Cesare Pavese

Lavorare stanca es el primer libro impreso del poeta piamontés Cesare Pavese. Resultado de un proceso de transformación debido a la censura de la época, que lo obliga a modificar el orden y la disposición de varios de los poemas y a suprimir otros, la primera edición se realizó en 1936 en Florencia, con la casa editorial Edizioni di Solaria.

Posteriormente, en el año 1943, el poemario fue publicado en edición aumentada en Turín a exigencia del propio autor. Esta vez el volumen será publicado por Einaudi. Desde la portada el autor resalta la particularidad de esta edición: “Nuova edizione aumentata”: no sólo añade poemas de su creación posterior a la edición de Solaria, sino que rescata varios de los censurados en aquella, y reordena la disposición de los poemas priorizando los criterios temáticos. Es en esta segunda edición preparada por Pavese en la cual aparecen publicados por primera vez los poemas traducidos a continuación.

La tercera edición del cuaderno fue elaborada por el escritor Ítalo Calvino en 1962, incluida en el volumen póstumo Poesie edite e inedite, publicado también por la editorial Einaudi. A pesar de que esta edición distara mucho –en cuanto a la concepción y el orden de los poemas– de la última voluntad de Pavese, el texto se convirtió en referencia para los estudios pavesianos durante más de cuarenta años.

Años después, en 1998, la especialista principal de Pavese en Italia, Mariarosa Masoero, preparó una nueva edición, con un trabajo introductorio de Marziano Guglielminetti, que incluye nuevamente los seis poemas traducidos aquí, los cuales aparecen en el epígrafe titulado “Le poesie aggiunte e Appendice” junto a otros 24 poemas también añadidos en esta edición.

Estos seis poemas (“Encuentro”, “Mañana”, “Verano”, “Nocturno”, “La puta campesina” y “El instinto”) muestran algunos de los temas y personajes fundamentales de la poesía pavesiana: la cotidianidad y los sujetos comunes, así como las colinas de Le Langhe, entorno inmediato del autor.

Amanda Chang

Encuentro

Estas duras colinas que han hecho mi cuerpo
y lo mueven a tantos recuerdos, me han abierto al prodigio
de ella, que no sabe que la vivo y no logro entenderla.

La encontré, una noche: una mancha más clara
bajo las estrellas ambiguas, entre la niebla del verano.
Estaba alrededor la percepción de estas colinas
más profunda de la sombra, y de repente sonó
como salida de esas colinas, una voz más clara
y áspera a la vez, una voz de tiempos perdidos.

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A veces la veo, y me vive delante
definida, inmutable, como un recuerdo.
Nunca he podido aferrarla: su realidad
cada vez se me escapa y me lleva lejos.
Si es hermosa, no lo sé. Entre las mujeres es tan joven:
me sorprende, al pensarla, un recuerdo remoto
de la infancia vivida entre estas colinas,
tan joven es. Es como la mañana. Me muestra en los ojos
todos los cielos lejanos de aquellas mañanas remotas.
Y tiene en los ojos un propósito firme: la luz más clara
que jamás haya tenido el alba sobre estas colinas.

La he creado desde el fondo de todas las cosas
que me son más queridas, y no logro entenderla.

8-15 agosto, 1932

Mañana

La ventana apenas abierta encuadra un rostro
sobre el campo del mar. Los cabellos vagos
acompañan el tierno ritmo del mar.

No hay recuerdos de este rostro.
Sólo una sombra fugitiva, como de nube.
La sombra es húmeda y dulce como la arena
de una cavidad intacta, bajo el crepúsculo.
No hay recuerdos. Sólo un susurro
que es la voz del mar convertida en recuerdo.

En el crepúsculo, el agua suave del alba
que se impregna de luz, alumbra el rostro.
Cada día es un milagro sin tiempo,
bajo el sol: una luz áspera la impregna
y un sabor a vívido marisco.

No existe recuerdo de este rostro.
No existe palabra que lo contenga
o lo relacione con las cosas pasadas. Ayer,
desde la angosta ventana desapareció como
desaparecerá en un instante, sin tristeza
ni palabras humanas, sobre el campo del mar.

9-18 agosto, 1940

Verano

Hay un jardín claro, entre muros bajos,
de hierba seca y de luz, que cocina lentamente
su tierra. Es una luz que sabe a mar.
Tú respiras aquella hierba. Tocas los cabellos
y sacudes su recuerdo.

He visto caer
muchas frutas, dulces, sobre una hierba que sé,
con un ruido sordo. Así te sobresaltas tú también
al susto de la sangre. Tú mueves la cabeza
como si alrededor sucediera un prodigio de aire
y el prodigio eres tú. Hay un sabor igual
en tus ojos y en el caliente recuerdo.

Escuchas.
Las palabras que escuchas apenas te tocan.
Tienes en el rostro calmo un pensamiento claro
que finge en tus hombros la luz del mar.
Tienes en el rostro un silencio que presiona el corazón
con un ruido sordo, y destila de él una pena antigua
como el jugo de los frutos caídos entonces.

3-10, septiembre ,1940

Nocturno

La colina es nocturna, en el cielo claro.
Donde se encuadra tu cabeza, que apenas mueve
y acompaña aquel cielo. Eres como una nube
vista entre las ramas. Te ríe en los ojos
la extrañeza de un cielo que no es el tuyo.

La colina de tierra y de hojas cierra
con la masa negra tu vivo mirar,
tu boca tiene el pliegue de una dulce cueva
entre las costas lejanas. Pareces jugar
a la colina grande y a la claridad del cielo:
para gustarme repites el fondo antiguo
y lo vuelves más puro.

Sin embargo, vives en otro lugar.
Tu tierna sangre se ha hecho en otro lugar.
Las palabras que dices no se corresponden
con la tristeza nuda de este cielo.
Tú no eres más que una nube dulcísima, blanca
enredada una noche entre las ramas antiguas.

19 octubre, 1940

La puta campesina

La muralla del frente que ciega el patio
tiene a menudo un reflejo de sol naciente
que recuerda el establo. Y la cama deshecha
y desierta en la mañana cuando el cuerpo se despierta,
sabe al olor del primer perfume inexperto.
Incluso el cuerpo, trenzado a la sábana, es lo mismo
de los primeros años, que el corazón saltaba descubriendo.

Nos despertamos desiertas al llamado adentrado
de la mañana y reemerge en la pesada penumbra
el abandono de otro despertar: la talla
de la infancia y el pesado cansancio del sol
caluroso sobre las puertas indolentes. Un perfume
impregnaba ligero el sudor de siempre
del cabello, y las bestias olfateaban. El cuerpo
disfrutaba furtivo la caricia del sol
insinuante y calma como si fuera un contacto.

El abandono de la cama acoge los miembros
extendidos jóvenes y fofos, como si fueran todavía niños.
La niña inexperta olfateaba el olor
del tabaco y del heno y temblaba al contacto
fugitivo del hombre: le gustaba jugar.
Alguna vez jugaba extendida con el hombre
dentro del heno, pero el hombre no olfateaba los cabellos:
buscaba en el heno los miembros contraídos,
los debilitaba, escachándolos como si fuera su padre.
El perfume eran flores pisadas sobre las piedras.

Muchas veces regresa en el lento despertar
aquel deshecho sabor de flores lejanas
y de establo y de sol. No hay un hombre que sepa
la sutil caricia de aquel acre recuerdo.
No hay un hombre que vea detrás del cuerpo extendido
aquella infancia transcurrida en el ansia inexperta.

11-15 noviembre, 1937

El instinto

El hombre viejo, desilusionado de todas las cosas,
desde el umbral de su casa bajo el tibio sol
contempla al perro y a la perra desatar el instinto.

En la boca desdentada corretean moscas.
Su mujer murió hace ya tiempo. Ella también,
como todas las perras, prefería ignorarlo,
pero tenía el instinto. El hombre viejo olfateaba
–antes de perder sus dientes–, la noche llegaba,
se metían en la cama. Era hermoso el instinto.

Lo que le gusta del perro es su gran libertad.
De la mañana a la noche recorre la calle;
y un poco come, un poco duerme, un poco monta las perras:
no espera ni siquiera la noche. Razona,
como que husmea, y los olores que siente son suyos.

El hombre viejo recuerda una vez que de día
lo hizo como un perro en un campo de trigo.
No sabe ya con qué perra, mas recuerda el sol radiante
y el sudor y las ganas de no cesar nunca.
Era como en una cama. Si regresaran los años,
lo querría hacer siempre en un campo de trigo.

Baja por la calle una mujer y se detiene a mirar;
pasa el sacerdote y se voltea. En la plaza pública
se puede hacer de todo. Incluso la mujer,
que está dispuesta a voltearse por el hombre, se detiene.

Solamente un muchacho no tolera el juego
y hace llover piedras. El hombre viejo se enoja.

enero de 1936

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