causado su existencia”.
[16] Así, Thomas Ligotti, The Conspiracy Against the Human Race.
[17] O eso pensaba aquel talentoso y atormentado escriba: no se trata, ni mucho menos, de un dogma inapelable.
[18] “En ese relato… B desarrollaba por primera vez la idea básica de que el principio de la vida era el Mal”.
[19] Aquí el personaje de Kertész se encuentra en oposición radical a un poeta como Saint-John Perse (o al menos la imagen de Perse articulada por Cioran en su conocido ensayo sobre el escritor francés).
[20] El término, lo sé, resulta excesivo en una situación como esta: ¿acaso tienen amigos los habitantes del infierno?
[21] Pienso, sobre todo, en su texto Ejercicios espirituales y filosofía antigua.
[22] Como el bueno de Kafka, que en el fondo, ¿quién puede dudarlo?, deseaba fervorosamente que Brod ignorara sus instrucciones.
[23] ”Que no es trágico sino cómico porque carece de destino”: quizá la frase más despiadada de todo el relato…que nosotros, afortunadamente, no podemos comprender.
[24] ”Nada es más real que la Nada” (Demócrito citado por Beckett en su correspondencia).
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